No es mi circo, no son mis monos

Aranda de Duero, enero de 2023. Temperaturas rondando los 0º, viento gélido.

– «Pues yo no tengo frío. De hecho, me sobra el abrigo».

Me giro y la miro con incredulidad. Ahí va mi hija (casi 14 años) con su sudadera y su abrigo por encima, sin abrochar.

– «¡Pero cómo no vas a tener frío, si está casi helando!»

– «Pues no lo tengo».

Se encoge de hombros, y sigue caminando.

De verdad que parece un cliché eso del padre diciéndole a la niña que se ponga una rebequita.

Pero claro, uno es padre. Sabe lo que es bueno para ellos mejor que ellos mismos. Al fin y al cabo los has tenido en brazos, les has limpiado el culo, llevas aquí 30 años más que ellos… ¡por supuesto que sabes más!

El problema es que eso, que tiene sentido cuando tienen 3 meses, o 1 año, o… poco a poco va perdiendo vigencia. A media que tus hijos se transforman en seres independientes y autónomos son ellos quienes tienen que tomar sus decisiones… y apechugar con las consecuencias.

¿No te quieres poner el abrigo? Bueno, si pasas frío lo vas a pasar tú, no yo. Si te resfrías vas a sentirte mal tú, no yo. La próxima vez quizás aprendas… o quizás no. En todo caso, problema tuyo.

Puede que, de refilón, haya alguna consecuencia para ti. Quizás te toque, si se resfría, estar pendiente de su malestar. O incluso irte con ella al médico si la cosa se complica. Aparte, por supuesto, de la preocupación implícita que conlleva el ser padre. Pero si te pones a pensarlo bien, realmente las consecuencias para ti son muy secundarias (salvo lo de la preocupación; pero si no quieres que tus hijos te hagan preocuparte… no tengas hijos).

Lo que de verdad te jode es la sensación de que no haga lo que tú harías, lo que tú crees que está bien.

Somos tan egocéntricos…

Cuando hablamos de los hijos esta sensación aparece con mucha frecuencia (y más a medida que van creciendo). Pero también sucede con la pareja, con los amigos, con la gente con la que trabajamos, hasta con desconocidos. Vemos que toman decisiones, que hacen cosas… que «están mal». Que «se están equivocando». Y aunque a nosotros ni nos vaya ni nos venga nos cuesta reprimir el impulso de aconsejarles; a veces de manera bienintencionada, a veces desde la frustración… pero siempre desde la superioridad moral del «yo sé, tú no».

Y aquí es donde aparece este refrán, dicen que de orígen polaco (aunque bien podría haberlo dicho Einstein): «Not my circus, not my monkeys».

Imagina que alguien va a hacer algo que tú no harías, y que crees que tendrá consecuencias negativas para él o ella. Y notas cómo te sale el impulso del «salvador», esa urgencia por «llevarle por el buen camino». Pues antes de irte a darle tu opinión… recuerda, es su circo y son sus monos. Y si los monos se descontrolan, y se salen de su jaula, y se ponen a tirar excrementos a discreción… pues es su circo, y son sus monos. 

Te dará pena, te saldrá el «ya lo sabía yo»… pero es su circo, y son sus monos.

Y si te preocupan las consecuencias que esas decisiones puedan tener sobre ti, eres muy libre de expresar esa inquietud: «oye, me preocupa que si los monos se escapan la mierda me acabe salpicando». Y ten una conversación clara y asertiva sobre lo que sucederá en ese caso: «ten claro que yo no voy a ponerme a limpiar caca de mono, ¿estamos de acuerdo?».

Pero cuida de separar muy bien lo que es una inquietud legítima del puro impulso de «hacer cambiar a la otra persona de opinión para que haga lo que yo creo que es correcto».

Pd.- Un par de artículos por si quieres profundizar en esta idea: No critiques, no reproches y Cómo motivar a otra persona

Quiero cambiar de vida

“¿Te imaginas vivir en el campo? En una granja, alejado del mundanal ruido, viviendo al ritmo de la naturaleza, levantándote con el sonido de los pajaritos, disfrutando de la tranquilidad, cultivando tu propia comida… ¡ah, qué paraíso! Pero aquí estoy, en esta ciudad, siempre con prisas, con agobios, con ruidos, todo lleno de gente… El día menos pensado me lío la manta a la cabeza y…”

Fantasías escapistas para todos los públicos

Ésta podría ser, verbalizada, mi fantasía escapista. Una de ellas, en realidad, porque tengo más. Pero no soy el único. Está el que le encantaría poner un chiringuito en Tarifa, o una chupitería en Benidorm. Los que ojalá pudiera recorrer el mundo con una mochila al hombro. O irme a vivir en una autocaravana. O dedicarme a tiempo completo a ser artista, o fotógrafo, o cantante de rock. Si tuviera pareja entonces sí sería feliz. O si tuviera una pareja distinta de la que tengo. O si no tuviera pareja y pudiera ser libre. Si dejase este trabajo de mierda y tuviese ese otro trabajo maravilloso. Si mi jefe fuese de otra manera, en vez de ser como es. O si no tuviese jefe. O si pudiese trabajar en una gran empresa, en vez de en este chiringo. O si pudiese trabajar en una empresa pequeña, más humana, en vez de en este monstruo impersonal. Si ganase más dinero, o mejor aún, la lotería. Si pudiese tener un coche, o tres. Entonces sí, mi vida sería mucho mejor…

