Espacios de entendimiento

Aquí estamos nosotros. Y allí están ellos. «Nosotros» y «ellos» es una distinción identitaria cualquiera, basada en el lugar donde has nacido, en la religión que profesas, en el color de tu piel, tu ideología política o el equipo de fútbol de tus amores. Da igual, porque siempre funciona de la misma manera.

Aquí estamos nosotros con nuestras cosas, y allí están ellos con las suyas. Y entre medias, una zona de intersección. Un espacio de entendimiento formado por gente que nominalmente pertenece a uno de los dos grupos, pero que son capaces de minimizar el impacto de esa etiqueta. Gente que es capaz de apreciar lo bueno que tienen «los otros», y de hacer crítica de lo que hacen «los míos».

Gente que entiende que pertenecer a grupos distintos no tiene por qué implicar una confrontación. Gente que es capaz de lograr consensos a base de diálogo, de colaboración, de honestidad. Gente que además de pedir respeto y empatía es capaz de ofrecerla en la misma medida.

Cuanto más grande es esa zona de entendimiento, más fácil es la convivencia. Lo lógico sería pensar, entonces, que todos buscásemos trabajar para que esa zona sea más grande, e incorpore a cuanta más gente mejor. Pero no es tan sencillo. Porque resulta que vivir en esa zona es más exigente. Hay que pensar más. Hay que ser más crítico, y sobre todo más autocrítico. Hay que gestionar la incomodidad de las disonancias. Hay que ejercitar la empatía, la tolerancia y el respeto. Hay que estar alerta a las reacciones emocionales. No tienes un «enemigo», si no dos. Muchas veces hay que respirar hondo, y contar hasta diez.

Es más fácil vivir fuera de esa zona de entendimiento. En el mundo del blanco o negro, del conmigo o contra mí. En ese sitio donde la regla de actuación es clara: si lo hacen los míos está bien, si lo hacen los otros está mal. Habiendo slóganes, quién quiere argumentos. Habiendo certezas, quién quiere dudas. Nosotros los buenos, ellos los malos, no hay mucho más que hablar. Y los que viven en la zona de entendimiento son unos traidores, colaboracionistas, indeseables, sospechosos, equidistantes, tibios, políticamente correctos; todo esto los hace casi peor que si fuesen «de ellos».

Y por si fuera poco el impacto de nuestra «tendencia natural» a la polaridad, siempre tendremos interesados en agitarla para su propio beneficio. Gente que se esfuerza en presentar a los otros como la encarnación del mal, en contraposición a nosotros que somos la quintaesencia de lo bueno. El desprecio al otro es un elemento fundamental de cohesión, y la cohesión y la lealtad exigida es una anestesia para el pensamiento crítico. Y cuanto menos crítico es un grupo, más fácil es usarlo para los intereses propios.

Para conseguirlo utilizarán todo tipo de artimañas y falacias. La manipulación, la invención de noticias (o su exageración, o su selección, o su enfoque, o su ocultación… la post-verdad no es necesariamente mentira), la utilización de «hombres de paja», la provocación, la laminación de la disidencia, la exaltación de símbolos, la apelación a sentimientos, la exacerbación de las diferencias, la caricaturización, la apelación a valores supremos y grandilocuentes… El objetivo es claro: estrechar al máximo la zona de entendimiento, romper cualquier puente que pueda haber, cohesionar a los nuestros y tener a un chivo expiatorio a quien culpar de todos nuestros problemas.

Los que creemos en la zona de entendimiento tenemos que luchar contra la naturaleza humana, tan fácil de llevar por el camino de la polarización. Tenemos que luchar también contra quienes, de forma consciente e interesada, tratan de eliminar esa zona. Y soportar la presión del grupo que te mira mal por no ser lo suficientemente «de los nuestros», y la del otro grupo para quien siempre serás «de los otros».

