Página en blanco

Nos quejamos muchas veces de todas las cosas que «tenemos que hacer», de los compromisos adquiridos, de lo que nos mandan nuestros jefes, de las obligaciones del día a día que no te dejan tiempo para ti. ¡Quieres ser libre! ¡Quieres ser tú quien lleve las riendas!

Y un día te dan un cuaderno en blanco, y un lápiz. Y te dicen «venga, ¿no querías ser libre? ¿no querías ser tú quien llevara las riendas? ¿no querías escribir tu propia historia? Pues empieza».

Ten cuidado con lo que deseas, porque igual un día se hace realidad.

Mis anclas de carrera

¿Qué son las anclas de carrera?

El modelo de anclas de carrera fue esbozado por Edgar Schein hace más de 40 años. Y lo que viene a decir es que cada uno tenemos una serie de inclinaciones naturales a la hora de tomar decisiones en nuestra carrera profesional.
Image result for edgar schein career anchors book
Schein define un «ancla de carrera» como «una combinación de áreas percibidas de competencia, motivaciones y valores relacionada con la toma de decisiones en la carrera profesional». Y lo que hace es identificar 8 anclas genéricas, con las que cada uno nos identificamos en mayor o menor grado.
Image result for edgar schein career anchors
¿Sabes aquello de «la cabra tira al monte»? Pues las anclas de carrera son «el monte» al que cada uno de nosotros tiramos.

Decisiones profesionales

Seguro que, a estas alturas de la vida, ya has tenido que tomar alguna decisión relevante en tu carrera profesional. De hecho, desde que te planteaste «qué voy a estudiar» ya empezaste a tomar decisiones. Luego vienen más: qué tipo de trabajo me apetece, dónde voy a echar el curriculum, cómo me gustaría progresar en mi empresa, trabajo por cuenta ajena o por cuenta propia, cómo respondo a esta oferta que me han hecho, cuál quiero que sea mi próximo trabajo, qué estoy dispuesto a sacrificar por mi trabajo…
Image result for decisions
Algunas de estas decisiones son buscadas, somos nosotros mismos quienes las impulsamos. Otras son sobrevenidas: se nos plantean sin esperarlas. Y en todo caso tenemos que elegir (incluso si la decisión es «no hacer nada al respecto»).
A la hora de decidir, podemos hacer un análisis más o menos racional. Buscamos datos, pensamos en ventajas o inconvenientes… Pero, al menos en mi experiencia, siempre hay una «vocecita interior» que de alguna manera te marca el camino. Te hace sentir que una opción puede ser para ti, y que otra ni de coña. ¿No te ha pasado a ti también?

Nadar a favor de la corriente

Esta «brújula interior», este compás, es lo que Schein define como «anclas de carrera». Y, aunque todos lo sintamos de alguna manera inconsciente, es interesante explorarlo de forma consciente. ¿Cuáles son mis anclas de carrera? Si lo sé, podré incorporar ese factor a mi toma de decisiones.
Image result for inner compass
¿Y por qué es importante? Porque, cuando estamos en una situación profesional que no está alineada con nuestras anclas… estamos incómodos. Es como nadar contra la corriente. Sí, se puede hacer, pero estás a disgusto y acabas agotado. Y es fácil engañarse a uno mismo, dejarse deslumbrar por determinadas promesas y tomar decisiones que, en el fondo, sabemos que no van con nosotros. A la larga lo acabamos pagando.
Por contra, cuando estamos en una situación profesional en línea con nuestras anclas… las cosas fluyen de otra manera. No quiere decir que todo vaya a ser fácil; pero al menos estaremos yendo a favor de nuestras inquietudes.

Conoce tus anclas

Para evaluar cuáles son tus anclas de carrera, existen cuestionarios (aquí en versión oficial, y aquí en versión «amateur»). Se trata de responder a una serie de preguntas, indicando si estás más o menos de acuerdo con las afirmaciones que te van planteando. «Para mí el éxito consiste en desarrollar mis capacidades técnicas o funcionales hasta convertirme en un experto» o «Me encuentro satisfecho con mi vida sólo cuando consigo alcanzar un equilibrio entre las exigencias de mi vida personal, familiar y profesional», por ejemplo.