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Tenemos tendencia a imaginar escenarios alternativos para nuestra vida, situaciones que sin duda alguna nos harían estar mejor de lo que estamos. Nuestros problemas y dificultades se evaporarían casi como por arte de magia, todo saldría a pedir de boca. Y sin embargo míranos, aquí atrapados en nuestra realidad infeliz.

El jardín del vecino siempre es más verde

Nos fijamos en los demás, y más ahora que las redes sociales nos abren una ventana a sus maravillosas vidas. Qué viajes tan alucinantes hacen, qué de amigos tienen, qué bien se lo pasan, qué aficiones tan entretenidas, qué familias tan estupendas, qué trabajos tan interesantes. Normal que nos sintamos inferiores. Nos decimos que deberíamos seguir su ejemplo y olvidamos con facilidad que poca gente cuenta su cara B, sus dudas, sus frustraciones, las cosas que les salen mal, lo que les cuesta, lo que no tienen. Nos olvidamos también de todos los que hicieron lo mismo y no les salió bien. Nos enseñan (igual que hacemos nosotros) la cara bonita, nos lo venden como una gran historia. No porque quieran presumir; pero el que quiera divertirse, que se vaya al circo.

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Pero no son sólo los demás los que nos “engañan”. Nosotros mismos también nos engañamos cuando idealizamos el pasado, haciendo una selección de nuestros recuerdos, dulcificándolos e incluso inventándonoslos (y la tecnología cada vez refuerza más esa tendencia). O cuando idealizamos el futuro, dibujando una versión en la que minimizamos los posibles problemas o riesgos y donde todo sale bien, y atribuyéndole a ese futuro la capacidad de proporcionarnos unos determinados niveles de felicidad. Somos ajenos a la tozuda realidad en la que nos adaptamos con extrema rapidez a los cambios, tanto para bien como para mal. Creemos que si hacemos esto y aquello podremos encontrar la felicidad, cuando en realidad la felicidad es algo con lo que tropezamos (y gracias).

El peligro de la fantasía

Las fantasías no están mal, siempre que seamos conscientes de que lo son. Lo malo es cuando actúan como lastre en nuestras vidas, proporcionándonos un elemento de comparación que nos genera frustración en el día a día. Es imposible que nuestra cruda realidad pueda resultar satisfactoria cuando la estamos permanentemente comparando con una potencial alternativa. Si nos empeñamos en hacerlo, estaremos condenándonos a nosotros mismos a un estado de infelicidad.

Y eso no es lo peor. Porque encima, embriagados por los cantos de sirena de ese futuro alternativo, podemos llegar a tomar decisiones radicales en nuestra vida. Si en esa realidad alternativa todo va a ser fácil y satisfactorio, ¿por qué seguir atados a nuestras miserias?

Pero es más que probable que luego, una vez emprendido el camino, nos demos cuenta de que no era oro todo lo que relucía. De que esta realidad alternativa tiene sus cuotas de problemas. Que no todo era tan idílico como parecía en nuestra mente. Y que quizás empezamos a echar de menos cosas que ahora hemos perdido. Quién nos mandaría. Ahora ya tenemos otra realidad alternativa (nuestro “pasado que no estaba tan mal”) para torturarnos.

Pero… ¿no tengo derecho a mejorar?

Por supuesto que tenemos derecho a mejorar. Una vida mejor es una aspiración legítima para cualquier ser humano. Y de hecho nuestros cerebros son máquinas estupendas para visualizar, proyectar, planificar… Gracias a ellos hemos sido capaces de llegar a donde estamos. Lo importante es utilizarlos bien, de forma analítica y racional. Que en nuestra fase de visualización no caigamos en la fantasía y en la idealización, si no que intentemos ser ecuánimes respecto a los pros y los contras que nos vamos a encontrar. Que también seamos ecuánimes en el análisis de nuestra situación actual: no, no todo es un desastre, no todo es malo.

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Y sobre todo, si queremos una vida mejor, debemos orientar nuestro pensamiento a la acción. De nada valen las ensoñaciones, ni los planes, ni los proyectos… si no los ponemos en marcha y les damos continuidad. Si de verdad queremos cambiar nuestra realidad, debemos actuar sobre ella. Porque si seguimos haciendo lo mismo, obtendremos los mismos resultados y seguiremos rumiando hasta el infinito. Menos lamentos, menos “y si”, menos soñar y más hacer.

