Ser del Atleti

«Papá, ¿por qué somos del Atleti?»
Yo no puedo contar una historia sentimental asociada a ir de la mano de mi padre o de mi abuelo por la ribera del Manzanares, ni a sufrir en familia en frente de un televisor en blanco y negro. Mi infancia de provincias tuvo poco de futbolera; y si hubo algún estadio fue el Helmántico de la extinta U.D. Salamanca. No, no soy del Atleti por herencia, ni por imitación.
Nací en 1976. En mis primeros meses de vida se proclamó campeón de liga el Atlético, hecho del que obviamente no tengo ni el más mínimo recuerdo y que por supuesto no tuvo el mínimo impacto en mi filiación. La siguiente vez sería 19 años después, y harían falta otros 18 más para repetir. Alguna Copa cayó entre medias, aunque la primera que yo recuerdo fue ya la del 91-92. No, desde luego no me hice del Atleti por ser «el equipo que gana»; en aquella época eso hubiera supuesto hacerse del Madrid, o del Barça. O hasta del Athletic de Bilbao o de la Real Sociedad, que ganaban más.
Por supuesto, del Madrid y del Barça eran la inmensa mayoría de niños de mi edad. Una suerte de bipartidismo balompédico en el que tenías que definirte de una tribu o de la contraria; de hecho, parecía que al unirte a uno de los bandos te tenías que enfrentar automáticamente al otro, incapaces (ayer como hoy) de disfrutar de sus éxitos sin tener un ojo puesto en el contrario. Una dinámica que, en el fútbol como en tantas otras cosas, tanto me ha repelido siempre.
Y yo, que nunca he sido nada tribal, supongo que me hice del Atleti precisamente por no ser ni de los unos ni de los otros. Por apostar por una tercera vía, por ser diferente, por apartarme del rebaño sub uno y del rebaño sub dos. Recuerdo que me miraban con incomprensión y un puntito de cachondeo, ¿pero por qué del Atleti? Y con cada pregunta así crecía mi determinación: precisamente por eso, porque no soy como vosotros.
Pasó el tiempo, y aquella filiación un poco naïve se fue consolidando. Encontré en el Atlético un equipo esforzado, consciente de sus limitaciones pero que, aun sabiéndose en un segundo o tercer escalón en el escalafón futbolístico del país, echaba toda la carne en el asador y peleaba con todos los recursos a su disposición. No era el Madrid de «la quinta del Buitre», no era el Barça del «dream team». Pero peleaba, como dice el himno, «derrochando coraje y corazón». Acabó resultando que, como dijo Sabina años después, «no me preguntes por qué los colores rojiblancos van con mi forma de ser»
La segunda mitad de los 90, en plena explosión juvenil, trajo lo mejor y lo peor. El éxtasis del doblete y la debacle del descenso apenas cuatro años después. El Atleti, una metáfora de la vida que un día te pone en lo más alto, y al día siguiente te da un golpe capaz de hundir al más pintado. ¿Y qué vas a hacer? ¿Borrarte? No, uno no se puede borrar ante las adversidades. Encajas el golpe lo mejor que puedes, te lames las heridas, y vuelves a empezar. «Qué manera de subir y bajar de las nubes», de nuevo Sabina.
Ser del Atleti es ser consciente de tus limitaciones, pero también de tus fortalezas. Ser del Atleti es darlo todo, incluso cuando sabes que hay otros mejores que tú. Ser del Atleti es ser constante, y buscar la satisfacción en hacer las cosas como crees que deben hacerse, sin depender de que al final ganes o pierdas porque eso, muchas veces, está fuera de tu control. Ser del Atleti es disfrutar con plenitud de los éxitos con la fascinación de la primera vez, porque tienes claro que no suceden todos los días, de lo mucho que cuesta llegar, y del tiempo que puede pasar hasta la siguiente. Ser del Atleti es encajar las derrotas con entereza, apretar los dientes y al día siguiente volver a darlo todo, orgulloso de ser quien eres.
Y entonces llega alguno de los de blanco y dice «pero nosotros tenemos 11 Copas de Europa y vosotros ninguna», o de los azulgrana diciendo «llevamos veintitantos títulos en los últimos 10 años». «El sábado perdisteis, y al final no habéis ganado nada este año». Y sí, es verdad. En el fútbol, como en la vida, hay decepciones. Pero que no pasa nada, porque «las decepciones también se desinflan […] en la vida te caes y te levantas: siempre es así.» Y hoy, como hace 30 años, les miro y sonrío para mis adentros, porque sé que en la vida hay cosas más importantes que ganar o perder.

