Cambiar de problemas

Cuando la pandemia empezó a relajarse un poquito, Pedro Mairal y su familia metieron cuatro cosas en una maleta y se fueron a vivir de Argentina a Uruguay.

«Me invitaron a dar unos seminarios… habíamos estado todos esos meses encerrados en el departamento… hicimos el bolsito y ¡pim! volamos… y después como que nos empezamos a quedar».

Admiro (y a veces envidio) esa capacidad de ponerse el mundo por montera.

Esto lo contaba el propio Pedro Mairal en una entrevista que le hacían Hernán Casciari y su socio y amigo Chiri Basilis en el podcast dedicado a la producción de la película (basada en su libro) «La uruguaya» (una novelita corta ideal para varones en la crisis de la mediana edad, ups).

Pero lo que me gustó de la entrevista fue la siguiente respuesta.

«¿Y está bueno vivir en Uruguay?», le preguntaban.

«Cambiás de problemas».

Una de mis ideas favoritas es la de la «fantasía escapista»

«Tenemos tendencia a imaginar escenarios alternativos para nuestra vida, situaciones que sin duda alguna nos harían estar mejor de lo que estamos. Nuestros problemas y dificultades se evaporarían casi como por arte de magia, todo saldría a pedir de boca.»

Quizás sea mudarse a Uruguay, como Pedro Mairal. Cambiar de trabajo, o cambiar de casa. Irse a vivir de la ciudad a un pueblo. O quizás del pueblo a una ciudad. Tener pareja, o dejar de tener pareja. Montar un negocio y ser tu propio jefe, o quizás encontrar un trabajo por cuenta ajena y dejar de sufrir en tu propio negocio.

Lo que sea.

Siempre estamos anhelando ese cambio que nos saque de este pozo de insatisfacción en el que vivimos… sin darnos cuenta de que lo único que haremos será cambiar unos problemas por otros.

Esto me llevó a plantearme (y ahora a plantearte a ti)… ¿de qué problemas quieres huir en tu vida? ¿cuál es la alternativa que te estás planteando?

Y lo más importante (y que muchas veces obviamos)… ¿qué nuevos problemas vas a encontrarte allí?

PD.- Esto no es un alegato en favor del conformismo. Está bien querer cambiar… siempre y cuando no nos hagamos trampas al solitario.

