Cuando no hacemos lo que hacemos

¿Qué es lo que hacemos?

«Somos buenos cuando hacemos lo que hacemos por todo lo que hacemos cuando no hacemos lo que hacemos»

Espera, ¿qué es este trabalenguas?
Tiene sentido. Creo. A ver si soy capaz de explicarlo.
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Hablábamos el otro día mi amigo/compinche Alberto y yo. Hacíamos revisión de estos últimos meses de trabajo conjunto, y uno de los elementos que salían a la palestra era la «productividad», o mejor dicho, el volumen de horas «efectivamente trabajadas».
En consultoría, a la hora de hacer el reporte de horas, había un concepto que era el de «cargabilidad«. De todas las horas de tu jornada laboral… ¿cuántas son directamente imputables («cargables») al cliente? Obviamente, desde el punto de vista de la empresa, el ideal sería el 100%; ése sería un recurso aprovechado hasta el último segundo. Cuanto más alejado estés del 100%, más problemas… quiere decir que muchas de tus horas «no las está pagando el cliente». Y si eso se generalizaba, o duraba mucho tiempo… estabas en peligro.

Baja cargabilidad

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La cuestión es que, si tomásemos esa medida de «cargabilidad», la nuestra podríamos decir que es baja. O sea, que el tiempo dedicado a sesiones de trabajo con el cliente, a elaboración de documentos, a trabajo «tangible»… podría ser mayor. Hay tiempo dedicado a la lectura, a pasear, a estar con la familia, a rumiar, a explorar, a divagar… y ahí es donde vino la frase: «somos buenos cuando hacemos lo que hacemos por todo lo que hacemos cuando no hacemos lo que hacemos».
«Lo que hacemos» es el trabajo para los clientes. Lo «facturable».
«Lo que hacemos cuando no hacemos lo que hacemos» es todo lo demás. Y la tesis es que, para hacer bien «lo que hacemos», es importante dedicar tiempo a «lo que hacemos cuando no hacemos lo que hacemos».

¿Y qué hacemos cuando no hacemos lo que hacemos?

Si la cargabilidad es baja, si hay muchas horas que no dedicamos a «hacer lo que hacemos»… ¿A qué dedicamos el resto del tiempo?

  • Prepararnos: cada reunión, cada sesión de trabajo, cada documento… conlleva tiempo de darle vueltas, de plantear enfoques alternativos, de planificación. Por eso, cuando llega el momento, las cosas salen bien.
  • Reflexionar: después de cada interacción con el cliente hay un tiempo para pensar, para hacer una retrospectiva y ver qué fue bien, qué podríamos hacer diferente, cómo conseguimos que la siguiente vez sea mejor. Eso beneficia a este cliente en concreto (si hay más interacciones), y a los que vengan después.
  • Formarnos: porque la vida es un aprendizaje continuo, porque no te puedes quedar atrás. Hay que leer, hay que practicar, hay que seguir profundizando en tus conocimientos y habilidades, ampliando tu caja de herramientas… para estar en la mejor disposición posible cuando llegue el momento de ponerlas en acción.
  • Explorar: porque el mundo no deja de girar, y de generar novedades. Hay que estar con un ojo abierto en lo que sucede, para ver por dónde van las tendencias, qué cosas puedes incorporar a tu forma de ver el mundo, cómo afectan a lo que haces…
  • Experimentar: plantearte cosas nuevas, darles forma, ver qué tal salen… algunas cuajan, otras no. Pero si no dedicas tiempo a esto, luego no puedes esperar que las cosas aparezcan de la nada.
  • Diverger: dedicar tiempo a otras cosas que a priori no tienen nada que ver. Satisfacer nuestra curiosidad por otros sectores, otras actividades. Ficción. Música. Viajes. A veces el silencio. Nunca sabes dónde la serendipia te va a ofrecer conexiones; o, simplemente, oxigenas y dejas que el cerebro vaya trabajando en segundo plano.
  • Conectar: cuidar tus relaciones. Tu familia, tus amigos. Tiempo para estar con ellos, para escucharles, para ayudarles, para compartir. Tu red social (la de verdad, no la de las apps) es tu sostén, fuente de energía, y también (a veces) fuente de oportunidades.
  • Reconectar: con nosotros mismos. Con nuestro estado emocional, con nuestros valores, con nuestros objetivos, con nuestros hábitos. Parar, escuchar, y gestionar. Consciencia para dirigirnos a nosotros mismos.
  • Movernos: mens sana in corpore sano. Mover el cuerpo, sacarlo a la calle, ejercitarlo, exponerlo al sol y al aire fresco. Afilar los sentidos y el pensamiento.
  • Descansar: dormir, relajarse, recuperar. Alejarnos del mundanal ruido siguiendo, como decía Fray Luis de León, la escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido.

