¿Cuánto vale lo que hago?

Intentando monetizar

Hace unos días leía un post en el que el autor contaba, con cierta frustración, su experiencia en el lanzamiento de un «infoproducto». Cómo después de años de generar contenidos gratis, de haber hecho un esfuerzo en la producción de su material, de haber notado el (presunto) interés de la gente… a la hora de la verdad las ventas no estaban respondiendo como hubiera deseado.
Coincidía en el tiempo con la noticia de una (presunta) «influencer» que, con miles y miles de seguidores, había intentado poner a la venta unas camisetas… sin ni siquiera ser capaz de vender el pedido mínimo que le exigía el fabricante para producirlas.

Hoy mismo he entrado en el Patreon (plataforma en la que distintas personas pueden hacerte de «micro-mecenas» con pagos mensuales para sufragar tu actividad) de alguien a quien sigo. Desde hace semanas lleva hablando de su patreon, y ha acumulado la friolera de… 1 mecenas.
Los proyectos en plataformas de crowdfunding tienen una tasa de éxito entre el 10% y el 30%. Es decir, que la inmensa mayoría de personas que abre un Kickstarter o similar con la esperanza de conseguir financiación para sus proyectos… se va con el rabo entre las piernas.
Pero vamos, que no tengo que irme tan lejos. Yo mismo he tenido experiencias (un curso abierto que intenté montar en su día, una web de venta online…) en las que he puesto en marcha iniciativas  que creía que iban a funcionar… y ni de casualidad.

La fantasía del valor

Hay un meme por ahí que refleja una dura realidad: «En su cabeza era espectacular».
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En nuestra cabeza, nuestras ideas son espectaculares. Nos parece que ese proyecto que queremos hacer nos lo quitan de las manos. Esas clases que queremos ofrecer, ese proyecto tan bueno que tenemos entre manos, ese libro que tanto nos ha costado crear. ¿Cómo va a salir mal? ¡Si es estupendo! No tenemos más que «enseñar la patita» y empezaremos a vender como rosquillas.
Esto se agrava más aún en este mundo de «redes sociales» donde tener visitas, followers y likes parece una medida del interés real que generamos. Sacamos pecho de nuestra relevancia, de nuestra llegada al público. Nos pasan un poquito la mano por el lomo, y pensamos: «la cantidad de valor que estoy aportando… lo influyente que soy… ¡en cuanto quiera, me hago rico!». Añádase un caso de éxito de esos que demuestran que «es posible» (sin contarte todos los que se quedaron en el camino)… y ya está, vía libre para nuestras fantasías.
Y entonces es cuando pedimos dinero a cambio de lo que aportamos, y nos damos cuenta de que… a ver, espera. Que un like es un like, pero lo de rascarse el bolsillo es otra cosa.

¿Realmente aportas valor?

El mercado es un mecanismo muy puñetero, y en muchas ocasiones una bofetada de realidad. Ya expliqué en alguna ocasión la relación entre coste, valor y precioUna transacción económica es lo que certifica el valor que se está aportando.
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Todo lo demás son brindis al sol, fantasías y cuentos de la lechera. Por supuesto, tú tienes derecho a creer que lo que aportas es muy interesante y valioso… pero salvo que encuentres una contraparte que esté de acuerdo, está todo en tu cabeza. Mientras no se demuestre lo contrario, el panadero de la esquina aporta más valor que tú.
Lo cual no quiere decir que no lo intentes. Pero sí que lo hagas desde una perspectiva muy humilde, en la que no esperas que los demás valoren lo que tú ofreces… sino que te dediques a investigar qué es lo que los demás valoran para ofrecérselo. ¿Ves el cambio de perspectiva?
¿Quién es tu público objetivo? ¿Qué es lo que necesita? ¿Por qué está dispuesto a pagar (sabiendo que una cosa es que te digan que «están dispuestos a pagar» y otra que lo acaben haciendo)? Y considera cualquier lanzamiento no como un punto de llegada, sino como un punto de partida: ¿cómo están reaccionando a lo que he lanzado? ¿qué les está resultando verdaderamente útil? ¿cómo podría ser más útil para más personas?
Si das respuesta a estas preguntas, y lo haces de manera efectiva, es posible que haya gente dispuesta a darte dinero a cambio.

