Comunicar: mucho a pocos o poco a muchos

Estaba escuchando el otro día un podcast cuando se dijo una frase que, en su simplicidad, me pareció brillante: «tienes que elegir si quieres comunicar mucho a pocos, o poco a muchos».

Comunicar mucho a pocos

Hace unos días participé en una cata de vinos. El que guiaba la cata era obviamente un experto. Y hablaba verdaderamente rápido. De su boca salieron montones y montones de conceptos. De forma divertida y agradable, sí, pero completamente excesiva para un neófito como yo (y, como imagino, muchos otros). Los taninos, los alcoholes, los aromas, el efecto de las barricas, o de los tapones, o cómo se almacena el vino, o cómo se hace un espumoso…

Quizás algunos pocos de los que estaban en la cata tenían un nivel de conocimientos suficiente como para apreciar todo lo que allí se dijo. Yo confieso que llegado un punto desconecté bastante, y me centré en picar jamón.

La cuestión es que éste es un ejemplo de comunicar mucho a pocos. Das muchas ideas, con muchos matices, mucha profundidad… pero el colectivo preparado para entenderte es pequeño. Esas personas saldrían seguramente encantadas. El resto… bueno, pues dos ideas y gracias (y jamón).

Lo que ocurre es que cuando uno es un experto, se le hace difícil luchar contra esa «maldición del conocimiento«; ponerse en el lugar del que sabe poco, y ceñirse a explicar no lo que uno sabe, sino lo que el otro puede llegar a entender.

Comunicar poco a muchos

Tomemos ahora el caso de alguien que es capaz de simplificar su mensaje hasta convertirlo en algo digerible por casi cualquiera. Es el trabajo de un buen divulgador, por ejemplo. Alguien que es capaz de ser un experto empático, ponerse en el lugar del otro, y darle solo aquello que está en condiciones de entender.

Se trata de moverse por la zona de desarrollo proximal, esa zona que está ligeramente por encima de lo que uno sabe… suficientemente cerca como para que puedas entenderlo pero no tan lejos como para que resulte incomprensible.

Por supuesto, esto implica que el mensaje pierde «calidad». Habrá muchas simplificaciones, muchas cosas que no se dirán, muchos matices que ni se contemplarán, metáforas imperfectas. Brocha gorda que hará que muchos se lleven las manos a la cabeza.

A cambio, habrá muchas personas que serán capaces de entenderlo y que, gracias a ello, darán un pasito más en su comprensión. Y así, poco a poco, podrán ir llegando cada vez más arriba.

¿A quién te diriges? ¿Qué quieres conseguir con tu comunicación?

Ésa es la cuestión. Que antes de ponerse a comunicar, hay que pararse a pensar un poquito. ¿A quién me dirijo? ¿Qué saben estas personas? ¿Cómo puedo simplificar mi mensaje para llegar hasta ellos? No es lo mismo realizar una conferencia en una convención científica donde todo el mundo está a gran nivel, que hacer una charla para niños de secundaria.

En el libro «Made to stick» que reseñé no hace mucho se hacía énfasis en varios de estos conceptos: cómo, para conseguir que un mensaje llegue, se recuerde y se transmita… muchas veces hay que simplificarlo. Porque si no, comunicarás mucho… pero habrá pocos al otro lado. Y la comunicación nunca es completa si la otra parte no la recibe…

La experiencia no es un grado


El otro día escuchaba una entrevista que le hacía Shane Parrish, en su podcast The Knowledge Project, a Michael Mauboussin. Y en ella, el invitado hacía una distinción que me pareció muy interesante. Y que me hizo pensar.
Decía Mauboussin que no es lo mismo «expertise» que «experience». No sé si en castellano podría ser «no es lo mismo ser un experto que tener experiencia». ¿Dónde está el matiz?

¿Qué es ser un experto?

Para Mauboussin, ser un experto implica disponer de un modelo predictivo que te sitúe en una mejor situación que otra persona a la hora de afrontar un problema o un reto. No significa que vayas a acertar el 100% de las veces, pero sí que estás en mejores condiciones para hacerlo con más frecuencia.
¿La experiencia puede ser considerada como sinónimo?

