Tú también vendes

¿Un vendedor? ¿Yo? Ni de coña…

Lo confieso. Yo soy uno de esos a los que la “labor comercial” siempre le ha parecido algo ajeno, algo difícil, propio de personas con unas habilidades de nacimiento para las que yo no fui dotado. Además, en mi mente está la imagen del “típico comercial” al que le asociamos algunos valores no especialmente positivos (alguien manipulador, insistente, con sus “trucos de vendedor”…).

La Venta a Puerta Fría - Técnicas de Venta para Vender a Domicilio

Por eso, cuando me he tenido que poner un gorro de comercial lo he hecho siempre desde un sitio muy poco productivo, con muchas reticencias, mucha incomodidad… y, consecuentemente, con unos resultados muy pobres (que, paradójicamente, han alimentado mi autoconcepto de que “esto no es para mí”).

Por eso cuando oí hablar del libro de Daniel Pink “To sell is human” lo puse en el radar. Porque desafiaba mi prejuicio de que “vender es sólo para los elegidos, para los que nacieron dotados de ese talento”, y planteaba que “vender es humano”.

Redefiniendo lo que es vender

Lo primero que hace Pink es redefinir, ampliándolo, el concepto de “vender”. Vender no es sólo ir con un maletín de puerta en puerta vendiendo seguros, ni estar en un concesionario de coches, ni ser el “key account manager” de una determinada empresa. Vender es cualquier situación en la que tratas de convencer a otro de que cambie, de que abandone una posición a cambio de aceptar la tuya.

StayWoke The Meaning of Quid Pro Quo | The Oklahoma Eagle

Eso incluye, sí, el caso en el que tú tienes un producto o un servicio que tratas de que el cliente te compre (renunciando a su dinero a cambio). Pero también muchas otras situaciones de nuestra vida cotidiana. Desde el maestro que intenta que los alumnos le den su atención, al médico que trata de que un paciente siga un determinado tratamiento, al padre que trata de llevar a su hijo por el buen camino, al jefe que trata de liderar a su equipo, a la persona que tiene que convencer a un compañero de trabajo de que colabore en un proyecto… Pink habla de las “non-selling sales”, es decir, de las “ventas que no son lo que tradicionalmente entendemos por ventas”, pero que en realidad comparten la misma base: convencer a otro de cambiar su posición inicial.

Tú también eres un vendedor

Si consideramos esa visión más amplia de lo que es “vender”, y le añadimos una serie de cambios que se han producido en los últimos tiempos en el ámbito profesional (cada vez más personas trabajan de forma independiente, e incluso quienes trabajan en organizaciones más tradicionales ven como la definición de sus funciones es mucho más difusa y requiere mucha más labor de coordinación con otros), llegamos a la conclusión de hay muchos momentos de nuestra vida en la que tenemos que vender. No sólo en la que “tenemos que”, si no en la que ya lo hacemos. Sí, tú también, piénsalo.

Por lo tanto, ya no es realista ni útil esa concepción de que la “labor comercial” es para “los comerciales”. Todos tenemos que hacer un cierto grado de “labor comercial”, y por lo tanto todos tenemos que ser (y probablemente lo seamos ya, aunque nunca nos hayamos puesto esa etiqueta) “comerciales”.

d7fd5892585f78de4490088e2d531ba0--sweet-

Una forma diferente de vender

Lo que plantea Pink es que además, en las últimas décadas, se ha producido un importante cambio en el equilibrio de conocimiento/información/poder que tradicionalmente caía del lado del vendedor. En esa relación desequilibrada, el potencial comprador estaba a merced del vendedor, y éste podía usar determinados “trucos” para “forzar la venta”.

Sin embargo, de un tiempo a esta parte ese equilibrio ha cambiado de sentido. El vendedor ya rara vez es el que tiene más conocimiento/información/poder. Y eso implica que determinadas formas de vender que funcionaban en el pasado ya no son válidas. Ahora la venta se produce de otra manera, y requiere otro enfoque.

Pink utiliza una de las máximas de la venta tradicional, el ABC (“Always Be Closing“) para darle la vuelta y transformarlo en tres nuevos puntos claveAttunement (que tiene que ver con la empatía, la escucha activa, la capacidad de entender al otro…), Buoyancy (cierto optimismo vital que genere una corriente positiva con el cliente, y que te permita rehacerte ante los rechazos) y Clarity (la capacidad de definir con claridad los problemas y por lo tanto ofrecer soluciones válidas).

Sobre este nuevo enfoque se plantean una serie de técnicas y habilidades que pueden contribuir a “vender mejor”, pero siempre dentro de este marco mental de obtener soluciones “win-win”.

Resulta que soy un vendedor

Confieso que este libro me ha hecho ver las cosas de otra manera. Me ha ayudado a despojar las palabras “vender”, “vendedor”, “comercial”… de una serie de connotaciones negativas con las que siempre las había manejado. Me ha facilitado verme a mí mismo como “vendedor”, y ha reducido (no diré eliminado, porque esto es un proceso) la barrera mental que me estaba limitando.

La verdad es que es bastante liberador mirar hacia atrás y darse cuenta de que sí, de que ha habido muchos momentos en tu vida en los que “has vendido”. En los que has sido “un buen comercial”. ¡Ya lo has hecho antes, y lo seguirás haciendo!

