Induráin, Induráin, Induráin…

Recordando a Induráin

Quiero creer que sabes quién es Miguel Induráin. En fin, para la gente de mi quinta es un mito, un icono generacional… pero hace poco tuve una experiencia con gente 20 años menor, y descubrí con qué facilidad los iconos de una generación son una nebulosa (en el mejor de los casos) para la siguiente.

En fin. Miguel Induráin fue el ciclista fundamental de la primera década de los años 90. Las tardes de verano eran Miguel Induráin vestido de amarillo encima de su bicicleta. Imposible olvidar su estampa, un tío grande como un roble dando pedales. Especialmente en esas etapas de montaña en las que ponía su ritmo, sin levantar el culo del sillín, pim, pam, pim, pam… y el que pudiese, que le siguiera. Que no eran muchos.
Me acordaba hace poco de Induráin durante una de mis conversaciones de coaching, y lo vinculaba a nuestro rol como «knowmads» o como profesionales que prestamos servicios. Realmente mola la idea de ser Induráin: tener la fortaleza y la valentía para seguir tu propio camino, poner tu ritmo, con fuerza, no mirar atrás… pero… ¿es para eso para lo que estamos?

Induráin y los gregarios

La figura de Induráin contrasta con la del gregario, ese ciclista normalmente anónimo que hace un trabajo sordo y a la vez imprescindible en favor de su líder. El que tira cuando tiene que tirar (aunque eso suponga desfondarse), el que le corta el viento, el que baja para ayudarle si ha tenido un pinchazo o el que se deja caer al coche a recoger bidones de agua. En definitiva, el que no corre para sí mismo, sino subordinado a otros.
Claro, visto así… a uno le apetece más ser Induráin que ser gregario. Pero en realidad… ¿para que nos paga un potencial cliente? Pues no hace falta pensar mucho para llegar a una conclusión: para ponernos a su servicio. Para estar pendientes de ellos. Para darles lo que necesitan, ni más, ni menos.

Al servicio de otros

Hace tiempo comentaba con mi amigo Alfonso Romay como muchas veces nos acercamos a un cliente y descubrimos que lo que necesita es algo supersencillo, el ABC, cosas que para nosotros están tan superadas y son tan evidentes que nos parece hasta increíble. A nosotros el cuerpo nos pide más, nos pide ir más lejos, proponer algo más complejo que suponga para nosotros un reto intelectual. Nos pide, en definitiva, ser Induráin, pensar en nosotros, poner nuestro ritmo y no mirar atrás.
Pero eso no es útil. No es nuestra función. Tenemos que ponernos al servicio del cliente, adaptarnos a lo que necesita. Ser su gregario. Porque nuestro objetivo no es destacar, no es ganar la carrera, sino ayudar a otro a que haga la suya.
Y oye, si te apetece ser Induráin… ¡adelante! Pero no esperes que un cliente te pague por ello…

PD.- Como ves, he añadido un episodio del podcast Diarios de un knowmad dedicado a este tema. Si te gusta, puedes suscribirte en iVoox y en iTunes, comentar, recomendar, compartir…