No hay respuestas correctas o incorrectas. Se trata de responder «desde las tripas». Cuando yo he hecho el cuestionario, ha habido preguntas que «me han dejado frío», mientras que otras han resonado mucho (a favor o en contra). Y ésa es la cuestión: a través de esas respuestas sale a la luz lo que te mueve, lo que te motiva.
El resultado es un perfil de anclas de carrera, en el que se muestra por cuáles tienes más afinidad y por cuáles menos. Normalmente todos tenemos un poco de todo, pero también hay alguna que destaca. Y suele ser bastante revelador.

Éstas son mis anclas de carrera

Cuando hice la autoevaluación de anclas de carrera, las que me salieron más destacadas (y además con diferencia) fueron dos: autonomía/independencia y estilo de vida integrado.

  • La primera quiere decir que «tengo una necesidad primaria de trabajar bajo mis propias normas, que me cuesta ceñirme a las órdenes de otros y que prefiero trabajar solo». Salió porque he respondido de manera muy visceral a preguntas como: «Preferiría dejar mi empresa antes que aceptar un puesto que limite mi autonomía y libertad», «La oportunidad de realizar un trabajo según mis propios criterios, sin normas y limitaciones es más importante para mí que la seguridad» o «Alcanzo el éxito en mi carrera sólo si logro autonomía y libertad plena».
  • La segunda, que «veo la vida como un todo, y que más que equilibrar la vida personal y la profesional prefiero integrarlas. Y que puedo llegar a tomarme tiempo alejado del trabajo para dedicarlo a otras cosas». En este caso la visceralidad apareció ante frases como: «He buscado siempre oportunidades profesionales que no interfieran demasiado con mis preocupaciones personales y familiares» o «Preferiría dejar mi empresa antes que ocupar un puesto que comprometa mi atención a mi familia y vida personal».

Vamos, mi vivo retrato :D. Me resultó curioso ver «negro sobre blanco» algunas sensaciones internas que ya tenía de siempre. Y que, si miras las decisiones que he ido tomando a lo largo de los años, resultan bastante consistentes. Cualquiera que conozca mi trayectoria podrá leerla con facilidad en clave de esas dos anclas.
Nunca me han movido realmente otras motivaciones (como «ser un experto» o «ser directivo» o «la estabilidad/seguridad» o «el emprendimiento»…). A veces he podido creer que sí, y he tomado decisiones que me han llevado por caminos… donde más pronto que tarde he salido rebotado. Soy capaz de recordar situaciones, incluso conversaciones concretas, que estaban tan en contra de mis anclas que… buf, todavía me dan escalofríos.
Lo curioso, también, es darse cuenta de que estas anclas son las mías. Pero que otras personas tienen las suyas propias. Y que cada uno, enfrentado a la misma situación, elegirá de manera diferente. Lo importante no es elegir «lo correcto», sino elegir «lo correcto para mí».

Tengo una oportunidad profesional: ¿qué hago?

Hoy publiqué un podcast un poco diferente a lo habitual. En vez de ser una reflexión genérica, más o menos inspirada en cosas del día a día, se trata de una «reflexión concreta». Resulta que ha aparecido en el horizonte una oportunidad profesional que, en los últimos días, me está haciendo rumiar de lo lindo. Baste decir que es la primera vez, en los últimos… ¿12 años?… que me estoy planteando en serio volver al redil corporativo
Image result for decisions
Me pedía el cuerpo hacer la reflexión en voz alta, y eso he hecho.

¿Qué factores intervienen en la rumiación?

  • Lo económico (son unas condicionas majas, aunque luego te pones a quitar costes asociados y se limita un poco…)
  • El potencial de aportación de valor (al menos a priori la actividad encajaría en gran medida con cosas en las que yo puedo ser útil)
  • El impacto en el estilo de vida (básicamente volvería a gravitar de forma mucho más intensa en Madrid, base de operaciones incluida, con la familia en Aranda… con todo lo que eso supone)
  • Mi ambivalencia respecto al entorno corporativo (con una parte positiva, relacionada con lo social, con tener una organización que tira de ti… y otra negativa relacionada con la pérdida de grados de libertad, acrecentada por tantos años asilvestrado por mi cuenta)
  • El miedo (¿y si voy por ello, y sale mal? ¿y si no voy por ello y sale mal?)
  • El reconocimiento (está guay que haya quien te reconoce un valor)
  • Las posibles alternativas («si no hago esto… ¿qué? ¿lo que estoy haciendo me satisface? ¿es sostenible? ¿qué tengo que hacer para que lo sea? ¿tengo lo que hay que tener?»)
  • Cómo afecta a otras personas
  • Cómo afecta a la identidad que he ido construyendo todo este tiempo (¿es una renuncia? ¿una contradicción?), o a mis «proyectos alternativos» (o a la posibilidad de tenerlos)
  • Cuánto de lo que hago es inercia y cuánto decisión consciente
  • Si es (o no) una decisión hell yeah, si «hell yeah» es un criterio realista o una fantasía escapista