Aunque sea vendiendo palos

Vender palos y el umbral de rentabilidad

Hablaba hace tiempo con un amigo, responsable de un grupo grande de consultoría. Le preguntaba que qué tal le iba, y entre otras muchas cosas me contaba sus objetivos. «Este año tengo que vender un millón de euros… aunque sea vendiendo palos».

«Vender palos» significa vender todo lo que se pueda. ¡Disparar a todo lo que se mueva! ¡Fuego a discreción!

Es normal. Si lo piensas, en unas circunstancias como las de mi amigo, los «costes fijos» son muy elevados: un equipo grande, con sus sueldo y demás costes asociados. Unas oficinas molonas en el centro. Una contribución significativa a las cuentas de resultados de la compañía. El «umbral de la rentabilidad» está muy arriba, y hay que vender mucho para, simplemente, no perder.

El riesgo de vender palos

Lo que pasa es que, con esa visión de «vender palos», es fácil perder el rumbo.

La presión por vender te puede hacer meterte en proyectos para los que no estás preparado. Temas en los que ni tú ni tu equipo tiene la experiencia y los conocimientos suficientes para salir con bien. Proyectos que acabarán siendo un suplicio para todos los implicados, y dejando un sabor de boca regular en el cliente. Pero oye, hay que facturar, así que… «consigamos el proyecto y luego ya veremos».

También corres el riesgo de empujar a los clientes más de lo necesario, buscando convencerles de que te compren proyectos que en realidad sabes que no están necesitando. Proyectos de los que no van a obtener un valor relevante, o que por sus circunstancias no van a funcionar. Ya, ya, a ti te da igual porque «yo hago el proyecto, facturo… y allá cada uno».

Y también puede suceder que ese ansia por vender te acabe juntando con clientes con los que la cosa «no fluye», con los que no hay una comunión de valores, o de formas de hacer. Organizaciones y personas con las que no trabajas a gusto pero que hay que aguantar porque «la pela es la pela»

La alternativa a vender palos

¿Qué otra forma distinta hay de hacer las cosas?

Lo primero es tener claro en qué tipo de proyectos puedes aportar valor, y en cuáles no. Y ceñirte a los primeros. Eso implica que habrá proyectos a los que no te vas a presentar. E incluso ocasiones donde a un cliente, cuando te pida algo, le tendrás que decir «eso yo no lo sé hacer».

También hay que ser extremadamente honestos con los clientes, y perseguir los proyectos solo en aquellos casos donde tenga sentido por sus necesidades, su situación… De nuevo, eso implica en un momento determinado decirle a los clientes «no lo veo, por este motivo y por este otro».

Y por último, también hay que saber cuándo decir que no a un cliente porque detectas «malas vibraciones». Puede que sea un proyecto en el que podrías aportar valor, que el cliente necesita… pero hay un feeling que no funciona. Es mejor dejar pasar esa oportunidad que verse metido en una relación difícil.

¿Estás perdiendo dinero?

Puedes pensar, leyendo esto, que así «estás perdiendo dinero». Supongo que es cierto.

Pero, al menos en mi forma de ver las cosas, hay veces en las que merece la pena ese dinero que dejas de ganar, si a cambio lo que tienes es una cartera de proyectos donde aportas verdadero valor a clientes que lo necesitan y con quienes generas una relación enriquecedora.

Creo que es bueno a corto plazo (porque la experiencia profesional es más satisfactoria), y también a largo plazo. Y es que la estrategia de «vender palos» pueden significar pan para hoy y hambre para mañana, si en el mercado se empieza a generar la sensación de que «disparas a todo lo que se mueve» sin demasiados escrúpulos.

No soy ingenuo. Por supuesto, todos tenemos una facturación mínima que tenemos que alcanzar, y llegado el momento haremos lo que haya que hacer. La cuestión es que, si tu estructura de costes es más ligera y tu ambición más moderada, tienes mucho más margen de maniobra para poder elegir

¿Cuánto vale lo que hago?

Intentando monetizar

Hace unos días leía un post en el que el autor contaba, con cierta frustración, su experiencia en el lanzamiento de un «infoproducto». Cómo después de años de generar contenidos gratis, de haber hecho un esfuerzo en la producción de su material, de haber notado el (presunto) interés de la gente… a la hora de la verdad las ventas no estaban respondiendo como hubiera deseado.
Coincidía en el tiempo con la noticia de una (presunta) «influencer» que, con miles y miles de seguidores, había intentado poner a la venta unas camisetas… sin ni siquiera ser capaz de vender el pedido mínimo que le exigía el fabricante para producirlas.

Hoy mismo he entrado en el Patreon (plataforma en la que distintas personas pueden hacerte de «micro-mecenas» con pagos mensuales para sufragar tu actividad) de alguien a quien sigo. Desde hace semanas lleva hablando de su patreon, y ha acumulado la friolera de… 1 mecenas.
Los proyectos en plataformas de crowdfunding tienen una tasa de éxito entre el 10% y el 30%. Es decir, que la inmensa mayoría de personas que abre un Kickstarter o similar con la esperanza de conseguir financiación para sus proyectos… se va con el rabo entre las piernas.
Pero vamos, que no tengo que irme tan lejos. Yo mismo he tenido experiencias (un curso abierto que intenté montar en su día, una web de venta online…) en las que he puesto en marcha iniciativas  que creía que iban a funcionar… y ni de casualidad.

