
Ayer pude disfrutar de una experiencia realmente enriquecedora. Pasé la mañana con mi amiga Sandra González Simón en su estudio de Madrid, recibiendo (o compartiendo) una primera clase de dibujo que me fascinó.
Nunca he sido un «artista», y de hecho diría que mis habilidades siempre han estado más vinculadas a la esfera racional que a lo que tiene que ver con las manos. Pero por otro lado siempre he sentido que esa otra parte de mí hacía, de vez en cuando, por salir. Hago fotos, aporreo la guitarra, trazo garabatos de vez en cuando… de alguna forma, es como si mi verdadera naturaleza (que es dual, ecléctica… como supongo que es la de todos) protestase por la sobreutilización de un lado del cerebro y buscase un poquito más de equilibrio.
El caso es que hacía tiempo que Sandra me había dicho, «¿por qué no te vienes un día al estudio y dibujamos un poco, a ver qué tal?». Y la idea me apetecía, pero siempre estaba ahí el lado izquierdo del cerebro boicoteándome: «¿en serio vas a dedicar una mañana a irte a hacer dibujitos?». Pero bueno, aprovechando este periodo de impass, donde mi racionalidad tiene menos elementos tras los que escudarse, lo hice. ¡Y qué gran decisión! ¡Cuanto aprendí en media mañana! Y no solo de dibujo…
La foto que ilustra el post es el resultado del trabajo de toda la mañana. Ese ojo, esos 10-15 trazos de copia de un dibujo del método de Charles Bargue, me llevaron más de dos horas. «¡¿En serio?!», diréis. Pues sí.
Y es que parece sencillo, pero no lo es. Porque de lo que se trataba era de ser lo más exacto posible en la reproducción. De afinar lo máximo posible la distancia entre las líneas, las proporciones, la inclinación, los puntos de corte. Esto implica que, tras una primera aproximación (hecha con la mejor de las voluntades) empieza el trabajo de verdad. Mirar y volver a mirar, borrar, rehacer, alejarse para identificar los errores, solucionarlos, volver a mirar e identificar los nuevos. Una y otra vez, una y otra vez. Llega un momento en el que ya no ves más, pero descansas cinco minutos (¡qué importante es darle un respiro al cerebro!) y a la vuelta resultan evidentes nuevos hilos de los que tirar. Otra vez a borrar, otra vez a dibujar. Y así, la aparente sencillez del dibujo («esto lo hago yo en dos patadas») se transforma en una lección de humildad. Porque tu reacción inicial es que «esto ya está, ¿no querías un ojo? pues ya tienes un ojo», y sin embargo, si miras bien, hay tanto por arreglar…
Además, es un proceso en el que no estás usando una capacidad de análisis racional. El objetivo en realidad no es «dibujar un ojo» (donde ya estás interpretando qué es un ojo, cómo es un ojo… lo cual te llevaría a dibujarlo con un sesgo; una noción que ya había leído en el libro «Drawing with the right side of the brain»), sino abstraerse del contenido y tratar de dibujar espacios, formas, relaciones; un circuito neuronal completamente distinto.. Al principio te sientes incómodo, notas como intentas «racionalizar» lo que estás haciendo, aplicar tus viejos métodos. Pero llega un momento en el que te sumerges en la tarea, y efectivamente tu cabeza empieza a funcionar de forma diferente.
El caso es que esas dos horas de trabajo (de pie delante de un caballete; con lo que soy yo de quejarme de estar de pie…) se me pasaron en un suspiro. Debí entrar en eso que llaman el estado de flujo. Ahí estaba yo (un tipo que normalmente se impacienta, que quiere resultados, nada perfeccionista, al que le basta conseguir algo «suficiente» para así poder pasar a la siguiente cosa) completamente absorto con un lapiz en la mano y una goma en la otra. 100% imbuido en el proceso.
Fue una sesión muy reveladora. Noté como Sandra (que antes de artista fue psicóloga) sonreía para sus adentros. Porque al final no se trataba de dibujar un ojo, sino de abrir una puerta.