El delicado equilibrio

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Todas estas cosas contribuyen a que, cuando «hacemos lo que hacemos», salga bien. Estamos descansados, frescos. Equilibrados con nosotros, con nuestro entorno. Preparados, con nuestras herramientas afiladas, con atención plena. Con capacidad de incorporar aprendizajes, evolucionar, mejorar. Y cada vez mejor.
Claro, todo necesita de un adecuado término medio. Porque dedicar todo tu tiempo a «producir» hace que, más pronto que tarde, acabes fundido, obsoleto, desanimado. Pero dedicar todo tu tiempo a «todo lo demás» será muy estimulante, pero no te da de comer.
La cuestión es… ¿dónde está tu equilibrio?
 

3 ideas para aprovechar el tiempo que dedicas a aprender

¿No tienes tiempo para aprender? No estás solo…

Cuando hace unos meses puse en marcha la lista de correo de Skillopment sobre aprendizaje y desarrollo eficaz de habilidades, tenía una inquietud. No quería que se transformase en un canal unidireccional, un lugar en el que yo mandaba correos a «la lista de suscriptores» y ya. En la medida de lo posible, quería (y sigo queriendo) que hubiese también un «canal de entrada», alguna forma de escuchar a quienes están en el otro lado. Por eso, una de las cosas que hago en los primeros envíos es lanzar una pequeña encuesta en la que me intereso por ver qué está queriendo aprender cada uno, qué dificultades encuentra, o de qué manera cree que le podría ser útil la lista de correo.

Una de las reflexiones que me encuentro con más frecuencia tiene que ver con la falta de tiempo para aprender. Lo expresa así por ejemplo José Manuel, cuando dice que «cumplir con mis actuales clientes me deja poco tiempo para avanzar». O Samara, que cuenta que «trabajo así que no dispongo de mucho tiempo». Antonio lo expresa así: «Me falta tiempo para todo: aprender, desarrollar, trabajo, familia, tiempo libre…». Y Agustín dice que «no les llamaría dificultades, pero sí un factor de retraso como lo es el tiempo que se tiene para poder estudiar si trabajas y tienes hijos, como es mi caso».
No es difícil sentirse identificado, ¿verdad? Una cantidad de tiempo limitada, y muchas prioridades tirando de nosotros…

¿Cuánto tiempo tienes realmente?

Si lo pensamos bien, tiempo tenemos todos el mismo: 24 horas al día. 1440 minutos que, como decía un anuncio de hace unos años, se nos dan al iniciarse el día y que nosotros decidimos cómo gastar. A qué dedicas tu tiempo es el reflejo de cuáles son tus prioridades, tanto si lo haces de forma consciente como si no.
Obviamente, hay una serie de cuestiones sobre las que tenemos un control limitado. Nuestro cuerpo nos pide dormir, necesitamos recursos así que tenemos que trabajar (aunque cuántos recursos necesitamos y cómo los conseguimos también nos da un margen de maniobra), tenemos familia (porque decidimos tenerla) y tenemos que dedicarles tiempo (porque queremos ser de una determinada manera), etc.
Pero ojo, también dedicamos el rato a navegar en internet, mirar Facebook, andar con el whatsapp o hacer zapping en la tele. Lo que cada uno dedique a cada una de estas cosas es, claro, asunto suyo; quizás la lástima sea pensar en cuántas de esas dedicaciones son fruto de una decisión consciente, y cuántas son debidas a inercias y hábitos de los que a veces ni nos damos cuenta. ¿Alguna vez has hecho una auditoría seria sobre en qué se te va el tiempo, sobre hasta qué punto es lo que quieres que sea, y cómo podrías gestionarlo mejor?
En todo caso, hay una cosa clara: unos por unas cosas, otros por otras… de forma más meditada o más inconsciente… la realidad es que el tiempo disponible para aprender es limitado. Incluso alguien que dedicase el 100% de su tiempo a aprender, seguiría teniendo el límite de los 1440 minutos.

Si tienes poco tiempo… ¡aprovéchalo al máximo!

Quizás sea ésta una de las ideas principales a tener en cuenta de cara a un aprendizaje eficaz. Dado que tienes poco tiempo disponible para aprender… ¡habrá que hacer todo lo posible por aprovecharlo al máximo! No nos sobran las horas, así que hay que extraer de ellas todo el jugo que sea posible. Si puedes sacar diez minutos al día, esos diez minutos tienen que ser exprimidos al máximo. Si puedes sacar una hora a la semana, que sea la hora mejor aprovechada del mundo. Si puedes sacar una tarde al mes, que realmente merezca la pena.