Los años de experiencia como criterio de evaluación

A mí siempre me ha chirriado eso de valorar los años de experiencia sin más. Por ejemplo eso de «acumular trienios» como recompensa por el mero transcurrir del tiempo. O utilizar «x años de experiencia en el puesto» como elemento destacado de un curriculum. Y mira que por mi edad es un criterio que ya va jugando a favor, pero…
Siempre he defendido que lo que importa es el desempeño. ¿Haces las cosas mejor, de forma consistente, que otros? Pues entonces te quiero a ti. Me da igual que sea por los años de experiencia, porque eres más listo, porque has ido a no sé qué universidad, porque tienes no sé qué master o porque utilizas unas herramientas de la leche. No me cuentes milongas de curriculum. Si de verdad la experiencia contribuye en algo a tu desempeño, demuéstralo.
El problema, claro, es que valorar el desempeño es algo más difícil que valorar «paso del tiempo». Por eso de forma más o menos inconsciente cambiamos la pregunta «¿Tendrá un buen desempeño?» por otras más fáciles de responder (como los años de experiencia, o si tiene no sé qué estudios), y actuamos en consecuencia. Lo cual a veces funciona… y a veces no.

¿Entonces la experiencia no cuenta?

Pues ésa es la cuestión. Que depende.
En un entorno estable, poco complejo… entonces sí. La acumulación de experiencia, el hecho de haber enfrentado un número limitado de problemas durante mucho tiempo… sí que te da esa capacidad diferencial, y puede ser tomada como una aproximación razonable al desempeño. La próxima vez que se presente ese problema tú, con tu experiencia, estarás en mejores condiciones de afrontarla que alguien nuevo.
En esas circunstancias, tener experiencia sí te convierte en un experto.

La experiencia en entornos complejos y dinámicos

¿Pero qué sucede cuando no hablamos de un entorno estable, sino altamente dinámico? ¿Cuando lo nuevo es distinto de lo viejo? ¿Qué sucede cuando los problemas son complejos, con múltiples relaciones y derivadas imposibles de acotar?
En esos casos, la experiencia pierde valor. Sí, es verdad, tú has afrontado un número X de problemas. Pero los problemas son diferentes cada vez, así que lo que has aprendido previamente no es directamente aplicable. Tus soluciones no son intrínsecamente mejores.
De hecho, la experiencia puede resultar contraproducente. Si te has acostumbrado a resolver las cosas de una determinada manera, tendrás tendencia a aplicar esa solución de forma preferente, casi automática. Aquello de que para un martillo todos los problemas son clavos. Estás menos abierto a explorar otros caminos, y por lo tanto estás limitando tu capacidad de resolver nuevos problemas.

El ejemplo de Moneyball

Mientras pensaba en todo esto, me venía a la cabeza la historia que cuentan en Moneyball, la película de Brad Pitt basada en la historia de Billy Beane.

Un mundo, el baseball, donde las cosas siempre se han hecho de una determinada manera. Donde un montón de personas, con mucha experiencia, toman las decisiones respecto a quiénes son los buenos jugadores.
Y cómo llega alguien y cambia toda esa visión, aplicando nuevos métodos (basados en este caso en las estadísticas y el análisis de datos), y generando un modelo contraintuitivo. Un modelo que todas las personas con experiencia miraban por encima del hombro. Y, sin embargo, ese modelo le permite tener mejores resultados. El experto no fue quien más experiencia acumulaba, sino precisamente el que desafió a la experiencia.