La fantasía del valor

Hay un meme por ahí que refleja una dura realidad: «En su cabeza era espectacular».
Image result for en su cabeza era espectacular
En nuestra cabeza, nuestras ideas son espectaculares. Nos parece que ese proyecto que queremos hacer nos lo quitan de las manos. Esas clases que queremos ofrecer, ese proyecto tan bueno que tenemos entre manos, ese libro que tanto nos ha costado crear. ¿Cómo va a salir mal? ¡Si es estupendo! No tenemos más que «enseñar la patita» y empezaremos a vender como rosquillas.
Esto se agrava más aún en este mundo de «redes sociales» donde tener visitas, followers y likes parece una medida del interés real que generamos. Sacamos pecho de nuestra relevancia, de nuestra llegada al público. Nos pasan un poquito la mano por el lomo, y pensamos: «la cantidad de valor que estoy aportando… lo influyente que soy… ¡en cuanto quiera, me hago rico!». Añádase un caso de éxito de esos que demuestran que «es posible» (sin contarte todos los que se quedaron en el camino)… y ya está, vía libre para nuestras fantasías.
Y entonces es cuando pedimos dinero a cambio de lo que aportamos, y nos damos cuenta de que… a ver, espera. Que un like es un like, pero lo de rascarse el bolsillo es otra cosa.

¿Realmente aportas valor?

El mercado es un mecanismo muy puñetero, y en muchas ocasiones una bofetada de realidad. Ya expliqué en alguna ocasión la relación entre coste, valor y precioUna transacción económica es lo que certifica el valor que se está aportando.
Image result for money exchange products
Todo lo demás son brindis al sol, fantasías y cuentos de la lechera. Por supuesto, tú tienes derecho a creer que lo que aportas es muy interesante y valioso… pero salvo que encuentres una contraparte que esté de acuerdo, está todo en tu cabeza. Mientras no se demuestre lo contrario, el panadero de la esquina aporta más valor que tú.
Lo cual no quiere decir que no lo intentes. Pero sí que lo hagas desde una perspectiva muy humilde, en la que no esperas que los demás valoren lo que tú ofreces… sino que te dediques a investigar qué es lo que los demás valoran para ofrecérselo. ¿Ves el cambio de perspectiva?
¿Quién es tu público objetivo? ¿Qué es lo que necesita? ¿Por qué está dispuesto a pagar (sabiendo que una cosa es que te digan que «están dispuestos a pagar» y otra que lo acaben haciendo)? Y considera cualquier lanzamiento no como un punto de llegada, sino como un punto de partida: ¿cómo están reaccionando a lo que he lanzado? ¿qué les está resultando verdaderamente útil? ¿cómo podría ser más útil para más personas?
Si das respuesta a estas preguntas, y lo haces de manera efectiva, es posible que haya gente dispuesta a darte dinero a cambio.

Aferrados a un sueño egoísta

La gran trampa, en este caso, es el ego. Estamos muy apegados a nuestras ideas, a nuestra visión del mundo. Sabemos lo que para nosotros es importante, por lo que nosotros pagaríamos… y resulta difícil «bajarse del burro» para ponerse en la piel del otro, para aceptar su punto de vista y lo que considera valioso.
Image result for character with blonde hair
 
Y añádase también que resulta difícil dejar atrás nuestras fantasías en las que «podemos vivir haciendo lo que nos gusta»… ¿quién no tiene apego por un plan que consiste en «que me compren camisetas», o «me compren un curso online», o «me compren un pdf», o «me compren mis fotos», o «me paguen por viajar y hacer vídeos de mis viajes», o «me paguen por jugar a videojuegos»? Lo de bajar a la mina, o echar 8 horas en una línea de montaje, o pasar tus días aguantando al público o a un jefe pesado o interminables reuniones inútiles… es para otros. No para ti, porque tú eres especial.
Pero ah, la vida es dura. Y resulta que la mayoría de las veces de la petanca no se puede vivir.

Tienes derecho a intentarlo

Por supuesto que sí. Tienes derecho a intentarlo. El grial del Ikigai, ese punto dulce donde lo que amas, lo que haces bien, lo que el mundo necesita y lo que alguien está dispuesto a pagar confluye. ¡Una aspiración completamente legítima!
Image result for ikigai
El diagrama del Ikigai es muy aparente, y te puede aportar reflexiones útiles. Tómalo como una referencia, como la estrella polar que te indica la dirección, y no como un objetivo en sí mismo. Porque no creas que va a ser fácil conseguirlo; de hecho, lo más probable es que no lo alcances nunca. Tendrás que asumir en tu camino una cuota importante de frustraciones y de compromisos.

¿Cuánto vale lo que hago?

Si quieres una respuesta a esa pregunta, no tienes más que salir al mercado y comprobarlo. Intenta vender eso que haces, a ver cuánta gente encuentras dispuesta a pagar por ello y cuánto dinero consigues.
¿Menos de lo que esperabas? Digiérelo cuanto antes, lame tus heridas, y pon el foco en aquello por lo que los demás están dispuestos a pagar.
 