3 ideas para aprovechar mejor el tiempo de aprendizaje

Te propongo tres ideas para sacar lo máximo posible del poco tiempo que puedas dedicar al aprendizaje:

  • Concentra tus esfuerzos. Ya lo dice el refrán, «quien mucho abarca, poco aprieta». Ya sé que hay muchas cosas que llaman tu atención, muchas cosas que quieres aprender. ¿Recuerdas el océano infinito del conocimiento? Puedes aprender cualquier cosa, pero no puedes aprenderlo todo. Lo siento, no puedes, no tienes tiempo. Y si lo intentas, verás cómo se diluye tu esfuerzo y acabas no llegando a ningún sitio. Elige, pon el foco en una cosa y dedica tu escaso tiempo a desarrollarla. Más vale pájaro en mano que ciento volando.
  • Planifica tu actividad. No hay nada peor que encontrarte con esos quince minutos al día, con esa hora a la semana, con esa tarde cada mes… y tener que ponerte a pensar «y qué hago ahora». Cuando te quieres dar cuenta y te has centrado, se te ha acabado el tiempo. Y al final acabas dedicándote a ir saltando de recurso en recurso, pasando hojas, sin un objetivo claro, sin una estructura… malgastando el poco tiempo que tienes. Prepara con antelación a qué vas a dedicar tu próximo hueco, y cuando llegue métete directamente en la tarea. Puedes usar la guía de autoaprendizaje eficaz para tu planificación.
  • Dedica tiempo a consolidar. Puede parecer contraintuitivo… si tengo poco tiempo, ¡tendré que darme prisa para meter más contenidos!. Y sin embargo, ¿de qué sirve que «aprendas» una cosa nueva cada vez, si resulta que al cabo de unos días, de un par de semanas… no la recuerdas? ¡Entonces sí que habrás perdido el tiempo! Merece la pena dedicar parte de ese tiempo escaso a ir consolidando lo que vas aprendiendo, para que sea un aprendizaje de verdad. Mejor poco, pero bien consolidado, que mucho y volátil.

Si quieres más…

He subido este contenido en versión podcast, y también un pequeño vídeo en youtube.

¿Qué harás cuando tengas tiempo libre?

¿Qué harás cuando no tengas que trabajar?

El otro día leía un artículo interesante, y provocador, titulado «¿Qué haremos con el tiempo libre que nos dejarán los robots?». En él se plantea una hipótesis nada descartable: ¿qué pasaría en un futuro en el que los robots hicieran la mayor parte del trabajo, y nosotros no tuviésemos que dedicar la mayor parte del día a trabajar (y a los desplazamientos asociados)? ¿A qué dedicaríamos nuestro tiempo?
Menuda pregunta más tonta. Es evidente. ¡Disfrutar! ¡Vivir la vida!
Está claro que para quien vive en la rutina del trabajo diario, la idea de «tiempo libre» hace que la boca se le haga agua. Da igual que sea un día libre, el fin de semana, o las vacaciones de verano. Ese espacio de libertad se vive como un respiro antes de volver a sumergirse en lo cotidiano.
El «dolce far niente» es una fantasía escapista recurrente. Pero aquí no estamos hablando de «un día libre», ni de «unas vacaciones». Hablamos de la perspectiva de no tener que trabajar, y de tener que buscar actividades con las que rellenar todas las horas del día, un día tras otro, una semana tras otra, un año tras otro. Ojo, que a lo mejor no es una situación tan deseable…

La tarde de domingo infinita

Hace un tiempo charlaba con un antiguo compañero, meses después de su jubilación. Se trata de una persona que había alcanzado una posición profesional, y por lo tanto social y económica, muy notable. Una persona cultivada, con inquietudes, con relaciones. Pero cuando hablábamos de cómo llenaba sus días, confesaba que se le hacía difícil. «Me gusta la ópera, puedo verme una ópera cuando quiera… pero eso me ocupa un par de horas. Y tampoco todos los días, llega un momento en que te saturas. Me gusta leer, pero puedo leer otro par de horas. Puedo salir a dar un paseo, otro par de horas. O tomar un café con alguien. Pero al final paso 16-20 horas despierto todos los días, y llega un momento en el que ya no sabes qué hacer».
Quizás estés pensando «buah, a mí no me pasaría». Quizás. Pero… ¿nunca has tenido una de esas tardes de domingo donde te subes por las paredes? ¿O ese día en medio de las vacaciones donde ya has hecho de todo, y no sabes qué más hacer? Ahí tienes tu tiempo libre, ¿por qué no lo disfrutas? ¿por qué no «vives la vida»? Todos esos libros que quieres leer, todas esas series que quieres ver, todos esos hobbies que quieres cultivar, toda esa gente con la que quieres pasar el rato… y ahí estás, muerto del asco.

El edén de la renta básica universal

Hay un argumento habitual entre los defensores de la Renta Básica Universal. Y es que si consiguiésemos liberarnos de la tiranía de tener que «ganarnos la vida», las personas podríamos dedicar nuestro tiempo a ser «nosotros mismos», a dejar florecer nuestras pasiones y a perseguir todo aquello que verdaderamente deseamos. Una perspectiva ideal e ilusionante.
Pero a veces pienso en colectivos que están en una situación que podríamos considerar comparable, en cuanto a disponibilidad de tiempo. Pienso en los jubilados, en los parados de larga duración, en los veranos infinitos de los estudiantes, en los «ninis». Sí, es verdad, te encuentras gente activa y animosa. Pero también te encuentras mucha gente a la que se le caen las paredes encima, que dejan pasar el tiempo mirando al infinito o distrayendo su mente en actividades de cero crecimiento personal.
Podría argumentarse, sí, que no son situaciones exactamente comparables, ya que todas éstas pueden tener un componente de «presión psicológica». Vale. Pero aun así, tengo la sospecha de que esa situación con una mayoría social «sin nada que hacer» no acabaría en el edén que a veces se intenta dibujar.