Aferrados a un sueño egoísta

La gran trampa, en este caso, es el ego. Estamos muy apegados a nuestras ideas, a nuestra visión del mundo. Sabemos lo que para nosotros es importante, por lo que nosotros pagaríamos… y resulta difícil «bajarse del burro» para ponerse en la piel del otro, para aceptar su punto de vista y lo que considera valioso.
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Y añádase también que resulta difícil dejar atrás nuestras fantasías en las que «podemos vivir haciendo lo que nos gusta»… ¿quién no tiene apego por un plan que consiste en «que me compren camisetas», o «me compren un curso online», o «me compren un pdf», o «me compren mis fotos», o «me paguen por viajar y hacer vídeos de mis viajes», o «me paguen por jugar a videojuegos»? Lo de bajar a la mina, o echar 8 horas en una línea de montaje, o pasar tus días aguantando al público o a un jefe pesado o interminables reuniones inútiles… es para otros. No para ti, porque tú eres especial.
Pero ah, la vida es dura. Y resulta que la mayoría de las veces de la petanca no se puede vivir.

Tienes derecho a intentarlo

Por supuesto que sí. Tienes derecho a intentarlo. El grial del Ikigai, ese punto dulce donde lo que amas, lo que haces bien, lo que el mundo necesita y lo que alguien está dispuesto a pagar confluye. ¡Una aspiración completamente legítima!
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El diagrama del Ikigai es muy aparente, y te puede aportar reflexiones útiles. Tómalo como una referencia, como la estrella polar que te indica la dirección, y no como un objetivo en sí mismo. Porque no creas que va a ser fácil conseguirlo; de hecho, lo más probable es que no lo alcances nunca. Tendrás que asumir en tu camino una cuota importante de frustraciones y de compromisos.

¿Cuánto vale lo que hago?

Si quieres una respuesta a esa pregunta, no tienes más que salir al mercado y comprobarlo. Intenta vender eso que haces, a ver cuánta gente encuentras dispuesta a pagar por ello y cuánto dinero consigues.
¿Menos de lo que esperabas? Digiérelo cuanto antes, lame tus heridas, y pon el foco en aquello por lo que los demás están dispuestos a pagar.
 

Pagar por trabajar, ¿y por qué no?

Hace unas semanas saltó a la palestra una iniciativa de la agencia SCPF: un programa de prácticas en la empresa durante 10 meses a cambio de 20.000 euros. No, no es la empresa la que da 20.000 euros, sino que es el becario quien, además de trabajar, tiene que pagar. Ante esto, las reacciones han sido furibundas: «Timo, nueva vuelta al mercado laboral, vergüenza, viral, promo, vaya cara…». Y yo, francamente, no sé dónde está en problema.
Ya expliqué hace tiempo la diferencia entre coste, valor y precio . Cómo, en cualquier intercambio entre dos partes, ambas renuncian a algo para conseguir otra cosa a cambio. El valor que cada una de las partes otorga a aquello a lo que renuncia y a aquello que consigue es completamente subjetivo; y es esa subjetividad la que permite que haya márgenes de negociación.
En el caso que nos ocupa, alguien que quiere hacer esas prácticas (y por lo tanto, «entrega su trabajo») espera conseguir algo a cambio. Normalmente uno espera dinero, pero también puede recibir experiencia, conctactos, reconocimiento… y es cuestión de cada uno saber en cuánto valora todo eso. Por la otra parte, alguien que ofrece esas práctica entiende que está ofreciendo algo de bastante valor, y que además le supone un coste, y espera algo a cambio: puede ser sólo el trabajo, o puede que quiera más.
Una visión «estándar» implicaría que «yo doy trabajo, tú das dinero». Pero si ampliamos un poco los horizontes, y entendemos que en esa relación hay más cosas en juego, se abre el espacio para que las partes encuentren un espacio de equilibrio diferente al estándar. Como por ejemplo, llegar al punto de «pagar por trabajar».
Obviamente, a quien no da ningún valor a cuestiones como la experiencia, los contactos, la «puerta abierta» para un trabajo futuro… ese arreglo de «pagar por trabajar» le parece una aberración, incomprensible. La cosa está clara para él; nunca participaría en un acuerdo de ese tipo. Perfecto, no hay ningún problema. La cuestión es que el hecho de que a ti no te convenza un determinado intercambio, no quita para que a otro (que valora de forma subjetiva y por lo tanto diferente) sí le convenza. ¿Quién eres tú para decidir por otro? Si hay alguien a quien pagar 20.000 euros por ser becario de SCPF le parece bien, ¡déjale que lo haga! Allá el con sus decisiones. Y si no hay nadie, a lo mejor SCPF decide que en vez de cobrar 20.000 sólo puede cobrar 10.000. O a lo mejor acaba renunciando a cobrar nada, o acaba teniendo que pagar para que alguien haga prácticas… o a lo mejor decide que si no es a ese precio prefiere no tener becarios. Ellos sabrán.
Hay muchas cosas en el mundo por las que yo no pagaría, y me consta que hay gente que sí que las paga. De la misma forma, yo gasto dinero y tiempo en cosas que a muchas otras les parecerá un absurdo. ¿Quién tiene razón? Pues todos, porque al fin y al cabo cada uno somos dueños de nuestro dinero, de nuestro trabajo, de nuestro tiempo. Y somos nosotros los que decidimos libremente qué valor le damos, y a cambio de qué lo entregamos.
En definitiva, esto no es más que un ejemplo de libro del funcionamiento de los mercados. Oferta y demanda, que se cruzan para alcanzar un equilibrio: el punto en el que aquello que ganan las dos partes y a lo que renuncian les parece bien. Y a quien no le parezca bien ese punto de equilibrio, con no participar en el intercambio lo tiene todo resuelto.