Ocho herramientas para protegerte de tus fantasías

  • Toma conciencia. La mente nos juega malas pasadas, y es capaz de meternos en espirales muy dañinas. Pero son solo pensamientos. Si somos capaces de adquirir una postura de observador sobre nuestros propios pensamientos, tendremos mayor capacidad de analizarlos con frialdad y de actuar sobre ellos.
  • Haz un análisis de tu situación actual, buscando sobre todo identificar todo lo bueno que sí tienes, y que quizás das por hecho con demasiada facilidad. Fuérzate a realizar una lista exhaustiva de todas las cosas positivas que vives a día de hoy.
  • Identifica también qué cosas concretas son las que te frustran de tu situación actual. Plantéate cuánto tienen de circunstancias externas, y cuánto de cómo te las tomas tú, y hasta qué punto un cambio de escenario puede (o no) resolverlo.
  • Piensa críticamente en la realidad alternativa que te parece idílica. Empieza a buscarle las cosquillas. Oblígate también a buscarle los aspectos negativos que hasta ahora has minimizado o pasado totalmente por altoPonte el sombrero negro para ver todo lo que podría salir mal, todas las lagunas de tu razonamiento. Usa esa lista para reducir la capacidad de fascinación de esa realidad alternativa.
  • Busca información, cuanto más de primera mano mejor, de cómo es esa fantasía en la realidad. Busca testimonios de quienes ya vivan así, de quienes tomaron decisiones parecidas a las que tú quieres tomar. Que te cuenten lo que hay, lo bueno y lo malo, si se arrepienten o no. Esfuérzate en no restar importancia a lo menos agradable. Si además de casos concretos puedes encontrar datos, mucho mejor.
  • Los experimentos, con gaseosa. Antes de volverte loco, y de darle un giro radical a tu vida, haz pruebas. Busca la forma de hacer compatible esas pruebas con tu vida actual. Así podrás ir sacando conclusiones de hasta qué punto tu fantasía estaba idealizada o no.
  • Cambia de forma realista las cosas que no te gustan. Decide qué pequeñas acciones puedes poner en marcha hoy que te acerquen a ese futuro que imaginas. Elimina hábitos que te estén limitando, e instaura nuevas rutinas que te lleven a donde quieres ir. Paso a paso, deja que fluya. Tus acciones son las que construyen tu destino.
  • Asume que no hay solución perfecta. Que lo bueno y lo malo conviven, que todo tiene pros y contras. Elijamos lo que elijamos, con cada elección siempre asumimos también una serie de “contras”. Al final, lo que podemos elegir es con qué “contra” nos quedamos.
  • En todo caso, aprende a ser feliz donde estás. No olvides que, si no eres feliz con lo que tienes, es probable que tampoco lo seas con lo que deseas.

Qué significa reinvención profesional para tus emociones

Cuando el escenario cambia

Hace unos días recordaba un documental llamado «Del podio al olvido«. En él, varios deportistas de élite contaban su experiencia tras retirarse de la alta competición. Y salía un factor común: lo que cuesta adaptarse a la nueva situación. Tú imagínate que te pasas básicamente toda tu vida siguiendo unas rutinas y desarrollando unas habilidades que te dan el éxito. Y de un día para otro, paf, te cambia la situación. Y tus rutinas y tus habilidades dejan de ser útiles.

«Reinvéntate«. Por supuesto. El consejo está claro. Y cualquiera lo entiende. «Piensa en a qué te quieres dedicar, mira a ver qué habilidades te faltan, y desarróllalas». ¡Pues claro! ¿Cómo no se me había ocurrido antes?

El problema es que eso se dice muy fácil… pero hacerlo es más difícil.

El factor emocional de la reinvención profesional

Normalmente, cuando uno se encuentra en esta situación, no es por gusto. Es el deportista al que le llega el momento de retirarse. Es el profesional al que le afecta un cambio tecnológico que le hace obsoleto. Es un despido después de décadas en una misma empresa. El contexto que te gustaba, donde estabas agusto, donde te sentías eficaz… desaparece. Como Adán y Eva expulsados del paraíso.

El sentimiento de pérdida es enorme. Y, como ante cualquier pérdida, las personas necesitamos pasar un duelo. Un proceso por el cual atravesamos distintas sensaciones con mayor o menor intensidad. Mezcladas. De ida y vuelta. Negación, ira, desmotivación, incertidumbre, desconfianza, desesperanza…

Mientras atraviesas ese proceso, de poco te sirven las soluciones «de libro». Ya sé que tengo que identificar las habilidades que necesito. Ya sé que tengo que desarrollarlas. Pero me siento fatal, no tengo fuerzas, ¿no lo entiendes? ¡Dame tiempo! ¡No es fácil!