Decía en un tuit que «Hay decisiones evidentes para las que no hace falta usar ninguna herramienta de «toma de decisiones». Y hay otras complejas que ninguna herramienta te va a solucionar…» Y ésta es una de ellas.
Y aunque esto de rumiar puede ser (y lo es) agotador… también es una oportunidad de repensar cosas, una «piedra de toque» que debe servir para romper la inercia y tomar decisiones conscientes.
¡En esas estoy!

Decídete

Dedo arriba dedo abajo
Ese proyecto que tienes empantanado… ¿lo quieres hacer, sí o no? Ese libro que tienes a medio leer… ¿lo quieres terminar, sí o no? Ese plan que te han propuesto… ¿te apetece hacerlo, sí o no?
Decídete.
Y si has decidido seguir adelante… ¿qué debes hacer? ¿Cuál es el siguiente paso? ¿Qué, cómo, cuándo?
Decídete.
Ya, ya sé que decidir es difícil. Hay que pensar, valorar cosas, siempre está el «y si…», el «no pero…». Mejor dejarlo reposar, ¿no? A ver si dejando las cosas pasar suceden por sí mismas, y te quitas el marrón de tener que decidir tú. Y qué decir de llevar las cosas al terreno de lo concreto: ¿de verdad tengo que hacer eso tan incómodo? ¿de verdad tengo que enfrentar ese conflicto?
Escuchaba hoy un capítulo del podcast de Jesús Bédmar sobre productividad que hablaba precisamente de esto: de que GTD (en este caso; cualquier otro sistema de productividad te acabará diciendo algo parecido) va de tomar decisiones. De ponerte frente al espejo, y de obligarte a decir lo que quieres y lo que no quieres. De que revises tus compromisos contigo mismo y con los demás. Es una interpelación constante, ¿esto es importante, sí o no? ¿y qué vas a hacer para lograrlo?
Habla Francisco Alcaide del compromiso como «hacer lo que sea necesario durante el tiempo que sea necesario» para lograr un determinado objetivo. ¿Cuántos de nuestros compromisos responden a un verdadero compromiso? ¿Cuántos de nuestros supuestos objetivos vienen de una decisión tan consciente? ¿Cuántas de nuestras tareas pendientes son fruto de la reflexión, de decidir «sí, quiero hacerlo, y además lo voy a hacer así y así, y asumo con completo conocimiento de causa el coste»?
Nos cuesta decidir, porque implica pensar, e implica optar, e implica asumir unas consecuencias, e implica incomodidad. Nos gusta dejar las cosas en esa nebulosa del «sí pero no», de la decisión pendiente, del «ya pensaré los detalles». Porque ahí es más fácil escurrir el bulto, engañarnos, distraer la atención del hecho de que no estamos haciendo lo que verdaderamente queremos hacer, o de que ni siquiera sabemos qué es.
Decídete. O no. Ésa, en sí misma, ya es una decisión.
PD.- Como ves, he añadido un episodio del podcast Diarios de un knowmad dedicado a este tema. Si te gusta, puedes suscribirte en iVoox y en iTunes, comentar, recomendar, compartir…

El mejor curso es el que haces

Buscando un curso

Quieres aprender algo, desarrollar una nueva habilidad. Necesitas un curso, un método, un libro de referencia, un maestro. Hay que elegir bien, porque de eso depende tu éxito. Y hay tantas opciones… ¿cuál es la mejor? Entonces empiezas a recabar información, a pedir opiniones, a investigar. No te ayuda demasiado, porque sigue habiendo muchas opciones válidas. Le sigues dando vueltas. Empiezas uno, y no te convence, y piensas que tiene que haber una mejor alternativa. Culpa tuya, deberías haber investigado mejor. Y lo dejas, y vuelves a buscar, el curso perfecto está a la vuelta de la esquina y sólo es cuestión de buscarlo bien.

