Soy un sombrero negro

No está mal, pero…

Estábamos apurando el café. Mi amigo se había pasado un buen rato contándome, ilusionado, su idea. Yo le escuchaba con atención, pero lo cierto es que mientras me hablaba yo solo veía inconvenientes. «No sé, yo no lo veo». Y empecé a desgranarle todas las pegas que le veía a lo que me contaba.
A medida que iba hablando, notaba como su gesto se contrariaba. Ahí estaba él, contándome con gran entusiasmo sus planes, y llegaba yo a destrozarle su castillo de naipes. Con razón o sin razón, eso casi es lo de menos. Simplemente, centrado en «todo lo malo». Con mi sombrero negro.

Los seis sombreros de pensar

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Fue Edward de Bono el que ideó los seis sombreros de pensar, una herramienta-metodología para abordar procesos de reflexión/creatividad. La idea básica es que cuando afrontemos un problema, debemos hacerlo desde varios prismas distintos, simbolizados por esos seis sombreros:

  • El sombrero azul es el encargado del proceso, el que se asegura que todos los sombreros entren en acción, y cada uno se ciña a su función.
  • El sombrero blanco es el que lidia con los datos, con los hechos. Sin juicios, sin valoraciones. Objetividad pura y dura.
  • El sombrero rojo es el que se centra en las emociones, en las sensaciones. El miedo, la ilusión… no se exige ninguna justificación, simplemente explorar ese lado «menos racional».
  • El sombrero verde es el de la creatividad, el de las ideas «locas» si hace falta, el que no se corta a la hora de soñar.
  • El sombrero amarillo es el que busca lo positivo, lo que pasará si todo sale bien, lo ideal, la utopía.
  • Y el sombrero negro es el de las precauciones, el de las alertas, el que pone el ojo en todo lo que podría salir mal.

Como puedes ver, si usas los seis sombreros puedes llegar a tener una perspectiva bastante completa y equilibrada de una situación. Dejarás sitio a todo lo que hay que tener en cuenta: lo racional y lo emocional, lo objetivo y lo subjetivo, lo «pegado a la tierra» y la utopía, lo ilusionante y lo preocupante. Una visión de conjunto que limita los sesgos.

Soy un sombrero negro

La cuestión es que, como decía más arriba, mi tendencia natural es ser un sombrero negro. Voy por el mundo viendo todo lo que puede fallar («Oh, cielos, Leoncio»), como un auténtico cenizo.

Por contra, me cuesta más ponerme los otros sombreros. Tengo que hacer un esfuerzo consciente, y aun así noto cómo me chirrían los mecanismos mentales. Es como si mi «sombrero negro» estuviese siempre sobrevolando, incluso cuando no le toca.
Pensaba en todo ello mientras volvía a casa después de charlar con mi amigo, con la sensación de haberle «tirado por tierra» su idea. Debería hacer un disclaimer, cuando alguien me cuente alguna idea: «ten en cuenta que yo soy un sombrero negro…»
O, alternativamente, hacer un esfuerzo más consciente para ponerme el resto de los gorros.

Aprender o no aprender: costes y beneficios

Pesas
«¿Por qué no aprenden? ¡Yo quiero que aprendan!». Vale, quizás no se exprese así de claro, pero ese sentimiento está detrás de no pocos razonamientos que escucho: en profesores, en padres, y también en empresas. Queremos que otros aprendan cosas, y cuando no lo hacen nos frustra.
Y eso, claro, porque es más fácil hablar de otros que de nosotros mismos. Tendemos a mirar para otro lado cuando somos nosotros quienes fallamos en nuestros propósitos de aprendizaje.
Aprender, como tantas otras cosas en la vida, tiene mucho de análisis (muchas veces inconsciente) de coste y beneficio. Hacemos las cosas cuando los pros son más fuertes que los contras. Pero ah, amigo, los pros y los contras tal y como nosotros los vemos, de forma completamente individual y subjetiva. No cuenta la valoración que pueda hacer un externo sobre «lo que nos conviene» o «lo poco que te cuesta». Somos cada uno de nosotros los que ponemos cosas en cada lado de la balanza, les atribuimos pesos… y en función de eso actuamos.