Esconderse tras la letra pequeña

Llevo trabajando con la misma empresa de hosting desde que, en 2006, decidí «independizarme» de blogspot, tener mi propio dominio y mi propio blog en wordpress. Durante este tiempo, mi satisfacción en general ha venido siendo razonable, y los pocos problemas que han surgido se han resuelto de manera bastante eficaz. En fin, podríamos decir que soy un «cliente satisfecho».
Hace unos días me llegó un mail del proveedor de hosting, en el que ofrecían («sólo para clientes actuales») un cambio en el plan de precios; un «hosting para toda la vida», con más espacio y más transferencia, a cambio de un pago inicial único. Me lo pensé, eché números… y acepté. Fue después cuando caí en una cosa: yo venía pagando el hosting de forma semestral, y había hecho un pago apenas hacía seis semanas. Es decir, que todavía me quedaba por disfrutar 4,5 meses del hosting que ya tenía pagado… ¿cómo iban a resolverlo? ¿Harían algún ajuste? Les envié un mail preguntando al respecto. La respuesta llegó rápida y cordial (como habitualmente), pero con una negativa: los pagos realizados previamente no podían ser tomados en cuenta de cara al pago de esta oferta promocional.
Les respondí que no me parecía del todo razonable; y que en todo caso no hubiera estado de más avisar previamente de ese hecho y que, pese a ser un «cliente satisfecho» de bastante tiempo, este tipo de cosas me parecía que no contribuían mucho a mantener esa sensación… y la respuesta fue que «de hecho, en las FAQ venía especificado el tema de los pagos… pero que de todas maneras se alegraban de que en general estuviera satisfecho con ellos». Tap, tap, palmadita en la espalda y a correr.
No sé si en las FAQ estaba tratado ese asunto; puede ser (no puedo comprobarlo, porque era una oferta limitada en el tiempo y ya han eliminado la web promocional), aunque seguro que no lo leí. Pero de todas formas… Una respuesta positiva a mi cuestión les hubiera costado un pequeño puñado de dólares. Y el efecto en mi percepción hubiese sido notable: «vaya, realmente me aprecian como cliente». Y tendrían un cliente encantado. Escondiéndose tras la letra pequeña de las FAQ, han dejado nuestra relación en una mera transacción comercial. ¿Estoy satisfecho con el servicio que me proveen? Sí, pero es por lo que pago; ni más ni menos. Observaréis que en ningún momento he mencionado cuál es la empresa. No es casual. Un cliente encantado posiblemente tendría la iniciativa de gritar a los cuatro vientos el nombre de la empresa por quien se siente tan bien tratado. Pero si jugamos a las FAQ y a la letra pequeña, jugamos todos. Y no hay ninguna letra pequeña que diga que yo tengo que hacerle publicidad gratis.
Para una empresa, el reto de tener clientes satisfechos es importante, y está basado en proveer de un buen producto/servicio. Hacer que esos clientes satisfechos pasen a estar encantados normalmente no supone un coste marginal muy relevante, en la medida en que lo que se aprecia sobre todo son esos «pequeños detalles» que te hacen sentir especial. Y por contra el beneficio marginal que proporciona un cliente encantado (en términos de recurrencia, de proporcionar visibilidad ante terceros, etc.) es notablemente superior. Es una lástima que una empresa que lucha tanto por llegar a tener clientes satisfechos luego falle a la hora de conseguir que queden encantados.
Conmigo, en este caso, han perdido una buena oportunidad.
Foto: Paco Alcántara

Aceptar un proyecto o no; ¿juega la conciencia?