El vértigo de llenar el tiempo

Escribía hace unos años que «ser productivo da vértigo«. Que cuando uno consigue identificar «lo que tiene que hacer», y lo hace con eficiencia, puede encontrarse con la pregunta de «qué hago con el tiempo que me sobra». Si ademas nos encontrásemos en un escenario en el que ni siquiera tenemos que hacer nada obligados por un trabajo… el vértigo se haría aún mayor.
En todo caso, la pregunta sigue siendo pertinente. Porque cada vez es más imaginable ese escenario en el que queriendo o sin querer, con una renta o sin ella, nos veamos abocados a un mundo sin trabajo.

El viejo troll que vive en el puente de las prioridades

Escuchaba hace unos días un podcast antiguo de Back to Work, en el que hablaban de prioridades. Mencionaban el de una persona que, durante una charla relacionada con este tema, decía que tenía «27 prioridades distintas». Y esta anécdota servía para abrir la reflexión de la (lógica) imposibilidad de tener 27 prioridades. Si tienes tantas prioridades es que en realidad no tienes ninguna, estás completamente desbordado y no tienes control ni dirección ninguno, eres un barco a la deriva, un pollo sin cabeza. Y encima sufrirás por la sensación de «no llegar a todo».
El caso es que no es tan difícil caer en una situación similar. El mundo está lleno de trampas que, si no gestionamos con habilidad, se convierten en compromisos que nos atenazan. Surgen en el ámbito laboral/profesional, en el ámbito de las relaciones personales, incluso en el de nuestros propios hobbies e intereses. A nada que nos descuidamos, empezamos a apilar «prioridades» que nos acaban por superar.

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Se hace necesaria la existencia de un «guardián de tus prioridades». Una especie de «viejo troll que vive en el puente» (lo siento, han sido unos años duros con Dora la Exploradora; y aunque lo estemos superando ya, todavía quedan secuelas). Un ente gruñón, malhumorado, que someta a un duro escrutinio a cada nueva «aspirante a prioridad» que aparezca en el camino, y que determine si tiene entidad suficiente para convertirse en una prioridad real. Sobre todo teniendo en cuenta que el cupo de prioridades es extremadamente limitado, y que si una entra es muy posible que otra de las preexistentes tenga que salir.
«Que gran idea, ¡necesito un troll de esos!». Pues sí. La mala noticia es que no es posible contratar uno, ni a tiempo parcial ni a tiempo completo. Custodiar las prioridades es algo que solo puede hacer uno mismo.
Recuerdo que en la universidad, en la asignatura de Organización, nos hablaban de un principio llamado «unicidad de mando». O sea, que cada persona debería tener un único jefe, dueño de su tiempo y de sus prioridades, para evitar los conflictos derivados de que dos o más personas «te manden». En fin, la típica paparrucha teórica que no aguanta ni medio asalto confontada con la realidad. Quizás hubo un tiempo en el que el mundo del trabajo era así (todo perfectamente estructurado, con jefes omniscientes que controlaban cada minuto de tu jornada y decidían a qué te tenías que dedicar en cada momento). Quizás lo siga siendo en determinados ámbitos, pero sin duda cada vez más residuales. Las organizaciones son más complejas, más difusas, las tareas cambiantes, las relaciones múltiples. Y no te digo nada si encima eres un profesional independiente, con múltiples clientes, múltiples colaboraciones, múltiples proyectos…
Pero es que incluso aunque el mundo del trabajo fuese así, y durante 8 horas pudiésemos olvidarnos de gestionar prioridades porque otro se encarga de ello y nosotros somos meros ejecutores, no podemos olvidar todo lo que no es trabajo: la familia, los amigos, los intereses personales, etc. ¿Quién decide ahí?
Tenemos dos opciones. Podemos dejar el puente sin vigilancia, y que sea lo que dios quiera. Y dios querrá que los compromisos se empiecen a acumular rápidamente, al ritmo que quieran los demás. Nos sentiremos desbordados, inútiles, incapaces de cumplir con todos. Será imposible mantener el foco, estaremos dispersos, y nos resultará difícil alcanzar resultados. Nos pasaremos el día apagando fuegos, y aun así no podremos evitar quemarnos. Por mucho que nos esforcemos, acabaremos quedando mal con mucha gente, y sintiéndonos un fracaso.
O bien podemos ponernos nuestro traje de troll, y dar el alto a cualquiera que pretenda pasar el puente. ¿A qué has venido? ¿Qué quieres de mí? Un examen exhaustivo. Pero claro, necesitaremos tener clarísimos cuáles son los criterios de admisión, aquello que Covey llamaba «empezar con un fin en mente». ¿Qué tiene que suceder para que algo se convierta en prioridad para nosotros? ¿Cómo afecta a las prioridades que ya tenemos definidas?
En este escenario, tenemos que tener clara una cosa: muy pocas prioridades van a cruzar el puente. Así que el troll (o sea, nosotros mismos) vamos a tener que decir NO un montón de veces, a un montón de propuestas, compromisos y exigencias más o menos veladas. De gente desconocida, y de gente cercana. Y decir NO suele ser una fuente de conflicto, es realmente incómodo para nosotros, genera frustración en los demás. Habrá quien lo acepte, y habrá quien insista. Habrá quien nos entienda, y habrá quien se enfade con nosotros. Se puede intentar hacer de la mejor manera posible, pero al final, por mucho que lo endulcemos, un no es un no. Nadie dijo que ser el viejo troll que vive en el puente fuese un rol agradable. Pero alguien tiene que desempeñarlo, si no queremos las consecuencias del párrafo anterior. Y ese alguien somos nosotros, nadie va a venir a hacerlo en nuestro lugar. «Susto o muerte», que decía el chiste.
Al final el troll debe tener un único objetivo: que las prioridades sean prioridades de verdad, que los compromisos sean verdaderos compromisos, y que nos sirvan para conseguir nuestros objetivos.