Reajustando el valor de la experiencia

Venimos de un mundo más tranquilo, más estable. Estamos acostumbrados a que «tener experiencia» y «ser experto» sean casi sinónimos. Incluso la sabiduría popular lo refleja: «la experiencia es un grado», «más sabe el diablo por viejo que por diablo». Estoy seguro de que incluso tú, que me lees, has tenido en alguna ocasión esa sensación de suficiencia al ver a alguien más joven haciendo cosas de forma presuntamente equivocada, y pensando por dentro «ay, alma cándida, ya te darás cuenta…»
Por supuesto, sigue habiendo ámbitos donde la experiencia aporta valor. No se trata de irnos al otro extremo, y considerar que la experiencia en sí misma es despreciable. Pero quizás debamos estar abiertos a pensar que experiencia y desempeño no van de la mano siempre a todos los sitios. Y que cada vez que nos refugiamos de forma acrítica en esa visión, estamos abriendo la puerta a que llegue alguien con una mente más abierta, con mayor disposición a hacer las cosas de forma diferente… y nos coma la tostada.

PD.- Como ves, he añadido un episodio del podcast Diarios de un knowmad dedicado a este tema. Si te gusta, puedes suscribirte en iVoox y en iTunes, comentar, recomendar, compartir…

Los sueños de Jiro

Jiro hace sushi. Lleva haciéndolo 80 años. Tiene un pequeño restaurante (10 asientos) en Tokio. Y tres estrellas Michelin.
Jiro’s dreams of sushi cuenta su historia, y su filosofía de trabajo. Esa que le lleva a seguir trabajando a diario a sus 85 años (en el momento del documental), esa que le lleva a seguir pensando en mejorar, esa que le ha llevado a la excelencia.
Éstas son algunas de las cosas que me parecen destacables de la historia de Jiro:

  • El camino a la maestría: a través de su propia historia, y de la de quienes trabajan con él (incluyendo sus hijos), Jiro transmite la idea del «shokunin«. El conjunto de dedicación, de pasión, de exigencia, de constancia… que te impulsa siempre a mejorar. El aprendizaje es largo, nunca termina.
  • El valor de la experiencia: «veo cosas que otros no ven, porque llevo décadas haciéndolo»; «lleva años desarrollar esa intuición». El aprendizaje (el de verdad) deriva en esto, en que acabas desarrollando superpoderes. En que terminas haciendo de forma natural y «fácil» cosas que a otros les parecen imposibles.
  • Excelencia es exigencia: cuenta uno de sus cocineros cómo, durante su aprendizaje, tuvo que repetir decenas y decenas de veces un plato hasta que se lo aprobaron. Cuando van al mercado, descartan montones de piezas porque solo quieren lo mejor; y si eso implica volver sin ese producto, vuelven sin ese producto. El pulpo se masajea durante 50 minutos para que se haga tierno. Todos los platos se prueban y, si no están perfectos, se rehacen. Etc. Si quieres ser excelente, el listón debe estar alto y debes respetarlo.
  • El poder de la especialización: Jiro hace sushi. Y nada más que sushi. No hay aperitivos, no hay distracciones. Su restaurante es especializado, trabaja solo con proveedores especializados. Solo así, mediante el foco, consigue elevar su nivel de conocimientos y, a través de eso, incrementar su valor.
  • Lo pequeño es hermoso: Jiro tiene un restaurante pequeño. No ha sucumbido a la tentación de tener un restaurante más grande. O de franquiciar. De dedicar tiempo a otras cosas que no fuesen su oficio. Quizás hubiese ganado más dinero, pero quizás el dinero no es lo más importante.
  • La cultura de lo personal: Jiro está en su restaurante. Todos los días, mañana y noche. Atiende a los clientes, les despide. Sigue haciendo tareas en el día a día. Enseña y supervisa a su pequeño equipo. Está encima de los detalles. Quizás de forma obsesiva. Pero así es como consigue que las cosas sean exactamente como quiere que sean.

La pregunta es… ¿podemos ser tú o yo como Jiro? ¿Deberíamos seguir su ejemplo? ¿O es que Jiro ha acabado siendo así porque estaba en su naturaleza, y solo desde ahí se entiende su forma de ser y de actuar? ¿Es su camino al éxito el único camino posible?

Expertos anti-empáticos

Cruzó por mi lista de lecturas un artículo, ya con unos añitos, sobre esa tendencia/manía que tenemos de pontificar sobre cosas sobre las que, en realidad, tenemos poca idea.