La autoestopista asertiva


Ayer hice algo que no había hecho nunca en mis 41 años de vida. Y que francamente, jamás pensé que nunca fuese a hacer. Recogí a una autoestopista. Todavía estoy sorprendido.
Volvía de Madrid, y el indicador del aceite empezó a protestar. Así que paré en una gasolinera a ponerle solución. Según iba a entrar en la zona de la tienda, una chica se me acercó: «Hola, buenas tardes. ¿Va a usted hacia el norte? ¿Sería posible llevarme, si no le importa, y no le da miedo y todo eso?».
Pongámonos en situación. No soy persona especialmente «abierta a las sorpresas», en general. Ni de mucho socializar, ni de «dejar que las cosas pasen», ni de disfrutar de los imprevistos. Me gusta tener la sensación de control (ya sé, ya sé, es pura «ilusión de control», pero bueno), y el ir a mi aire. Interacciones las justas. Un rancio, vaya (en realidad es introversión, que a veces disimulo pero que está ahí). Yo aquí, tu allí, cada uno en su casa y dios en la de todos. Prefiero ir a un hotel que a un airbnb «donde los anfitriones te hacen sentir como en casa» (de hecho incluso me incomoda quedarme a dormir en casas ajenas, incluso de amigos), no concibo esos viajes donde «hay que compartir mesa con otra pareja», no me gustan las «visitas sorpresa» ni los planes improvisados, en los eventos donde no conozco a nadie no sale de mí el acercarme y ponerme a hablar (y por lo tanto acabo siendo «ese que pasa los descansos mirando al móvil»), si voy en autobús o en tren cruzo los dedos para que el asiento de al lado vaya libre, estoy la mar de feliz conduciendo solo, con mi musiquita y mis pensamientos… La perspectiva subir en mi coche a alguien así, sin más, y de compartir kilómetros con alguien desconocido, y la charla así «por pasar el rato» no me seduce lo más mínimo, y eso incluso en el mejor de los escenarios de que sean gente maja y agradable (que podrían no serlo).
Así cuando en vez de pasar de largo y murmurar un «no, lo siento» me vi preguntándole «¿Hasta dónde vas? Yo voy hasta Aranda» me quedé francamente alucinado conmigo mismo. Ella iba más lejos, pero le venía bien ir avanzando así que, después de preguntar a otros posibles coches mientras yo compraba el aceite, se vino conmigo. La dejé en otra gasolinera a la entrada del pueblo, donde nada más bajarse se dirigió a otros coches en busca de alguien que la ayudase a seguir el viaje.
Llevo unas horas dándole vueltas a «qué demonios pasó». Y creo que, sin duda, la actitud de la chica fue bastante determinante.
En primer lugar, tomaba la iniciativa. No estaba parada con un cartel en la mano, esperando a ver si alguien lo leía y se ofrecía, si no que era ella la que se dirigía uno por uno a cada coche. Y eso implica superar el apuro de establecer contacto con un desconocido (quizás estoy proyectando aquí; desde luego para mí es una barrera), superar el temor a un posible rechazo («un posible» no; una certeza absoluta de que te van a rechazar un montón de veces). Y lo hacía con educación, saludando, preguntando, exponiendo su petición, haciéndose cargo de las posibles resistencias…
A lo tonto, me ha hecho pensar. En cómo soy, en cómo podría ser, y en qué hay que hacer para aumentar las posibilidades de que «las cosas pasen».
Y con este pensamiento, me voy de vacaciones. Esta vez con el coche lleno, sin espacio para autoestopistas.

¿Puedes vender una verdad incómoda?

El otro día estuve viendo una charla protagonizada por Javier Recuenco en el marco de los #RebelFridays de Good Rebels. Recuenco es un tipo siempre interesante, porque aúna brillantez intelectual con lucidez. No suele dejar títere con cabeza, y uno siempre aprende algo cuando le escucha. En este caso su charla iba sobre el mundo de la publicidad, pero es fácil extrapolarlo a muchos otros ámbitos.

El hundimiento de la publicidad

La tesis de Javier es que los modelos de publicidad tradicional, que durante tantos años funcionaron, ya no funcionan más. Inventarios poco relevantes, eficacia decreciente… y aun así hay toda una industria que sigue agarrada a los viejos métodos;  «hacen lo que hacen porque es lo que saben hacer, no porque funcione». Pero los clientes compran, las agencias venden, y la noria sigue girando; hay mucha gente comiendo de eso como para desmontar el chiringuito.
Y aunque todo el mundo sabe hacia dónde quiere ir, la realidad es que todavía se está demasiado lejos. Lo antiguo no funciona, lo nuevo no está todavía (y quizás nunca esté, en formato cómodamente digerible), pero ante esa incertidumbre siempre hay quien vende «certidumbres» y muchos dispuestos a comprarlas. Si hay vendemotos es porque hay quien las compra.

Las mentiras reconfortantes

¿Os habéis fijado con la facilidad con que compramos argumentos e ideas que no admiten un mínimo escrutinio crítico? Hace un tiempo lo comentaba yo: nos creemos cualquier mierda con tal de que nos resulte conveniente. Esto funciona también a la hora de vender una idea, un producto, un servicio. No nos importa si es verdad o mentira; lo que importa es si nos resulta cómodo o incómodo.
¿Algunas mentiras reconfortantes?

