Recientemente he leído el libro de Dale Carnegie «How to win friends and influence people», un auténtico clásico (se publicó hace 80 años) dentro del género del desarrollo personal. Tenía curiosidad por ver qué se escondía detrás de un título tan «vendemotos» y de décadas de relevancia.
El caso es que podríamos resumir todo el contenido del libro a una única idea: «las razones del otro». Efectivamente, plantea todas los principios y estrategias de relación con otras personas desde la base de que «el otro» tiene sus motivos (más emocionales que racionales, muchas veces; y no necesariamente explícitos ni evidentes) para actuar como actúa. Y que la interacción con él debe partir de la comprensión y aceptación de sus motivos, ya que si los ignoramos, los despreciamos o los confrontamos lo que vamos a generar (acción-reacción) es un rechazo y que el otro se reafirme en su postura. Esta forma de actuar requiere un gran nivel de auto-control y de esfuerzo consciente, porque evidentemente nosotros tenemos también nuestros propios motivos y es difícil dejarlos en segundo plano. Sin embargo, curiosamente, es a través de esta forma indirecta como generamos un clima de comprensión y de «buen feeling» que hace que sea más factible conseguir nuestros objetivos.
Desde que leí el libro soy más consciente de situaciones donde esto sucede. Ayer, sin ir más lejos, viví un ejemplo «de libro».
Tenía una cita para conocer a un potencial cliente (bueno, eso es mucho decir; en realidad es un contacto preliminar porque ni sabía bien quién era, ni qué podría hacer por él… un «conocido de un conocido» de esos que accedes a ver más por curiosidad y por educación que porque creas que de ahí puede salir algo productivo) a las 10:00 en Madrid. Inicié el viaje con tiempo suficiente, incluso con un ratito de margen para llegar a tiempo. Sin embargo, cosas de la meteorología, la carretera estaba complicada por culpa de la nieve, lo que me obligó a ir con mucha precaución, y a llegar con unos 30 minutos de retraso. A eso hubo que sumarle otros 15 minutos en los que mi acompañante (al que recogí en destino) estuvo dando vueltas porque no estaba seguro de dónde teníamos que ir. Total, que llegamos a la cita 45 minutos tarde.
Nos recibieron con mala cara. «No vamos a poder reunirnos, la cita era a las 10:00, yo tengo otras cosas que hacer a las 11:00, es que la cita la teníamos puesta hace semanas, y esto no puede ser». Cara de poker. Por dentro, me estaba cagando en sus muertos. «He venido a Madrid solo para ver quién eres y qué tripa se te ha roto, me he pegado dos horas y media de viaje bajo la nieve más tenso que la leche, más luego volver por la noche… ¿y te vas a poner estupendo conmigo? Mira, tío, que te den mucho por el culo». Diría que la transcripción del pensamiento es bastante literal.
Sin embargo, hice el esfuerzo consciente de respirar y tratar de buscar «los motivos del otro». Quedas con alguien a una hora, y te aparece 45 minutos tarde. ¡Qué maleducado! Joder, probablemente si me lo hubiesen hecho a mí también estaría de mala hostia.
Volví a respirar, y puse mi mejor cara. «De verdad que lamento el retraso, vengo desde Burgos y ha caído una nevada importante, estaba la carretera muy complicada y he tenido que venir con mucho cuidado… entiendo que no nos podamos reunir hoy si tenéis otros compromisos ahora, si os parece bien podemos buscar otra fecha… a ver cuándo puede ser, porque claro, tened en cuenta que yo tengo que hacer dos horas de viaje de ida y otras dos de vuelta, será cuestión de encontrar un día que me encaje con otros compromisos porque venir expresamente a esto como he hecho hoy para mí supone un esfuerzo importante.»
Bien jugado. Con esta frase, hice dos cosas. Por un lado, acepté con naturalidad su reacción. Entiendo que llego tarde, entiendo que estáis de mala leche, entiendo que queréis «hacérmelo pagar». Tenéis razón, vuestra razón. No pasa nada, no voy a reaccionar con hostilidad (que a lo mejor hubiese sido mi primer impulso). Ahora bien, de paso pongo encima de la mesa (sin acritud… bueno, no demasiada :D) que si he llegado tarde no es por gusto ni por faltaros al respeto, y que venir a veros para mí supone 4 horas de viaje (algo que ellos no sabían… pues ahora ya lo sabéis). Aquí mis razones. ¿Vernos otro día? Bueno, yo encantado, cuando nos venga bien a todos (teniendo en cuenta el esfuerzo que supone para cada uno, porque a mí me cuesta bastante, no sé si os lo he dejado caer ya).
«Claro, pero mira, es que tenemos la mañana con compromisos, habíamos quedado a las 10…». El tono ya era mucho menos beligerante.