Me gusta el fútbol… pero no lo que le rodea

No es que yo sea muy futbolero. Nunca lo fui (aunque tuve mis momentos), y a medida que va pasando el tiempo lo soy incluso menos. Hace ya mucho que no dejo de hacer nada para ver un partido, y no digamos ya para seguir el «día a día» de la información futbolística (que, como leí por ahí el otro día, «es la prensa rosa para hombres»; poca diferencia hay entre Sálvame y Punto Pelota).
Sin embargo, el otro día aprovechando que estaba por Madrid, me dio un «penterre» y me dije «¿Y si me voy a ver el Madrid-Barça?». Por la experiencia, sobre todo. Había estado un par de veces antes en el Bernabeu, pero nada parecido a un «clásico» (con todas las comillas del mundo). Así que, sin muchas esperanzas para ser franco, me metí a ver si había forma de localizar una entrada… y vaya si la localicé, y de las «baratas». Así que allí que me fui, al tercer anfiteatro del fondo norte.
La verdad es que es una auténtico espectáculo. Ese momento en el que sales de la puerta del vomitorio, y ves la pendiente de las gradas (hasta un pelín de vértigo, da). Y ves el estadio lleno a reventar (pedazo de estadio el Bernabeu). Y cuando ponen «Nessun Dorma» de Pavarotti (que ya es una canción que me estremece cada vez que la oigo), o cuando ponen el himno de Plácido Domingo y todo el estadio ondeando banderitas… de verdad, es para verlo.
Y sin embargo, todo lo que tiene de grandioso el espectáculo, también lo tiene de miserable. Pero no por el espectáculo en sí, sino por la gente. O por parte de ella. Me gusta mucho cuando la gente anima con pasión a su equipo, cuando siguen con intensidad el partido. Los cánticos, los aplausos, etc. Pero lamentablemente, para muchos esto es imposible de hacer sin su «lado oscuro»: la falta de respeto al rival y a sus seguidores. Y así, animar a tu equipo lleva implícito despreciar a los del otro. Y ahí los tenías, a muchos (pequeños y grandes, hombres y mujeres de todo tipo y condición) completamente fuera de sí, desquiciados, llamando «hijos de puta» a «los otros», lanzando cortes de manga a la afición contraria, haciendo el sonido del mono al rival negro, llamando subnormal al otro…
En fin, no sé. Sé que así no son todos, ni mucho menos. Es más, sé que incluso para la mayoría de éstos, son momentos de «enajenación mental transitoria», una forma de liberar tensiones que no tienen mayor transcendencia. Pero no pude evitar tener la sensación de que alguno de ellos, en un momento determinado, al calor de la masa enfervorecida (no digamos si a ese estado le añadíamos un poco de alcohol u otros «condimentos») podría perder los papeles y arrearle una ostia, o algo peor, a otro por el mero hecho de ser de otro equipo (de hecho un par de veces tuvieron que intervenir los seguratas porque había dos repartiéndose). No sería la primera vez que ocurriese una desgracia vinculada al fútbol; seguramente protagonizada por personas que ya son violentas de por sí… pero que en el fútbol encuentran un ecosistema demasiado favorable a sus instintos.
Y ese clima de violencia apenas contenida está ahí. Y lo peor es que muchos lo viven como algo normal, inherente al espectáculo, «la sal del fútbol». Y es esa parte del fútbol la que, la verdad, me incomoda. Pasión sí. Sana rivalidad, también. Con un punto de cachondeíto, si se quiere. Pero cuando hay tantos que cruzan con tanta facilidad la línea que separa lo racional de lo irracional, cuando tienes la sensación de que están perdiendo el control… la cosa deja de ser divertida.