La paradoja de la elección

Barry Schwartz definía esta situación en la que la abundancia de opciones nos lleva a la parálisis. Enfrentados a un número casi infinito de alternativas, acabamos enredados en el proceso de decidir. Incapaces de comprometernos con una opción sin pensar si no nos estaremos equivocando, y demorando la decisión final.
Lo curioso es que en este proceso tenemos la sensación de que estamos dedicando horas al aprendizaje. Que lo estamos haciendo porque efectivamente estamos comprometidos con lo que queremos aprender. Por eso precisamente estamos poniendo tanto esfuerzo en elegir bien, ¿no? Pero la realidad es que ese tiempo es básicamente inútil en términos de aprendizaje real. Cada minuto que pasas eligiendo es un minuto que no pasas aprendiendo.

La ilusión del curso perfecto

Nos obsesionamos con la idea del curso «perfecto». Creemos que, si dedicamos el tiempo suficiente a investigar, acabaremos encontrando ese recurso infalible que hará que nuestro aprendizaje sea sencillo, fluido, eficiente… inmejorable.

Nos olvidamos de la cruda realidad: que no hay curso perfecto. Todos van a tener puntos positivos y puntos negativos, cosas que nos gusten más y cosas que nos gusten menos. La fantasía de que existe un curso perfecto sólo nos va a generar una gran pérdida de tiempo en su búsqueda, y unas grandes dosis de frustración cuando finalmente elijamos y veamos que, ay, nuestra elección «perfecta» también tiene sus problemas. ¡Deberíamos haber investigado más!
Pero no. Más investigación no hubiese resuelto nuestros problemas. No es cuestión de que hubiese una «letra pequeña» que no hemos sido diligentes en leer. Es que la vida es así, no hay nada perfecto, todo tiene una «cara B» con la que tenemos que saber lidiar.

Done is better than perfect

Sabiendo esto, un enfoque mucho más eficiente para nuestro aprendizaje consiste en acortar de forma consciente la fase de elección. Seleccionar rápidamente un curso (o un libro, o un método… lo que sea), olvidarnos de las alternativas y dedicar nuestro tiempo, nuestro esfuerzo y nuestro foco a seguirlo con todas las consecuencias. No se trata de «coger lo primero que se me presente», pero casi; si cumple unos requisitos mínimos (¿un autor o una institución de cierto prestigio? ¿cierto reconocimiento público? ¿opiniones decentes?) y se adapta a nuestros condicionantes (económicos, logísticos) seguro que es una opción razonablemente buena. ¿Es «la mejor»? Seguramente no, porque seguramente no existe tal cosa como «la mejor». Lo importante es que nos ayude a avanzar.

Y es haciendo este curso que hemos elegido como vamos a avanzar. Lo que hace buena una decisión no es la decisión en sí misma, si no nuestro compromiso con ella. De las opciones que tenemos que delante, cualquiera podemos convertirla en “buena” si nos empeñamos en llevarla a buen puerto. Seguro que a medida que avanzamos habrá cosas que no nos gusten, y otras que no nos aporten; pero habrá muchas otras que sí, y ésas son las importantes.

Lo que nos aportará cualquier curso

Cualquier curso «imperfecto» pero seguido con dedicación adecuada nos va a proporcionar un avance. Nos va a dar perspectiva. Nos va a permitir profundizar en algunos aspectos. Nos va a dar herramientas y conocimientos útiles. Va a consolidar nuestra habilidad. Nos va a reforzar cosas que ya sabemos. Nos va a abrir nuevos caminos. Nos va a revelar aspectos que necesitamos trabajar más. Incluso nos va a dar mayor criterio a la hora de seleccionar nuestros siguientes pasos.
Cuando lo hayamos terminado estaremos mejor de lo que estábamos al principio, más cerca de esa «visión» que guía nuestros esfuerzos. Porque el avance no dependerá tanto curso en sí, si no del aprovechamiento que nosotros hayamos hecho de él y de la actitud con la que lo hayamos afrontado.
Y a partir de ahí estaremos en condiciones de seguir iterando. Porque el aprendizaje es un proceso de exploración, de experimentación, de mejora continua. Como dijo el poeta, «se hace camino al andar».