No suelo hablar de ello, porque tampoco tengo especial interés en darle demasiada visibilidad. Pero lo cierto es que durante este tiempo que llevo de «alma libre» he seguido haciendo trabajillos relacionados con mi vida anterior de «consultor de organización y recursos humanos». Cosas sueltas, colaboraciones como freelance… en fin, trabajos «alimenticios» que me permiten una facturación extra y que de algún modo contribuyen a financiar mis «boutades 2.0».
El caso es que no hace mucho me llegó un posible trabajo, que rechacé porque me generó ciertos «reparos éticos». Tenía la sensación de que no dormiría agusto si lo abordaba, y decidí (aunque no está el horno para muchos bollos) no aceptarlo. El cliente potencial me dijo que no sabía a qué me refería con esos «reparos»… y yo ya no sé si es que yo soy más escrupuloso de lo que debería, o si estaba haciendo lo correcto.
Sin entrar en muchos detalles, se trataba de hacer un trabajo de organización (descripción de puestos y análisis de personas para evaluar el ajuste persona-puesto). Hasta ahí todo bien. El problema es que el trabajo estaba condicionado a dar un resultado concreto (señalar a una persona determinada como la de «peor ajuste») con un objetivo expresado claramente: servir como coartada para su despido amparándose en una reducción de empleo por causas objetivas.
Son varias las cuestiones que me echaron para atrás. La primera, el carácter «teledirigido» del trabajo. Me gusta pensar que, cuando hago un trabajo de consultor, se trata de aportar un determinado valor a la empresa. Valor «constructivo», en el sentido de ayudarla a crecer, a estar mejor preparada. Que recurren a mi conocimiento y experiencia para ayudarles a clarificar el panorama, para dotarles de herramientas que les permitan mejorar. Y en este caso no había nada de eso. Se trataba, únicamente, de hacer una pantomima, de fabricar una prueba «falsa» al gusto del consumidor. Entrecomillo «falsa» porque puede que, en un trabajo bien hecho, saliese efectivamente que esa persona tuviese el peor ajuste. Pero también puede que no. Lo cierto es que no iba a tener la oportunidad de descubrirlo por mí mismo, y que esta empresa nunca se hubiera interesado por un trabajo de este tipo si no fuera para este objetivo concreto.
Encima, el resultado del trabajo no es precisamente «aséptico». El resultado era mandar a una persona a la calle. No soy tan iluso como para pensar que trabajos anteriores que he hecho no han tenido consecuencias. Si haces una definición de competencias, aunque el ideal es que la empresa lo use para desarrollar y dar formación a las personas que presenten desajustes, sabes que eventualmente puede significar la salida de alguien. Si ayudas a hacer más eficiente un proceso sabes que puede significar que no haga falta tanta gente para gestionarlo. Si haces un planteamiento estratégico, sabes que habrá personas que se verán más favorecidas y otras que menos. Si defines un esquema retributivo sabes que eso significará probablemente que unos salgan ganando y otros vean limitadas sus ganancias.
Incluso soy consciente de que, en más de una ocasión, algunos clientes habrán abordado proyectos de este tipo con la esperanza/seguridad de obtener un resultado concreto (y conociendo la situación como la conocen, y «dirigiendo» de forma sutil el trabajo del consultor, no es difícil que lleguen a él). Pero, con eso y con todo, nunca me había enfrentado a una situación donde se definiese de forma tan expresa que lo primero fuese el resultado («esta persona, a la calle») y mi trabajo fuese tan sólo una justificación. Me sentí, en cierta forma, como si me dijesen «toma esta pistola, y pégale un tiro… pero que parezca un accidente».
Y mira que yo defiendo que un empresario debería poder decidir con quién cuenta en su empresa y con quién no, y que no debería ser necesario recurrir a este tipo de triquiñuelas para sortear una legislación laboral que considero muy mejorable. Puede que incluso el empresario tuviese motivos más que de sobra para el despido, y que ante las dificultades para conseguir un despido procedente ésta fuese la única opción que ha podido encontrar para hacerlo efectivo a un coste razonable. Puede que incluso, si yo estuviese en su lugar, viese plenamente justificado el movimiento y lo promoviese sin pestañear (no lo sé, nunca me he visto en una situación similar y no sé cómo lo afrontaría). Pero así y todo, en este caso yo no iba a tener la posibilidad de decidir por mí mismo quién tenía la razón; iba a ser un mercenario ejecutor, «coge el dinero y no hagas preguntas».
Ser freelance tiene algunas servidumbres, pero también alguna ventaja. En un caso como este, no te ves obligado (por tu jefe, por tu empresa) a aceptar un trabajo así. Puedes decir no (aunque lo cierto es que siempre puedes decir «no»; simplemente, aquí la presión es sólo la que tú te pongas), y la única consecuencia es el «lucro cesante» (que en este caso ni siquiera sé cuánto hubiese sido) que se produce en tu cuenta corriente (bueno, y en este caso hacer quedar mal a la persona que nos puso en contacto). Precisamente uno de los motivos que me llevó a abandonar el mundo corporativo era poder tomar este tipo de decisiones sin tener que darle explicaciones a nadie.
No sé si he hecho bien, o si soy un «pringao». No sé si la situación era para tener tantos escrúpulos, o es que yo soy demasiado «especialito». Pero la verdad es que mientras me la contaban las tripas me gritaban «no lo hagas». Y creo que sentirse agusto con la propia conciencia es algo que vale mucho.
Foto: Michael Kharsis

Quiero un Ferrari

Un hombre entra en un concesionario de coches de lujo. Se acerca a un precioso Ferrari, y le dice a uno de los vendedores: «Quiero este Ferrari»
– «Excelente elección, caballero»
– «¿Cuál es el precio?»
– «200.000 euros, señor»
– «¿Cómo dice? ¿200.000 euros? ¿Se ríe de mí?»
– «Disculpe, señor, no le entiendo…»
– «Acabo de estar en otro concesionario, y me venden un Dacia Logan de segunda mano por 5.000 euros»
– «Ya, señor, pero entenderá usted que hay ciertas diferencias…»
– «¿Diferencias? Un coche es un coche: un motor, cuatro ruedas, un volante…»
– «En ese caso, señor, le sugiero que adquiera usted el Dacia Logan que seguro le dará grandes satisfacciones»
– «Pero es que yo quiero un Ferrari. Mire, haremos una cosa, le ofrezco 10.000 euros y no se hable más…»
Exagerado, lo sé. Caricaturesco. Pero lo cierto es que a la hora de vender un producto (y no digamos un servicio), siempre te vas a encontrar potenciales compradores que te esgriman que «me ofrecen ‘lo mismo’ por menos dinero». Y seguramente lo del «menos dinero» sea cierto. Pero lo de «lo mismo» habría que verlo, porque es muy difícil que dos cosas sean «lo mismo».
¿Cuánto vale esa diferencia? Difícil establecerlo en términos objetivos, porque el valor es algo completamente subjetivo y más cuando hay un conjunto de características intangibles más difíciles de medir. Pero por eso mismo, estamos plenamente legitimados a establecer, para aquello que vendemos, cuál es el valor que creemos que aporta (y por consiguiente a fijar el precio que consideremos oportuno). Siempre habrá quien, como el del Ferrari, no esté de acuerdo con esa valoración (o peor aún, esté de acuerdo pero intente jugar con nosotros para no pagarla), pero no por ello tenemos que claudicar. Mientras haya otros clientes que sí aprecien ese valor diferencial, y estén dispuestos a pagarlo, es a ellos a quienes tenemos que dirigirnos.
Y mientras tanto, si alguien está convencido de que un Dacia Logan le vale lo mismo que un Ferrari… que se lo compre.
Foto: 98octane