«Está claro, lo entiendo perfectamente, no os preocupéis… de verdad que siento muchísimo el retraso». Y continué: «De todas formas, si ahora tenéis aunque sea esos quince minutos, si os parece podríamos aprovecharlos ya que estamos aquí, y así nos vamos conociendo y puedo ir entendiendo en qué situación estáis, qué es lo que necesitáis, cómo os puedo ayudar… aunque sean quince minutos, es mejor que nada, ¿no creéis?». Una vez que conocemos cada uno nuestras razones, una vez que hemos desactivado la hostilidad, pasemos página y pongamos foco en lo que buscamos en común.
«Bueno, no sé si quince minutos dan para mucho, pero venga, nos sentamos». Y nos sentamos. Y hablamos. Más de quince minutos. Y más de una hora (al final los compromisos son tan firmes como uno quiera hacerlos). Y acordamos volver a vernos para seguir hablando.
¿Saldrá algo de aquí? La verdad, no lo sé. Lo que sí sé es que si ayer nos hubiésemos enrocado cada uno en «nuestras razones», la historia se hubiese acabado allí mismo. Tú te enfadas porque llego tarde, yo me enfado porque no aprecias mi esfuerzo, adiós muy buenas y fin de la historia. Nos hubiésemos quedado muy a gusto «poniendo al otro en su sitio», pero hubiésemos dinamitado cualquier posibilidad de colaboración.
Hizo falta que uno de los dos (en este caso yo: medallita para mí) se parase un momento a ver la situación «con las razones del otro», supiese frenar su impulso primario y diese un primer paso para romper la espiral de confrontación y transformarla en una espiral de colaboración. Salvamos un match ball. A partir de ahí, podemos seguir jugando.
empatía
Simplicidad vs precisión
Tengo encima de mi mesa un caso paradigmático de «simplicidad vs precisión«. Estoy diseñando una herramienta de seguimiento financiero, y pocas cosas hay más susceptibles de «precisión» que las finanzas. De hecho, el seguimiento y el reporte financiero debería ir «al céntimo». Y sin embargo…
Ocurre que en el diseño inicial había una serie de requerimientos: «quiero controlar esto y aquello, tener este nivel de detalle, etc.». Fenomenal, me puse manos a la obra. Pero una vez puesto en marcha, el feedback fue «uf, esto es demasiado lioso… tengo que meter demasiados datos… la visualización es difícil… TENDRÍAMOS QUE SIMPLIFICAR«.
La relación entre complejidad y exactitud es directamente proporcional. Una solución simple normalmente no te va a dar la mayor de las exactitudes. Si quieres mayores grados de precisión, tienes que aumentar la complejidad. Ahora bien, ésta no es una relación 1 a 1. A veces una solución sencilla te da un nivel de exactitud bastante importante, y no merece la pena ir más allá. A veces esa relación es abrupta (necesitas un incremento sustancial en la complejidad para mejorar sensiblemente la exactitud), a veces es progresiva (a medida que introduces complejidad marginal obtienes mejoras marginales en el otro ámbito), a veces es exponencial, a veces escalonada… en definitiva, hay una curva que relaciona las dos variables, pero la forma de esa curva no es evidente.
Sucede además que «complejidad» es una variable subjetiva. Lo que para unos es complejo, para otros no lo es. Aquí toca hacer un esfuerzo de empatía, porque la primera reacción de un egocéntrico no es la más constructiva del mundo («si no lo entiendes no es mi problema»… sí que lo es, en realidad). Cuando alguien te dice que algo (que has hecho tú) «es lioso», es que a él le parece «lioso» e, independientemente de lo que tú puedas opinar, su realidad es esa. De nada vale lo que tú creas, porque al final quien lo tiene que usar es él. Lo que sí está en tu mano es explicar a qué renuncias con la simplificación.
Otro elemento que hay que tener en cuenta es que la «exactitud» también es una variable relativa. ¿Realmente necesitas «exactitud», o te basta con una «aproximación razonable»?. Depende de las circunstancias, claro, pero (de nuevo aparece aquí nuestro amigo Pareto) posiblemente hay un punto de que «con el 20% de la complejidad puedes conseguir el 80% de la precisión», y que con ese 80% de precisión te baste y te sobre. Entender dónde está ese punto de «aproximación razonable» es otro factor que hay que manejar, y de nuevo la empatía es una herramienta fundamental.
Finalmente está la cuestión del diseño. Es decir, sea cual sea la curva que relaciona complejidad y exactitud es posible «moverla hacia la izquierda» haciendo un trabajo más o menos intenso de diseño. Cuando digo «mover a la izquierda» quiero decir conseguir el mismo grado de precisión reduciendo la complejidad. A veces esa reducción es real (haciendo las cosas de otra manera), y a veces es solo aparente (tienes que montar unas «tripas» complejas que dan una apariencia de usabilidad simple). En todo caso se requiere un análisis profundo, tiempo, esfuerzo, conocimientos… Como dice Richard Branson, «es complicado hacer algo simple». Aquí el problema que te puedes encontrar es de plazos, de dedicación (y por lo tanto coste)… a veces resulta difícil explicar que «algo simple» en realidad tiene mucho trabajo detrás.
