Tengo una oportunidad profesional: ¿qué hago?

Hoy publiqué un podcast un poco diferente a lo habitual. En vez de ser una reflexión genérica, más o menos inspirada en cosas del día a día, se trata de una «reflexión concreta». Resulta que ha aparecido en el horizonte una oportunidad profesional que, en los últimos días, me está haciendo rumiar de lo lindo. Baste decir que es la primera vez, en los últimos… ¿12 años?… que me estoy planteando en serio volver al redil corporativo
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Me pedía el cuerpo hacer la reflexión en voz alta, y eso he hecho.

¿Qué factores intervienen en la rumiación?

  • Lo económico (son unas condicionas majas, aunque luego te pones a quitar costes asociados y se limita un poco…)
  • El potencial de aportación de valor (al menos a priori la actividad encajaría en gran medida con cosas en las que yo puedo ser útil)
  • El impacto en el estilo de vida (básicamente volvería a gravitar de forma mucho más intensa en Madrid, base de operaciones incluida, con la familia en Aranda… con todo lo que eso supone)
  • Mi ambivalencia respecto al entorno corporativo (con una parte positiva, relacionada con lo social, con tener una organización que tira de ti… y otra negativa relacionada con la pérdida de grados de libertad, acrecentada por tantos años asilvestrado por mi cuenta)
  • El miedo (¿y si voy por ello, y sale mal? ¿y si no voy por ello y sale mal?)
  • El reconocimiento (está guay que haya quien te reconoce un valor)
  • Las posibles alternativas («si no hago esto… ¿qué? ¿lo que estoy haciendo me satisface? ¿es sostenible? ¿qué tengo que hacer para que lo sea? ¿tengo lo que hay que tener?»)
  • Cómo afecta a otras personas
  • Cómo afecta a la identidad que he ido construyendo todo este tiempo (¿es una renuncia? ¿una contradicción?), o a mis «proyectos alternativos» (o a la posibilidad de tenerlos)
  • Cuánto de lo que hago es inercia y cuánto decisión consciente
  • Si es (o no) una decisión hell yeah, si «hell yeah» es un criterio realista o una fantasía escapista

Decía en un tuit que «Hay decisiones evidentes para las que no hace falta usar ninguna herramienta de «toma de decisiones». Y hay otras complejas que ninguna herramienta te va a solucionar…» Y ésta es una de ellas.
Y aunque esto de rumiar puede ser (y lo es) agotador… también es una oportunidad de repensar cosas, una «piedra de toque» que debe servir para romper la inercia y tomar decisiones conscientes.
¡En esas estoy!

De criterio, decisiones y gorrazos

A veces, en la vida, te llevas una serie de «gorrazos». No es una sensación agradable, y hay que tener un gran nivel de madurez para encajarlos y digerirlos sin que te duelan. Especialmente cuando esos gorrazos llegan después de haber tomado una serie de decisiones basadas en tu propio criterio. Porque si el golpe te llega de forma aleatoria… pues bueno, es lo que hay. Pero si el gorrazo es una reacción directa a algo que tú has decidido… supone cuestionar esa decisión, y el criterio que subyacía detrás.
Hay una forma fantástica de evitar llevarse estos gorrazos; no tomar nunca ninguna decisión. Hay, en el mundo corporativo, verdaderos especialistas en esto. Gente que nunca se moja, que espera siempre a ver por dónde sopla el viento para ponerse a su favor, que se sube siempre al carro ganador. Lo de menos es la existencia de un criterio, o ser coherente, o aportar algo. Lo que importa de verdad es esquivar los potenciales problemas, no exponerse, salir bien en la foto, colgarse las medallas y desmarcarse de todo lo que huela a conflicto. Lamentablemente, en muchos entornos corporativos estos comportamientos tienen premio. El que sobrevive, el que medra, el que llega más lejos… es el que mejor evita meterse en líos.
Por eso, cuando te arrean un gorrazo, dudas. Dudas no sólo de tu criterio o de las decisiones que has tomado, sino del propio hecho de tener un criterio y de tomar decisiones. Quizás si te limitases a seguir la corriente, a dejarte llevar… estarías mejor.
Pero eso, a mí, no me gusta. No quiero ser así. Prefiero definir de forma honesta un criterio, y tomar decisiones coherentes con ese criterio. Aunque a veces me equivoque, que seguro lo hago. Y aunque a veces pise algún callo, que también. Porque estoy seguro de que, incluso asumiendo la posibilidad de error, es un comportamiento mucho más valioso para mis proyectos. E incluso asumiendo los ocasionales gorrazos, y aunque suponga tener que lamerse alguna herida, es un comportamiento que me permite dormir mejor por las noches.