El difícil salto de fe hacia lo nuevo


Hace unas semanas tuve la ocasión de compartir un rato en el grado LEINN que se desarrolla en las instalaciones de Teamlabs en Madrid. Estuve invitado por Thibaut Deleval aprovechando que uno de los grupos a los que tutorizaba iba a discutir las ideas de Skillopment. Fue una experiencia muy enriquecedora e ilusionante para mí, ver cómo las ideas que había plasmado en el libro resonaban en chavales de una forma tan concreta.
Curiosamente, parte de la conversación giró también entorno a lo difícil que es autogestionarse en un entorno de incertidumbre. El modelo que plantea en LEINN tiene mucho de innovador: frente al modelo de formación más tradicional, se fomenta mucho el trabajo práctico (de hecho los chavales tienen que poner en marcha su propio proyecto empresarial, y de su funcionamiento depende en parte su evaluación), la responsabilidad del alumno a la hora de dirigir su propio aprendizaje («no hay profesores, si no entrenadores») y la reflexión y el intercambio de ideas. En este contexto, los chicos y chicas expresaban algunas inquietudes que me resultaron muy familiares, porque son muy parecidas a las que enfrentamos a lo largo de nuestra carrera profesional: cierta sensación de abrumación ante la multiplicidad de opciones, incertidumbre respecto a si se está haciendo lo correcto, presión por tener que atender a varias responsabilidades a la vez… alguno, en algún momento, llegaba a plantear que quizás echaban de menos un poco más de estructura, de dirección; un «programa académico» más tradicional donde poder sentirse más cómodos.
Obviamente, la idea del grado LEINN es precisamente ésa: frente al modelo académico tradicional (todavía muy basado en un enfoque muy dirigido, con un «programa académico» perfectamente definido y donde la exigencia se produce con grados de incertidumbre limitados) contribuir a la formación de los alumnos en un entorno mucho más parecido al «mundo real», con su incomodidad y su incertidumbre, que ayuden a «templar» el carácter y a desarrollar una serie de habilidades útiles y aplicables a lo largo de toda una carrera profesional. Claro que en el proceso surgen dudas, porque no pueden aferrarse a la (falsa) sensación de seguridad que ofrece el sistema tradicional.
Curiosamente, charlando después de la sesión, me contaba Thibaut que esas dudas también se generaban en las familias. Incluso siendo personas que habían aceptado voluntariamente esta opción para la educación de sus hijos, de vez en cuando les entraba el vértigo: ¿y si nos hemos equivocado? ¿y si al apostar por lo nuevo hemos cometido un error? ¿y si hubiese sido mejor ir a lo conocido? Me decía Thibaut que no siempre era fácil resolver esas dudas. Al fin y al cabo, se trata de un programa con relativamente poco recorrido, en una institución relativamente nueva, al que además se hace evolucionar continuamente. No hay una «probada trayectoria» que se pueda poner encima de la mesa para tranquilizar a los inquietos; y de hecho es difícil si no imposible dar garantías. Es lo que tienen la innovación, la experimentación y los enfoques pioneros.
Obviamente entiendo las dudas. Si yo mismo las vivo en mi día a día. Yo también hecho de menos de vez en cuando un poquito menos de incertidumbre; lo que pasa es que tengo la duda (razonable, creo) de que ese nivel de certidumbre exista, o que las recetas tradicionales sean capaces de aportarla. Hay una seguridad percibida (lo mismo en los «programas académicos tradicionales» que en el «empleo para toda la vida») que no es real, pero que a veces desearía que lo fuera.
Lo que me pregunto es cuántos de esos alumnos, o esos padres, mostrarían la misma inquietud ante la educación más tradicional. ¿Cuestionarían el programa académico? ¿Se preguntarían si ese programa, tan aparentemente sólido y armado, está preparando a sus hijos para el futuro? ¿Analizarían el porcentaje de éxito de dicha educación, medida en términos de satisfacción, de adaptación al mundo profesional, incluso de éxito a la hora de encontrar trabajo? Algo me dice que seguramente no. Que hacer «lo que todo el mundo hace», que entregarse a instituciones y modelos que funcionaron hace 50 años, que confiar en «lo que dicen los académicos»… tranquiliza las conciencias. Que parece que el riesgo solo lo corre el que apuesta por hacer algo diferente. Pero en realidad, cualquier decisión (incluida la de seguir el camino más tradicional, aunque no parezca una decisión porque «es lo normal») es una apuesta, con su consiguiente riesgo.
Cierro con esta viñeta, una de mis favoritas, sobre los miedos respecto a la innovación:
Innovar o no innovar