Yo no sé de las cosas de las que he hablado más que muchos otros y con seguridad absoluta sé mucho menos que expertos en cada una de esas materias. También soy un ciudadano normal. Doy mi opinión con soltura como ven, pero no pretendo pasar por experto. Me consta que los expertos meten la pata y se ven desbordados a veces, pero no me planteo cambiar el sistema, porque siguen sabiendo más que yo de esos temas en los que son expertos. Sabemos que pueden estar influidos por prejuicios, que pueden ser corruptos o ineptos, pero gozan de credibilidad objetiva, porque podemos contrastar sus opiniones y porque han dedicado su vida a eso para lo que tantos creen encontrar solución a la media hora de pensar en ello.

Un adanismo/cuñadismo en el que, me doy cuenta, yo caigo con frecuencia. Con apenas un conocimiento superficial de algún tema (o a veces ni eso) vemos soluciones fáciles y evidentes. ¿Cómo puede ser que se hagan las cosas como se hacen, cuando está tan claro que deberían ser de otra manera? Hay una opción, que es que toda la gente que le ha dedicado horas, meses, años… a eso esté equivocado, y nosotros seamos unos iluminados que tenemos la razón. Hay otra opción, que es que nosotros desconozcamos toda la profundidad, sutileza, complejidad del tema… y estemos siendo unos bocazas. ¿Cuál es la más probable?
Como decía Azaña:

Si los españoles habláramos sólo y exclusivamente de lo que sabemos, se produciría un gran silencio que nos permitiría pensar.

Ahora bien, siendo esto cierto, hay un par de cuestiones que creo que merece la pena matizar.
La primera es que no hay que renunciar a cuestionar el «status quo». Vale, es cierto, los expertos, la historia… han ido destilando una forma de hacer las cosas que seguramente tienen su razón de ser y que no es un «invento» que se puede desmontar en dos conversaciones de bar. Aun así debemos permitirnos buscar enfoques diferentes, señalar las cosas que creemos que se pueden mejorar. Con humildad, sí, con respeto, también… pero sin sumisión. Porque si algo ha demostrado la historia es que «lo que se creía cierto» está en constante revisión. Que los expertos se equivocan con no poca frecuencia. Que igual que hay unos que defienden una cosa los hay que defienden otras visiones alternativas. Que «aquí se hacen las cosas así por un motivo, y tú no sabes» no es un argumento suficiente. Que la fuerza de la costumbre y la inercia a veces agarrotan. Que los paradigmas pueden ser limitantes. El mundo avanza, precisamente, al cuestionar cómo son las cosas (por muchos expertos que la respalden).
Por otro lado, los expertos nunca deberían escudarse en ese status para despreciar las opiniones o inquietudes de los legos en la materia. Especialmente cuando hablamos de cuestiones que nos afectan, o que requieren de nuestra participación/colaboración. Si hablamos de «gestión del cambio», el argumento de autoridad tiene un determinado recorrido pero no vale para todos. Si yo tengo dudas respecto al tratamiento que me marca un médico, que me diga «mire usted, me va a hacer caso porque yo he estudiado un montón, y llevo muchos años en activo y he visto cientos de casos como el suyo; circule» puede darme cierto nivel de confianza, pero si las dudas persisten necesitaré algo más. Explicaciones, tiempo, guía. Convencimiento. Y es verdad que es imposible que captemos todos los matices y sutilezas sin la formación y experiencia adecuados, pero es que si no se hace el esfuerzo de tender puentes no nos vamos a entender. El experto debería utilizar su status para ayudarnos, no para marcar diferencias. Ya sé, puede ser un coñazo dedicarse a explicar cosas «para tontos», o aceptar soluciones «subóptimas» pero es que a lo mejor forma parte de tu rol como experto.
Precisamente una de las cosas que me gusta del design thinking es ese énfasis en «empatizar» y en «cocrear soluciones». Da igual lo experto que tú seas (o creas ser), o que tengas (o creas tener) en la manga la solución perfecta. Se trata de que te despojes de esas ideas preconcebidas, y dejes que sea el proceso el que acabe llevando a un escenario consensuado (y por lo tanto con más probabilidades de salir adelante que las «ideas perfectas del comité de expertos»).
Si un experto aspira a algo más que a la brillantez intelectual, y espera que ese status le sirva para promover cambios, no puede ser anti-empático.