Pero es una lucha importante. No solo la de defender ese espacio contra quienes lo intentan estrechar, si no la de hacerlo más grande. Atraer, por más difícil que resulte, a gente de aquí y de allí, y unirlos a la causa común. Reducir el espacio de la polarización, y denunciar a quienes pretenden aprovecharse de ella. Remar, remar y remar. Quizás sea una batalla perdida. Pero hay que lucharla.
Termino parafraseando a Unamuno. “En este estado y con lo que sufro al ver este suicidio moral, esta locura colectiva, esta epidemia frenopática […] figúrese cómo estaré. Entre los unos y los otros- o mejor lo hunos y los hotros- nos están ensangrentando, desangrando, arruinando, envenenando y entonteciendo.”

No les dejemos. Ni a los hunos, ni a los hotros.

Pues en eso tienes razón


Ayer coincidió que me pilló el debate de la moción de censura viajando en coche. Y no sé qué pasó en mi cerebro, pero estaba eligiendo canal de radio para hacerme compañía y pasé por RNE1 donde lo estaban emitiendo… y lo dejé. Estuve escuchando un par de horas mientras conducía, un ratito al uno y otro ratito al otro. Luego, por la tarde, alguna otra intervención.
Me pasa, en estas situaciones, que me siento un bicho raro. Escucho las intervenciones de unos y de otros y pienso: «mira, pues en eso tienes razón«. Y me siento un ser extraño. Porque tengo la sensación de que no es lo habitual. Que en este mundo de polaridades nadie dice «pues en eso tienes razón» al otro. El otro está equivocado por definición. En todo. Y punto. El otro es una etiqueta, el villano de tu narrativa, y no puede tener matices.
Y qué pena, ¿no? Con lo bonito (y útil) que sería que la gente se dijese «pues mira, en eso tienes razón». Aunque eso supusiese bajarse de la burra. Y encontrar posiciones de consenso, y construir a partir de ahí.
Pero no. Al otro hay que negarle el pan y la sal. Darle la razón, aunque sea de casualidad, te hace parecer débil a ti.