Igual que eso de desarrollar habilidades… ¡como si fuera tan sencillo! ¿Tú sabes lo difícil que es, a mi edad, ponerme a aprender cosas nuevas? ¿Lo desagradable que es sentirme torpe e inútil? ¿La frustración que genera no saber hacer las cosas, cuando llevo décadas acostumbrado a hacerlas bien? ¿Levantarme cada día sabiendo que voy a fallar?

Lamentablemente, en el mundo profesional muchas veces parece que no hay sitio para las emociones. Que hay que venir «llorado de casa». Que somos máquinas que respondemos perfectamente a las órdenes que nos damos. Y todavía nos sorprende cuando las cosas no suceden como esperábamos…

Atravesar el desierto

Si te encuentras en esta situación… ánimo. Paso a paso. Estás viviendo un proceso que es natural, y necesario. Acepta que vas a pasar por esas fases de desesperanza, de frustración, de pérdida. No es un sitio agradable en el que estar, pero es la forma en la que los seres humanos nos adaptamos a los cambios. Si todo sale bien, en algún momento saldrás de ahí y llegarás a una fase de aceptación en la que te encontrarás mejor.

No le añadas al malestar propio del duelo ese fustigarse porque «no debería sentirme así». No hagas caso a quien te diga que esto es solo cuestión de hacer A, B y C, y que si no lo haces es porque no quieres. Acepta tu propio proceso, y confía en que ya culminará.

Y mientras tanto, ve haciendo lo que puedas. Algunos ejercicios de reflexión pueden ayudarte a hacer esa digestión emocional más fácil. Hacer acciones pequeñitas puede ir construyendo tu autoconfianza, y así ir contribuyendo a tu reconstrucción. Paso a paso.

Darse contra una pared

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Sonó una notificación, y miró el teléfono. Le cambió la cara.
– «Joder, es que siempre estamos con lo mismo».
– «¿Qué ha pasado?»
– «Fulanito, que me la ha vuelto a hacer. Mira que lo hemos hablado veces, y me dice que sí, que vale… pero al final volvemos a caer en la misma historia. ¡Es como darse de golpes con una pared!»
Me quedé mirándolo.
– «¿Tú te sueles dar muchos golpes contra las paredes?», le pregunté.
– «¿Cómo? ¿Qué?»
– «Que si te sueles dar muchos golpes contra las paredes. De las de verdad, de las de ladrillo, digo».
Me miró con extrañeza.
– «Pues no, no me doy golpes contra las paredes».
– «¿Ah, no? ¿Y por qué?»
– «Pues vaya pregunta… ¿por que son de ladrillo, y si me doy un golpe me hago daño? Tienes unas cosas…»
No, no solemos darnos golpes contra las paredes, salvo por despiste. Sabemos que, si lo hacemos, nos haremos daño en una escala que va desde el coscorrón hasta un buen porrazo. Nadie en su sano juicio ve una pared y dice «allá voy». Si quiere pasar al otro lado, no intentas atravesarla; en el mejor de los casos buscas una puerta.
Esto, que con las paredes físicas nos resulta muy evidente, parece que nos cuesta aceptarlo cuando hablamos de las personas. Tenemos a alguien que tiene tendencia a comportarse de una manera, y nos lanzamos contra ella esperando que esta vez sea diferente. Y cuando nos damos el golpe, nos quejamos: «¡es como darse contra una pared!». Qué sorpresa.
Cuando nos damos un golpe contra una pared (física), a nadie se le ocurre echarle la culpa a la pared por ser dura, impenetrable… por ser una pared, al fin y al cabo. Nadie se sorprende de que, si te das contra una pared, el que se hace daño es uno mismo. Si le pedimos peras al olmo, nos vamos a decepcionar y a frustrar. Las peras se las podemos pedir al peral, y del olmo lo que podemos esperar es… lo que sea que da el olmo. Pero no peras.
«Pero es que yo quiero ir hacia allí», dirá alguno. Ya, bueno, pues hay una pared en medio. Puedes insistir en intentar atravesarla… pero no te quejes luego del golpe.
PD.- No quiero decir con esto que las personas seamos de una manera concreta, y no podamos cambiar. Por supuesto que podemos cambiar (aunque nuestras preferencias siempre están ahí… ya sabes, «la cabra tira al monte»). La cuestión es que los demás cambian cuando quieren, y en el sentido que quieren… y no cuando nosotros queremos y en el sentido que nosotros queremos. Puedes ir por el mundo asumiendo que los demás se comportarán como tú quieres que se comporten… o aceptar que cada uno se comporta como se comporta, e irte adaptando.

La paciencia y la gestión del cambio


Supongo que nos ha pasado a todos. Queremos algo, y lo queremos ya. Los procesos necesarios para que ese «algo» se transforme en una realidad consistente nos parecen un engorro. ¿Cuánto queda? ¿Y ahora? ¿Ya? Tuve un jefe que decía «yo es que cuando imagino una cosa, la considero ya hecha». Bueno, vale. Pero ya lo dice el refrán: del dicho al hecho, hay mucho trecho.