Repetir lámina

A parte de ser conocido como «el profesor que pegó un pescozón a Raúl» (anécdota clásica donde las haya entre mi grupo de amigos que no falta en ninguno de nuestros encuentros), el «Etarreta» era profesor de dibujo técnico en BUP. Se le llamaba el «Etarreta» por su peculiar forma de pronunciar: «eta reta va desde el punto A al punto B». También tenía alguna otra frase fetiche («la flecha, larga y estrecha»). El caso es que sus clases me gustaban y frustraban a partes iguales, ilustrando esa dualidad que mencionaba el otro día entre simplificadores y optimizadores.
Había una parte que me encantaba del dibujo técnico. La forma en que las imágenes iban tomando forma a partir de trazos y cálculos. Una recta por aquí, una bisectriz por allá, una paralela, una perpendicular, un ángulo de 30 grados… la lógica de los pasos y cómo siguiéndolos llegabas a un resultado me parecía (y me sigue pareciendo) fascinante. A mi mente «lógica» le encantaba.
Pero había una segunda parte que que me mataba, y era la perfección formal a la que aspiraba el profesor. Los puntos de unión tenían que quedar perfectos. Cuidado que «los rotring» no dejaran ni media rebaba, o que goteasen en un momento determinado. La línea debía salir del mismo grosor exacto al trazarla. Desde luego que no se te ocurriera intentar borrar un mal trazo (con el consecuente desgaste del papel). Etc.
Cada lámina era corregida, semana a semana. Un fallo leve igual te toleraba (pagando su precio en la nota). Pero en cuanto te descuidabas… a «repetir lámina». Y más de una me tocó repetir. Me faltaban la habilidad, el cuidado y la paciencia necesarios para alcanzar un buen nivel. En muchas ocasiones terminaba la lámina y pensaba «buf, tiene este fallo… y este otro… pero mira, no la voy a repetir; a ver si cuela, que para repetirla a la fuerza tiempo habrá».
Tengo ahora, como entonces, otras virtudes. Y sin embargo a veces envidio a quienes tienen esa capacidad para hacer las cosas despacito y con cuidado, a quienes valoran por encima de todo «hacerlo perfecto» aunque eso suponga dedicar más tiempo, a quienes no les importa repetir tantas veces como sea necesario sin subirse por las paredes de pura frustración.

Estar a la última vs conocer la esencia

El otro día comentaba una compañera que, en un encuentro sectorial, se había sentido en cierta forma «deslumbrada» por la palabrería que utilizaban los demás asistentes al referirse a su día a día, a sus procesos y herramientas de trabajo. Y había vuelto con cierta sensación de inferioridad, con la idea de que lo que nosotros hacíamos era menos interesante, menos moderno. Que estábamos varios pasos por detrás.
Me hizo pensar. Yo vengo precisamente de ese mundo. Del mundo de las consultoras chachiguays, de las metodologías diseñadas en Chicago, del «state-of-the-art», de los anexos con «marca registrada» que justificaban ante los clientes que algo pasaba a valer uno o dos ceros más que lo mismo hecho por el despacho del señor Pepe. Y que lógicamente había que cambiar cada año o cada dos, para seguir dando la sensación de novedad, de innovación. Y mi sensación (que el dios de la consultoría me perdone) es que es algo bastante parecido al juego del mago de Oz. Si recordáis el libro o la peli, el Mago de Oz aparentaba ser un ente poderoso capaz de grandes prodigios desde su refugio en la ciudad Esmeralda. Sin embargo, era todo pura apariencia, trucos de ilusionista; en realidad no era más que un simple hombrecillo oculto tras una cortina.
A lo que voy es que, en mi opinión, muchas de las pretendidas innovaciones, metodologías rompedoras, novedades imprescindibles… en el mundo del management no dejan de ser rumiaciones y regurgitaciones de las mismas ideas básicas, puestas del derecho y del revés, una y otra vez. Ahora las llamamos con estas siglas, ahora con estas otras. Ahora las vinculamos con esta metáfora, ahora con esta otra. Ahora las dibujamos con un círculo, ahora con una estrella, ahora con una espiral. Aparentemente son distintas. Aparentemente son nuevas. Pero a nada que rascamos, nos damos cuenta de que son los mismos conceptos básicos. Los mismos perros con distintos collares.
No lo sé. Igual es que me estoy volviendo mayor. O más cínico. Pero creo que cada día es más importante obviar los fuegos artificiales, y centrarse en las cosas esenciales. Y como decían los clásicos, ahí no hay demasiadas cosas nuevas bajo el sol…