El cartón de Podemos

Cuando lo del 15-M, seguí el fenómeno con atención. Joder, llegué a bajar a la calle a sentarme en una plaza aquí en el pueblo, éramos 20 personas. Compartía la sensación de que «algo no estaba bien» con el funcionamiento del país, de la política, de la economía. Y esos momentos extraños de «catarsis compartida» me hicieron sentir que a lo mejor podíamos cambiar algo.
Claro, que esa sensación difusa de que «hay que cambiar algo» está muy bien, pero luego hay que llevarla a lo concreto. Y ese «cambiar algo» evidentemente no significa lo mismo para todo el mundo. Yo soy un defensor de la economía de libre mercado y de la responsabilidad individual, y lo que creo que tenía (y tiene) que cambiar está más relacionado con la falta de transparencia en las instituciones, el sobredimensionamiento de las Administraciones, el conchabeo entre la política y la economía (aquello del «capitalismo de amiguetes», que ni es capitalismo ni es nada) y una mayor presencia de la sociedad civil (o sea, tú, yo, el vecino de al lado) en las decisiones del día a día.
Cuando surgió lo de «Podemos», los observé con curiosidad. Sonaba bien aquello de «ni de derechas ni de izquierdas», lo de «los de abajo vs los de arriba», lo de «la gente normal», lo de la «decencia», lo de «los círculos»… quizás, a lo mejor, podíamos estar frente a un catalizador de un movimiento social que efectivamente sirviese para cambiar las cosas, para coger la ilusión de una ciudadanía más bien harta y transformarlo en energía renovadora.
No tardó, claro, en caérseme la venda. Lo de «ni de izquierdas ni de derechas» no se sostuvo, aquello era un partido de izquierdas puro y duro, con ramalazos de izquierda antigua y demodé. Lo de los «círculos» no tardó tampoco en caer, democracia interna para qué, lo importante es el «núcleo irradiador» y el culto al líder que ha ido laminando con mano de hierro cualquier disidencia. Han seguido insistiendo en gestos que cada vez me resultan más vacíos, más fachada. Han ido desdiciéndose de todas sus proclamas. Aplican con soltura la ley del embudo, aquello de señalar lo que los demás tienen en el ojo haciendo como que ellos no tienen nada en el suyo. Me resulta ya ridículo y risible (tanto como «los del otro lado») la forma en que siguen vendiéndose a sí mismos como la última cocacola del desierto, el referente moral «del pueblo», los representantes legítimos de «la gente».Si en algún momento me los creí, fue muy al principio: hace ya muchos meses que no solo no me los creo, si no que los considero un peligro, como a cualquiera que hable en nombre de «el pueblo».
Y sin embargo, me alegro de que estén en las instituciones. Me alegro de que hayan «pillado cacho» en algunos Ayuntamientos, que tengan un grupo parlamentario, que se vean en la situación de tener que «pactar acuerdos». Me alegro porque es muy fácil torear desde la barrera. Es muy fácil criticar desde la calle, desde «el activismo», desde la manifestación. Ahí se puede decir lo que uno quiera, se puede echar toda la mierda que haga falta, criticar cualquier decisión que tome cualquier partido o persona que esté en condiciones de tomarlas. Y todo manteniendo el aura de superioridad moral, algo fácil cuando no tienes que decidir nada, ni gestionar nada.
Pero ay, amigos. En el momento en el que eres tú el que decide, el que eres tú el que gestiona… se te empiezan a abrir las costuras, se te empieza a ver el cartón. Dar cargos a alguien del partido con una experiencia discutible es algo no solo tolerable, sino casi evidente. Contratar a parejas y a ex-parejas ya no es nepotismo, es cosa de curriculum. Cargar la gomina del alcalde al presupuesto es lo mínimo que se puede hacer. Las huelgas de los servicios públicos ya no molan, son ataques. Lo que antes eran privilegios a los que «la gente normal» no accedería, ahora ya sí. Hay que disculparles que se salten los procedimientos, porque claro, ellos vienen del activismo. Y suma y sigue.
Cada día que pasan en las instituciones es un día en el que su antaño «superioridad moral» queda retratada con hechos. Cada día es más insostenible esa visión carismática e inmaculada de «los decentes» y «los defensores de la gente», de las grandes palabras que son fáciles de decir porque no hay que acompañarlas de hechos. Quedan como lo que son: un partido mortal, de carne y hueso. Con gente válida y con sinvergüenzas. Con unas ideas y unas propuestas concretas, que te pueden gustar más o te pueden gustar menos… pero que pasan a ser discutidas en igualdad de condiciones con otros partidos que defienden otras ideas.
Siempre habrá, claro, un colectivo de «fanboys» que seguirán negando la mayor (¿no los tienen también todos los partidos?). Que seguirán pensando que no tienen mácula, que si cometen algún error será un pecadillo sin importancia, posiblemente producto de un error bienintencionado. O porque habrá algún individuo que lo hace mal, pero que es eso, una manzana podrida. O que, en el peor de los casos, los otros son peores y roban más. A esos no habrá quien les convenza, claro. Pero una vez rota la burbuja de la superioridad moral, cada vez habrá menos «gente normal» (de la de verdad, como tú y como yo) que se deje deslumbrar con espejitos de cristal.

No soy español

No soy español. Bueno, sí, pero no demasiado. A ver si me explico.

Nací en Salamanca. Dado que Salamanca pertenecía entonces y sigue perteneciendo ahora a una unidad administrativa denominada España, yo soy español. Es la nacionalidad que me corresponde, como me correspondería la castellanoleonesa (si Castilla y León fuese la unidad administrativa que determina la nacionalidad; ¿o sería el País Lliunés?), la salmantina (si fuese ese el caso), o la europea (si fuese ése el contexto determinante), o una hipotética nacionalidad ibérica si se fusionasen las unidades administrativas que ahora son España y Portugal. Es también la que me corresponde siendo los límites territoriales de España los que son, igual que lo sería si esos límites fuesen distintos, si hubiese una frontera en el Ebro, o en Despeñaperros.