El trabajo como reacción vs crear tu trabajo

Hay trabajos que son esencialmente reactivos: tanto si alguien «tira de ti», como si te «empuja», la definición de cuáles son tus tareas viene marcada por otros. El caso extremo es la cajera de supermercado: tú estás en tu posición, los clientes van viniendo, y tú les vas cobrando. O la cadena de producción, con una cinta en la que las piezas van pasando por delante de ti y tú tienes que hacerles tal o cual manipulación. O atiendes incidencias que entran en tu buzón, o llamadas que te va lanzando el sistema de telmarketing, o reuniones a las que te convocan, o llamadas que te hacen. En todos los trabajos hay una parte así, y en muchos puede ser el 100% del contenido.
Que sean reactivos no quiere decir que sean fáciles, no nos equivoquemos. Estas tareas pueden ser duras, complejas, inciertas. Pueden generarse a un ritmo que te resulte difícil o imposible de gestionar sin verte desbordado, puedes tener problemas a la hora de priorizar. No es un escenario idílico.
Sin embargo, cuando estás en esta situación hay una cosa de la que no tienes que preocuparte: del «papel en blanco», de ser tú el que defina qué hacer, cuándo y cómo hacerlo. Son otros los que te marcan el ritmo.
¿Qué pasa cuando eres tú el que tiene que tomar esas decisiones? Lo cierto es que hay dos formas de verlo, una más positiva, y otra menos. Dos caras de la misma moneda.
En positivo, podríamos decir que estás en el «nirvana de la productividad». No estás sometido a tiranías externas, eres tú mismo de acuerdo a tus prioridades quien determina a qué dedicas tu tiempo, qué quieres impulsar. No hay interrupciones, no hay «ladrones de tiempo», solo tú. Una idea bonita, sin duda. Y sin embargo…
Como ya dije hace tiempo, «ser productivo da vértigo». Cuando tú estás a los mandos, cuando tú tomas las decisiones… no hay nadie al lado hacia el que girarnos y preguntar «bueno, ¿y ahora qué toca?», nadie que te marque el ritmo, nadie que decida por ti. Te asaltan las dudas, dudas sobre si debes hacer A o B, o peor aún, sobre por qué hacer A o B. El día es largo, y las oportunidades para replantearse lo que estás haciendo son muchas. Hacen falta buenas dosis de confianza en uno mismo, de capacidad de gestionar tu foco, de compromiso y motivación. Sí, es verdad, tienes en tus manos un gran poder… y la responsabilidad que viene con él.
Y ante esa presión, a veces echas en falta el «burladero» que son las tareas generadas por otros. Una agenda cargada de reuniones, una bandeja de entrada a rebosar de «pendientes de responder», unas cuántas llamadas que devolver, un jefe microgestor, deadlines imperativos. Aunque supongan andar todo el día «con la lengua fuera», o «no llegar a todo», o «currar muchas horas». Al fin y al cabo, siempre puedes echar la culpa a los demás («joder, es que me convocan a muchas reuniones» o «con tanto correo yo no puedo hacer nada» o «estas fechas de entrega son imposibles de cumplir»). Y así te quitas de encima esa otra presión, más profunda, que nace cuando eres tú quien marca el camino.
De hecho, estoy convencido de que hay mucha gente que, aunque se queja de que «entre unas cosas y otras no tengo tiempo para nada», en el fondo se encuentra «calentito» con esa forma reactiva de trabajar. Y que de una manera más consciente o más inconsciente, llenan su día de «trabajo generado por otros» para evitar tener que enfrentarse a las dudas.
Y en esas estamos. Delante de un papel en blanco, siendo consciente de la suerte que supone poder ser yo quien defina mi trabajo, y sufriendo a la vez el vértigo de tener que hacerlo.