Aprendiz de mucho, ¿maestro de nada?

Dice la sabiduría popular que «Aprendiz de mucho, maestro de nada«. Viene a poner de manifiesto la necesidad, si uno quiere adquirir un verdadero nivel de experto en una materia, de centrarse en ella y no andar distraído con otras. Y, mal que me pese (porque yo tiendo a ser disperso en mis intereses y me cuesta «centrarme» sólo en una cosa), creo que es verdad. En los últimos tiempos, Malcolm Gladwell ha hecho fortuna con su «regla de las 10.000 horas» que, en el fondo, viene a decir lo mismo.
Y sin embargo…
Hace unos siglos (cuando existían los gremios y eran habituales los conceptos de «aprendiz» y «maestro»), este consejo tenía mucho valor. Convertirse en «maestro» en una disciplina implicaba alcanzar un status, lograr una forma de ganarse la vida y alimentar a tu familia; aunque fuese un camino duro, al final acababas obteniendo tus dividendos. Porque además el camino a la maestría era un camino incremental: lo que empezabas aprendiendo al inicio de tu carrera servía como base para futuros conocimientos, siempre podías ir a más, pero lo que llevaras aprendido siempre te serviría. Por lo tanto, se puede decir que poner todos tus esfuerzos en el camino que te llevaba a ser «maestro» era una apuesta segura.
Pero ahora las cosas, tengo la sensación, son distintas. Sea cual sea la disciplina en la que desées ser «maestro», a lo largo de tu vida ésta se va a ver sometida a tantos cambios que el camino a la «maestría» se torna mucho más difícil. Mientras que antes el número de innovaciones significativas que un campo podía experimentar a lo largo de una vida era muy limitado, si es que había alguna, ahora el ritmo de cambio es muy acelerado, y muy importante. Ahora, «ser maestro» en cualquier área implica un esfuerzo mucho mayor, más sostenido en el tiempo. Tienes que estar dando pedales constantemente no sólo para avanzar, si no simplemente para mantenerte. Y aun encima, ni siquiera puedes estar seguro de que tu campo de especialización llegue un momento en el que, simplemente, desaparezca. Y con él, todo el valor de tu maestría. Lo que antes era una apuesta razonablemente segura, ahora exige todavía más esfuerzo y tiene un retorno mucho más incierto.
Por eso, creo que el viejo adagio que despreciaba al «aprendiz de mucho» ha perdido fuerza. Sí, sigue siendo importante aprender, focalizarse en algún área, destacar… pero cada día es más importante complementarlo con una visión lateral que te permita ir «sembrando» en otros campos, a veces complementarios y a veces radicalmente distintos, como una especie de «seguro» para el futuro.
¿Fácil? No. Pero nadie dijo que lo fuera.

Gurús: separando el grano de la paja

Ante la avalancha de gurús…

Resulta fundamental identificar a tiempo a estos «expertos» y «gurús», y evaluar en detalle sus conocimientos y experiencias profesionales, con el objetivo de separar claramente los reales de los imaginarios

Pedro J. Arocena

Muy ilustrativa (y cinematográfica) la entrada de Pedro J.Arocena sobre «el hombre que sabía demasiado«.