Carreteras comarcales

Imagina una de esas rutas en coche por la montaña. Carreteras estrechas, curvas cerradas, baches, arcenes inexistentes al lado de un precipicio. Y alguna vaca ocasional. Como mucho puedes ir a 30-40 km/h de media, y gracias. Eso implica que, para un trayecto de 60 km, a lo mejor tardas dos horas.
«No puede ser», dice uno. «No es asumible tardar tanto. ¡Tengo mucha prisa!». Y entonces pone su coche a 120 km/h.
Quizás pueda con la primera curva. Pero con la segunda, o con la tercera, estará fuera de la carretera. Si tiene suerte, podrá volver a emprender el camino (asumiendo los tiempos, si no quiere volverse a salir). Si tiene peor suerte el coche quedará inutilizado, tendrá que esperar a la grúa y tardará incluso más de lo inicialmente previsto. Y si tiene peor suerte, igual ni lo cuenta.
«¡Pero es que no puedo permitirme tardar dos horas!» Pues es lo que hay.

No por mucho madrugar amanece más temprano

Casi todas las cosas llevan su tiempo. Quizás podamos optimizar, pero aun así pocas cosas hay que sucedan de forma inmediata. Y a partir de ahí, por mucho que queramos forzarlas, seguirán llevando su tiempo. «No por mucho madrugar amanece más temprano», dice el refrán.
¿Quieres construir una casa? Lleva tiempo ¿Quieres cocinar un buen cocido? Lleva tiempo. ¿Quieres aprender a hablar inglés? Lleva tiempo. ¿Quieres recuperarte de una lesión en la rodilla? Lleva tiempo. ¿Quieres que tu hijo adquiera determinados hábitos de estudio? Lleva tiempo.
¿Sirve de algo encabezonarse en que esto tiene que estar, «sí o sí», para mañana? Pues la mayoría de las veces no, no sirve para nada más que para frustrarse (en el mejor de los casos) o para empeorar las cosas. Porque cuando aplicamos presión excesiva es fácil que se supere el punto de rotura.

La paciencia y los procesos de cambio

Los procesos de cambio en los que las personas son las protagonistas son, quizás, uno de los casos más claros. Seguimos considerando a las organizaciones, a los proyectos… como «máquinas» que deben reaccionar a nuestros deseos, y hacerlo además de forma inmediata. «Tenemos que ser ágiles». Como aspiración está bien, pero todo tiene su límite. Y en vez de asumir que los procesos de cambio tienen sus tiempos, pretendemos quemar etapas a toda velocidad. 
Todo bien puesto en un cronograma, aquí esta etapa, aquí esta otra, y para final del trimestre tenemos el cambio conseguido.
Y cuando los procesos de cambio no cuajan, nos llevamos las manos a la cabeza: «¿Pero cómo es posible?» Hombre, pues porque esto es un proceso de cambio y lleva sus tiempos. «¡Pero si yo ha hice un plan de comunicación, y les he dado cursos… ¿qué más quieren?». Pues todo eso está bien, contribuye… pero sigue siendo necesario el tiempo.
«¡Pero es que no tenemos tiempo! ¡Esto tiene que hacerse sí o sí!». Bueno, pues nada, inténtalo. Pon tu coche a 120 km/h, y a ver qué pasa.

Dudas de fe para tiempos líquidos


He pasado un par de días en Madrid en los que he tenido la ocasión de tener un puñado de charlas interesantes. Siempre da gusto juntarse con gente sin «agenda», sin unos objetivos, simplemente por el placer de charlar y compartir ideas.
Una de las reflexiones que se han repetido tiene que ver con los «tiempos líquidos«. Con esa sensación de inestabilidad (en el ámbito profesional, sobre todo; pero con incuestionables implicaciones en el personal) en la que vivimos. Que el mundo avanza a toda velocidad, que las relaciones profesionales/laborales cambian, que los límites entre lo profesional y lo personal se difuminan…
Todas las conversaciones coincidían en algo: que éste es un mundo incómodo, que nos obliga a estar en alerta permanente, dispuestos a cambiar.

Es mucho más incómodo en el día a día, claro (ese cuestionamiento permanente de si estaré haciendo lo correcto, de si voy bien, de si estoy adaptándome correctamente a todo lo que sucede, de cuáles son las alternativas… puede ser agotador)

Incluso los que estamos convencidos de que esto es lo que hay tenemos que vivir con esa incomodidad. Y echamos de menos (a veces) un escenario distinto, de calma, de paz, de certidumbre, de rebajar el nivel de alerta. Y a veces nos entran dudas. Porque sí, creemos que todo apunta a que ese escenario no es posible (y si no es posible, es tontería torturarse con desearlo). Pero por otro lado vemos gente que vive en esa «realidad alternativa» de la nómina fija y la tranquilidad respecto al futuro. Una «realidad» que yo no creo cierta, que no es más que un escenario de cartón piedra que tranquiliza conciencias, un Matrix que tarde o temprano acaba cayendo. Pero mientras tanto…
Es difícil vivir en la incertidumbre y la complejidad, y a veces echas de menos un poquito de «simple but wrong» o de «mentiras reconfortantes«.