Mercado, ¿yo?

No por esperadas menos sorprendentes algunas reacciones a mi post de ayer sobre la contribución de las decisiones individuales a la formación de «el mercado». «Demagogia», «Superliberal»… en fin, lo típico.
Pero me llaman la atención los argumentos del tipo «yo no he sido». «Cómo voy yo, con mi poco poder de compra, a tener ningún impacto… el que tiene impacto es el que mueve 1.000 millones». Pues hombre, sí, comparado uno con otro está claro que uno tiene más impacto que otro.
La cuestión es que no medimos lo que hago «yo». Medimos el impacto agregado de decenas, centenares, de miles de personas. Y entonces, amigo, la cosa cambia. ¿Te acuerdas de aquel videoclub que había en tu barrio y que cerró? Un día tu dejaste de ir porque preferías bajarte las pelis. «Bueno, pero no por mi culpa; total, ya ves tú el impacto que yo tenía en su cuenta de resultados, una o dos pelis al mes que sacaba». ¿Y de aquel ultramarinos donde el simpático tendero nos vendía cualquier cosa, y que hace tiempo echó el cierre? Es verdad que tú un día dejaste de ir porque en el hipermercado aparcabas mejor, tenías de todo, y de precio más barato. Pero hombre, no cerró por ti, total sólo ibas de vez en cuando. ¿Te acuerdas de aquel pujante sector zapatero que había en España? No, el hecho de que una vez al año tú compres unos zapatos, y prefieras unos más baratos (que vienen de algún país oriental) tampoco influye en su declive. No es culpa tuya.
Entre todos la mataron, y ella sola se murió.
Y así. «Yo no he sido». Po fale.
Y luego está otra cuestión. Y es que parece que hay gente a la que le cuesta entender que el comportamiento de «los mercados» (o sea, de esos malvados especuladores con miles de millones capaces de, con una decisión, tumbar a una empresa) es exactamente el mismo que el de cualquier individuo: buscar el máximo beneficio, la máxima utilidad obtenida a cambio de unos recursos. Si tú eres capaz de hacer malabares por ahorrarte unos euros en una compra online (y así obtener un mayor rendimiento por tu dinero), y te parece bueno, positivo, deseable… ¿por qué el hecho de que otros señores (con más dinero, sí) hagan lo mismo les califica de malvadísimos ogros, peligrosísimos especuladores, etc.? Ah, no, es que cuando lo haces tú no «tumbas» a nadie. Claro. Diluimos nuestra responsabilidad entre la de la masa informe («total, lo que yo hago no impacta») y así nos quedamos tan tranquilos. El especulador es el otro, nosotros sólo somos hábiles comprando.
Po fale otra vez.