Quiero decir con esto que para mí «ser español» es un hecho casi administrativo, más que una «identidad». Quién soy yo, cómo me relaciono con los demás… no está definido por esa circunstancia. No le tengo más aprecio a fulano por ser español, ni le resta puntos a mengano el no serlo. Tampoco me siento agredido ni minusvalorado si alguien dice que no se siente español, o que quiere irse de España… no me hace ningún daño. Y si alguien me desprecia a mí por ser español, lo que opino de él es que es gilipollas por el hecho de despreciarme por un hecho como ése (sin conocer nada más sobre mí).

No creo que la historia de España sea más «grandiosa» que la de otros países; habrá habido momentos destacables, otros lamentables… Los «héroes españoles» no me parecen más héroes que los de otros países, y creo que tenemos nuestra ración de villanos y vilezas como todos los demás. Los escritores españoles no son mejores por el hecho de ser españoles; los que son buenos lo son, igual que los buenos de otra nacionalidad.

Veo de continuo muchos españoles que me dan absoluto repelús y vergüenza ajena, del mismo modo que veo personas ejemplares de cualquier otra nacionalidad con quienes me gusta colaborar, de quienes me gusta aprender. Incluso a nivel de cultura, costumbres… veo tal diversidad que me cuesta creer que se pueda concretar qué es «ser español», no digamos identificarme con ello. Al final hay gente con la que siento afinidad y gente con la que no, y la variable «nacionalidad» pesa entre poco y nada.

Veo «ser español» como una circunstancia que te ha caído encima, como ser diestro, como medir 1.68, como tener los ojos marrones… pues sí, es un hecho, pero ya está, no da para más.

Claro, socialmente nos han inoculado desde pequeñitos vínculos de unión «ficticios» entre los españoles. Nos dan una educación más o menos homogénea, nos enseñan a dibujar «nuestra bandera», a reconocer «nuestro himno», nos enseñan «nuestra historia», nos centramos en «nuestra literatura», nos aprendemos «nuestros mapas»… Nos enseñan a animar a «nuestros equipos», a ver desfilar a «nuestros ejércitos»… Las noticias se contextualizan en lo «nacional»… Poco a poco, como una gota malaya, se va forjando esa «identidad nacional» (exactamente igual que han hecho algunas regiones, oh sorpresa), procurando inflamar ese sentimiento «patriótico», esencialmente tribal, de que el mundo se divide en «nosotros» y «ellos». Porque un colectivo tribal es mucho más manejable que un conjunto de individuos. Llegado el momento se puede apelar a esos sentimientos para distraer (¡gol de España!), para movilizar… en definitiva manipular al rebaño y llevarlo por donde interese.

Leo lo que he escrito y pienso que ojalá fuese más aséptico todavía de lo que realmente soy. Porque sí, pese a todo lo que he dicho, en realidad todavía hay momentos y situaciones en los que la «españolidad» me sale, y por ejemplo veo los partidos del Eurobasket y no me da igual quién gane. Inconsistencias humanas de las que no me enorgullezco especialmente, pero que ahí están.

Soy español porque es lo que me ha tocado ser, y eso no me hace ni mejor ni peor que nadie. Pienso en España porque es aquí donde vivo, porque son sus leyes las que delimitan mi capacidad de actuación. Y quizás me quede ese poso «sentimental», diría que residual pero inevitable, derivado de la educación y la exposición mediática durante casi 40 años.

Por lo demás, hay muchísimas cosas que definen mejor mi identidad.

