¿Qué es la mentalidad fija? ¿Y la mentalidad de crecimiento? ¿Qué influencia tienen en tu capacidad de desarrollo?
Estos conceptos fueron popularizados por la psicóloga Carol Dweck en su libro Mindset, y reflejan dos modelos mentales alternativos que explican cómo podemos ver a los demás y a nosotros mismos en términos de aprendizaje.
Por un lado tenemos la mentalidad fija. Quienes tienen ese tipo de mentalidad creen, de una manera un tanto determinista, que cada uno tenemos una serie de talentos. Hay cosas que se nos dan bien por naturaleza, sin esfuerzo aparente; y hay otras cosas que simplemente se nos dan mal, para las que no estamos dotados. Eres bueno, o eres malo. Y nada de lo que hagamos cambiará esa realidad.
La mentalidad fija es muy dañina para el desarrollo y el aprendizaje. Porque si hay algo en lo que crees que eres bueno, tenderás a relajarte: ¿para qué vas a esforzarte, si ya se te da bien por naturaleza? Además, «soy bueno en esto» forma parte de tu identidad. Y por lo tanto tenderás a exponerte lo menos posible a situaciones donde esa parte de tu identidad se vea amenazada. No saldrás de tu zona de seguridad, no te enfrentarás a nuevos retos donde puedas fallar, porque eso significaría que «no eres bueno».
Y si ya crees que «eres malo»… ¿para qué molestarse en intentarlo? No tiene sentido. Y si por casualidad un día lo intentas, lo más probable es que falles… y entonces tu percepción de que «eres malo» se refuerza, «lo ves, si ya lo sabía yo», «quién me mandaría a mí».
Por contra, quienes tienen mentalidad de crecimiento ven su situación, sea la que sea, como un momento puntual dentro de un proceso de desarrollo. Si algo se te da bien no es por un talento innato, si no porque a lo largo del tiempo has trabajado, te has esforzado y has mejorado. Y si quieres seguir creciendo tienes que seguir trabajando y esforzándote. Y si algo se te da mal no pasa nada, es normal, nadie nace aprendido. Trabajando y esforzándote serás cada día un poco mejor.
Para quien tiene mentalidad fija, ser «bueno» o «malo» es una etiqueta que se asocia a la persona de forma indeleble. Para quien tiene mentalidad de crecimiento, es una situación circunstancial, susceptible de cambiar.
Mientras que para los de la mentalidad fija el acierto o el error son la prueba evidente de si eres bueno o malo, para los de la mentalidad fija son simples síntomas de un proceso de crecimiento. Fallar no significa que seas malo, si no que estás aprendiendo.
Es muy importante pararse a darse cuenta de qué mentalidad es la que predomina en nosotros cuando nos hablamos a nosotros mismos o a los demás. Nuestras actitudes, nuestras palabras… pueden ponernos en situación de bloqueo o, por el contrario, activar una forma de ver el mundo que nos facilite el crecimiento y el desarrollo.
Más información | Carol Dweck explica su teoría en esta charla en Google
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errores
El metepatas de la semana

¿Cuando fue la última vez que metiste la pata? ¿Que te equivocaste? ¿Que la cagaste, Burt Lancaster? (lo siento, tengo una edad…).
A buen seguro que lo tienes fresco en la memoria. Y con casi total seguridad te has encargado de barrerlo discretamente bajo la alfombra, «espero que nadie se haya dado cuenta».
En general, convivimos mal con el error. Las equivocaciones no cuadran con esa imagen perfecta que nos gusta proyectar hacia afuera, ni con la imagen que tenemos de nosotros mismos. Nos hace quedar mal. Queremos que la gente vea la Cara A, lo brillante, lo exitoso, lo perfecto; y procuramos que nadie vea la Cara B.
Lo malo es que resulta que el error es normal. Es incluso deseable, subproducto lógico cuando uno está intentando desarrollarse, aprender cosas nuevas, innovar. Pruebas, te equivocas, aprendes. Si eliminamos el «te equivocas», trasladas una visión completamente irreal del «éxito». Generas (para los demás y para ti mismo) unas expectativas irreales. Inalcanzables. Cada vez que silenciamos nuestros errores, o que señalamos los ajenos, estamos fomentando una cultura de «vergüenza por el error». Si equivocarse está mal, si los buenos no se equivocan, entonces nadie querrá equivocarse. Nadie querrá atreverse a hacer nada diferente. Nadie intentará nada nuevo. Nadie se arriesgará a hacer nada por lo que puedan señalarle. Nos limitaremos a lo que ya hacemos bien. Inmovilismo. Parálisis. Decadencia.
Queremos lo contrario. Queremos (necesitamos) innovar, mejorar, desarrollarnos, aprender. Y eso es incompatible con la vergüenza por el error. Por lo tanto, tenemos que luchar activamente para normalizar el error. Para que nadie sienta miedo de equivocarse, para que lo veamos como parte normal y necesaria del proceso. Tenemos que compartir nuestros propios errores, tenemos que crear espacios donde, de forma sistemática, se pongan encima de la mesa nuestras equivocaciones. Donde podamos no señalarlos, si no utilizarlos para reflexionar y aprender.