  • Funcionará seguro.
  • Soy un experto, conozco las respuestas.
  • Esto se explica fácilmente.
  • Está bajo control.
  • Si me haces caso, te irá bien.
  • Tendrás resultados a corto plazo.
  • No te costará apenas esfuerzo.
  • Si haces A y B, obtendrás el resultado C.
  • No vas a tener ningún problema.
  • No hay riesgo.
  • Depende de ti.

Estas mentiras reconfortantes las vemos a diario en cualquier ámbito: una dieta de adelgazamiento que te hará perder no sé cuántos kilos en dos semanas, un coche que te convertirá en un triunfador, un proyecto de consultoría que le dará la vuelta a los resultados de tu empresa, el curso de inglés que te hará bilingüe en un mes, los hábitos mañaneros de los triunfadores, las profesiones que te aseguran un trabajo, cómo seducir a una mujer en tres pasos, el debate político entre «los buenos» y «los malos»… da igual el objetivo, siempre encontrarás un «método infalible y conveniente».

Las verdades incómodas

Pero… ¿qué hay debajo de esas mentiras reconfortantes? Normalmente verdades incómodas que no queremos aceptar. Cosas como:

  • Puede que funcione, pero también puede que no. Muchos lo intentaron y no lo consiguieron.
  • Soy un experto, y hay muchas cosas sobre las que tengo dudas.
  • No hay forma fácil de explicarlo, y de hecho hay partes que no sé explicar.
  • Hay una gran parte que está fuera de nuestro control.
  • Si me haces caso tienes más probabilidades de que te vaya bien, pero no hay garantías.
  • Los resultados vendrán, si acaso, a largo plazo.
  • Vas a tener que hacer un esfuerzo importante: sangre, sudor y lágrimas.
  • Si haces A y B, se desencadenarán una serie de consecuencias (algunas imprevistas) que esperamos que nos acerque a C.
  • Surgirán problemas, que lo sepas.
  • Corremos riesgos.
  • Hay una gran parte que no depende de ti, y no puedes hacer nada para evitarlo.

Lo curioso es que estas verdades incómodas están habitualmente más que demostradas: por datos, por experiencias ajenas e incluso experiencias propias. Y a pesar de ello…

La gente compra mentiras reconfortantes

Hace tiempo que tengo esta viñeta como una de mis preferidas. Un vendedor de «mentiras reconfortantes» ante cuyo puesto hay una larga cola de clientes interesados; y a su lado, un vendedor de «verdades incómodas» que no vende una escoba.

Poco importa que el camino de lo «simple pero falso» lleve al abismo, y que sólo el camino «correcto pero complejo» tenga posibilidad de llevarnos a algún sitio. Siempre habrá más gente escogiendo el primero. Porque, al menos durante un tiempo, tranquiliza nuestra mente y nos hace pensar que tenemos el control. Las consecuencias rara vez son inmediatas, así que… Y cuando vengan las consecuencias pues ya encontraremos una justificación externa, una cabeza de turco a la que culpar. «No, es que no lo hiciste bien», «es que surgieron circunstancias imprevistas», «es que la gente no puso de su parte», «es que la crisis», «es que el mundo está contra mí», «es que se aprovecharon de mi buena fe»… O simplemente habremos desaparecido del mapa y el marrón se lo comerá otro. Y a otra cosa, mariposa.
Y mientras tanto ahí está el negocio. El que vende «verdades reconfortantes» captura un valor inexistente, pero así obtiene beneficios, da de comer a sus hijos y paga las facturas. Al lado, el de las «verdades incómodas» se queda como un profeta que clama en el desierto. Sí, tiene razón; obtiene cierta satisfacción intelectual, e incluso moral, pero sus hijos no comen y las facturas quedan sin pagar.

¿Y qué puedes hacer tú?

Supongo que cuando no eres consciente de esta realidad, no hay realmente una decisión que tomar: participas en el juego, y ya está. El problema nace cuando te das cuenta. ¿Qué haces?
Puedes «taparte la nariz» y, de forma cínica, jugar. Ahí está el beneficio, y haces lo que tengas que hacer para obtenerlo. Y el que venga detrás, que arree.
La otra opción es aceptar quedarte, con «tu verdad» y sobre todo «tus dudas», en el margen. Allí donde hace frío, donde el dinero no fluye con facilidad, intentando convencer y dándote golpes contra la pared, viendo con una mezcla variable de frustración y resignación cómo la gente sigue haciendo cola en la tienda de las «verdades reconfortantes» y cómo su dueño cuenta los billetes.
 

¿Es un curso lo que necesitas?

