
El otro día me comentaba un conocido que iba a plantear, en el instituto de su hija, la posibilidad de hacer una sesión con «emprendedores». Están en esa edad en la que tienen que ir pensando «qué van a ser de mayores», y la inmensa mayoría tiene en mente (algo que me sorprendió; pensaba que a estas alturas habíamos avanzado algo) las opciones clásicas de «médico, abogado, ingeniero, etc.»; y le parecía que merecía la pena abrirles la mente a otras realidades, para que al menos las pudiesen valorar.
«Y demasiado tarde me parece», le dije. Efectivamente, creo que «emprender» es algo que hay que enseñar desde pequeños, desde la escuela, y también en casa. Ya escribí en su momento que creo que aquellos que han «mamado» en sus casas esa actitud emprendedora es más fácil que la desarrollen. Porque diría que «emprender» no es una serie de conceptos y conocimientos, sino más bien un conjunto de actitudes que, cuanto antes interiorices, mejor.
Lo comparaba con mi propia experiencia. Desde luego yo no vi en casa emprendimiento; no culpo a mis padres, simplemente fueron sus circunstancias. Ni en el colegio. Ni en el instituto. Más grave aún, tampoco en la universidad. Y eso que hice «Administración y Dirección de Empresas», donde se supone que más sentido tendría. Pero no. A mí me enseñaron muchas cosas para ser «administrador y director de empresas». En el área financiera, en el área de marketing, en el área de control de gestión… todo pensado para convertirnos en «hombres de empresa», posiblemente en el sector industrial o financiero. Recuerdo muchas charlas de directivos bancarios, y de directivos de grandes conglomerados industriales, pero ni una sola charla de un emprendedor, nadie que nos contase su experiencia. Desde luego, tampoco recuerdo ningún profesor así. Por supuesto que muchas de las enseñanzas que recibimos podían ser aprovechadas por un emprendedor (desde hacer un plan de marketing a entender el marco normativo, pasando por definir la contabilidad de costes o entender los ratios financieros), pero nadie se encargó de alentar ese espíritu emprendedor en nosotros.
Bueno, sí, en teoría la «memoria fin de carrera» consistía en elaborar un «plan de negocio» (podía ser de una empresa de nueva creación, o hacerlo como proyecto sobre empresa existente). Puro emprendizaje de salón, que consistía en elaborar un «tocho» bien gordo, y defenderlo ante un tribunal compuesto por profesores que no es que no fuesen emprendedores; es que creo que ninguno había trabajado nunca en ningún sitio que no fuese la universidad. Recuerdo que una de las objecciones que pusieron a nuestro proyecto fue que el desglose del coste unitario de un producto (que habíamos obtenido de la propia empresa que nos sirvió de base para el trabajo) «no se ajustaba a lo que nos habían enseñado en clase». Valiente gilipollez. En todo caso, una vez finiquitado el proyecto, palmadita en la espalda, y ahora vayan poniéndose en fila en los procesos de selección de grandes bancos, grandes consultoras, grandes auditoras.
Hablando de mí, ójala alguien me hubiese alentado en toda esa primera etapa de mi vida ese espíritu emprendedor. Ójala me hubiesen animado a experimentar, a no desanimarme cuando algo sale mal, a intentarlo tantas veces como sea necesario, a perder los miedos en un entorno controlado, a desarrollar habilidades y actitudes; tendría mucho camino recorrido.
Y a nivel de la sociedad general, ójala alguien alentase eso mismo en todos los jóvenes. Así no tendríamos generaciones enteras viviendo a la «sopaboba», esperando que alguien les solucione las papeletas, y quejándose porque con sus estudios, sus universidades, y sus másteres… nadie «les da trabajo», creyendo que el bienestar es un «derecho adquirido» en vez de una conquista diaria. Porque sí, la situación de dificultad económica puede ser un hecho objetivo; pero la actitud con la que nos enfrentamos a ella puede marcar una gran diferencia.
Foto: Katie Weilbacher