El management y los huevos

Hace no demasiado tiempo comer huevos era algo que había que hacer con prudencia. Que si demasiada proteína para el hígado, que si ojo con el colesterol… Luego no, luego resulta que comer huevos es estupendo y no causa problemas. Salvo que tengas enfermedades coronarias, que entonces bueno, mejor no. Entonces… ¿es bueno o es malo comer huevos? Y más concretamente, ¿cuántos huevos puedo comer a la semana? Pues depende. Porque comer huevos tiene cosas buenas, y tiene cosas malas. Y a lo mejor no depende tanto de los huevos, como de ti.
Me venía esto a la cabeza leyendo la noticia de que IBM, que en su día fue pionera en la política de trabajar de forma remota, está ahora dando un giro y promoviendo (a la fuerza ahorcan) que los equipos trabajen juntos de forma presencial. Hace no mucho leía algo parecido referido a si es bueno trabajar en «open spaces» o si es malo. Y podemos aplicarlo a casi cualquier decisión de gestión. Hay quien dice una cosa, hay quien dice lo contrario. Lo que antes era bueno, ahora resulta que no. Y a lo mejor pasado mañana sí. Entonces… ¿qué hago yo?
Los humanos, y las organizaciones, lidiamos regular con la incertidumbre. Queremos certezas. Queremos que nos digan qué tenemos que hacer para que nos vaya bien. Buscamos las recetas infalibles, los consejos que no fallen, los benchmarks que nos aseguren que por lo menos no estamos haciendo nada distinto de los demás, las metodologías impecables, los gurús del momento que bendigan nuestras iniciativas. Y con toda seguridad que, sea lo que sea lo que nos estemos planteando, encontraremos algún experto que afirme lo que queramos, un «estudio» de alguna «universidad americana» (aunque sea pequeñito y poco significativo y cogido por los pelos, pero estudio científico al fin y al cabo), un libro editado por algún brillante escritor de management, un curso donde nos enseñaran a hacer las cosas «de forma correcta», una cita de algún autor clásico (¿real o inventada?), una encuesta que diga que es una buena idea (aunque se haya hecho a cuatro amigos), un consultor que te diga que él lo ha hecho con varios clientes y les va de fábula, unos cuantos «casos de éxito» contados a bombo y platillo, varios artículos en las revistas del ramo y una miríada de contenidos en redes sociales (refritos de refritos) que apoyen esa idea…
Bueno, qué alivio. Ahí tenemos nuestras certezas. Ya podemos gestionar, ¿verdad? Lo malo es que esas «certezas» no son tales, por mucho que queramos darles la apariencia de que lo son, y sirven solo para apaciguar nuestra inquietud. De hecho, casi con toda seguridad, podríamos encontrar un buen número de «certezas» similares que apoyasen la tesis contraria. Porque la realidad es que cualquier curso de acción que emprendamos tendrá sus cosas buenas, y sus cosas malas; y no hay forma de saber a priori cuál de las dos pesará más. Porque encima, en un mundo complejo, las interrelaciones son tantas que lo que puede ser bueno para mí puede no serlo para ti, y viceversa. O lo que funciona hoy puede que no funcione mañana. Pero eso, a quien te vendió la certeza, le va a dar igual; ellos no van a estar ahí cuando apliques sus recetas y no funcionen.
Pero entonces… ¿qué hacemos? ¿Cómo vamos a tomar decisiones, sin tener ninguna certeza? ¡Qué angustia! Y sin embargo creo que, una vez aceptamos esa incertidumbre, nos encontramos ante un panorama liberador. Como no hay un «camino correcto», no tenemos la presión de elegir «bien». Podemos apostar por cualquier curso de acción, y ver qué pasa. Con prudencia, sí, por si hay que dar marcha atrás. Atentos a los resultados que vamos obteniendo, para corregir el rumbo a medida que avanzamos. Con humildad, conscientes de que podemos equivocarnos, pero también aprovechando las cosas que sí funcionan. No tenemos que ser perfectos, porque de hecho es imposible que lo seamos.

Gestionar la incertidumbre. O no, que total qué más da.