Click! Whirr! El poder de la respuesta automática

influencia3
Estuve leyendo el libro «Influence», de Robert B. Cialdini, sobre persuasión e influencia. Muy interesante, describe de forma muy concisa varios mecanismos de influencia a los que estamos sometidos diariamente (y que, también, podemos aprender a usar en nuestro beneficio).
Lo que más me impacta, de todo este tema de la persuasión, es hasta qué punto a nosotros, los ufanos «seres racionales», nos la pueden colar de forma tan sencilla. Y todo gracias a una serie de «vulnerabilidades del sistema», respuestas instintivas que la evolución ha hecho que se queden grabadas a fuego en lo más profundo de nuestro cerebro, y que provocan que actuemos de forma automática. Como un torito al que le agitan un trapo delante. Es ese «click! whirr!», ese mecanismo de estímulo-respuesta, que compartimos con tantos animales. Es «divertido» ver cómo podemos manipular a los bichos, pero se te queda cara de haba cuando te das cuenta de que tú puedes ser igualmente manipulado. Y es que al final (y es algo que cada día tengo más claro) es mucho más lo que nos une a los animales que lo que nos separa de ellos.
Y lo peor, como dice Cialdini, es que poco podemos hacer. Ser conscientes de que estos mecanismos de manipulación existen no nos permite desconectarlos del todo. Primero porque, en términos generales, nos benefician; nos permiten tomar decisiones rápidas en situaciones complejas que el 99% de las veces serán acertadas, como así lo ha sido a lo largo de la historia evolutiva. Y segundo porque, si nuestro cerebro tuviese que procesar todo lo que nos rodea «en modo racional» en vez de apoyarse en determinados automatismos nos explotaría (casi literalmente) la cabeza.
En todo caso, está bien tomar consciencia de que estos mecanismos existen, y cuestionarse de vez en cuando hasta qué punto estamos nosotros al timón de nuestras decisiones o simplemente nos están llevando por donde quieren.

Una buena decisión

Pocos son los casos en los que una decisión es efectivamente mejor que otra

Esta frase, catalogada como «La Gran Verdad sobre las Decisiones», la rescato de un viejo libro de Theodore Isaac Rubín titulado «Supere la indecisión» al que llegué curioseando en la biblioteca. Lo que viene a decir es que lo que hace buena una decisión no es la decisión en sí misma, si no nuestro compromiso con ella. Que de las opciones que tenemos que delante, cualquiera podemos convertirla en «buena» si nos empeñamos en llevarla a buen puerto. Va en línea con todo lo que se escribe del valor de la ejecución frente al valor de las ideas.
Rubin concluye que, a la hora de tomar una decisión hay un proceso (en el que tenemos que valorar alternativas y contrastarlas con nuestras propias prioridades) que tiene que terminar con una «elección y compromiso» con una de ellas, y a partir de ahí olvidarse de todo lo demás y transformarla en «acción optimista», en una concentración integrada de «recursos, tiempo y energía». Hay un tiempo para decidir, y otro para ejecutar.
Coincide que no hace mucho leía sobre el concepto de «inteligencia ejecutiva» acuñado por José Antonio Marina. Viene a decir que junto a la «inteligencia cognitiva» (lo que tradicionalmente se consideraba «ser listo») y a la «inteligencia emocional» hay un tercer tipo de inteligencia, la ejecutiva, que tiene que ver con la capacidad de «dirigir tu comportamiento«. Es decir, de sacarte de ese mundo de las ideas y de las emociones y ponerte manos a la obra. Marina identifica una serie de habilidades ejecutivas (la capacidad de dirigir la atención, el control emocional, la planificación y organización de metas, el inicio y mantenimiento de la acción, la flexibilidad, la memoria de trabajo, la metacognición, la capacidad de diferir recompensas o la inhibición de la respuesta) cuyo dominio permitiría a cualquiera «vivire risolutamente», vivir con resolución.

«… para que tú mismo, como modelador y escultor de ti mismo, más a gusto y honra te forjes la forma que prefieras para ti».