¿Cuánto trabaja el trabajador del conocimiento?

Este artículo que leí hace unos días comienza con una frase «agresiva»: «Los trabajadores del conocimiento son malos trabajando». Y digo que es una frase agresiva porque lo primero que uno siente, cuando la lee, es cierta indignación: «Pero qué dice, está chalado. Con la de horas que yo echo al cabo de la semana, si ni puedo desconectar por las noches, si el fin de semana me paso pendiente de todo, éste no sabe la presión a la que estoy sometido».
Pero una vez pasada esa primera reacción defensiva, se pone uno a pensar y, a poco autocrítico que uno sea, tiene que aceptar que parte de razón (si no toda) lleva.
Recuerdo cuando, en mis primeros años en una empresa grande de consultoría, había que hacer semanalmente el TR (Time Report). Básicamente, una contabilidad de «a qué proyecto habías estado dedicando tu tiempo durante la semana». Dejando al margen de que aquello acabase siendo un cachondeo (al final se trataba de asignar horas al proyecto que te dijera el gerente, que era el que decidía qué proyectos podían asumir más coste, o qué porcentaje de cargabilidad tenía que llevar cada persona), las veces en que lo hacías bien te planteabas «joder, 40 horas en una semana son muchas; y es verdad que las he hecho, de sol a sol aquí metido, pero si intento llevarlas a tareas concretas…». Porque te parabas a pensar, a echar cuentas de «qué he hecho realmente durante esta semana», y te salían menos cosas de las que tu cabeza pensaba. Sí, has hecho dos propuestas, has trabajado en un modelo de datos, has revisado una presentación… ¿y eso son 40 horas?
Las cosas, creo, no han cambiado demasiado. Si realmente nos pusiésemos a hacer un análisis «minuto a minuto» de a qué dedicamos el tiempo durante una semana normal, se nos caerían muchos mitos. Empezaríamos por las distracciones puras: que si el café, que si la charleta con los de al lado, que si otro café, que si miro un ratito el Facebook o le echo una ojeada a ver qué pasa por el mundo, que si entro «con flexibilidad», conspiraciones de pasillo, el pitillo de los que fuman, que si la hora de la comida se alarga sin querer… todo ello justificado con el clásico «sólo faltaba, con la de horas que echo aquí».
A ese volumen de tiempo, añadiríamos las «distracciones autorizadas»: todo ese tiempo que nos pasamos en reuniones poco productivas, las idas y venidas del mail, repetir por enésima vez lo mismo a quien no se enteró o no se quiso enterar, las planificaciones, replanificaciones y requeteplanificaciones de un proyecto, las preguntas de los compañeros, la elaboración de informes y «memos» que sirven a las necesidades coyunturales de este o aquel jefe… todo ello «tiempo de trabajo» a efectos de tranquilizar nuestra conciencia, pero tiempo muy poco productivo.
Así pues, ¿cuánto nos queda de trabajo productivo «de verdad»? Del tiempo que Cal Newport llama en su artículo de «deep work», de trabajo intenso, de trabajo que suponga una verdadera puesta en valor de nuestro conocimiento, que sirva para impulsar de verdad las cosas. ¿Cuánto? Yo tengo que decir que, lamentablemente (shame on me), la mayoría de las veces entre poco y muy poco.
No, no seré yo quien haga de menos esas otras actividades más «soft». La planificación, la gestión, la coordinación, la comunicación, las relaciones, el desarrollo de equipos… son elementos fundamentales a la hora de que las cosas funcionen de verdad. Y por lo tanto, requieren su tiempo. Sin embargo, tengo la sensación de que siendo elementos más «light» tendemos a ser poco rigurosos con el control y la gestión de ese tiempo, dejamos que se transforme en una marea negra que invade nuestra dedicación dejando escasos momentos a sacar partido a ese «trabajador del conocimiento» que se supone que somos. No, no creo ni de lejos que se pueda estar en modo «deep work» 40 horas a la semana, ni mucho menos. Pero sí creo que como dice el autor del artículo que citaba al inicio, es muy importante hacer un esfuerzo consciente en poner foco a este tipo de trabajo y ser capaz, todas las semanas, de evaluar nuestra aportación en esos términos en vez de dejarnos arrastrar por esa multitud de «tareas que parecen trabajo» pero que, en el fondo, sabemos que están en otro nivel.
PD.- Que puede ser, no digo yo que no, que esté haciendo categoría de un problema individualizado. Pero o yo soy muy mal observador, o esto es algo que le pasa a demasiada gente…

Ser productivo da vértigo

No digo que yo sea hiper-productivo. Pero sí que, en algún momento, me he acercado al precipicio de la productividad, y he mirado para abajo. Y da vértigo.