Mercado eres tú

Me enervo. Cada vez que oigo eso de «los mercados acosan a España», «estamos sometidos a la dictadura de los mercados», «no vamos a pagar la crisis de los mercados»… me subo por las paredes. Se habla de «los mercados» como si fuese un ente ajeno, malvado, movido por oscuros intereses.

¿Pero qué es el mercado?
Mercado es cada vez que comparas los folletos del supermercado para comprar la leche más barata. Cada vez que sacas tu dinero de un banco para llevarlo a otro donde te dan una vajilla o un 0,1% más de rentabilidad. Cada vez que entras en un comparador de vuelos en internet. Cada vez que vas a «los chinos» a comprar lo que antes comprabas en la papelería o en la juguetería. Cada vez que buscas la gasolinera más barata de tu pueblo para ir a repostar. Cada vez que buscas un producto de electrónica en tiendas online, o lo compras directamente en dealextreme. Cada vez que compras un pescado en vez de otro «porque hoy está caro». Cada vez que te apuntas a una oferta de internet. Cada vez que vas a varios bancos buscando las mejores condiciones para una hipoteca. Cada vez que comparas las tarifas de empresas de móviles. Cada vez que cambias tu seguro a otra compañía porque es más barato. Cada vez que pillas la oferta «3×2», «la hora feliz», «los niños viajan gratis». Cada vez que buscas un trabajo en el que te paguen mejor. Cada vez que buscas en los anuncios de alquileres de piso y segmentas en el precio. Cada vez que no bajas el precio de tu vivienda en venta. Cada vez que…
Decenas de decisiones diarias en las que buscamos maximizar nuestra utilidad. Obtener el mayor valor a cambio de nuestro dinero. Si puedo comprar una barra de pan por 40 céntimos… ¿por qué voy a pagar 80 céntimos por la misma barra de pan? Mejor pagar 40, y los otros 40 los dedico a otra cosa. La suma de todas esas decisiones, las nuestras y las de todos los demás, es el mercado. No es nada ajeno a nosotros.
¿Qué es mercado?, dices mientras clavas
en mi pupila tu pupila azul.
¿Qué es mercado? ¿Y tú me lo preguntas?
Mercado… eres tú.

¿Cuánto vale una atención correcta?

La otra tarde nos acercamos a una tienda de muebles. El peque crece, y ya se va mereciendo un escritorio en condiciones para hacer sus cosas. Total, que nos recibe una vendedora entre seca y borde que, con notable desgana, nos enseña el modelo que queremos (de la misma línea que el dormitorio que les compramos tres años atrás), responde a nuestras dudas y nos hace un presupuesto. Todo ello, insisto, con una actitud de esas que te hacen preguntarte si es que en vez de venderte lo que quieren es que te vayas y no les molestes.
Al día siguiente, nos acercamos a otra tienda, a ver qué tenían. Y resulta que son distribuidores del mismo fabricante, por lo que disponen del mismo modelo. La chica que nos atiende lo hace con cordialidad y corrección. Tampoco nada extraordinario, pero en comparación con el día anterior parecía el colmo de la amabilidad. Total, que nos hace el presupuesto… que resulta ser un 10% más caro (sobre un presupuesto de unos 200 euros… más o menos 20 euros de diferencia).
¿En qué ha quedado la cosa? En que un día después regresamos a la primera tienda (vendedora borde, pero 10% más barato) y confirmamos el pedido.
Realmente me he quedado con un sabor agridulce, al darme cuenta de que a pesar de todo soy demasiado sensible al precio. Que la bonita idea de «prefiero que me atiendan bien» tiene la coletilla de «siempre que no me cueste más». Ojo, estamos hablando de la mera atención en la compra de un producto (no de los servicios asociados a dicha compra; en este caso, el producto y los servicios eran los mismos en los dos lados). ¿Singifica eso que una buena atención no marca la diferencia?
Reflexionando a posteriori, creo que algo sí influye. Creo que si la atención en la primera tienda hubiese sido más correcta, posiblemente no hubiésemos pensado en ir a una segunda, ni siquiera buscando precio más barato (personalmente no soy muy amigo de dedicar mi tiempo a ir «de tiendas»; ahí sí que asumo pagar un cierto sobreprecio a cambio de no enredarme). Y creo que si el precio de la segunda hubiese estado más igualado, la atención correcta hubiese decantado la balanza hacia ellos.
Pero lo cierto es que, al final, acabamos comprando donde nos atendieron regular.
Foto: Darren Hester