Ciudadanos y Administración, concurso de irresponsables

El tema «de moda» en España son los desahucios. Sí, digo «moda», porque desahucios los hay a miles desde hace muchos años y nunca ha sido objeto de la atención mediática-política como en estas últimas semanas, lo cual me lleva a sospechar que alguna razón habrá para que ahora pase a primer plano.
Desahucios. Bancos que echan a la gente de su casa… en cumplimiento de un contrato que esa misma gente firmó en su día para conseguir que ese malvado banco les diese un crédito (recordemos: banco te presta dinero, para que se lo devuelvas a lo largo del tiempo con unos intereses; si no lo devuelves…) con el que adquirir una vivienda. Y ahí tenemos a muchos enarbolando las banderas de que «los bancos son terribles» y que la «pobre gente» está «indefensa». Que debería intervenir la Administración para frenar el «abuso» y la «estafa».
En el fondo, lo que están diciendo es «como la gente es incapaz de tomar decisiones razonables por sí misma, como somos medio imbéciles, que venga alguien a tutelarnos». Un pensamiento demasiado extendido, y que a mí me resulta insultante. «No confío en que usted sepa ahorrar para cuando sea viejito, así que ya le quitamos parte de sus ingresos ahora para darle una pensión». «No confío en que usted sepa ahorrar en tiempos de bonanza para cuando vengan mal dadas, así que le quito sus ingresos para dárselos en forma de prestación después». «No confío en su buena fe, así que le quito el dinero de sus ingresos para redistribuirselo a otros». Añadamos ahora el «no confío en que usted sepa lo que firma cuando pide un préstamo hipotecario a 30 años, ni en que haya tenido en cuenta todas las visicitudes que pueden producirse en ese periodo, así que que alguien intervenga».
Lo peor es que cada día nos encontramos con comportamientos que demuestran que, efectivamente, «la gente» es bastante incapaz de tomar decisiones sensatas. Así pues, parece que la idea de la Administración intervencionista se justifica… si no fuera porque también se demuestra cada día que la Administración es ineficiente (¿cuántos euros se pierden para alimentar su mera existencia?), y bastante torpe en la toma de decisiones. Y eso sin mencionar, claro, corrupciones, mangoneos y arbitriariedades al servicio de otros poderes. Que en conjunto transforman una idea «buena» (aunque a mí me sigue resultando insultante que me consideren incapaz) en una idea lamentable.
Así pues, nos enfrentamos a un dilema. ¿Dejamos que los ciudadanos, en el libre ejercicio de su voluntad, tomen sus decisiones y apechuguen con sus consecuencias? ¿O en la medida en que creemos que son incapaces, hacemos que los tutele una Administración que se demuestra igualmente incapaz?
¿Es peor la sartén, o el fuego? ¿Hay alguna alternativa?
PD.- Imagino que habrá decenas de tratados políticos al respecto, con unos que dicen una cosa y otros la contraria… o sea, que estamos en las mismas.

España, ¿qué puedo hacer por ti?