Los costes de aprender

«El saber no ocupa lugar», dice la sabiduría popular. Bueno, quizás «lugar» no ocupe (y hasta eso es discutible), pero sin duda tiene costes:

  • Dinero: no siempre, pero muchas veces sí. Pagar un curso, comprar unos libros… hay un coste directo y evidente ahí. Contante y sonante.
  • Tiempo: puede que no cueste dinero, pero aprender siempre requiere dedicación. Horas destinadas a la adquisición de conocimientos, a la exploración, a la lectura, a asistir a clases, a hacer ejercicios, a practicar, a repasar…
  • El coste de oportunidad: aplica tanto al tiempo como al dinero. Porque lo que dediquemos a aprender, no podemos dedicarlo a otra cosa. ¿A qué le robamos el tiempo? ¿Al ocio? ¿A la familia? ¿Al descanso? ¿Al trabajo? Esto último… ¿es realmente así? Si hago un curso «en horario de trabajo»… ¿mis responsabilidades desaparecen, o se acumulan para que las atienda más tarde?
  • El esfuerzo: por definición, aprender implica «salirse de lo conocido». Literalmente, obligamos a nuestro cerebro a salirse de las pautas neuronales ya establecidas y a formar otras nuevas. Eso es incómodo, y requiere esfuerzo. Nuestra tendencia natural es a transitar por el camino ya trillado. Lo necesario para aprender (el comprender lo desconocido, la repetición, la práctica…) implica andar cuesta arriba.
  • La torpeza: aprender implica fallar, equivocarse. Sentirse torpe. Una sensación desagradable cuando sucede en privado, y no digamos ya si sucede en público. Nuestro ego se resiente, no le gusta. Gestionar esa sensación es un coste en sí mismo.

Los beneficios de aprender

Obviamente, no todo son apuntes en el «debe». También podemos anotar unas cuantas cosas en el «haber»:

  • El disfrute del proceso: sí, aprender puede ser muy satisfactorio. Apela a nuestra naturaleza curiosa, y a nuestro cerebro le gusta «dar sentido» a lo que le rodea. Lo malo de esto es que el disfrute muchas veces es incompatible con la obligatoriedad, o con las fechas límite, con que sean otros los que decidan qué o cómo tengo que aprender…
  • La satisfacción de «saber más»: a nuestro ego le gusta sentirse importante. Sentirse listo. Sentir que «es mejor». Finalizado el proceso, siempre viene bien tener una medallita más de la que poder presumir. ¿A quién no le gustaría?
  • Las oportunidades: lo digo siempre, «cuantas más habilidades tengas y más desarrolladas estén, más probable es que tengas suerte». Esta mejora de tus probabilidades puede enfocarse en positivo (la posibilidad de que se te abran puertas: un ascenso, un nuevo trabajo…), o con una perspectiva defensiva (cuando vengan mal dadas, tendrás más recursos para enfrentar la situación).
  • Mejores resultados: lo que aprendes puede hacer que tu día a día sea más fácil. ¿Resuelvo un problema? ¿Trabajo de forma más eficaz? ¿Libero tiempo para otras cosas? ¿Vendo más? ¿Trabajo con más seguridad y menos estrés? ¿Destaco frente a los que me rodean? ¿Los demás me hacen más caso? ¿Consigo un retorno económico mejor, en forma de más sueldo, más facturación, bonus por resultados…?