Son ideas que han resonado fuerte en mí. Y es que, mientras que de inteligencia cognitiva siempre he ido razonablemente bien, y en inteligencia emocional, sin ser brillante, creo que soy funcional… de esa «inteligencia ejecutiva» creo que he voy un poquito escaso. Siempre he envidiado mucho a esa gente que llamamos «resolutiva», con capacidad de liarse la manta a la cabeza, arremangarse y hacer cosas. Me ha frustrado mucho ver que yo tenía ahí un muro; un malestar difuso, que a veces se ha manifestado con conductas evasivas (te dejas llevar, le das mil vueltas a las cosas en tu cabeza, te muestras incapaz de decidir, te refugias en lo que se te da bien, evitas lo que se te da mal… llegando a la inacción) y otras con no pocos efectos secundarios (copié algunos que mencionaba Rubin, con los que me sentí dolorosamente identificado: «aburrimiento crónico, insatisfacción con el resultado de la propia actuación, sensación de vivir en sordina, fatiga crónica e insomnio, sensación de estar atascado, de no tener dónde ir ni sentir el deseo de ir a ninguna parte»).
Seguro que no estoy solo en esto, pero a mí desde luego me está haciendo reflexionar mucho. Y es que nunca había visto puesto «negro sobre blanco» esas sensaciones que me han acompañado desde siempre.
Imagino que para quien va bien de esa inteligencia ejecutiva todas estas reflexiones les provocarán la misma perplejidad que a mí me podía provocar en el colegio que alguien se atascase con una multiplicación, o que a pesar de echar muchas horas no consiguiese ni aprobar un examen que a mí me parecía «chupao». Esa perplejidad a veces se traslada en mensajes del tipo «es fácil, solo tienes que decidir lo que quieres hacer y hacerlo», y eso te provoca aún más ansiedad (porque lo ves, racionalmente lo entiendes, «es de cajón»… pero a ti se te hace un mundo)
Pero en fin, cada uno tenemos que llevar nuestra propia cruz. Es evidente que, para hacerle frente a esto, hay que trabajar un montón. Y no es una cuestión superficial; la mayor parte de ese trabajo es interno, de analizar cuáles son tus propios bloqueos y de enfrentarte a ellos… mucha telita que cortar. No es un camino fácil, y seguramente nunca llegue a dominarlo (dominarme) del todo. Pero si soy sincero me siento reconfortado, porque al menos tengo la sensación de haberle puesto el cascabel al gato; y eso me hace estar un poquito más cerca.

La lucha no nos hace inferiores; es solo una prueba de que somos humanos y estamos vivos

Si hubiera leído la letra pequeña

El otro día, durante una sobremesa con antiguos compañeros, hablábamos de algunas de nuestras experiencias profesionales/vitales. En concreto la conversación se nos fue por parejas que habían experimentado una fase de «yo me voy a trabajar a otro país, tú te quedas en casa al cargo de la familia… es una buena oportunidad… yo vendré cada fin de semana, cada quince días como mucho… serán solo unos meses… luego ya todo volverá a la normalidad».
Se trata de una situación que varios de los presentes habían vivido, y todos coincidían en que las cosas parecen mucho más fáciles cuando se toma la decisión de lo que luego realmente son. «Está claro que cuando tomas una decisión así es porque piensas que es buena a grandes rasgos, pero luego cuando te lees la letra pequeña…»
Ojalá todo fuera cuestión de «letra pequeña». Porque la letra pequeña puede ser un coñazo de leer, pero está ahí cuando te ponen los papeles delante para que las firmes, y ya es cuestión tuya leértela o no. El problema con las decisiones en la vida real es que en la gran mayoría de los casos ni siquiera existe esa letra pequeña. Gran parte de las cosas, buenas y malas, que determinan el buen o mal resultado de una decisión se van descubriendo por el camino. «Ah, si lo hubiera sabido…» Ya, pero no había forma de saberlo.
Hace meses (joder meses… tres años y pico ya) leí el libro «Stumbling on happiness», que me resultó muy interesante. Y su gran conclusión iba por este camino: tenemos muy poco control sobre nuestra felicidad futura. Primero porque nuestra capacidad para saber qué va a pasar en el futuro es limitada (la realidad siempre es mucho más sorprendente que nuestros planes), y segundo (y esto da para pensar mucho) porque no sabemos cómo nos va a afectar eso que suceda. Lo que pensábamos que nos iba a dar tanto miedo luego resulta que no es para tanto, y lo que pensábamos que nos iba a dar una gran satisfacción en realidad nos deja vacíos.
Por lo tanto, no es un tema de letra pequeña. No es que tengamos toda la información a nuestra disposición y seamos más o menos hábiles tomando las decisiones. Es que la vida es así.