Veo a España mal. Muy mal, en muchos sentidos. No pienso sólo en una determinada situación económica, que sin duda es mala ahora como lleva siendo mala ya varios años. Y sin visos de solución, porque los problemas son y han sido siempre estructurales y nadie se atreve a meterles mano, a definir un proyecto de país. Pero la situación económica es, en el fondo, un síntoma. Síntoma de un sistema que no funciona, de instituciones que han perdido la confianza de los ciudadanos. Políticos de uno y otro signo que demuestran, cada vez que tienen oportunidad, una indigencia moral e intelectual alucinante. Gobierno y oposición, sean del color que sean, provocan vergüenza ajena. Los medios de comunicación (o de manipulación) conchabados con el poder político y económico para adormecer a la gente. Una justicia lenta, cara, moldeable según los intereses. Unos sindicatos ridículos. Y así todos.
Pero el problema no sólo está en «ellos». También de un colectivo ciudadano, en una sociedad civil, que comparte al 100% de las responsabilidades y que es el sustrato de todo lo que sufrimos, aunque gustemos de mirar para otro lado (los malos siempre son «los otros», los especuladores son «los otros», los corruptos son «los otros»… ¿nosotros? Sin mácula, hombre, faltaba más). Veo muy poca autocrítica, muy poca reflexión… y a cambio mucha demagogia de todos los colores. Todo son derechos, obligaciones las justas. Y la sensación de que a los pocos (o muchos, da igual) que se toman la molestia de hacer análisis serios, reposados, ponderados… nadie (ni a nivel institucional, ni a nivel ciudadano) les hace ni puto caso.
Me entristece esta situación. Y no sé qué hacer. Yo también me sentí, hace un año, «indignado». Compartía la sensación con muchos otros de que «esto no funciona». Llegué a estar sentado en una plaza de mi pueblo, con gente variopinta, tratando de expresar ese hartazgo. Pero todo aquello se diluyó. Entre unos que quisieron aprovecharse del movimiento para capitalizarlo a su favor, otros que procuraron (y creo que lograron) desacreditarlo centrando los focos en los elementos más «llamativos» o pintorescos (los «violentos», los «hippies», los «radicales»…), la propia dificultad de encauzar ese sentimiento en algo más operativo… ¿qué queda del 15M? Personalmente, frustración. La sensación de que ahí había una energía por cambiar cosas que se ha perdido.
¿Qué hacer? ¿Qué puede hacer alguien como yo, y como tú? Las «protestas callejeras» tienen para mí un componente de «derecho al pataleo», pero nada más; si sólo se quedan ahí no sirven de nada, pero darles continuidad productiva es muy difícil, y yo al menos no sé cómo hacerlo. La explosión violenta de algunos desde luego no aporta nada positivo. Otros se lo toman con humor, mucha ocurrencia y mucho ingenio… como meras vías de escape, pero de nuevo sin ningún efecto.
¿E intentarlo desde dentro del propio sistema? Afiliarse a un partido implica por definición acatar todos los procedimientos del «aparato». El que se mueve no sale en la foto, así que la lógica consecuencia es que nada bueno puede salir de los propios partidos, que están diseñados para replicarse a sí mismos. ¿Hay espacio para movimientos ciudadanos «al margen de los partidos» (tipo agrupaciones vecinales que acaban constituyéndose en partidos locales, por ejemplo)? A veces pienso que sí, aunque soy tan crítico con la condición humana (y de los españoles especialmente) que tengo la sensación de que cualquier colectivo de este tipo tiende a «pudrirse» más pronto que tarde (no hay más que ver lo que nos cuesta ponernos de acuerdo en una comunidad de vecinos…)
La tentación es (y confieso que tiendo más a esto) «pasar de todo». Ir «a lo mío», preocuparme de mi actividad profesional, de mi familia y de «los míos», procurar que «lo común» me roce lo menos posible… y el día que la cosa se ponga muy fea, coger un avión y buscarme la vida donde haga falta. Que le den por culo a España.
Pero me resisto. Se tiene que poder hacer algo.
Pero me angustia no saber qué, me angustia saber que este es un problema que no es de hoy sino que se remonta décadas y siglos atrás, me angustia pensar que gente mucho mejor que yo ha tenido la cabeza puesta en esto y no consiguió nada.
España, ¿qué puedo hacer por ti?

Síndrome de la Moncloa

El otro día me acordé del denominado «Síndrome de la Moncloa» y, buscando un poco (muy poco, la verdad) encontré esta descripción que me gustó:

todos llegan humildes y acaban endiosados, aislados, distanciados y enrocados en su torre de marfil

Aquí lo usamos para definir el comportamiento progresivo de los que llegan a presidentes del Gobierno, que empiezan llenos de buenas intenciones y acaban convencidos de que son lo mejor que le ha pasado a España en siglos. Y, desde esa autoasumida condición de iluminados a los que se les ha revelado La Verdad, se instalan en un discurso delirante, toman decisiones inverosímiles y arremeten con desprecio contra cualquiera que se atreva a discrepar de ellos.
Aunque claro, este comportamiento megalómano lo podemos encontrar en muchos ámbitos, también en el de la empresa. Cualquiera que «toca pelo» en forma de poder o influencia (aunque sea en proporciones minúsculas) tiende a acabar rodeado de una corte de aduladores que le ofrecen una visión distorsionada de la realidad que retroalimenta su percepción. Como la discrepancia (es humano disfrutar de las palmaditas en la espalda y alejarse de los palos) se castiga con el ostracismo, es fácil perder las referencias, la sensatez y el sentido común.
Imagino que tiene que ser complicado verse en una situación así y no sucumbir a este proceso. Lo terrible es cuando uno se ve condenado a sufrir las consecuencias de las decisiones de alguien instalado en esta dinámica. Pero si, en alguna circunstancia, uno puede observar este proceso de degradación desde la barrera resulta francamente aleccionador.