Costes concretos, beneficios inconcretos

Y llegamos a la que probablemente es la madre del cordero de todo este razonamiento. Y es que mientras que los costes de aprender son muy tangibles y concretos, y se producen desde el primer minuto… los beneficios están en su gran mayoría en el terreno del «futuro deseable», lo cual hace que su peso en la balanza disminuya considerablemente. Sí, yo puedo creer que «aprender inglés» me abrirá una serie de puertas en el futuro… así en genérico… supongo… pero lo cierto es que las horas las tengo que dedicar ahora, el precio del curso lo pago ya, la incomodidad del aprendizaje la sufro durante todo el proceso… y los beneficios, si llegan, lo harán en el medio/largo plazo. Eso si llegan, que estamos hablando muchas veces de «probabilidades» y nadie me asegura el resultado.
Pongámonos en la piel de un adolescente, obligado a ir al colegio y someterse a horas sin fin de clases, más deberes, más estudiar para exámenes… con la promesa difusa de que «es por su bien» o «para prepararse para el futuro». Pongámonos en la piel de esa persona a la que sacamos de su trabajo para meterla en un aula a darle un curso de «no sé muy bien qué» mientras se le acumulan las tareas que tendrá que resolver a la vuelta. O en la de esa persona que después de la jornada laboral «se obliga» a ir a una clases, llegando tarde y cansado a su casa.
Ponte tú mismo a pensar en tus esfuerzos de aprendizaje, en cuáles son sus costes y sus beneficios, en cómo juegan cada uno de ellos en esa balanza. Piensa en los procesos que has cubierto con éxito, ¿por qué resultaron bien? Y en todos los que fallaron, a pesar de tu buena disposición… ¿en qué momento los costes ganaron a los beneficios?

Trucando la balanza

Si queremos promover, en nosotros mismos o en otros, procesos de aprendizaje exitosos… tenemos que considerar cuáles son esos costes y esos beneficios. Y en la medida de lo posible trabajar para que los costes sean menos costes (y no vale solo con «te pago el curso»), y para que los beneficios sean más tangibles y concretos, y se produzcan en el corto plazo.
De esta manera, haremos más fácil que el cálculo de coste/beneficio salga a favor, y el proceso salga adelante. Si no, se parará tarde o temprano.

El turbo en tu cabeza

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El otro día, leyendo este artículo sobre cómo funciona nuestro cerebro, se me vino a la mente una imagen de videojuegos. En los juegos por ejemplo de fútbol, suele haber un botón de «sprint» que te permite correr más. Pero claro, no de forma gratuita: mientras estás corriendo más, hay una barra de energía que va disminuyendo rápidamente… y que una vez vacía del todo te impide seguir usando ese «sprint» (hasta que se vuelva a recargar, algo que hace poco a poco). Esta misma funcionalidad la hay en otro tipo de juegos (p.j. el turbo en los coches, etc.). Un «superpoder» que te permite ventajas durante un tiempo determinado, pero que consume energía rápidamente por lo que no puedes usarlo a lo loco.
El caso es que el artículo describe dos partes de nuestro cerebro, con funcionamientos bien distintos (y aquí que me perdonen los científicos… que yo voy a intentar poner lo que he entendido en mis propias palabras).

  • Por un lado tenemos nuestro cerebro más primitivo, «reptiliano», que más que pensar actúa. Es el instinto, la reacción rápida, la parte de nosotros que piensa en el presente, en lo inmediato, en la supervivencia. Esta parte de nuestro cerebro es la que nos hace comer cuando tenemos hambre, la que nos hace tener reacciones de «lucha o huye» cuando interpreta un peligro… un cerebro muy adaptado para la vida del animal que fuimos (y que, no olvidemos, seguimos siendo).
  • Y luego tenemos nuestro cerebro «moderno», el que nos hace humanos. El encargado de analizar, racionalizar, planificar, crear, controlar, contrarrestar nuestros instintos primarios… en definitiva, es nuestro «superpoder humano», el botón de «sprint» que nos permite hacer cosas que un animal no puede hacer.