¿Es un curso lo que necesitas?

Hace poco comentaba con un conocido una posible colaboración. Estaban pensando montar un «curso de ventas» para un colectivo bastante grande, y me preguntaban que cómo lo veía yo. Respondí de la forma más honesta que fui capaz, aun sabiendo que mis probabilidades de éxito eran pocas.
Estas son las reflexiones textuales que les trasladé:


  • Para mí el enfoque es más de «cambio de cultura» que de «dar un curso». Puede (o no) que un curso sea necesario, pero seguro seguro que no es suficiente.
  • Para poder plantear soluciones hay que ir a la raíz del problema. ¿Se ha investigado dónde está el origen del «no vender»? ¿Se ha trabajado con el colectivo, con sus responsables, incluso con los clientes…? ¿O directamente se ha hecho una presunción? «No venden porque no saben; si les damos un curso, venderán».
  • Parte de la implantación de «soluciones útiles» pasa por la co-creación: es decir, trabajar con los colectivos afectados (el propio colectivo, en este caso; quizás clientes, y responsables, etc) y que sean ellos los que propongan cosas para hacer. Quizás propongan un curso. Pero quizás propongan otras muchas cosas que desde un despacho ni se nos ocurren, porque no estamos en su día a día. Y al ser «sus ideas», la probabilidad de que funcionen se incrementa…
  • Creo que importa mucho el enfoque experimental en la implantación de ideas: pensar una serie de medidas, probarlas de forma rápida y barata con pilotos… y la que funcione se potencia, y la que no funcione se abandona. Si se buscan enfoques masivos/definitivos («un curso para todo el colectivo») es más difícil acertar.
  • Del mismo modo, creo que el cambio funciona mejor si se empieza pequeño y luego se crece. Coger a los 20, 50 o 100 individuos más motivados para la venta, y empezar a trabajar con ellos, ver lo que funciona y lo que no. Y cuando esos individuos, y esas áreas, empiecen a obtener resultados… se va generando un efecto bola de nieve que permite ir incorporando a nuevos «fieles». Usar un «curso masivo» con un colectivo que no tiene interés es tirar el dinero: sí, les has llevado a un aula, puedes justificar que «les has formado»… pero no es real.
  • Hay que pensar de forma sistémica. Queremos que las personas vendan… ¿es la «habilidad para la venta» un rasgo que tengamos en cuenta a la hora de seleccionar? ¿cómo estamos incentivando las ventas? ¿qué información les damos sobre la evolución de sus ventas? ¿Cuál es la actitud de los responsables hacia la venta? Etc.
  • Los esfuerzos de cambio cultural solo tienen sentido si se sostienen en el tiempo, si hay consistencia. Si hoy damos un curso, y mañana pasamos a otra cosa… es tirar el dinero.

En fin, como ves son varias cosas pero todas en la misma línea: si hay interés real en cambiar las cosas, hay mucha tela que cortar. Alguien que se dedique a «vender cursos» no lo va a plantear así (le interesa «colocar» el curso, cobrar… y aquí paz y después gloria)… pero honestamente es como yo lo veo. Si crees que podemos profundizar en todo esto de cara a transformarlo en un proyecto ya sabes dónde me tienes.


Tal y como suponía desde el primer momento, mi enfoque no «cuajó»; y lo cierto es que no sé si acabaron encontrando ese «curso de ventas» que buscaban. Lo que sí me atrevo a pronosticar es que, si lo hicieron, el impacto será, en el mejor de los casos, pequeño y efímero.
La verdad es que por un lado me sentí bien exponiendo mi visión, sin cortapisas. Un poquito de «design thinking», un poquito de «agilidad», un poquito de «gestión del cambio»… «Mira, esto es lo que creo, y en esto creo que te puedo ayudar; si no consigo convencerte y no vamos a estar en la misma onda, mejor que busques a otro». Por otro, claro, siempre te queda la duda… ¿fui demasiado «asertivo»? ¿podría haber modulado mi discurso para «pillar cacho»? ¿hubiera merecido la pena?

La lotería evolutiva

Se suele utilizar a Darwin para hablar de cambio

It is not the strongest of the species that survives, nor the most intelligent that survives. It is the one that is most adaptable to change

Que por cierto, esa cita no es de Darwin aunque circule como tal, si no que fue un agudo profesor de management utilizó ese argumento y acabó «haciendo parecer» que la frase era de Darwin:

Yes, change is the basic law of nature. But the changes wrought by the passage of time affects individuals and institutions in different ways. According to Darwin’s Origin of Species, it is not the most intellectual of the species that survives; it is not the strongest that survives; but the species that survives is the one that is able best to adapt and adjust to the changing environment in which it finds itself. Applying this theoretical concept to us as individuals, we can state that the civilization that is able to survive is the one that is able to adapt to the changing physical, social, political, moral, and spiritual environment in which it finds itself.