Cuando el riesgo deja de ser riesgo

Charlaba el otro día con una amiga. Hablábamos de decisiones vitales, de hasta qué punto asumíamos riesgos o no al elegir. Yo le decía que no, que yo riesgos los justos. Y ella me miraba con la ceja levantada…
Si alguien me pregunta, eso es lo que le diré. Es lo que pienso de mí mismo: que no soy un perfil que se atreva a tomar decisiones arriesgadas, que soy conservador. Esa es la historia que me cuento a mí mismo.
Pero lo cierto es que, si repasamos mi trayectoria…
Me fui a estudiar fuera en vez de prorrogar mi adolescencia en la comodidad del hogar, he dejado trabajos para irme a casa, he abandonado una progresión profesional en una empresa sólida y de prestigio para meterme en una «empresa de internet», he provocado conversaciones de «todo o nada» en el trabajo sabiendo que había un riesgo cierto de que las cosas no saliesen como a mí me gustaría, me he mudado en varias ocasiones de ciudad (en el último caso a un pueblo con el que no me unía nada)… por no hablar de formar una familia (quizás una de las decisiones menos «revisable» que uno pueda tomar en la vida).
Que sí, ya sé, no es que me dedique a meter la cabeza en las fauces de un león, ni que haya dejado todo atrás para irme mochila al hombro a recorrer el mundo, que me dedique al funambulismo o que me haya empeñado hasta las cejas para financiar una startup. Nunca he quemado mis naves. Pero, dentro de mis márgenes, sí que he asumido mi cuota de riesgo; y me consta que hay personas de mi entorno que así lo valoran.
Y sin embargo a mí me cuesta verlo así. Incluso estas ocasiones donde un observador externo aprecia riesgo para mí han sido decisiones… «naturales». Aunque racionalmente pudieses evaluar la posibilidad de que no saliese bien, había algo en mi interior que me decía que era «lo que había que hacer» de una forma tan clara, tan poderosa… que no había dudas.
En este punto es donde encaja mi narrativa sobre mi presunta aversión al riesgo. Lo que otros pueden valorar como decisiones arriesgadas para mí no lo han sido; por eso no me considero un tipo arriesgado. Y sin embargo ahí están.
La conclusión es que calificar una decisión como «arriesgada» es algo tremendamente subjetivo. Lo cual me tranquiliza. No voy a dejar de tomar decisiones, no soy prisionero de la inercia. No soy ese «conservador» que a veces me digo a mí mismo que soy. Simplemente necesito «verlo». Una vez que lo tengo claro, el riesgo deja de ser riesgo.

El turbo en tu cabeza

health_bar

El otro día, leyendo este artículo sobre cómo funciona nuestro cerebro, se me vino a la mente una imagen de videojuegos. En los juegos por ejemplo de fútbol, suele haber un botón de «sprint» que te permite correr más. Pero claro, no de forma gratuita: mientras estás corriendo más, hay una barra de energía que va disminuyendo rápidamente… y que una vez vacía del todo te impide seguir usando ese «sprint» (hasta que se vuelva a recargar, algo que hace poco a poco). Esta misma funcionalidad la hay en otro tipo de juegos (p.j. el turbo en los coches, etc.). Un «superpoder» que te permite ventajas durante un tiempo determinado, pero que consume energía rápidamente por lo que no puedes usarlo a lo loco.
El caso es que el artículo describe dos partes de nuestro cerebro, con funcionamientos bien distintos (y aquí que me perdonen los científicos… que yo voy a intentar poner lo que he entendido en mis propias palabras).

  • Por un lado tenemos nuestro cerebro más primitivo, «reptiliano», que más que pensar actúa. Es el instinto, la reacción rápida, la parte de nosotros que piensa en el presente, en lo inmediato, en la supervivencia. Esta parte de nuestro cerebro es la que nos hace comer cuando tenemos hambre, la que nos hace tener reacciones de «lucha o huye» cuando interpreta un peligro… un cerebro muy adaptado para la vida del animal que fuimos (y que, no olvidemos, seguimos siendo).
  • Y luego tenemos nuestro cerebro «moderno», el que nos hace humanos. El encargado de analizar, racionalizar, planificar, crear, controlar, contrarrestar nuestros instintos primarios… en definitiva, es nuestro «superpoder humano», el botón de «sprint» que nos permite hacer cosas que un animal no puede hacer.