Hace poco comentaba con un conocido una posible colaboración. Estaban pensando montar un «curso de ventas» para un colectivo bastante grande, y me preguntaban que cómo lo veía yo. Respondí de la forma más honesta que fui capaz, aun sabiendo que mis probabilidades de éxito eran pocas.
Estas son las reflexiones textuales que les trasladé:


  • Para mí el enfoque es más de «cambio de cultura» que de «dar un curso». Puede (o no) que un curso sea necesario, pero seguro seguro que no es suficiente.
  • Para poder plantear soluciones hay que ir a la raíz del problema. ¿Se ha investigado dónde está el origen del «no vender»? ¿Se ha trabajado con el colectivo, con sus responsables, incluso con los clientes…? ¿O directamente se ha hecho una presunción? «No venden porque no saben; si les damos un curso, venderán».
  • Parte de la implantación de «soluciones útiles» pasa por la co-creación: es decir, trabajar con los colectivos afectados (el propio colectivo, en este caso; quizás clientes, y responsables, etc) y que sean ellos los que propongan cosas para hacer. Quizás propongan un curso. Pero quizás propongan otras muchas cosas que desde un despacho ni se nos ocurren, porque no estamos en su día a día. Y al ser «sus ideas», la probabilidad de que funcionen se incrementa…
  • Creo que importa mucho el enfoque experimental en la implantación de ideas: pensar una serie de medidas, probarlas de forma rápida y barata con pilotos… y la que funcione se potencia, y la que no funcione se abandona. Si se buscan enfoques masivos/definitivos («un curso para todo el colectivo») es más difícil acertar.
  • Del mismo modo, creo que el cambio funciona mejor si se empieza pequeño y luego se crece. Coger a los 20, 50 o 100 individuos más motivados para la venta, y empezar a trabajar con ellos, ver lo que funciona y lo que no. Y cuando esos individuos, y esas áreas, empiecen a obtener resultados… se va generando un efecto bola de nieve que permite ir incorporando a nuevos «fieles». Usar un «curso masivo» con un colectivo que no tiene interés es tirar el dinero: sí, les has llevado a un aula, puedes justificar que «les has formado»… pero no es real.
  • Hay que pensar de forma sistémica. Queremos que las personas vendan… ¿es la «habilidad para la venta» un rasgo que tengamos en cuenta a la hora de seleccionar? ¿cómo estamos incentivando las ventas? ¿qué información les damos sobre la evolución de sus ventas? ¿Cuál es la actitud de los responsables hacia la venta? Etc.
  • Los esfuerzos de cambio cultural solo tienen sentido si se sostienen en el tiempo, si hay consistencia. Si hoy damos un curso, y mañana pasamos a otra cosa… es tirar el dinero.

En fin, como ves son varias cosas pero todas en la misma línea: si hay interés real en cambiar las cosas, hay mucha tela que cortar. Alguien que se dedique a «vender cursos» no lo va a plantear así (le interesa «colocar» el curso, cobrar… y aquí paz y después gloria)… pero honestamente es como yo lo veo. Si crees que podemos profundizar en todo esto de cara a transformarlo en un proyecto ya sabes dónde me tienes.


Tal y como suponía desde el primer momento, mi enfoque no «cuajó»; y lo cierto es que no sé si acabaron encontrando ese «curso de ventas» que buscaban. Lo que sí me atrevo a pronosticar es que, si lo hicieron, el impacto será, en el mejor de los casos, pequeño y efímero.
La verdad es que por un lado me sentí bien exponiendo mi visión, sin cortapisas. Un poquito de «design thinking», un poquito de «agilidad», un poquito de «gestión del cambio»… «Mira, esto es lo que creo, y en esto creo que te puedo ayudar; si no consigo convencerte y no vamos a estar en la misma onda, mejor que busques a otro». Por otro, claro, siempre te queda la duda… ¿fui demasiado «asertivo»? ¿podría haber modulado mi discurso para «pillar cacho»? ¿hubiera merecido la pena?

