Me gusta el fútbol… pero no lo que le rodea

No es que yo sea muy futbolero. Nunca lo fui (aunque tuve mis momentos), y a medida que va pasando el tiempo lo soy incluso menos. Hace ya mucho que no dejo de hacer nada para ver un partido, y no digamos ya para seguir el «día a día» de la información futbolística (que, como leí por ahí el otro día, «es la prensa rosa para hombres»; poca diferencia hay entre Sálvame y Punto Pelota).
Sin embargo, el otro día aprovechando que estaba por Madrid, me dio un «penterre» y me dije «¿Y si me voy a ver el Madrid-Barça?». Por la experiencia, sobre todo. Había estado un par de veces antes en el Bernabeu, pero nada parecido a un «clásico» (con todas las comillas del mundo). Así que, sin muchas esperanzas para ser franco, me metí a ver si había forma de localizar una entrada… y vaya si la localicé, y de las «baratas». Así que allí que me fui, al tercer anfiteatro del fondo norte.
La verdad es que es una auténtico espectáculo. Ese momento en el que sales de la puerta del vomitorio, y ves la pendiente de las gradas (hasta un pelín de vértigo, da). Y ves el estadio lleno a reventar (pedazo de estadio el Bernabeu). Y cuando ponen «Nessun Dorma» de Pavarotti (que ya es una canción que me estremece cada vez que la oigo), o cuando ponen el himno de Plácido Domingo y todo el estadio ondeando banderitas… de verdad, es para verlo.
Y sin embargo, todo lo que tiene de grandioso el espectáculo, también lo tiene de miserable. Pero no por el espectáculo en sí, sino por la gente. O por parte de ella. Me gusta mucho cuando la gente anima con pasión a su equipo, cuando siguen con intensidad el partido. Los cánticos, los aplausos, etc. Pero lamentablemente, para muchos esto es imposible de hacer sin su «lado oscuro»: la falta de respeto al rival y a sus seguidores. Y así, animar a tu equipo lleva implícito despreciar a los del otro. Y ahí los tenías, a muchos (pequeños y grandes, hombres y mujeres de todo tipo y condición) completamente fuera de sí, desquiciados, llamando «hijos de puta» a «los otros», lanzando cortes de manga a la afición contraria, haciendo el sonido del mono al rival negro, llamando subnormal al otro…
En fin, no sé. Sé que así no son todos, ni mucho menos. Es más, sé que incluso para la mayoría de éstos, son momentos de «enajenación mental transitoria», una forma de liberar tensiones que no tienen mayor transcendencia. Pero no pude evitar tener la sensación de que alguno de ellos, en un momento determinado, al calor de la masa enfervorecida (no digamos si a ese estado le añadíamos un poco de alcohol u otros «condimentos») podría perder los papeles y arrearle una ostia, o algo peor, a otro por el mero hecho de ser de otro equipo (de hecho un par de veces tuvieron que intervenir los seguratas porque había dos repartiéndose). No sería la primera vez que ocurriese una desgracia vinculada al fútbol; seguramente protagonizada por personas que ya son violentas de por sí… pero que en el fútbol encuentran un ecosistema demasiado favorable a sus instintos.
Y ese clima de violencia apenas contenida está ahí. Y lo peor es que muchos lo viven como algo normal, inherente al espectáculo, «la sal del fútbol». Y es esa parte del fútbol la que, la verdad, me incomoda. Pasión sí. Sana rivalidad, también. Con un punto de cachondeíto, si se quiere. Pero cuando hay tantos que cruzan con tanta facilidad la línea que separa lo racional de lo irracional, cuando tienes la sensación de que están perdiendo el control… la cosa deja de ser divertida.

¿Por qué hay doping en el ciclismo?

Lo del ciclismo y el doping es ya muy triste. Pero claro, el deporte no es deporte, sino negocio. Y ahí está el quid de la cuestión. Aun así, resulta sorprendente que sabiendo la presión antidoping que hay en algunos deportes y en algunos lugares, todavía haya quien decida arriesgarse a que le pillen (cuando es tan probable).
Javier Ares, un periodista que me ha encantado siempre, apuntaba el otro día una explicación llena de sentido común. Nos parece que un ciclista «se arriesga», pero no es así. Muchos no tienen nada que perder. Si no consiguen destacar, se ven condenados a un equipo de tercera o, directamente, a colgar la bicicleta e integrarse en la «sociedad civil» sin nada. Su alternativa, si no se dopan, es el fracaso. Por lo tanto, a muchos les parece que merece la pena correr el riesgo: si no les pillan, pueden destacar y conseguir ese contrato profesional jugoso que les permita ganarse la vida. Y si les pillan… tampoco estarán mucho peor de lo que estarían sin doparse.
Triste y duro, pero cierto. Me recuerda a lo que me contaba un amigo sargento que estuvo en Senegal con las crisis de inmigrantes ilegales que salían de allí hace unos meses. Me contaba que las personas que se embarcaban en esos viajes sabían perfectamente los riesgos que corrían. Sabían de las probabilidades de morir en el viaje. Pero aun así, subían en los cayucos; la alternativa cierta de quedarse en tierra era tan mala, o incluso peor, que asumir los riesgos inherentes a llegar a Europa.