Hablo de la productividad bien entendida. Es decir, no de la productividad que consiste en «hacer muchas cosas como pollo sin cabeza», de tachar to-dos (o «quehaceres», como lo escuché no hace mucho) como si no hubiera mañana, si no de la productividad que viene después de reflexionar sobre «qué proyectos son importantes para mí» y sobre «qué tareas son realmente importantes para ese proyecto». De la productividad que se esconde tras el dicho «nada hay más improductivo que hacer de forma eficiente lo que no merece la pena ser hecho». De la productividad que David Allen sitúa «a 40.000-50.000 pies de altura» en su método GTD.

Y da vértigo porque, para empezar, mirar tu propia vida y tu actividad desde esa altura te obliga a plantearte preguntas muy serias, muy profundas. Preguntas que no estamos acostumbrados a hacernos, preguntas que desde luego no tienen una respuesta fácil. Preguntas que tienen, en definitiva, el potencial de hacernos cambiar de arriba abajo nuestra vida. Y eso da miedo, y como resultado muchas personas prefieren simplemente no hacerse esas preguntas y regresar a su nivel de seguridad, al de las listas de «to-dos» controlables, «tachables», en permanente crecimiento.

Pero incluso si desafiamos ese primer vértigo, después hay más. Porque cuando uno reflexiona sobre los proyectos y tareas importantes, aquellos proyectos que realmente merecen la pena y aquellas tareas que realmente hacen que esos proyectos avancen de forma significativa, se da cuenta de que normalmente son… difíciles. Y no tanto por complejidad «técnica», sino porque nos obligan a salir de nuestra zona de confort, a exponernos, a arriesgarnos… y por lo tanto son enormemente incómodas de acometer. Y entonces preferimos demorarlas en el tiempo, meter entre medias muchas tareas intrascendentes pero más cómodas de abordar, que nosotros mismos nos encargamos de racionalizar. Tenemos «mucho lío», y así no tenemos que enfrentarnos al vértigo de las tareas relevantes pero incómodas.

Y aun hay más. Porque si realmente definimos las Tareas Más Importantes que vamos a acometer cada día, y nos ponemos a ello con el foco adecuado, superando el miedo que nos provocan… comprobamos que somos capaces de resolverlas en poco tiempo. Lo cual nos enfrenta a otro vértigo: ¿qué hago con el resto del día? Todos decimos que «tenemos mucho que hacer», que «si tuviera más tiempo»… pero cuando luego te enfrentas a esa disponibilidad de tiempo (que se lo digan a muchos jubilados; o a cualquiera muchos domingos por la tarde) te bloqueas, te ves sobrepasado. Y ante esa visión, mucha gente prefiere no ser tan productivo; así, evitas la pregunta.

Hay veces que uno oye hablar de productividad como si fueran meras técnicas para «hacer cosas rápido». Y no es eso; al menos, no sólo eso. En el fondo la productividad bien entendida sirve, sobre todo, para enfrentarnos con nosotros mismos.
Seguramente son difíciles de hacer (y no tanto por complejidad «técnica», sino porque nos obligan a salir de nuestra zona de confort y por lo tanto son enormemente incómodas de acometer)

No me mandes emails

Hace no mucho, en un proyecto en el que estaba trabajando, me crucé en el pasillo con una de las personas de referencia dentro del proyecto. «Oye, tengo pendiente de recibir tu respuesta a varios emails de la semana pasada».
«Ah… pues es posible. La verdad es que tengo tantos emails al cabo del día que, si te digo la verdad, la mitad de ellos ni los veo«.
Ah… «po fueno, po fale, po malegro«. Es decir, ¿qué le puedo decir? Si preparo un email y se lo mando a alguien… espero que se lo lea. Y espero que me responda. Porque normalmente, si escribo un email es porque necesito que lo lea y que lo responda. Pero no es ya lo que «yo necesito», sino lo que «el proyecto necesita»… y el proyecto es suyo, no mío.
Desde mi punto de vista, el email es una herramienta fundamental en la gestión de cualquier proyecto; no la única, pero sí muy importante.

  • Me permite prepararlo cuando yo tengo tiempo, y a la vez a la otra persona «digerirlo» cuando él tiene tiempo. Esta asincronía me parece fundamental, y es algo que ni el teléfono ni las reuniones presenciales te permiten.
  • Puedo añadir todo el contexto necesario, incluyendo en su caso documentación, etc. Esto en una reunión es posible (pero no siempre hay tiempo para todo; además, cada persona involucrada tiene unos conocimientos/intereses/involucración diferentes… que puede aplicar en su lectura individual, pero no tanto en una comunicación en persona); por teléfono es todavía mucho más difícil.
  • Todo está escrito: es mucho más fácil hacer un seguimiento de las preguntas, las respuestas… que a la vez sirve de referencia para el futuro. Sí, de reuniones y conversaciones se pueden hacer actas… ¿pero quién las hace realmente?