Cuando el cliente no está a tu nivel

Tenía marcado para leer desde hace algunas semanas un artículo de Javier G. Recuenco. Ayer lo leí. Muy interesante, como no podía ser menos.
Javier trata un tema que puede ser reconocible por muchos de los que nos dedicamos a tareas «consultoriles». Cómo entre tu conocimiento (forjado por experiencias, lecturas, conferencias, investigaciones, etc.) y el del potencial cliente (que se dedica a otras cosas) hay una lógica distancia. Y cómo esa distancia muchas veces es una barrera para poder vender proyectos. Como dice él, «si vendes expertise te vas a encontrar con el problema de que tu cliente no te entiende y no lo admite».
Coincido en el diagnóstico inicial. Cuando tú tienes el conocimiento, sabes que los proyectos pueden llegar a ser complejos, largos, costosos. Que hay muchos matices, muchas palancas que mover, mucha tela que cortar. Pero cuando se lo cuentas al cliente que está varios niveles de conocimiento por debajo, él no aprecia todo eso. Lo único que ve es un proyecto innecesariamente largo, complejo… y caro. «Pero cómo me vas a cobrar eso, si lo único que yo quiero es…», o «no nos volvamos locos, si aquí lo único que hace falta es…» o «qué me estás contando, si yo tengo un cuñado que me lo hace por la décima parte». Yo puedo saber que algo es muy valioso, pero si la otra persona no lo ve… difícilmente va a estar dispuesto a pagar lo que yo pido.
Y la barrera no está únicamente en la venta. Porque a veces, superas esa barrera, te compran el proyecto, pero luego te encuentras con otra potencialmente peor; la implantación. Porque te han comprado sin entender verdaderamente todas las implicaciones que tenía tu proyecto, y cuando lo empiezas a poner en marcha, empiezan las discrepancias, las resistencias, los «esto no es lo que yo creía». Y te ves metido en un embolado de difícil solución.
Javier plantea dos formas de afrontar esta circunstancia. Una más de fondo: invertir en «educar» a los clientes, en darles mayor conocimiento. Cuanto mayor sea éste, más probabilidad habrá de que entiendan todas tus complejidades y sutilezas, comprendan el valor que se esconde detrás, y estén dispuestos a embarcarse en un proyecto con un conocimiento mínimo de lo que implica. Lamentablemente, esta es una labor muy de fondo, con resultados si acaso a largo plazo. Hay que hacerlo, pero…
La otra alternativa que plantea es, directamente, autolimitar nuestros esfuerzos de venta a clientes que estén preparados. Sí, eso evitará encontrarnos con esas barreras derivadas de los distintos grados de conocimiento. Pero tiene sus obvias contrapartidas; estarás dejando fuera a la gran mayoría del mercado. Además, esa pre-selección no siempre es fácil hacerla. Y finalmente te vas a encontrar a unos pocos clientes, que a su vez estarán asediados por todos los proveedores del mercado, como tú; el poder de negociación del cliente se incrementa de forma notable. En definitiva, te ves abocado a un escenario de pocos proyectos; probablemente muy satisfactorios, pero pocos al fin y al cabo. Quizás insuficientes para sostenerte…
Ante la distancia entre experto y cliente, Javier plantea que trabajemos solo con clientes que estén a nuestro nivel, o que hagamos esfuerzos por acercar el nivel del cliente al nuestro. Pero no contempla la que para mí es una tercera alternativa: que seamos nosotros los que rebajemos nuestro nivel para acercarnos al del potencial cliente. Efectivamente, en muchas ocasiones una vía para hacer más pequeña esa distancia es que nos bajemos de nuestro pedestal, y planteemos proyectos en versión simplificada. Algo que los clientes puedan comprender, puedan manejar, puedan implantar… incluso puedan pagar.
Soy plenamente consciente de lo que esto significa, y de la incómoda realidad que supone para los expertos. Estaremos haciendo un proyecto de menos nivel del que podríamos hacer. Con muchas menos complejidades, renunciando a muchas sutilezas. Renunciando, de hecho, a mucho de su potencial. Incluso asumiendo errores derivados de la simplificación. Nosotros sabemos que si nos dejaran, podríamos hacerlo muchísimo mejor. Si solo el cliente fuese de otra forma… Encima, probablemente sea un proyecto que nos resulte aburrido, superficial, muy lejos de nuestra capacidad. Nada motivador.
Este enfoque supone, en gran medida, renunciar a nuestro ego de experto. Hacer un ejercicio de empatía con los clientes, y darles lo que ellos necesitan. No la óptima de las soluciones (esa que nosotros sabemos que podríamos darles), ni la que a nosotros nos «pone cachondos» (esa que sacaría lo mejor de nosotros mismos y nos haría apasionarnos por el proyecto) si no la que ellos pueden, desde su nivel de preparación actual, acometer. Como suelo decir en mis clases, «un proyecto normalito implantado es infinitamente mejor que un proyecto brillante que no llega nunca a implantarse».
Sé que a una mente «purista» esto le hace removerse. En el fondo, es un dilema ante el que se enfrenta cualquier «artista». A lo mejor eres un fotógrafo al que lo que realmente le motiva es una visión conceptual profundísima… pero tienes que hacer fotos de bodas, bautizos y comuniones porque realmente es lo que te da de comer. Eres un músico brillante e inquieto, pero tienes que tocar en orquestas de pueblo o enseñar a rasguear acordes en una guitarra a chavales por horas porque es lo que da dinero. Por supuesto, tu arte no se plasma ahí… pero hay que pagar las facturas.
Es posible que haya quienes ante este escenario tomen la vía tremendista, «prefiero morirme de hambre antes que prostituir mi arte y mi talento». Llevado al caso que nos ocupa, «prefiero quedarme en mi casa antes que hacer proyectos mediocres, simplificados, sin sustancia». Muy legítimo, sin duda. Obviamente, cada uno conoce sus circunstancias y sabe si se lo puede permitir o si, por el contrario, llega un momento en el que hay que ponerse un poco menos «estupendo», bajarse los pantalones, y hacer lo que sea necesario. A lo mejor parte de nuestro expertise puede (y debe) enfocarse en cómo simplificar para los que no están a nuestro nivel, manteniendo la esencia en la medida de lo posible.

Compramotos

Existe una figura, que carga con un estigma permanente, que es la del «vendemotos«. Personas que haciendo uso de mucha labia, y mucha (desde mi punto de vista mal denominada) «habilidad comercial», consiguen «colocar» productos y servicios a sus clientes que no se ajustan a sus necesidades/expectativas, cuando no directamente fraudulentos. Y luego, si te he visto, no me acuerdo.
Sin embargo, siempre que pienso en los «vendemotos», pienso que existen porque tienen su figura complementaria: los «compramotos». Nadie vende si no hay alguien que compra. Si hay alguien que vende una moto, es porque alguien ha accedido a comprarla.
Y ese alguien, ese «compramotos», tiene una gran parte de responsabilidad en la transacción. Hay demasiada gente que no pone la diligencia necesaria en una transacción comercial. Gente crédula, que se deja deslumbrar por las antedichas «habilidades comerciales», y acepta tratos que acaban volviéndose contra él. Todo lo que te cuente un comercial, da igual de lo que sea, da igual lo que te diga, hay que cogerlo con pinzas, aplicarle (como Descartes) la «duda metódica». Investigar, pedir credenciales (y comprobarlas), probar antes de comprar, etc.
Y luego vienen los lloros, «es que fulano es un vendemotos». Probablemente lo sea. Pero tú se la compraste.
PD.- También lo digo; el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra…