Momentos gloriosos de la UDS

He de reconocer que ayer, con el partido del Athletic, sentí una punzadita de envidia. No demasiada, porque aunque sea «de rebote» (7 años en Bilbao hacen que algo, aunque sea un poquito, se te pegue; y una mujer «del Athletic» también ayuda) y en la lejanía, disfruté de esa especie de éxtasis colectivo: ver esa comunión tan perfecta entre ciudad-club-equipo y encima con el resultado soñado… en fin, eso, emocionante, vibrante, espectacular.
Pero hablaba de envidia… y no he podido por menos que acordarme de algunos momentos asimilables que yo he disfrutado; más que con el Atlético de Madrid (que también ha habido alguno, pero bueno, lo vives a título individual y no compartido con el resto de tus conciudadanos) con la Unión Deportiva Salamanca.
Y es que como decían en este comentario, todos los equipos pueden vivir situaciones similares aunque no sea ganando un título o metiéndose en una final. A veces vale un ascenso, o un partido contra un grande, o un derbi…
Y me he acordado, por ejemplo, de aquel gol de Edu Alonso frente al Atlético de Madrid que suponía, en el minuto 89, un 5-4 en el Helmántico (y que celebré en el estadio abrazando efusivamente a un señor desconocido que se sentaba al lado… y eso que yo soy del Atleti!). O de aquel 6-0 al Valencia que también disfruté, incrédulo, en directo. O de la noche de Reyes en la que vimos por televisión como el Salamanca remontaba en los últimos minutos un 1-3 al mismísmo Barça para terminar 4-3.
Pero si me tuviera que quedar con uno, sería con éste:

25 de junio de 1995. El Salamanca, en Segunda división y con Juanma Lillo en el banquillo, accede a jugar la promoción de ascenso que, en aquella época, significaba cruzarse en doble partido a uno de los equipos procedentes de Primera, en este caso el Albacete de Benito Floro, con Molina en la portería y con gente como Zalazar o Dertycia. El partido de ida, en el Helmántico, un desastre. 0-2 para el Albacete. Y sin embargo, la ciudad entera quería soñar con volver a Primera y la cita era en el Carlos Belmonte.
Recuerdo estar escuchando el partido por la radio con mi hermana. El Salamanca hizo el 0-1 en la primera parte, esperanza. Pero el partido avanzaba, y a pesar del entusiasmo, se nos iba. Minuto 90, y nada. Yo ya había abandonado la esperanza, lo habíamos tenido tan cerca… y de repente, cuando ya pasaban varios minutos del tiempo reglamentado… sucedió. Un tal Urzáiz («un jugador con etiqueta de trotamundos, con olor al banquillo de muchos equipos» dice la crónica) se eleva en el área y marca de cabeza el 0-2. Recuerdo, justo antes de ese gol, mi hermana y yo escuchando el partido por la radio, ella todavía en tensión absoluta y yo ya diciéndole “bah, déjalo, ya es igual, ha estado cerca pero se acabó”. Y de repente GOOOOLLL!!!!! Y la gente gritando por las ventanas, bufandas y banderas al viento. Y ya en la prórroga llega el 0-3, y es el paroxismo, y más gritos, y más bufandas, y más banderas, y más gente en las ventanas coreando al unísono con otras decenas de desconocidos. Luego llegaron, en pleno delirio, el 0-4, y el 0-5, y el Salamanca estaba otra vez en Primera después de 11 temporadas.
Recuerdo terminar el partido, bajar mi padre mi hermana y yo a la calle, bajar por Sancti Spiritus hasta la Gran Vía, cerca ya de la medianoche, y cientos de personas exultantes, coreando himnos, saltando…
Pues eso, que han pasado 14 años, y ves el video y no puedes evitar sentir escalofríos. Son esas tonterías del fútbol.