Así que, si una de las partes renuncia a los emails como herramienta fiable de trabajo (ni siquiera sabes si lo va a leer o no), ¿qué hacer? ¿Convocar reuniones cada día y el de enmedio, para tratar temas sin preparación previa, encima cuando la agenda de todo el mundo es normalmente impracticable? ¿Asaltar por teléfono al interlocutor, en una suerte de «aquí te pillo, aquí te mato» indocumentado del que no queda registro? ¿Comunicarse a base de encuentros casuales en la máquina del café o en el pasillo de los baños?
Sí, es verdad que el email puede convertirse en un monstruo. Comunicaciones discrecionales enviadas a diestro y siniestro, copias indiscriminadas, envíos automáticos… aun así, francamente, creo que no es admisible la «renuncia al email». Hay herramientas más que suficientes (filtros automáticos, etc.) que te permiten discriminar con bastante fiabilidad el correo entrante, separando «lo que tengo que atender seguro» de lo que «puedo dejar sin ver». Francamente, creo que atender el email es una responsabilidad irrenunciable. Y si no puedes atender tu email correctamente, igual es que estás intentando abarcar más de lo que realmente puedes asumir; sea por lo que sea, estás dejando de hacer parte de tu trabajo y entorpeciendo encima el trabajo de los demás.

Fideliza… ¿que algo queda?

Hace unos días me llegaba a casa una carta de mi compañía de seguros (la cansina del «soy, soy, soy»). Me informaban de su «Club» y me enviaban una tarjeta con «descuentos y ventajas». A saber, veinte euros en una cadena de ópticas, un 7% en una cadena de electrodomésticos, 15% en clínica estética, 25% en unos trasteros… en fin, que apriori podrías pensar «vaya, qué interesante».
¿Cuál es el partido real que le voy a sacar? Podría afirmar, sin riesgo de equivocarme mucho, que entre CERO y NADA.
No es ya que mi cartera tenga un espacio reducido para tarjetas variadas, que lo tiene. Es que mi atención está mucho más limitada. Francamente, bastantes cosas tengo en la cabeza a diario como para acordarme, el día que tengo que comprarme unas gafas, de que en alguno de los programas de (presunta) fidelización que tengo por ahí podría obtener un 10% de descuento. El día que necesito unas gafas, voy a la óptica, las compro, y punto pelota. Mucha casualidad tiene que ser para que vea algo que quiero/necesito y tenga en mente la existencia por ahí de un cupón descuento.
Iba a decir que envidio a las personas que son capaces de ir por la vida a base de cupones y tarjetas descuento, con un inventario perfectamente actualizado de dónde pueden hacer uso de todas esas ventajas. Pero creo que no. Es posible que al cabo del tiempo puedan ahorrar unos euros más que yo con su estrategia, pero creo que el coste (oculto) de actuar así es también notable y se suele pasar por alto. Qué de tiempo, y qué de atención, dedicada a esto.
Y para las empresas… francamente, si me quieres fidelizar, dame un buen servicio a un precio ajustado. Y déjate de zarandajas.

¿Cuánto pagarías por trabajar menos?

Recuerdo la escena. Estábamos tomando unas cañas después del trabajo, celebrando la despedida de alguien del grupo. La conversación derivó a los horarios de trabajo que teníamos, y una compañera dijo «Yo pagaría por trabajar menos». «Hazlo», le respondí. «¡No se puede!». «Mentira. Por supuesto que puedes. Otra cosa es que no quieras».
Por supuesto que podía trabajar menos. Si no dentro de la misma empresa, en otra. Si no en el mismo sector, en otro. Si esa era su prioridad, era cuestión de ponerse a buscar la fórmula. El problema es que ese «trabajar menos» tenía un precio. A buen seguro medido en términos económicos: menor retribución, menos poder adquisitivo… ergo renuncias a determinados elementos de su estilo de vida. Y posiblemente también medido en términos de proyección profesional, o incluso en satisfacción intrínseca con su trabajo. En definitiva, si no trabajaba menos es porque consideraba que el precio a pagar era demasiado alto para lo que iba a obtener a cambio.
Poco tiempo después, yo mismo tomé decisiones en ese sentido. Dejé mi posición (renunciando con ello a un jugoso sueldo, y a determinada carrera profesional), buscando otra forma de vida. Y en ello estoy. El caso es que llegó un momento en el que lo que podía conseguir con el cambio se volvió lo suficientemente valioso para mí como para pagar el precio que me pedían.
Por cierto, lo último que supe de esta chica es que se casó, dejó el trabajo y se dedicó a «sus labores» de esposa y madre. Está claro que podía trabajar menos, si quería. Sólo era cuestión de desearlo lo suficiente como para aceptar la contrapartida.
Foto: 1suisse .ch