La cosa está (y de ahí la analogía) que, al igual que en los videojuegos, este «superpoder» que nos proporciona esta parte de nuestro cerebro gasta su «barra de energía» de forma rápida cuando lo usamos. Y cuando se acaba, perdemos la capacidad de usarlo (hasta que esa energía se repone… algo que no es automático). Y quedamos entonces a expensas de nuestro viejo cerebro animal, incapaces de pensar con claridad, reaccionando más con el instinto que con la cabeza.
¿No lo habéis notado? Ese momento en el que te quedas «plof», que no eres capaz de articular pensamientos, que te quedas en trance delante del televisor, que estás irascible (tu cerebro de reptil que interpreta cualquier palabra o acción como una amenaza a la que hay que reaccionar gruñendo), atracas la nevera aunque sepas que no debes (pero es tu cerebro de reptil ordenándote que repongas energías ahora, quieras o no). A mí, desde luego, me encaja.
Lo curioso es que ese «superpoder» se gasta lo usemos como lo usemos. No sabe distinguir si esa planificación que estamos haciendo es para un proyecto profesional de alto impacto, o para las vacaciones de verano. No sabe si el análisis que estamos realizando es relevante o no. Simplemente se está usando, y se gasta. Como en el juego de fútbol, da igual si pulsamos el botón de «sprint» para perseguir a un rival que se nos va directo a la portería, o si nos estamos dedicando a corretear en solitario por el centro del campo; si le damos al botón, la energía se gasta.
Este enfoque me parece muy interesante, en la medida en que permite (si somos conscientes de ello) usar mejor nuestra capacidad, siendo conscientes también de sus limitaciones. Algo que es especialmente importante cuando hablamos de «trabajadores del conocimiento», cuyo trabajo depende casi por completo de ella.

  • Sabiendo que nuestra «barra de energía» se gasta, podemos ajustar nuestras expectativas. No es razonable creer que vas a poder estar 8 o 10 horas «exprimiéndote el coco». No pasa nada, no eres un «inútil», simplemente es tu cuerpo que funciona así.
  • Del mismo modo, si somos conscientes de que nuestra barra de energía está agotada, de nada sirve empeñarnos en hacer tareas que requieran su uso. No te pongas a analizar un problema cuando estás así, ni a planificar un proyecto. Te costará mucho, seguramente lo hagas mal y tendrás que acabar repitiéndolo más adelante.
  • Habrá que insertar descansos a lo largo del día, alternar actividades «de las que gastan energía» con otras que «de las que permiten que la energía se recargue». No tiene por qué ser tumbarse a la bartola (que también), puede ser dar un paseo o hacer alguna actividad física, puede ser meditar, puede ser hacer alguna tarea rutinaria que no nos exija pensar…
  • Tendremos que elegir bien para qué queremos usar nuestro «superpoder», buscando maximizar el rendimiento de su uso. No lo malgastemos en cosas que no nos aportan. Tener una visión clara de cuáles son nuestras prioridades (que precisamente puede que sea uno de los usos más importantes de nuestra capacidad) nos permitirá cada día tener claro a qué debemos prestarle atención, en vez de dejarnos llevar por lo que va surgiendo y encontrarnos de que al final hemos gastado nuestra energía sin ton ni son.
  • Sería buena idea, también, plantear estrategias que nos permitan minimizar el gasto de «energía pensadora», trasladando pequeñas decisiones del día a día en rutinas que nos liberen de la obligación de pensar. Por ejemplo planificar un menú bisemanal y ceñirse a él (con lo cual te olvidas de tener que estar pensando cada día «qué como hoy», recordando «qué comí los últimos días», «qué tengo que comprar»), limitarse a ropa que combine facilmente aunque sea aburrida…
  • También podemos evitar un gasto excesivo de energía luchando contra la paradoja de la elección, haciendo un esfuerzo consciente en no meternos en una maraña de micro-análisis de múltiples alternativas que al final aportan poco valor. Limitar alternativas y factores de decisión, elegir rápido, y a otra cosa.
  • Del mismo modo, podemos ponernos en alerta ante pensamientos rumiativos: esas veces en las que empezamos a darle vueltas obsesivamente a un tema, sin avanzar («pues le voy a decir a mi jefe que…, pero si él me dice que… entonces yo le responderé… debería haberle dicho… pero es que mira que…»), agotando nuestra energía para nada.

Seguro que hay más formas de sacar partido a esta visión de nuestra capacidad cerebral como «superpoder que se gasta», como el «botón de turbo» del videojuego. Lo que ya sería estupendo sería tener una barra indicadora de verdad, que nos mostrase cómo andamos de energía, cómo de rápido se descarga y se recarga… me temo que eso tendrá que esperar 🙂