Antes que nada, el contexto. Participábamos el amigo Ángel y yo en un artículo para Xataka sobre «fotos de tus hijos en internet». Yo defendiendo la idea de «no pasa nada», y Ángel jugando el papel de defensor de las leyes y «temeroso de las consecuencias». El caso es que la discusión siguió, en el blog de Antonio Ortiz, y también en twitter. Llegamos al punto de que Ángel defendía que «como no sé qué va a pasar con esas fotos, prefiero no ponerlas», y yo la de «hasta que no se demuestre lo contrario, no pasa nada». Y en estas estábamos cuando Ángel escribió «Quiero, necesito y preciso un post tuyo de cómo manejas la incertidumbre. Como lector tuyo que soy lo reclamo y exijo… pofavó :)»
La incertidumbre. Falta de certidumbre. Falta de certeza. Falta de conocimiento seguro y claro de algo. En este caso, el futuro. ¿Qué pasará en el futuro? ¿Qué consecuencias tendrá?
Inicialmente, la lógica nos dice que si existe incertidumbre al respecto de algo, debemos incrementar nuestro conocimiento sobre la materia. Es probable que no podamos hacerlo al 100%, pero cualquier avance en ese sentido nos permitirá acotar mejor qué probabilidades hay de que se sucedan distintos escenarios, y qué consecuencias pueden vincularse a los mismos. A mayor luz, menos oscuridad.
Pero, recuperando las conclusiones que extraje del libro «Stumbling on happiness», tenemos que saber que esa extrapolación que hacemos del futuro está necesariamente contaminada, y por lo tanto debemos darle un valor relativo. No es solo que nuestra capacidad para predecir el futuro (y por lo tanto para definir escenarios y probabilidades) esté profundamente sesgada por nuestra visión del presente (el futuro rara vez se parece a lo que habíamos imaginado), sino que nuestra capacidad para conocer a priori nuestra reacción ante ese futuro también es bastante limitada. Por lo tanto, por mucho que nos esforcemos en acotar el futuro, tenemos que asumir que en gran medida es un esfuerzo vano.
Así pues, «gestionar la incertidumbre» es algo que no debería quitarnos el sueño. Lo que haya de suceder, sucederá. Mientras tanto, creo que es importante hacer las cosas según aquel viejo lema del «leal saber y entender», hacerlas como nos parezca más adecuado en cada momento, sin mortificarnos (ni paralizarnos) con las consecuencias que tendrá en el futuro. Con sensatez, sin extremismos. Y al mismo tiempo, procurarnos un adecuado grado de flexibilidad, de forma que seamos capaces de reaccionar de forma solvente ante el mayor número de eventualidades posibles.
Y finalmente, con un punto de «mentalidad zen», aprender a aceptar la vida como venga. Que las cosas son como son, y no como nos gustaría que fueran, ni mucho menos como las habíamos planificado.

Los quesos que volaron

Leí el libro «¿Quién se ha llevado mi queso?» cuando salió (¿hará 10-12 años, quizás?). Por aquel entonces hizo furor. Yo recuerdo que en su momento me pareció un libro tontorrón. Y es que nunca me ha gustado ese estilo de «fábula» (al que pertenecen otros tipo «La Buena Suerte») que, para contarte una moraleja que cabría en un post de un blog, o incluso en un tuit de 140 caracteres, se inventan una metáfora esquemática y escrita (con perdón) para tontos. En este caso, dos ratones y dos liliputienses acostumbrados a comer queso en un sitio determinado, y cómo reacciona cada uno el día que el queso desaparece.
El caso es que, a pesar de todo, la moraleja en su día sí me gustó. Que las cosas cambian, y que ante el cambio tienes dos opciones: quedarte como un pasmarote, enfadarte, patalear… o buscarte la vida para salir adelante (¿Veis? Cabía en un tuit). Aun así, esta filosofía de vida por aquel entonces la entendí digamos de forma «racional», no «visceral». Como un aviso a navegantes, que sí, que vale, que las cosas cambian y tal… pero mirando alrededor tampoco parecía una cuestión de urgencia. No había muchos quesos desapareciendo.
Sin embargo, en los últimos tiempos me viene a la cabeza cada vez con más frecuencia la historieta del queso. Porque, ahora sí, veo alrededor que los quesos vuelan sin parar. Cada vez más sectores, más empresas, más individuos… se enfrentan al hecho de que sus quesos, los quesos que daban por supuestos, de los que se venían alimentando toda la vida y de los que esperaban vivir para los restos, desaparecen. Y veo muchas reacciones «al estilo liliputiense Hem»: que era el que se enfadaba, se enrocaba en que él quería su queso como siempre, y que de ahí no salía.
En definitiva, hace 10 años el libro tenía un carácter de aviso («ojito, que las cosas están cambiando, que no te pille desprevenido…»). Ahora tiene, desde mi punto de vista, el sabor amargo de la crónica de lo que está pasando. Ya el aviso («un día el queso desaparecerá») no procede. Porque los quesos, para muchos, ya han desaparecido.