El caso es que este enfoque ha hecho fortuna. Hay que responder al cambio, porque sólo los que responden al cambio sobreviven.
Y es verdad: en la evolución los individuos que resultan están más adaptados al entorno tienen más posibilidades de sobrevivir, y por lo tanto de procrear, y por lo tanto de expandir su genética. Pero quienes usan esta analogía «se olvidan» de un «pequeño» detalle: si tienes una característica que te permite estar más adaptado es por pura casualidad, por una mutación que simplemente ocurre. Tú no has hecho nada, ni puedes hacerlo, para que «te salgan branquias», ni para «tener el cuello más largo», ni «para caminar erguido». Simplemente, en algún momento de la historia, a un individuo «se le cruzaron los genes» y, a través de las sucesivas generaciones, esa configuración genética se fue expandiendo.
Adaptando esta visión de la «lotería evolutiva» al mundo empresarial, la dinámica vendría a ser: «da igual lo que tú hagas; si las circunstancias hacen que el entorno te favorezca saldrás adelante casi por pura inercia, y si vienen mal dadas te vas al carajo».
Puede parecer una visión determinista, incluso cínica. Quizás lo sea. Pero a estas alturas empiezo a dudar bastante de la idea de que tú, como individuo o como empresa, tienes tu destino en tu mano. Que lo único que tienes que hacer es «cambiar para adaptarte al entorno». Y que si no lo haces es porque eres torpe, porque no has sabido entender el mundo que te rodea o porque no te has esforzado lo suficiente en cambiar. O viceversa, que los que sí lo consiguen se atribuyan todo el mérito, «fijaos qué bien me adapté al cambio».
Los expertos en cambio podrían, en realidad, esta otra cita (esta vez real) de Darwin:

A grain in the balance will determine which individual shall live and which shall die – which variety or species shall increase in number, and which shall decrease, or finally become extinct

Cuando cayó el meteorito, los dinosaurios se extinguieron y los pequeños mamíferos sobrevivieron: pero ninguno de ellos hizo nada para merecerlo. Simplemente, ocurrió. «A grain in the balance».

Expertos anti-empáticos

Cruzó por mi lista de lecturas un artículo, ya con unos añitos, sobre esa tendencia/manía que tenemos de pontificar sobre cosas sobre las que, en realidad, tenemos poca idea.

Yo no sé de las cosas de las que he hablado más que muchos otros y con seguridad absoluta sé mucho menos que expertos en cada una de esas materias. También soy un ciudadano normal. Doy mi opinión con soltura como ven, pero no pretendo pasar por experto. Me consta que los expertos meten la pata y se ven desbordados a veces, pero no me planteo cambiar el sistema, porque siguen sabiendo más que yo de esos temas en los que son expertos. Sabemos que pueden estar influidos por prejuicios, que pueden ser corruptos o ineptos, pero gozan de credibilidad objetiva, porque podemos contrastar sus opiniones y porque han dedicado su vida a eso para lo que tantos creen encontrar solución a la media hora de pensar en ello.

Un adanismo/cuñadismo en el que, me doy cuenta, yo caigo con frecuencia. Con apenas un conocimiento superficial de algún tema (o a veces ni eso) vemos soluciones fáciles y evidentes. ¿Cómo puede ser que se hagan las cosas como se hacen, cuando está tan claro que deberían ser de otra manera? Hay una opción, que es que toda la gente que le ha dedicado horas, meses, años… a eso esté equivocado, y nosotros seamos unos iluminados que tenemos la razón. Hay otra opción, que es que nosotros desconozcamos toda la profundidad, sutileza, complejidad del tema… y estemos siendo unos bocazas. ¿Cuál es la más probable?
Como decía Azaña:

Si los españoles habláramos sólo y exclusivamente de lo que sabemos, se produciría un gran silencio que nos permitiría pensar.