Ya sé, ya sé. De forma racional todo el mundo entiende esto, y está de acuerdo. Pero hagamos examen de conciencia… ¿somos consecuentes? ¿Cuáles son nuestras reacciones cuando nos equivocamos? ¿Y cuando se equivocan otros?
Quizás deberíamos integrar todo esto en nuestros procesos, en nuestras rutinas. Un espacio en la newsletter corporativa para indicar un error (a ser posible de los altos directivos) y reflexionar sobre él. Un tiempo, al inicio de las reuniones de seguimiento, para exponer «cosas en las que nos hemos equivocado». Un repositorio de «lecciones aprendidas» al que demos tanta visibilidad como a esos «casos de éxito» que tanto nos gustan. No de forma anecdótica, si no sistemática. Incidiendo una y otra vez, hasta que asumamos (pero de verdad) que «errar es humano», que «el mejor escriba hace un borrón», que «pasa en las mejores familias».
De criterio, decisiones y gorrazos
A veces, en la vida, te llevas una serie de «gorrazos». No es una sensación agradable, y hay que tener un gran nivel de madurez para encajarlos y digerirlos sin que te duelan. Especialmente cuando esos gorrazos llegan después de haber tomado una serie de decisiones basadas en tu propio criterio. Porque si el golpe te llega de forma aleatoria… pues bueno, es lo que hay. Pero si el gorrazo es una reacción directa a algo que tú has decidido… supone cuestionar esa decisión, y el criterio que subyacía detrás.
Hay una forma fantástica de evitar llevarse estos gorrazos; no tomar nunca ninguna decisión. Hay, en el mundo corporativo, verdaderos especialistas en esto. Gente que nunca se moja, que espera siempre a ver por dónde sopla el viento para ponerse a su favor, que se sube siempre al carro ganador. Lo de menos es la existencia de un criterio, o ser coherente, o aportar algo. Lo que importa de verdad es esquivar los potenciales problemas, no exponerse, salir bien en la foto, colgarse las medallas y desmarcarse de todo lo que huela a conflicto. Lamentablemente, en muchos entornos corporativos estos comportamientos tienen premio. El que sobrevive, el que medra, el que llega más lejos… es el que mejor evita meterse en líos.
Por eso, cuando te arrean un gorrazo, dudas. Dudas no sólo de tu criterio o de las decisiones que has tomado, sino del propio hecho de tener un criterio y de tomar decisiones. Quizás si te limitases a seguir la corriente, a dejarte llevar… estarías mejor.
Pero eso, a mí, no me gusta. No quiero ser así. Prefiero definir de forma honesta un criterio, y tomar decisiones coherentes con ese criterio. Aunque a veces me equivoque, que seguro lo hago. Y aunque a veces pise algún callo, que también. Porque estoy seguro de que, incluso asumiendo la posibilidad de error, es un comportamiento mucho más valioso para mis proyectos. E incluso asumiendo los ocasionales gorrazos, y aunque suponga tener que lamerse alguna herida, es un comportamiento que me permite dormir mejor por las noches.
Cagarla en público
Son las imágenes de la decepción. España perdió por un punto, en los últimos segundos, la final del Eurobasket ante Rusia. Una lástima, sobre todo por las expectativas que todos teníamos, pero «el fútbol es así» y en el deporte se gana y se pierde.
Todo se ha dicho ya sobre este partido, sobre la selección… pero a mí hay un apunte que me gustaría rescatar. Y son las imágenes de tremenda decepción entre los jugadores españoles al terminar el partido. La habían cagado, y lo sabían. Tan cerca que pudieron tocarlo con los dedos, y se lo dejaron escapar. Por errores propios, además. En esos momentos imagino que sólo tenían ganas de meterse en el vestuario a rumiar la derrota. Y sin embargo… ahí se quedaron. En la pista. Rodeados de gente. Rodeados de cámaras. Rodeados de micrófonos. Sabiendo que sus imágenes daban la vuelta al mundo. Y me dieron mucha pena…
Todos la cagamos a diario. En nuestro trabajo, en nuestra vida personal… hay días, momentos, en los que las cosas no salen como queremos. Y en esos momentos, lo que queremos es que nos trague la tierra, retirarnos apesadumbrados a un rincón, no hablar con nadie y que nadie nos hable. Lamernos las heridas, que es uno de los actos más íntimos y para los que más necesaria es la privacidad.
¿Os imagináis si, cuando tenemos uno de esos momentos, nos viniesen a enfocar con cámaras, a meternos la alcachofa en el morro, tuviésemos que atender a la prensa? ¿Os imagináis que al día siguiente nuestra cara de decepción y de amargura saliese en portada de todos los medios?
Si, ya sé, son profesionales, ganan mucha pasta, se benefician del cariño del público en las maduras y tienen que poner la cara en las duras. Pero no dejan de ser personas… y pasar un mal trago en la plaza pública, a la vista de todos, debe ser bastante difícil.
Aprender a equivocarse
Da que pensar…
En la escuela te enseñan a no cometer errores… ¿cómo vas a aprender algo sin cometer errores?
¿No estará fallando algo en la base de nuestro sistema de aprendizaje? ¿A qué nos enseñan cuando somos niños? A veces creo que la escuela mata la curiosidad, la creatividad, las ganas de experimentar… y ahora, tantos años después, toca volver a aprenderlo todo.