La paradoja de la elección: cuantas más opciones, peor

Sigo revisando videos de las TedTalks (he descubierto que la combinación bici estática + smartphone es perfecta para ellas!). En esta ocasión es Barry Schwartz quien habla sobre la denominada «paradoja de la elección». Cómo, frente al «dogma oficial» de que la libertad es un bien supremo, y que por lo tanto cuantas más opciones tengamos para elegir mejor para nosotros individualmente, y para todos como colectivo, en realidad el exceso de opciones tiene un componente negativo. Una suerte de curva de Laffer aplicada a las posibilidades de elección; tener demasiado pocas es malo, pero hay un punto donde tener demasiadas también resulta contraproducente.
Schwartz plantea varios motivos para esa teoría. Por un lado, el exceso de opciones nos lleva a la parálisis y la inacción (algo relacionado contaba hace poco respecto a la elección de mi nuevo móvil). Pero además, cuando elegimos tendemos a la insatisfacción: hay más motivos para preguntarnos si habremos escogido la alternativa correcta (mientras que, cuando hay pocas opciones, es más fácil sentir que «has acertado» por comparación), nuestras expectativas son muy altas por lo que es más fácil decepcionarnos (al fin y al cabo, con tantas alternativas… el resultado tiene que ser «perfecto») y, en última instancia, asumimos la responsabilidad por no haber elegido bien (frente a un escenario de pocas alternativas, donde «la culpa es de las pocas alternativas»).
En fin, una teoría que puede resultar contraintuitiva, pero que si nos paramos a pensar en nuestra propia experiencia seguro que encontramos más de una y más de dos situaciones que la confirman. ¿Recuerdas la última vez que has tenido que elegir algo? ¿Quizás un coche? ¿Sitios para ir de vacaciones? ¿Qué trabajo elegir? ¿Qué ordenador comprar? ¿A qué colegio llevar a los niños?
Por lo tanto… ¿podemos hacer algo para, cuando tengamos que ofrecer alternativas a alguien (en el plano profesional, o en el plano personal) facilitarles la vida? ¿Podemos evitar caer en esa paradoja autolimitándonos el número de opciones, obviando «detalles» para centrarnos en lo esencial de las alternativas?

Acortando plazos de decisión

Este año los Reyes (se ve que he sido bueno) me han regalado un móvil nuevo. Bueno, para ser más exactos (y como los Reyes me conocen bien y saben que estas cosas me gusta escogerlas a mí) me han regalado un «cómprate el móvil que quieras y nos pasas la factura». ¡Yupi!. Teniendo en cuenta que mi último móvil ya se acercaba al 4º aniversario (que ha venido siendo la duración habitual de mis dispositivos), y lo chulos que son los smartphones de un tiempo a esta parte, yo ya venía teniendo el «run-run» de cambio…
Pero, aun siendo algo que ya tenía en mente, todavía no tenía ni medio decidido un modelo. ¿iPhone o Android? Y dentro de los Android… ¿cuál de entre las docenas que hay? Precio, características, opiniones de usuarios… y todo dentro de un entorno que se renueva cada x meses, donde lo que ayer era «lo más de lo más» hoy se ve superado por un nuevo «lo más de lo más». Si te pones a darle vueltas, puedes acabar tarumba. Hay opiniones para todos los gustos, ¿de cuál te fías? Y como tardes un poco, enseguida aparecen nuevos modelos que te obligan a replanteártelo todo una vez más…
Así que, enfrentado al panorama de pasarme varios días/semanas dándole vueltas al asunto, tratando de encontrar una solución definitiva, tomé una decisión «radical». De entre los modelos que estaba considerando, elegí uno (HTC Desire), hice el pedido, y santaspascuas. En hora y poco había decidido y ejecutado. Muerto el perro, se acabó la rabia. Ya no tiene sentido elucubrar más. ¿Habré escogido «la mejor» opción? Francamente, no lo sé. Ni siquiera sé si hay una «mejor opción».
Lo que sé es que la decisión adoptada va a ser «suficientemente buena». Y que la inversión necesaria de tiempo, esfuerzo y elucubraciones para afinar la decisión iba a ser mucho más que proporcional para el resultado adicional que podría conseguir, y que por lo tanto no tenía mucho sentido realizarla. Tomas la decisión, y te olvidas del asunto.
Creo que, en muchos aspectos de la vida (tanto personal como profesional) nos enfrentamos a decisiones difíciles, ambiguas, en las que es difícil escoger una solución. Intentamos tener todos los datos en nuestra mano, para así asegurarnos que estamos llegando a la decisión óptima. Pero nos olvidamos de dos cosas: por un lado, la vida no es un problema matemático con una «solución correcta», sino que es más bien un sistema complejo en la que todo tiene sus pros y sus contras (subjetivos, además) donde es difícil que haya un «óptimo» objetivo. Y por otro lado, en muchas ocasiones conseguir toda la información, todos los datos, supondría invertir una considerable cantidad de tiempo y esfuerzo; ¿merece la pena dilatar los procesos de decisión, y que éstos consuman nuestra atención y nuestros recursos (la famosa «parálisis por el análisis»), sólo para conseguir una solución «ligeramente mejor» que la que escogeríamos en una decisión rápida?
Yo creo que no. Así que, en la medida de lo posible, enfrentado a una decisión procuro darle algunas vueltas rápidas que me permitan acotar un rango de decisiones «suficientemente buenas», escoger una de ellas y pasar a otra cosa. Quizás no escoja siempre «lo mejor», pero escojo, actúo, me muevo.
Foto: viZZZual.com