Quiero un Ferrari

Un hombre entra en un concesionario de coches de lujo. Se acerca a un precioso Ferrari, y le dice a uno de los vendedores: «Quiero este Ferrari»
– «Excelente elección, caballero»
– «¿Cuál es el precio?»
– «200.000 euros, señor»
– «¿Cómo dice? ¿200.000 euros? ¿Se ríe de mí?»
– «Disculpe, señor, no le entiendo…»
– «Acabo de estar en otro concesionario, y me venden un Dacia Logan de segunda mano por 5.000 euros»
– «Ya, señor, pero entenderá usted que hay ciertas diferencias…»
– «¿Diferencias? Un coche es un coche: un motor, cuatro ruedas, un volante…»
– «En ese caso, señor, le sugiero que adquiera usted el Dacia Logan que seguro le dará grandes satisfacciones»
– «Pero es que yo quiero un Ferrari. Mire, haremos una cosa, le ofrezco 10.000 euros y no se hable más…»
Exagerado, lo sé. Caricaturesco. Pero lo cierto es que a la hora de vender un producto (y no digamos un servicio), siempre te vas a encontrar potenciales compradores que te esgriman que «me ofrecen ‘lo mismo’ por menos dinero». Y seguramente lo del «menos dinero» sea cierto. Pero lo de «lo mismo» habría que verlo, porque es muy difícil que dos cosas sean «lo mismo».
¿Cuánto vale esa diferencia? Difícil establecerlo en términos objetivos, porque el valor es algo completamente subjetivo y más cuando hay un conjunto de características intangibles más difíciles de medir. Pero por eso mismo, estamos plenamente legitimados a establecer, para aquello que vendemos, cuál es el valor que creemos que aporta (y por consiguiente a fijar el precio que consideremos oportuno). Siempre habrá quien, como el del Ferrari, no esté de acuerdo con esa valoración (o peor aún, esté de acuerdo pero intente jugar con nosotros para no pagarla), pero no por ello tenemos que claudicar. Mientras haya otros clientes que sí aprecien ese valor diferencial, y estén dispuestos a pagarlo, es a ellos a quienes tenemos que dirigirnos.
Y mientras tanto, si alguien está convencido de que un Dacia Logan le vale lo mismo que un Ferrari… que se lo compre.
Foto: 98octane

Sobre el cierre de Soitu

Hoy a mediodía ha saltado la noticia del cierre de Soitu. ¿Qué es Soitu? Un periódico online, que nació hace casi dos años. A mí personalmente me gustaba, tanto por la selección de noticias (alejadas de los medios tradicionales) y por el enfoque fresco y «desenfadado» que le daban. Y me da pena que tengan que echar la persiana; según parece entenderse, no han conseguido tener beneficios nunca y el inversor principal (BBVA) ha decidido dejar de poner dinero.
Lo cual nos lleva, una vez más, al debate del valor aportado. Para empezar, Soitu era un medio gratuíto. No cobraba a sus usuarios. Y creo que no cobraba porque no podía cobrar, poca gente hubiese pagado una suscripción a cambio de esos contenidos (ahora saldrá mucha gente diciendo que sí, que ellos sí hubiesen pagado… yo lo dudo). Modelo «free», entonces. Pero como dije hace un tiempo, alguien tiene que pagar en la economía de lo gratis, porque los locales no se pagan solos, los equipos tampoco, los profesionales tampoco. Si no son los usuarios tendrán que ser unos anunciantes a cambio de mostrar su publicidad. Y si no, tendrán que ser los accionistas los que pongan dinero. En todo caso, sea quien sea el que paga, hay que ofrecerle un valor a cambio. Si no, «no hay trato».
Que Soitu tenga que cerrar no es más que la certificación de que no consiguió ofrecer valor suficiente a quien debía ofrecérselo, aquéllos en condiciones de generarles unos ingresos suficientes para compensar gastos. Ni a los usuarios (¿era un contenido tan sobresaliente como para que se pagase por ellos? ¿hay posibilidad, en la internet de hoy, de cobrar por contenidos?), ni a los anunciantes (¿consiguió llegar a tener un volumen de visitantes interesantes? ¿resulta rentable la publicidad a base de banners?), ni a su accionista (¿qué le aportaba Soitu a BBVA ahora o en el futuro?). Entonces, como ya sucedió en el caso de Mobuzz, el cierre es algo lógico. Y, si nos atenemos a la lógica económica, incluso bueno; los recursos que se estaban invirtiendo en esa iniciativa estarán mejor aprovechados en otro sitio, uno donde sí generen un valor suficiente como para que alguien quiera pagar por ello.