La discreción del consultor

En un post de hace un tiempo, cuando hablábamos de «qué hago yo», ponía sobre la mesa Dondado que en muchas ocasiones vendría bien hablar de los proyectos concretos en los que te involucras para, a través del ejemplo práctico, explicar qué haces y cómo lo haces.
Y tiene razón, sería una forma estupenda de «mostrarse al mundo». Sin embargo yo soy de los que piensa que, especialmente cuando uno está trabajando para un tercero, la prudencia y la discreción son un valor.
En primer lugar, en muchas ocasiones te llaman para hacer cosas que no son precisamente «positivas». Una reorganización, un cambio de estructura retributiva, una evaluación de equipo directivo… son proyectos que pueden tener unas consecuencias negativas para algunas personas. De hecho, me atrevería a decir que casi cualquier proyecto de consultoría implica consecuencias «no deseadas», o al menos seguro que hay quien las interpreta así. La gestión de la comunicación se convierte en algo muy importante, y «radiar en directo» la evolución del proyecto (incluso su mera existencia) abriría una brecha importante en esa gestión.
Pero es que, incluso no teniendo consecuencias «negativas», es más que posible que la empresa cliente no quiera publicar a los cuatro vientos que está abordando determinados proyectos, porque a nadie le importa si se está planteando nuevos retos estratégicos, si va a a entrar o a salir de un mercado, si va a expandirse o a replegarse, si considera que tiene un problema organizativo o de gestión de personas… por lo tanto, se impone de nuevo la discreción.
Antes, cuando era un «consultor anónimo», no suponía un problema. Podía hablar de cualquier proyecto en el que estuviese involucrado (o de batallitas cotidianas dentro de mis empresas), al nivel de detalle que quisiese… que mientras no diese demasiados detalles de la empresa concreta (nombre, sector, etc.) nadie podría llegar a hacer una conexión plausible entre las situaciones que yo contara y un proyecto real (y las personas protagonistas) con nombre y apellidos. Pero claro, entonces tampoco me valía de mucho (más allá del desahogo o del compartir experiencias); la barrera del anonimato tampoco me permitía aprovecharme de esa «política de puertas abiertas».
Pero después, una vez que empecé a «firmar» con nombre y apellidos (incluso antes; desde el primer momento en el que empecé a asistir a eventos y a darme a conocer como «yo soy el que escribe el blog»), empecé a ser más precavido. Cualquier cosa que escribiese «basada en hechos reales», por mucho que procurase dar los menos detalles posibles, podría llegar a ser relacionada con empresas y personas concretas. Y según qué temas abordase, y cómo los abordase, esa identificación podría llegar a ser una fuente de conflicto. Y como tampoco me gusta demasiado lo de «edulcorar la realidad» (contar las cosas buenas callándome las regulares)… llegas a la conclusión de que lo más prudente es la discreción; abordar temas de forma general, o dejar pasar el suficiente tiempo como para que la identificación entre la historia que cuente y la situación real que la originó se difumine.
El resultado, soy consciente, es un blog menos «vibrante». A veces echo de menos aquella libertad para «rajar» (sin necesidad de ponerle nombre y apellidos a los protagonistas de las historias; nunca he tenido alma de camorrista). Dejar atrás el anonimato me aportó muchas cosas positivas, pero en el camino perdí también otras.
Foto: borghetti