Éste es el mundo que nos espera; acostúmbrate

Me ha encantado este artículo de Seth Godin, llamado «La recesión permanente; y la próxima revolución«. Y me ha gustado porque representa muy bien mis sensaciones respecto a esta «crisis» que estamos viviendo. Él habla sobre los dos tipos de recesiones («desaceleraciones» que llaman algunos) que tenemos encima. Una la cíclica, la que viene y va. Y otra que ha venido para quedarse, la que tiene que ver con la desaparición de un mundo que ya no volverá.. Como dice Godin, «esto representa una discontinuidad significativa, una decepción vital para la gente trabajadora deseosa de una estabilidad que difícilmente van a tener».
Un cambio de perspectiva complejo, estresante, para el que nadie nos ha preparado y que muchos, lamentablemente, no serán capaces de abordar. Un cambio de escenario que nos obliga a «ponernos las pilas», y que nos lleva a un mundo distinto, donde también habrá oportunidades para quienes sepan adaptarse. Seguro que todos preferiríamos un mundo más estable, pero como eso no va a pasar, cuanto antes lo aceptemos, antes dejemos de lamentarnos y antes nos pongamos manos a la obra, mejor nos irá.

La paradoja de la elección: cuantas más opciones, peor

Sigo revisando videos de las TedTalks (he descubierto que la combinación bici estática + smartphone es perfecta para ellas!). En esta ocasión es Barry Schwartz quien habla sobre la denominada «paradoja de la elección». Cómo, frente al «dogma oficial» de que la libertad es un bien supremo, y que por lo tanto cuantas más opciones tengamos para elegir mejor para nosotros individualmente, y para todos como colectivo, en realidad el exceso de opciones tiene un componente negativo. Una suerte de curva de Laffer aplicada a las posibilidades de elección; tener demasiado pocas es malo, pero hay un punto donde tener demasiadas también resulta contraproducente.
Schwartz plantea varios motivos para esa teoría. Por un lado, el exceso de opciones nos lleva a la parálisis y la inacción (algo relacionado contaba hace poco respecto a la elección de mi nuevo móvil). Pero además, cuando elegimos tendemos a la insatisfacción: hay más motivos para preguntarnos si habremos escogido la alternativa correcta (mientras que, cuando hay pocas opciones, es más fácil sentir que «has acertado» por comparación), nuestras expectativas son muy altas por lo que es más fácil decepcionarnos (al fin y al cabo, con tantas alternativas… el resultado tiene que ser «perfecto») y, en última instancia, asumimos la responsabilidad por no haber elegido bien (frente a un escenario de pocas alternativas, donde «la culpa es de las pocas alternativas»).
En fin, una teoría que puede resultar contraintuitiva, pero que si nos paramos a pensar en nuestra propia experiencia seguro que encontramos más de una y más de dos situaciones que la confirman. ¿Recuerdas la última vez que has tenido que elegir algo? ¿Quizás un coche? ¿Sitios para ir de vacaciones? ¿Qué trabajo elegir? ¿Qué ordenador comprar? ¿A qué colegio llevar a los niños?
Por lo tanto… ¿podemos hacer algo para, cuando tengamos que ofrecer alternativas a alguien (en el plano profesional, o en el plano personal) facilitarles la vida? ¿Podemos evitar caer en esa paradoja autolimitándonos el número de opciones, obviando «detalles» para centrarnos en lo esencial de las alternativas?

Invertir en tiempos de incertidumbre

Éste es el título de una charla-debate-coloquio que estamos organizando desde Actibva. Se celebrará el próximo jueves 19 de junio por la terde en el edificio de la Bolsa de Madrid, y es un evento gratuito (pero requiere inscripción previa, por temas de aforo y seguridad).
Creo que el planteamiento de la charla es adecuado para los tiempos que corren. Recuerdo que en el 98-99 no hubiera hecho falta esta charla. Con «compra Terra» estaba todo arreglado. Dicen los aficionados al mar que con malas condiciones es cuando se conoce al buen navegante, y sin duda ahora estamos viviendo una mala época económica en la que no viene mal tratar de buscar resquicios para encontrar la rentabilidad (o, cuanto menos, no perderla)
Pues eso, que si os apetece el tema, por allí nos vemos.