La ventaja comercial de una firma grande

Como ya sabéis, la primera parte de mi carrera profesional se desarrolló en una gran multinacional de servicios profesionales. Una de las, por entonces, Big 5. Toda una experiencia.
En un momento dado, se incorporó como gerente una persona que venía de fuera. Él tenía su pequeña firma de consultoría en Barcelona, junto con otros socios, y le plantearon la posibilidad de entrar en la Firma. Una noche cenando en Mallorca, mientras compartíamos proyecto, le comenté que me llamaba la atención lo que había hecho. Es decir, para mí (que había «nacido» profesionalmente en la empresa grande) el ideal futuro era salir de la firma, tener mi propia empresa en la que yo fuera el jefe y tomara las decisiones. Justo lo que él había abandonado para meterse en lo que, para mí entonces, era «la boca del lobo».
Su razonamiento me sorprendió: «es como si yo jugara en 2ªB, y me llamase el Barça para ficharme, es que es otro mundo». Yo no lo entendía. A la «gran firma» yo le veía todo lo negativo, y tenía idealizado lo que era tener una empresa propia.
Después abandoné ese mundo, y empecé mis aventuras. Y ahora entiendo mucho mejor lo que me quería decir. En la distancia, sigo valorando negativamente muchas de las cosas que tenían las grandes multinacionales. Pero también, a medida que voy experimentando el otro lado, voy apreciando cada vez con más nitidez sus ventajas, muchas cosas que en su momento (quizás porque siempre habían estado ahí) daba por hechas.
Y una de las que más destacan es la inmensa inercia comercial que tienen las grandes firmas. La forma en la que está montado el negocio hace que surgan, aparentemente de la nada, clientes, trabajos, facturación… Ya sé, ya sé que no es tan «mágico» y que hay que hacer labor comercial, y cumplir objetivos, etc… pero la propia marca, la recurrencia de clientes, el entramado de socios con años de experiencia que conocen a todo pichichi… hacen que esa labor comercial se desarrolle con «viento a favor». Mientras, cuando eres un «llanero solitario», todo cuesta muchísimo más.
Es la diferencia entre uno que se abre paso en la selva a machetazos, y otro que va en un bulldozer.

¿La honestidad vende?

Hace un par de días escribía un post en Digitalycia sobre los plazos del social media. Extrapolando (es decir, que me quiero referir ahora al mundo de los negocios en general), mi argumento venía a ser que muchas veces hay gente que promete resultados con mucha alegría y «100% de fiabilidad», cuando la realidad es que las cosas suelen ser más difíciles e inciertas. Hacía la analogía de la venta del crecepelos milagroso, el típico producto de charlatán, que deslumbra a los potenciales compradores con sus maravillosas virtudes y que luego son mucho más modestas si es que llegan a existir.
Frente a esa forma de actuar, yo me identificaba con otra forma de vender, la que pone encima de la mesa posibles ventajas pero ponderadas con los riesgos y los costes. El caso es que un comentarista me venía a decir que, presentando las cosas de esa manera, las probabilidades de captar a un cliente se reducían. Si el mismo que les vende les habla de riesgos, costes, resultados de difícil cuantificación…
Estoy de acuerdo con él. Hay muchos clientes que, extrañamente, sólo quieren oir la parte «bonita». Porque a estas alturas de la vida, todos sabemos que todo tiene su lado oscuro, que no hay productos milagrosos. Pero hay quienes prefieren obviarlo, creerse que van a conseguir sus objetivos de forma fácil, rápida, segura, y barata, y sólo compran a quienes les prometen eso aunque luego sea mentira. Y hay gente encantada de decirles lo que quieren oir, aunque eso suponga dejar un reguero de descontento posterior.
Pero yo creo que hay un nicho de mercado que valora la honestidad. Un tipo de cliente al que le gusta tener una visión clara de «lo que hay», jugar con todas las cartas encima de la mesa, conocer pros y contras, y a partir de ahí decidir. Quizás no sean muchos, pero creo que existen.
En todo caso, es como yo pienso que se debe actuar. No quiero ser un vendedor de crecepelos milagroso, por mucho que sepa que probablemente haría más dinero de esa forma. Hay dos características necesarias para actuar así: una ausencia total de ética (porque engañar a alguien a sabiendas no se puede hacer si un tiene un poco de «vergüenza torera»), y una notable cara de cemento para luego lidiar con el cliente cuando se dé cuenta de que las cosas no eran tan bonitas como tú las habías vendido. Yo no tengo ni una ni otra.
Por eso estoy procurando dirigir mi carrera profesional hacia la autonomía y la independencia. Quiero hacer las cosas como creo que deben hacerse, y no como otros me dicen que hay que hacerlas. No quiero vender crecepelos por mi cuenta, ni mucho menos por encargo. Igual me estrello, pero al menos que sea convencido de lo que hago.