La falacia de la excepción

Hay argumentos que me hacen subirme por las paredes. Lamentablemente, están a la orden del día en demasiados ámbitos. En esta ocasión, me refiero a cuando se toma un caso absolutamente excepcional, y se presenta como ejemplo para un colectivo, trasladando una imagen absolutamente distorsionada de la realidad. Podemos pensar en las modelos de las revistas, en los «casos de estudio» que se «analizan» en muchos ámbitos de negocio, en los deportistas de élite, el grupo que «se dió a conocer en internet y ahora vende millones de copias» y otros argumentos dospuntoceristas…
La última que recuerdo fue cuando alguien hablaba de la película Paranormal Activity y decía «veis, gente del cine, cómo se pueden hacer películas por 7.000 dólares y ganar mucho dinero; poneos las pilas». Por supuesto, no dijo cuántas películas de 7.000 dólares no llegan ni a estrenarse, o son un auténtico fracaso, y que este caso estaba en el extremo más lejano de la curva de distribución normal. Cuando le dije que ese argumento era falaz… no respondió. Suele pasar.
Ahora estaba leyendo un artículo de un fotógrafo que «triunfa» en internet, que ganó 40.000 dólares vendiendo una foto a través de twitter… y el mensaje es «tú, si quieres, también puedes». No, mentira. Aunque pongas todo de tu parte, hay muchas probabilidades de que no llegues a emular a la excepción.
Por eso es tan importante el análisis riguroso de datos globales, tendencias, etc... por encima de la anécdota. Del mismo modo que en su momento decía que los dramas humanos no deben hacernos perder la perspectiva, tampoco las «historias de éxito» deben cegarnos, especialmente cuando hay tanta gente interesada en manipularnos con ellas.

De la reflexión a la acción

Referencia Andrés un libro de Dan Schawbel sobre cómo reforzar la marca personal en el mundo 2.0. Y hace una reflexión que me ha parecido bien interesante:

Esta es una prueba más de que los conocimientos, consejos y métodos están ahí, el problema surge cuando tienes que ponerte en marcha y aplicarlos.

Es algo en lo que vengo pensando desde hace unos meses. Prácticamente cualquier cosa que busques, la puedes encontrar en internet. Guías, tutoriales, metodologías, consejos, ejemplos… de cualquier campo. Hay mucha más información de la que podemos procesar, y es muy tentador buscar, leer, etiquetar, almacenar, seguir buscando, seguir leyendo, seguir etiquetando, seguir almacenando… como si el mero proceso de búsqueda, lectura, clasificación y almacenamiento bastase por sí mismo.
Pero, y aunque sin duda es algo interesante, el problema surge cuando nos quedamos ahí, cuando no damos el siguiente paso que es en realidad el relevante. Cuando nos quedamos dando vueltas y vueltas sin tirarnos a la piscina, refugiados en nuestra zona de confort. Y lo cierto es que la mayoría de las veces lo que tendríamos que hacer es coger el toro por los cuernos, dejarnos de reflexiones y pasar a la acción.