El otro día me acordé del denominado «Síndrome de la Moncloa» y, buscando un poco (muy poco, la verdad) encontré esta descripción que me gustó:
todos llegan humildes y acaban endiosados, aislados, distanciados y enrocados en su torre de marfil
Aquí lo usamos para definir el comportamiento progresivo de los que llegan a presidentes del Gobierno, que empiezan llenos de buenas intenciones y acaban convencidos de que son lo mejor que le ha pasado a España en siglos. Y, desde esa autoasumida condición de iluminados a los que se les ha revelado La Verdad, se instalan en un discurso delirante, toman decisiones inverosímiles y arremeten con desprecio contra cualquiera que se atreva a discrepar de ellos.
Aunque claro, este comportamiento megalómano lo podemos encontrar en muchos ámbitos, también en el de la empresa. Cualquiera que «toca pelo» en forma de poder o influencia (aunque sea en proporciones minúsculas) tiende a acabar rodeado de una corte de aduladores que le ofrecen una visión distorsionada de la realidad que retroalimenta su percepción. Como la discrepancia (es humano disfrutar de las palmaditas en la espalda y alejarse de los palos) se castiga con el ostracismo, es fácil perder las referencias, la sensatez y el sentido común.
Imagino que tiene que ser complicado verse en una situación así y no sucumbir a este proceso. Lo terrible es cuando uno se ve condenado a sufrir las consecuencias de las decisiones de alguien instalado en esta dinámica. Pero si, en alguna circunstancia, uno puede observar este proceso de degradación desde la barrera resulta francamente aleccionador.