Cuando las fechas se imponen al producto

El otro día estaba en una reunión de planificación de un proyecto. Pensando en el calendario, alguien dijo «tenemos que lanzar antes de X». Y a mí se me hizo un plazo demasiado corto, y así lo dije. «Pero es que esa fecha es importante porque…», me respondieron. «Vale, pues la mantenemos si queréis, pero dudo que lleguemos. Y si llegamos, va a ser haciendo las cosas a medias».
No me entendáis mal. El establecimiento de fechas de entrega o deadlines es un paso clave en la planificación de cualquier proyecto. Según la conocida como ley de Parkinson, cualquier tarea se expande hasta llenar el tiempo disponible para que se termine. O sea, que si no se establecen fechas de entrega, las tareas tienden a extenderse hasta el infinito… Disponer de fechas límite es importante, por lo tanto, para focalizarse en la finalización de las tareas, y también para tener un objetivo compartido.
El problema es cuando estas fechas de entrega se mantienen aun a costa del buen término de un proyecto. Llega la fecha acordada, la tarea no se ha terminado adecuadamente (bien porque la planificación era incorrecta, bien porque se producen errores en la ejecución; da lo mismo), pero alguien insiste en que «da igual, hay que lanzar como sea en la fecha prevista».
¿Resultado? Productos a medio terminar, sin pulir, que no terminan de funcionar bien, errores, insatisfacción… eso sí, se ha «cumplido» con la fecha.
Me parece un gran error de gestión permitir que estas cosas pasen. Si se había hecho una planificación irreal, entonces habrá que asumir el error y corregir dicha planificación para fijar una fecha de entrega más realista. Las cosas tienen un proceso, y un periodo de maduración, y llega un punto más allá del cual no se puede comprimir sin que se resienta el resultado final.
Y si se producen errores en la ejecución, lo que procede es analizar las causas y resolverlas. Cualquiera de estas opciones es mejor que poner en el mercado un producto defectuoso, con todo lo que eso conlleva.
El problema es que muchas veces estas fechas son compromisos adquiridos/impuestos por otros: un jefe, un comité de dirección… gente que valora más un producto regular en fecha que un buen producto un poco más tarde. Es más fácil que caiga una bronca por un retraso que por algo mal hecho (fundamentalmente porque la mayoría de las veces no le dedican ni un minuto a usar el producto/servicio; le echan un vistazo por encima y listo). Mientras tanto los clientes/usuarios, que son quienes deberían importar (al fin y al cabo son ellos los que nos pagan) van a notar mucho más los fallos, mientras que las «fechas de entrega» que nos hayamos fijado a nivel interno les vienen a importar bastante poco…
En definitiva, ¿qué es lo importante? ¿quedar bien con «los jefes» o con los usuarios/clientes? Lamentablemente, una vez más, en el mundo corporativo la respuesta es la que no debería ser.
Foto | Joe Lanman

Un consejo para los jóvenes

Siempre viene bien escuchar a los que están de vuelta. Como Chisco Olascoaga, un hombre de 67 años que fundó Entel (por cierto, tienen blog corporativo) cuando tenía 62, tras casi cuarenta años de carrera profesional. La pregunta, en esta entrevista en El País, era «¿Qué les aconseja a los jóvenes que se abren camino?»

Lo principal es que se conozcan a sí mismos para saber qué estilo de vida quieren llevar. A partir de ahí, les animaría a que investigaran, experimentaran y reflexionaran con el fin de encontrar una pasión personal y profesional compatible con el estilo de vida elegido. Porque una cosa es lo que nos han dicho que tenemos que hacer y conseguir, y otra muy distinta lo que nos conviene y nos gusta de verdad.

Uniformados con traje y corbata

Estupenda reflexión de Andrés Pérez sobre los trajes y las corbatas

¿En que se diferencia el aspecto de los ciudadanos de la china maoista de cualquier zona de negocios de una gran ciudad? […] cuanto más reglamentado es el oficio y hay menos grados de libertad, más importancia tiene el uniforme

Uniforme. Uni-forme. Una forma. Que nadie destaque. Todos iguales. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Quién gana con esta estrategia, aparte de los sastres?
Desde que me alejé del mundo corporativo, los trajes han quedado para las bodas. No los echo de menos en absoluto.