Qué bien nos has entendido

Ayer tenía una reunión con un cliente. Se trataba de comentar el informe que les había remitido la semana anterior, y lógicamente tenía el gusanillo en el estómago: ¿les habrá gustado? ¿lo habrán encontrado útil y con valor añadido?
Lo primero que me dijeron, tras saludarnos, fue: «La verdad es que el informe está muy bien, muy conciso y estructurado… y sobre todo: ¡qué bien nos has entendido! Porque hemos tratado ya con bastante gente y no acaban de entender lo que queremos, pero tú lo has captado estupendamente, y además desde el primer día».
Creo que me ruboricé y todo. «¡Qué bien nos has entendido!» es un auténtico piropo para mí. Entender al cliente, sus circunstancias y el problema que quieren resolver es el primer paso, el auténtico cimiento de un buen proyecto de consultoría. Es también la base para crear una relación de confianza con el cliente, que vea que estás de su parte, que no eres un «vendemotos» que sólo quiere sacarle la pasta con el menor esfuerzo posible.
En fin, está feo sacar pecho pero qué queréis que os diga, me hizo sentir mucho «orgullo y satisfacción»

La hora de la verdad

Acabo de pasar por ello, una vez más. Es el momento que vivimos los consultores en el que finalizas un documento para un cliente y hay que mandárselo (en este caso, un informe de conclusiones ligado a un Plan de Acción 2.0), o los instantes previos a entrar en una reunión importante a defender tu trabajo. Y a pesar de que crees que lo has trabajado con honestidad, que has puesto todo de tu parte para conseguir un buen resultado, que has hecho los análisis pertinentes, que las conclusiones son válidas y que aportan valor… siempre te queda el gusanillo: ¿se ajustará a las expectativas del cliente? ¿las superará? ¿las defraudará?
Siempre he oído decir a los actores de teatro (incluso a los que llevan décadas subiéndose a los escenarios) que el momento previo antes de salir a escena, cuando están entre bastidores, sienten cómo se les cierra el estómago. No importa lo bien que tengan preparada la obra, la de veces que lo hayan hecho antes. Supongo que, inevitablemente, nos pasa algo parecido.
Cuando era más joven pensaba que eso, con el tiempo, se iría pasando. Pero parece que no es así. Imagino que tiene mucho de reacción biológica ante la incertidumbre y el deseo de aceptación, ¿no?

Los cromos de las credenciales de clientes

Sugiere Iván en un comentario que convendría, en mi presentación comercial, incluir los logos de los clientes con los que he trabajado. Y yo no lo veo tan claro.
En mi época de consultor «fetén», todas nuestras propuestas iban con un buen montón de anexos: metodologías, condiciones generales de contratación, credenciales de clientes. Normalmente consistía en una (o dos) slides con los logos de las empresas con las que habíamos trabajado.
¿Cuál era el problema? Que esos logos sólo merece la pena mostrarlos si corresponden a empresas grandes, potentes, conocidas por todos. O sea, BBVA, Santander, Iberdrola, Telefónica, Endesa, Repsol… ¿sigo?. Si tu cliente había sido una pequeña empresa industrial de la Cataluña profunda… pues casi que no lo ponías. Primero, porque la mayoría de la gente no lo iba a conocer. Y segundo porque tampoco daba mucho glamour: de hecho podía incluso restarlo («mira con qué empresillas de mierda han trabajado estos tíos»). No, sólo interesa enseñar las piezas de caza mayor.
Claro, si luego caía en tus manos una propuesta de la competencia, te ibas a la parte de referencias… y allí estaban básicamente los mismos clientes. Porque desengañémonos, para esas grandes empresas trabajan o han trabajado en algún momento todas las consultoras habidas y por haber. En grandes proyectos o en pequeñas colaboraciones… lo importante era poder ponerse la chapita.
Porque esa es otra: ¿qué has hecho para tal cliente? ¿es lo mismo definir el plan estratégico global que haber dado un curso en una sucursal perdida en el monte? ¿salió bien el proyecto o fue un fracaso? Obviamente no es lo mismo. Pero en la página de credenciales, no se ve esa diferencia. Y si se opta por las credenciales «escritas», la inventiva del consultor puede alcanzar cotas inimaginables (y cualquier cosa se vende como el cojoproyecto).
Y luego tenemos la cuestión de la confidencialidad. ¿Procede o no ir contando a todo el mundo que le hiciste tal cosa a tal cliente? Yo creo que a los clientes no les hace demasiada gracia (y más en según qué proyectos). Así que acabas cambiando su nombre por una descripción (a veces muy obvia) de su actividad. De hecho, así lo tengo en mi curriculum para referirme a mi actividad pre-internet.
En definitiva, que estoy un poco desencantado con el tema de las referencias. Entiendo que merece la pena usarlas, pero he visto tantas «malas prácticas»… Creo que se pueden usar, pero depende cuáles (los grandes clientes deslumbran más, los clientes pequeños igual desentonan, aunque para mí son tan importantes como el grande), cómo (a mí lo de los logos no me aporta demasiado: los casos de éxito sí, y más con las palabras del cliente; pero necesitas de su aprobación) y dónde (y quizás en una presentación corta no proceda dedicarle tanto espacio).
Pero bueno, iré desarrollando ese área en la web, que ahí sí le veo más hueco.