Reduciendo los gastos de envío

En el proceso de ajuste de Triopic, hoy he aplicado un cambio de política: la reducción de los gastos de envío. En el planteamiento original, el coste de envío por agencia de transporte era (para España peninsular) de 9 euros (iva incluído). O sea, de 7,76 euros sin IVA. A mí el coste del envío me sale a 9,71 más IVA, o sea, que por cada envío ya estaba asumiendo 1,95 euros del coste.
Sin embargo, parte del feedback recibido (especialmente por parte de personas no acostumbradas a la compra online) es que los costes de envío resultaban un poco intimidatorios. Y en cierto sentido, lo entiendo: tú ves que el producto te cuesta 39,95, y que el envío te cuesta 9… y es prácticamente un 25%. «Y si lo comprase en una tienda, me lo ahorraría». Y eso, por mucho que sepamos que en realidad «ir a la tienda» también tiene un coste aunque más oculto (el tiempo que tardas, la gasolina que gastas, el parking, etc.), es una realidad percibida por el potencial cliente que supone una barrera para la compra.
Así que le he pegado un «tijeretazo», dejando los costes de envío en unos testimoniales 3 euros IVA incluído. Eso supone 2,59 euros para mí, o sea, que por cada envío voy a estar asumiendo más de 5 euros del transporte. ¿El objetivo? Reducir al máximo esa «barrera psicológica» de los gastos de envío. A cambio, lógicamente, se reduce el margen comercial para poder hacer descuentos (porque, de hecho, poner esos precios de envío ya supone un descuento).
No sé por qué, pero tengo la sensación de que la gente percibe mejor una reducción de 6 euros en el coste del envío que si la reducción la haces en el precio.

La determinación de precios en Triopic

Siguiendo con el argumento sobre si Triopic aporta algo o no, decía que en el comentario de Manuel había implícita (bueno, explícita más bien) una referencia al precio: «dejarte casi 40€ más los gastos de envío, en un marco con tres fotos, me parece excesivo» o «¿Qué justifican los más de 40€ que me va a costar el marco?».
Vaya por delante lo que ya he dicho en más de una ocasión: un precio no es caro o barato de por sí, únicamente cuando se pone en referencia al valor percibido por parte de quien lo paga. Y ésa es una cuestión totalmente subjetiva: lo que a uno le parece caro a otro le puede parecer barato, y viceversa. Pero dicho esto, ¿por qué 39,95 (iva incluído, ojo – sin IVA queda en 34,44) y no otro precio?
Bien, por un lado tenemos el coste: en el coste del Triopic se incluye esencialmente el marco, el revelado de las fotos, el coste del embalaje (caja, protección, etiquetado, precinto…) y parte del coste del envío (no se repercute todo el coste de mensajería al cliente). Adicionalmente incluirá (cuando lo tenga bien afinado) una parte de «ingresos compartidos» con los autores de las fotografías. Además hay una masa de «coste no imputado» (el tiempo dedicado a la creación de elementos del catálogo, el tiempo de gestión de los envíos incluído el montaje, costes generales como ordenador, consumibles o la propia línea, el hosting, el TPV…) que también hay que tener en cuenta. Y eso haciendo yo todo (imaginaos que tenga que tener a una persona en administración, o en montaje… su coste habría que imputarlo también), usando mi casa como almacén y taller (imaginaos si tuviese que tener un local).
Teniendo en cuenta este coste (más o menos acotado), hay que definir un precio de referencia que permita obtener una rentabilidad (una parte nada despreciable de la cual, no lo olvidemos, se va a para Hacienda, en este caso en forma de IRPF), y que además permita un cierto margen de maniobra comercial: es decir, que pueda hacer un descuento promocional (como el que he establecido para «amigos del blog», un 30% de descuento; o un descuento puntual en determinados artículos para incentivar su compra; o cualquier otra iniciativa comercial que se plantee), o un descuento importante para grandes cantidades, o un margen para un potencial distribuidor (por ejemplo, distribuir los Triopics en determinadas tiendas físicas de decoración).
Ya véis, por lo tanto, que definir un precio no es algo baladí. Obviamente, luego está la parte del mercado. Si el mercado decide que ese precio es demasiado alto, tendré que reducir el precio lo que implica o bien reducir el coste para mantener el margen, o bien trabajar con menos margen. Y si llega un momento en que la presión del mercado y los costes hacen que el margen sea tan pequeño que no merezca la pena… pues «no hay trato» y a desaparecer. Como ya he dicho en otras ocasiones… «Libre mercado. Asignación eficiente de recursos. Utilidad y coste marginal. Y no hay nada más.»