Asertividad contra el SPAM

En fin, no sé hasta qué punto es una batalla perdida o no, pero por mí que no quede. Hoy he recibido un email procedente de Lourdes Muñoz, una diputada socialista en el congreso (bueno, de su asistente), que se las da de ser «muy 2.0» (con su blog, su twitter, su facebook, su flickr, su youtube, su slideshare y su cuota de micrófono cada vez que hay un evento en el que se habla de «política y 2.0»), con una arenga ideológica. Ya en el pasado había recibido mails similares, y había pedido por favor que eliminasen mi email de la lista de distribución. Concretamente, dije:
«te agradecería, si fueras tan amable, que eliminaras mi dirección de esta lista de correo; estoy seguro de que, si el contenido es interesante, me acabará llegando a través de las fuentes habituales a las que estoy suscrito voluntariamente.»
Amable, cordial y sutil, creo. Recibí la callada por respuesta; creo que lo mínimo hubiera sido un «lo siento, atendemos tu petición y no volverá a suceder» pero bueno, al menos esperaba que me hubiesen hecho caso. Pero parece que no, hoy he vuelto a recibir otro correo de similares características, y de nuevo me he tomado la molestia en responder:
«en respuesta a uno de vuestros anteriores correos no solicitados ya os pedí que elimináseis mi dirección de la lista de distribución, en la medida en que ni los he pedido, ni os he cedido nunca mi dirección de email para eso (ni para ninguna otra cosa, que yo sepa), ni tengo interés ninguno en recibirlos. Observo con tristeza cómo aquella cordial petición ha sido desatendida (no sólo no recibí contestación, sino que los hechos demuestran que sigo recibiendo estos correos), por lo que procedo a incluir vuestros envíos en la carpeta de SPAM; obviamente, hubiera preferido no recurrir a esta medida y que hubiéseis atendido mi petición, pero eso es algo que queda fuera de mi control.»
Y ya está, correos a la carpeta de SPAM y no habrá más molestias. Imagino que, igual que no me respondieron la primera vez, no lo harán ésta segunda. Me da igual. Lo que me da rabia es que esta gente sea la que luego saca pecho y se las da de ser adalides de «lo 2.0» y de las nuevas formas de hacer política y de la conversación, y blah, blah, blah. Ya, ya sé, culpa mía por esperar algo bueno de un político.

Es hora de beneficios

El otro día no quise ver ni un minuto del «Tengo una pregunta para usted» con ZP. Sabía que me iba a poner de mal café de ver caritas de cordero degollado, mensajes vacíos de cara a la galería y argumentos de «yo no tengo la culpa de ná». Pero claro, el día después no pude evadirme de los resúmenes en prensa, radio o televisión.
Y una de las cosas que más me sorprendió fue el argumento de «no es hora de grandes beneficios«. Ay, madre…
Pues por supuesto que es hora de grandes beneficios. Los grandes beneficios son la consecuencia de empresas competitivas y productivas. Empresas que no necesitan subvenciones para vender productos y servicios con una relación calidad/precio que se gane el favor de los consumidores. Empresas que se han esforzado por tener procesos eficientes que redunden en una mayor capacidad competitiva. Las empresas que no tienen beneficios es porque no son competitivas y/o eficientes.
Deberíamos tener muchas empresas con grandes beneficios, y el Gobierno debería trabajar para que así fuera. Cuantas más empresas con beneficios tengamos, señal de más empresas competitivas y productivas, y mejor será la salud económica del país a medio y largo plazo, más empleo se generará, más se exportará, más inversiones se atraerán. Mantener de forma artificial empresas que no son competitivas ni eficientes es poner parches a corto plazo a costa del desarrollo a largo plazo. Pero claro, eso del largo plazo a quién le importa…
Por otro lado, he escuchado varias veces en estos meses un argumento fascinante, por parte de ciudadanos de a pié pero, lo más preocupante, también por tertulianos, políticos o periodistas. «Cuando las empresas tienen beneficios, no los reparten». ¿Nadie ha oido hablar del Impuesto de Sociedades? ¿Ignoran que cuando una empresa tiene beneficios, el 30% va a parar a las arcas del Estado? Si eso no es repartir… No es ya sólo que las empresas creen empleo para los trabajadores (lo expresó lúcidamente hace poco Felipe González: «los empleos los dan los empleadores«) y riqueza para los accionistas, sino que además contribuyen al bien común a través de los impuestos, tanto los directos suyos como los que gravan las rentas de empleados y accionistas.
Por lo tanto, soy incapaz de entender una afirmación del tipo «no es tiempo de grandes beneficios». Ójala lo fuera.