En definitiva, un proceso muy interesante, no exento de frustraciones pero también muy enriquecedor.
Ojalá todos fueran como yo

A veces lo pienso. Es una pesadez, y en muchas ocasiones una fuente de estrés, lidiar con el resto del mundo. Si todos fueran como yo estaríamos siempre de acuerdo, pensaríamos igual, no habría conflicto y nos llevaríamos de maravilla.
Lamentablemente, el mundo no es así:
- Cada uno somos como somos: somos el producto de nuestro carácter, de nuestra educación, de nuestras experiencias, de nuestro entorno, incluso de nuestro momento vital. Por eso pensamos como pensamos, actuamos como actuamos, nos gusta lo que nos gusta y nos repele lo que no, consideramos aceptables unas cosas y otras no.
- Hay otros que son distintos de nosotros: consecuencia lógica de lo anterior. Como no todos tenemos ni el mismo carácter, ni la misma educación, ni las mismas experiencias, ni nos rodea el mismo entorno… pensamos diferente, actuamos diferente, nos gustan cosas diferentes, toleramos cosas diferentes.
- Nuestra forma de ver el mundo no es la única válida, ni la mejor: es difícil (desde luego lo es para mí) aceptarlo. De hecho iniciaba mi argumento deseando que «todo el mundo fuese como yo». Como individuos, y como sociedad, tendemos a ver el mundo desde nuestra propia perspectiva y nos resulta muy difícil renunciar a ella y aceptar la de los demás.
- Es normal sentir afinidad por los que se nos parecen, y rechazo por los que no: tendemos a rodearnos de aquellos con quienes compartimos nuestros valores clave, porque es con ellos con quienes nos sentimos cómodos, con quienes nos entendemos, con quienes menos conflictos surgen. En paralelo tendemos a alejarnos de los que no, porque hay incomodidad y hay conflicto.
- Nunca vamos a poder eliminar al 100% la interacción con los diferentes: están ahí, compartimos el mismo espacio. Puedes intentar minimizar el roce, pero salvo que decidas convertirte en un ermitaño (y creo que ni aun así) vas a tener que socializar, y en consecuencia, a tener que soportar gente que tiene otros valores, otra forma de ser, pensar y comportarse.
- No existe la afinidad perfecta: incluso aunque te rodees de gente afin, siempre habrá diferencias. Algunas más sutiles, otras más importantes. Unas más previsibles, y otras que solo afloran con el paso del tiempo. Nunca encontrarás a alguien que sea «exactamente igual que yo» en todos los aspectos y todo el tiempo.
Pensar de otra manera son ganas de darse cabezazos contra la pared. «Es más fácil ponerse unas sandalias que cubrir el mundo de alfombras». El mundo es como es, y tenemos que vivir en él de la mejor manera posible. Hay gente que piensa y actúa de forma molesta para nosotros… igual que nosotros pensamos y actuamos de forma molesta para otros. Esto es algo que en muchas ocasiones no podremos cambiar, y de hecho en muchas ocasiones ni siquiera tendremos la legitimidad para hacerlo (¿por qué vas a imponer tu visión a la de otros?). Vivir en sociedad es precisamente lograr unos acuerdos de mínimos, y a partir de ahí lidiar lo mejor que se pueda con el resto.
¿Significa esto una especie de relatividad moral, que «todo vale» y que «lo que nos queda es resignarnos»? No necesariamente. Las sociedades evolucionan, y lo hacen cuando una masa crítica suficiente de sus componentes lo hacen. Cada uno somos responsables primeramente de vivir la vida como consideremos que debe de hacerse y predicar con el ejemplo («sé el cambio que quieras ver en el mundo»), y también de elegir cuándo, por qué, para qué y con qué grado de compromiso e intensidad queremos pelearnos con otros. Eso sí, teniendo en cuenta que en cada pelea vamos a desgastarnos (el conflicto, la incomprensión, el riesgo, el sacrificio…), que podemos no ganar… y que en última instancia el número de batallas posibles es infinito mientras que nuestra capacidad es limitada.
No es la mía, creo, una visión conformista; pero sí realista. El mundo es como es («¿cómo no va a poder ser, si está siendo?«) y nuestra capacidad para cambiarlo es limitada. Así que, como dice la plegaria de la Serenidad, «Señor, concédeme serenidad para aceptar todo aquello que no puedo cambiar, fortaleza para cambiar lo que soy capaz de cambiar y sabiduría para entender la diferencia.»