La cosa está (y de ahí la analogía) que, al igual que en los videojuegos, este «superpoder» que nos proporciona esta parte de nuestro cerebro gasta su «barra de energía» de forma rápida cuando lo usamos. Y cuando se acaba, perdemos la capacidad de usarlo (hasta que esa energía se repone… algo que no es automático). Y quedamos entonces a expensas de nuestro viejo cerebro animal, incapaces de pensar con claridad, reaccionando más con el instinto que con la cabeza.
¿No lo habéis notado? Ese momento en el que te quedas «plof», que no eres capaz de articular pensamientos, que te quedas en trance delante del televisor, que estás irascible (tu cerebro de reptil que interpreta cualquier palabra o acción como una amenaza a la que hay que reaccionar gruñendo), atracas la nevera aunque sepas que no debes (pero es tu cerebro de reptil ordenándote que repongas energías ahora, quieras o no). A mí, desde luego, me encaja.
Lo curioso es que ese «superpoder» se gasta lo usemos como lo usemos. No sabe distinguir si esa planificación que estamos haciendo es para un proyecto profesional de alto impacto, o para las vacaciones de verano. No sabe si el análisis que estamos realizando es relevante o no. Simplemente se está usando, y se gasta. Como en el juego de fútbol, da igual si pulsamos el botón de «sprint» para perseguir a un rival que se nos va directo a la portería, o si nos estamos dedicando a corretear en solitario por el centro del campo; si le damos al botón, la energía se gasta.
Este enfoque me parece muy interesante, en la medida en que permite (si somos conscientes de ello) usar mejor nuestra capacidad, siendo conscientes también de sus limitaciones. Algo que es especialmente importante cuando hablamos de «trabajadores del conocimiento», cuyo trabajo depende casi por completo de ella.

  • Sabiendo que nuestra «barra de energía» se gasta, podemos ajustar nuestras expectativas. No es razonable creer que vas a poder estar 8 o 10 horas «exprimiéndote el coco». No pasa nada, no eres un «inútil», simplemente es tu cuerpo que funciona así.
  • Del mismo modo, si somos conscientes de que nuestra barra de energía está agotada, de nada sirve empeñarnos en hacer tareas que requieran su uso. No te pongas a analizar un problema cuando estás así, ni a planificar un proyecto. Te costará mucho, seguramente lo hagas mal y tendrás que acabar repitiéndolo más adelante.
  • Habrá que insertar descansos a lo largo del día, alternar actividades «de las que gastan energía» con otras que «de las que permiten que la energía se recargue». No tiene por qué ser tumbarse a la bartola (que también), puede ser dar un paseo o hacer alguna actividad física, puede ser meditar, puede ser hacer alguna tarea rutinaria que no nos exija pensar…
  • Tendremos que elegir bien para qué queremos usar nuestro «superpoder», buscando maximizar el rendimiento de su uso. No lo malgastemos en cosas que no nos aportan. Tener una visión clara de cuáles son nuestras prioridades (que precisamente puede que sea uno de los usos más importantes de nuestra capacidad) nos permitirá cada día tener claro a qué debemos prestarle atención, en vez de dejarnos llevar por lo que va surgiendo y encontrarnos de que al final hemos gastado nuestra energía sin ton ni son.
  • Sería buena idea, también, plantear estrategias que nos permitan minimizar el gasto de «energía pensadora», trasladando pequeñas decisiones del día a día en rutinas que nos liberen de la obligación de pensar. Por ejemplo planificar un menú bisemanal y ceñirse a él (con lo cual te olvidas de tener que estar pensando cada día «qué como hoy», recordando «qué comí los últimos días», «qué tengo que comprar»), limitarse a ropa que combine facilmente aunque sea aburrida…
  • También podemos evitar un gasto excesivo de energía luchando contra la paradoja de la elección, haciendo un esfuerzo consciente en no meternos en una maraña de micro-análisis de múltiples alternativas que al final aportan poco valor. Limitar alternativas y factores de decisión, elegir rápido, y a otra cosa.
  • Del mismo modo, podemos ponernos en alerta ante pensamientos rumiativos: esas veces en las que empezamos a darle vueltas obsesivamente a un tema, sin avanzar («pues le voy a decir a mi jefe que…, pero si él me dice que… entonces yo le responderé… debería haberle dicho… pero es que mira que…»), agotando nuestra energía para nada.

Seguro que hay más formas de sacar partido a esta visión de nuestra capacidad cerebral como «superpoder que se gasta», como el «botón de turbo» del videojuego. Lo que ya sería estupendo sería tener una barra indicadora de verdad, que nos mostrase cómo andamos de energía, cómo de rápido se descarga y se recarga… me temo que eso tendrá que esperar 🙂