¿Y qué aporta Triopic?

Me arroja Manuel, en un comentario a un post anterior, una serie de guantes interesantes. Uno de ellos, a partir de esta frase:
«No ofreces ningún valor añadido a la cadena. O al menos aparentemente. Vendes marcos de 3 fotos, que se pueden encontrar en los chinos a precios irrisorios, y los vendes con fotos públicas. ¿Dónde está el valor diferencial? ¿Qué justifican los más de 40€ que me va a costar el marco?»
En realidad la pregunta tiene dos cuestiones diferentes. Una es si Triopic aporta algo, y otra es si ese «algo» justifica el precio. Así que vayamos a lo primero.
Efectivamente. Lo que vende Triopic se lo podría hacer uno mismo con un desembolso menor. Te vas a Ikea y compras un marco prácticamente igual (yo lo que he visto en «los chinos» tiene peor pinta, la verdad; de hecho, incluso el de Ikea es tablero de fibras laminado, en vez de madera natural, pero vale). Te vas a Flickr y buscas las fotos que tú quieras, te las bajas, las ajustas al tamaño adecuado, las metes en un pendrive y las llevas al laboratorio fotográfico de la esquina (o las revelas por internet); y si son tuyas, ni siquiera tienes que buscarlas . Llegas a casa, desmontas el marco, haces un poco de manualidades para montar las fotos, y ya está. ¿Desembolso? 12-13 euros. ¿Coste? Amigo, ésta es otra historia. Todo depende de cuánto valores tu tiempo, de cuánto te apetezca irte al Ikea de turno (si tienes uno cerca), del tiempo que quieras dedicar a localizar fotos que te gusten, del tiempo y la habilidad que tengas para ajustarlas al tamaño adecuado, del tiempo que quieras dedicar al revelado, al montaje… frente a eso, Triopic es elegir, pagar, y tener el marco listo para colgar.
¿Por qué creo que, a pesar de que «hacértelo tú mismo» sea más barato, Triopic puede funcionar? Por lo mismo que hay gente (mucha, a tenor de los resultados) que prefiere llamar a Telepizza y pagar sus precios en vez de hacerse una pizza más rica y por mucho menos dinero en casa. Por lo mismo que hay gente que prefiere pagar por comer en un restaurante en vez de hacer la compra, cocinar en casa, preparar una mesa y luego recoger. Porque hay gente que está dispuesta a pagar dinero porque le facilites las cosas, gente que le da un valor al tiempo y esfuerzo que tiene que realizar. Evidentemente, habrá gente que diga que «ni de coña», que para tirar el dinero mejor lo hace él. Perfecto, ahí tienen las herramientas para hacerlo; no tengo ningún problema, claramente no son clientes míos. Pero creo que sí hay un perfil dispuesto a pagar porque alguien le simplifique el proceso (¿cuántas personas tienen sus paredes desnudas porque les da pereza ponerse a decorar?). Y ésos son mis clientes potenciales.
Otra cosa es cúanto dinero están dispuestos a pagar por esa simplificación. Obviamente, cuanto mayor sea la diferencia entre «me lo hago yo» y el «me lo hacen otros», menos personas habrá dispuestas a pagar por ello. La cuestión es encontrar el precio justo. Pero eso, amigos, es materia para otro post.