No puedes usar nuestro producto… y nos da igual

Sorprendido me he quedado. He seguido una recomendación de Luis para, por curiosidad, ver un nuevo servicio, Things, un gestor de tareas (no sé ni para qué, porque ya uso Rememberthemilk satisfactoriamente). Y me ha salido la pantalla que adjunto, que en inglés dice:
«Your browser is not supported (probably it won’t be) and we are not sorry about it. Why? Normally people use modern, standarts-compliant browsers and they’re happy with them. If we would allow you to see our site in your browser, it will look like a mess, but we don’t care because it’s not our mistake. Basically, your browser simply can’t handle such an application like Things, but there’s plenty of recommended browsers: Safari 3, Firefox 3, Opera 9»
En traducción libre:
«Tu navegador no está soportado (y probablemente nunca lo estará) y no lo sentimos lo más mínimo. ¿Por qué? Normalmente la gente usa navegadores modernos y compatibles con los estándares, y son felices con ellos. Si te dejáramos ver nuestro sitio con tu navegador aparecería todo descuadrado, pero nos da igual porque no es culpa nuestra. Básicamente, tu navegador simplemente no puede manejar una aplicación como Things, pero hay muchos otros navegadores recomendados: Safari 3, Firefox 3, Opera 9…»
Como digo, me he quedado a cuadros. Primero, porque estoy accediendo con Firefox (sí, la versión 2 en vez de la 3; pero ahora va a resultar que Firefox es un navegador sospechoso…). Y segundo, con la «chulería» con la que tratan a un potencial usuario o cliente.
No, no es verdad que «normalmente» la gente use un navegador moderno y compatible con los estándares. Microsoft Explorer tiene una cuota de mercado mayoritaria (por encima del 70%) en el mundo de los navegadores. Mucha gente está con versiones antiguas de cualquier navegador porque no se pasa el día pendiente de si hay una nueva actualización, o porque en sus departamentos corporativos de IT siempre son conservadores a la hora de actualizar. Y mucha gente ni siquiera es consciente de qué es eso del navegador, ni de que hay varias posibilidades. Simplemente hacen doble click en un icono que les han puesto en el escritorio y navegan.
¿Y qué hacen estos tipos? Recibir con un portazo en las narices, y con ese aire de superioridad de «nos da igual», a todas estas personas.
Soy consciente de que uno de los grandes quebraderos de cabeza de cualquier diseñador es la compatibilidad para distintos navegadores; yo mismo lo he sufrido cuando he hecho mis pinitos de diseño. Y sé que la culpa es de que algunos navegadores no respetan los estándares, es decir, que hay «buenos» y «malos». Pero lo que no me parece razonable es obviar el hecho de que muchos de tus potenciales usuarios y clientes (la mayoría, de hecho) van a venir con esos navegadores. ¿Que «técnicamente» es impuro? ¿Que hacer compatible el diseño con esos navegadores es una putada, o va contra tus principios? Bueno, chico, tú mismo. Pero poner un cartel de «no eres bienvenido» a los usuarios no es una buena estrategia de venta…
Hay infinidad de alternativas a vuestro servicio. Que una persona decida daros una oportunidad ya es algo que merece la pena celebrar, el primer (y más difícil en los tiempos que corren) paso para poder convertirle en usuario habitual. Recibirle con chulería e indicándole que no le dejáis pasar es una forma absurda de despreciar su atención. ¿Qué pensáis, que va a ir corriendo a cambiar su navegador para poder ver vuestra web? Lo más probable es que cierre la ventana/pestaña y se olvide de vosotros para siempre. Enhorabuena, así se hace.