Muy pesimista con la crisis

Gafas rotas

Soy muy pesimista con la crisis, y más cada día que pasa y cada declaración que escucho a los políticos. Cuando les oigo decir que «todo viene de fuera» y que «hay que tener confianza», tiemblo. Decir que la crisis es totalmente exógena y que si no fuera por eso estaríamos en la «champions league» me provoca escalofríos, porque implica un diagnóstico tan superficial e insuficiente que es imposible que, ni de casualidad, puedan darse soluciones reales a los problemas. Y claro, así se explican los remedios que se proponen: parches de gasto público (a costa del endeudamiento futuro) sin ton ni son, y sentarse a esperar a que se pase la tormenta apelando a la confianza; poco menos que «Dios proveerá».
Que los encargados de dirigir la nave muestren ese nivel de obstinación en no ver la realidad y verles dar los consiguientes palos de ciego es lo que me hace ser más pesimista.
Siempre he defendido que España no tiene una crisis, sino dos. Una está vinculada con la crisis financiera internacional, la restricción de crédito, etc, etc. Es verdad, es de origen internacional y la sufrimos todos. Pero hay otra crisis, estructural, más grave y profunda. Hoy, cuando tenía este runrun en la cabeza, me he encontrado con este artículo en El Confidencial que lo resume perfectamente:
«Aunque no hay modelos cerrados, como lo demuestra la integración económica mundial (estamos hablando de la primera recesión de carácter global en el planeta), lo cierto es que cada país tiene su propio perfil, lo que le permite mejorar su posición competitiva en un mundo cada vez más globalizado […] ¿Y España? ¿Sabe usted a qué jugamos? Gobierno y oposición en lugar de estar todo el día tirándose los trastos a la cabeza, deberían estar trabajando ya en identificar el modelo económico español para los próximos treinta o cuarenta años, que necesariamente tendrá que ser muy distinto al que nos ha servido para salir del subdesarrollo en los últimos 50 años. En los años sesenta y setenta, España se aprovechó de los bajos precios interiores para atraer turismo y fábricas de coches que hoy representan la tercera parte de nuestras exportaciones. En los ochenta y noventa, España se benefició de los fondos estructurales para dar la vuelta al país a cambio de un desarme arancelario brutal que explica buena parte de nuestro elevado déficit comercial. Pero todos esos ‘shocks’ son los que ya se han agotado, lo que quiere decir que este país tendrá que empezar a caminar solito. Sin ayuda de nadie. Pero claro, antes hay que saber qué camino hay que tomar.»
Y yo no he oído a ningún político todavía hablar de esto, que es la madre del cordero. Enfangados en sus luchas partidistas, en su visión cortoplacista ligada a la poltrona, avergonzándonos con sus polémicas inanes y sus gestos de cara a la galería, estamos huérfanos de estadistas que se preocupen por el futuro a medio y largo plazo del país. En estas circunstancias, la crisis económica mundial pasará y aquí el paro seguirá creciendo, la competitividad se seguirá hundiendo, el déficit comercial seguirá en aumento, las empresas se seguirán yendo a otros lugares… ¿y entonces a quién le echaremos la culpa?
PD.- Hoy el gobierno al que le ha tocado lidiar con la situación es el de Zapatero. Pero estoy convencido de que, si hubiera sido uno del PP, estaríamos más o menos en las mismas. El problema no es de unos o de otros, es de la clase política en general.
Foto | functoruser