Ahora bien, siendo esto cierto, hay un par de cuestiones que creo que merece la pena matizar.
La primera es que no hay que renunciar a cuestionar el «status quo». Vale, es cierto, los expertos, la historia… han ido destilando una forma de hacer las cosas que seguramente tienen su razón de ser y que no es un «invento» que se puede desmontar en dos conversaciones de bar. Aun así debemos permitirnos buscar enfoques diferentes, señalar las cosas que creemos que se pueden mejorar. Con humildad, sí, con respeto, también… pero sin sumisión. Porque si algo ha demostrado la historia es que «lo que se creía cierto» está en constante revisión. Que los expertos se equivocan con no poca frecuencia. Que igual que hay unos que defienden una cosa los hay que defienden otras visiones alternativas. Que «aquí se hacen las cosas así por un motivo, y tú no sabes» no es un argumento suficiente. Que la fuerza de la costumbre y la inercia a veces agarrotan. Que los paradigmas pueden ser limitantes. El mundo avanza, precisamente, al cuestionar cómo son las cosas (por muchos expertos que la respalden).
Por otro lado, los expertos nunca deberían escudarse en ese status para despreciar las opiniones o inquietudes de los legos en la materia. Especialmente cuando hablamos de cuestiones que nos afectan, o que requieren de nuestra participación/colaboración. Si hablamos de «gestión del cambio», el argumento de autoridad tiene un determinado recorrido pero no vale para todos. Si yo tengo dudas respecto al tratamiento que me marca un médico, que me diga «mire usted, me va a hacer caso porque yo he estudiado un montón, y llevo muchos años en activo y he visto cientos de casos como el suyo; circule» puede darme cierto nivel de confianza, pero si las dudas persisten necesitaré algo más. Explicaciones, tiempo, guía. Convencimiento. Y es verdad que es imposible que captemos todos los matices y sutilezas sin la formación y experiencia adecuados, pero es que si no se hace el esfuerzo de tender puentes no nos vamos a entender. El experto debería utilizar su status para ayudarnos, no para marcar diferencias. Ya sé, puede ser un coñazo dedicarse a explicar cosas «para tontos», o aceptar soluciones «subóptimas» pero es que a lo mejor forma parte de tu rol como experto.
Precisamente una de las cosas que me gusta del design thinking es ese énfasis en «empatizar» y en «cocrear soluciones». Da igual lo experto que tú seas (o creas ser), o que tengas (o creas tener) en la manga la solución perfecta. Se trata de que te despojes de esas ideas preconcebidas, y dejes que sea el proceso el que acabe llevando a un escenario consensuado (y por lo tanto con más probabilidades de salir adelante que las «ideas perfectas del comité de expertos»).
Si un experto aspira a algo más que a la brillantez intelectual, y espera que ese status le sirva para promover cambios, no puede ser anti-empático.

¿Merece la pena el esfuerzo de cambiar una cultura?

Recupero un artículo de hace ya unos años sobre «Demoler una vieja cultura dentro de una empresa«. Describía Sandopen, con acierto, la analogía entre el cambio cultural y la demolición de un viejo edificio para poder reconstruirlo, y cómo era un ejercicio que había que hacer «pilar a pilar», introduciendo pequeños cambios en distintos niveles de responsabilidad que, poco a poco, iban surtiendo efecto tanto a nivel interno como externo.
También hacía énfasis en que una cultura «no cae sola ni se le puede empujar, es muy resistente, es una estructura bien diseñada y trabada». Esto no va de «tenemos que cambiar, ¡hágase el cambio!… y el cambio se hizo». Es una labor de zapa, de desgaste, que conlleva mucho tiempo y mucho esfuerzo. Podemos vincularlo a la figura de los «agentes del cambio», de los «intraemprendedores»…
Mi pregunta es… ¿realmente merece la pena? ¿Cuánto esfuerzo hay que hacer, cuantos sinsabores hay que llevarse, cuantos cabezazos contra la pared hay que darse para mover un milímetro una cultura ajada? Bien lo sabe quien haya intentado hacerlo. Es un proceso muy frustrante para quien lo impulsa (en muchas ocasiones saldado con una toalla tirada, o con una cabeza cortada), y que para colmo da unos resultados muy lentos; probablemente para cuando quieras llegar ya sea tarde, y todo el esfuerzo no haya valido para nada.
¿No será mejor dedicar esos esfuerzos a crear una cultura nueva en un sitio diferente, sin el lastre de la «vieja cultura»? Nos costará mucho menos esfuerzo, tardaremos mucho menos tiempo. No tenemos que ir con miedo de qué callo pisamos, o en qué momento nos va a explotar una mina. No hay inercias contrarias, no hay intereses creados.
Claro, cada compañía tiene que velar por su propia supervivencia, no va a resignarse a su decadencia. Pero «la compañía» no es nada en realidad. Los profesionales que la integran (desde el «CEO» hasta cualquier «agente del cambio» en cualquier nivel organizativo), ¿qué incentivo tienen para hacer ese esfuerzo? Incluso los dueños/accionistas… ¿qué les impide desprenderse del negocio viejo e ir a invertir en uno nuevo?
Hay un único factor que equilibra la decisión. Y es que las «culturas viejas», por muy desgastadas que estén (y en mi opinión condenadas a estrellarse antes o después sin salvación posible) suelen ser las que tienen, aunque solo sea por pura inercia, los recursos. Las que dominan el mercado, las que generan ingresos. Son las que pueden pagarte el sueldo.
Y aquí está el dilema del espíritu transformador… ¿me quedo en una cultura vieja, donde mis esfuerzos van a ser enormes, al igual que los sinsabores, para seguramente acabar no consiguiendo nada… pero «calentito» al fin y al cabo? ¿O vuelco mi potencial creador/transformador en otro lugar virgen, aceptando el riesgo de estrellarme en el intento?