La paciencia y la gestión del cambio


Supongo que nos ha pasado a todos. Queremos algo, y lo queremos ya. Los procesos necesarios para que ese «algo» se transforme en una realidad consistente nos parecen un engorro. ¿Cuánto queda? ¿Y ahora? ¿Ya? Tuve un jefe que decía «yo es que cuando imagino una cosa, la considero ya hecha». Bueno, vale. Pero ya lo dice el refrán: del dicho al hecho, hay mucho trecho.

Carreteras comarcales

Imagina una de esas rutas en coche por la montaña. Carreteras estrechas, curvas cerradas, baches, arcenes inexistentes al lado de un precipicio. Y alguna vaca ocasional. Como mucho puedes ir a 30-40 km/h de media, y gracias. Eso implica que, para un trayecto de 60 km, a lo mejor tardas dos horas.
«No puede ser», dice uno. «No es asumible tardar tanto. ¡Tengo mucha prisa!». Y entonces pone su coche a 120 km/h.
Quizás pueda con la primera curva. Pero con la segunda, o con la tercera, estará fuera de la carretera. Si tiene suerte, podrá volver a emprender el camino (asumiendo los tiempos, si no quiere volverse a salir). Si tiene peor suerte el coche quedará inutilizado, tendrá que esperar a la grúa y tardará incluso más de lo inicialmente previsto. Y si tiene peor suerte, igual ni lo cuenta.
«¡Pero es que no puedo permitirme tardar dos horas!» Pues es lo que hay.

No por mucho madrugar amanece más temprano

Casi todas las cosas llevan su tiempo. Quizás podamos optimizar, pero aun así pocas cosas hay que sucedan de forma inmediata. Y a partir de ahí, por mucho que queramos forzarlas, seguirán llevando su tiempo. «No por mucho madrugar amanece más temprano», dice el refrán.
¿Quieres construir una casa? Lleva tiempo ¿Quieres cocinar un buen cocido? Lleva tiempo. ¿Quieres aprender a hablar inglés? Lleva tiempo. ¿Quieres recuperarte de una lesión en la rodilla? Lleva tiempo. ¿Quieres que tu hijo adquiera determinados hábitos de estudio? Lleva tiempo.
¿Sirve de algo encabezonarse en que esto tiene que estar, «sí o sí», para mañana? Pues la mayoría de las veces no, no sirve para nada más que para frustrarse (en el mejor de los casos) o para empeorar las cosas. Porque cuando aplicamos presión excesiva es fácil que se supere el punto de rotura.

La paciencia y los procesos de cambio

Los procesos de cambio en los que las personas son las protagonistas son, quizás, uno de los casos más claros. Seguimos considerando a las organizaciones, a los proyectos… como «máquinas» que deben reaccionar a nuestros deseos, y hacerlo además de forma inmediata. «Tenemos que ser ágiles». Como aspiración está bien, pero todo tiene su límite. Y en vez de asumir que los procesos de cambio tienen sus tiempos, pretendemos quemar etapas a toda velocidad. 
Todo bien puesto en un cronograma, aquí esta etapa, aquí esta otra, y para final del trimestre tenemos el cambio conseguido.
Y cuando los procesos de cambio no cuajan, nos llevamos las manos a la cabeza: «¿Pero cómo es posible?» Hombre, pues porque esto es un proceso de cambio y lleva sus tiempos. «¡Pero si yo ha hice un plan de comunicación, y les he dado cursos… ¿qué más quieren?». Pues todo eso está bien, contribuye… pero sigue siendo necesario el tiempo.
«¡Pero es que no tenemos tiempo! ¡Esto tiene que hacerse sí o sí!». Bueno, pues nada, inténtalo. Pon tu coche a 120 km/h, y a ver qué pasa.

La fractalidad de los procesos

El otro día me cruzaba con este tuit donde alguien mostraba este proceso. Todas estas cajitas y líneas entrecruzadas simplemente para reflejar el «detallito» de cómo se toma la decisión de si una app envía al usuario una notificación o no.
Una de las cosas que más me frustraron de mi paso por la universidad fue lo poco (nada, en realidad) que nos hablaron de procesos. Muchos «grandes temas», pero a la hora de bajar al barro… nada. Recuerdo que en cuarto curso hice unas prácticas, y al acabar las mismas me pidieron que reflejase la actividad en un «proceso»… y me costó poner tres cajas juntas. Y me fastidia, porque los procesos son el lenguaje con el que es posible transmitir el funcionamiento de cualquier actividad medianamente ordenada. Qué se hace primero, qué se hace después, qué información se necesita, quién la proporciona, dónde se almacena, cómo se muestra, qué efectos tiene. Los procesos son fundamentales si uno quiere tener cierta homogeneidad / consistencia a la hora de hacer las cosas, si aspira a automatizar, si quiere tener información relevante… elementos que parecen consustanciales a una gestión eficaz.
Pero parece los procesos no tienen glamour. No es una actividad «intelectual» ni «creativa», al fin y al cabo sólo hay que «plasmar lo que hay». Trabajo de hormiguitas, lo puede hacer cualquiera. La idea es lo importante, lo demás es «simplemente» ponerlo negro sobre blanco. Y en parte es cierto. Pero para hacerlo bien hay que hacerlo a un nivel de detalle que a la mayoría de personas hace que les explote la cabeza. Cuando hablo de la naturaleza «fractal» de los procesos me refiero a que para cada idea aparentemente simple se puede (se debe) empezar a entrar a un nivel de detalle superior. Y para cada uno de esos niveles, de nuevo, puedes profundizar más. Y más. «Eso son detalles», dirá alguno. Bueno, detalles sí, pero detalles que hacen que las cosas funcionen de una o de otra manera (o que no funcionen), que hacen que sea más o menos eficaz, que hacen que puedas disponer de más o menos información, que requiera más o menos recursos
En el ámbito directivo es muy habitual el perfil «de la idea feliz». «Hagamos esto», dicen. Vale, ¿y los detalles? «Yo no estoy en los detalles, que mi tiempo es muy importante». Vale. Y ahí es cuando empieza la tarea de construir a ciegas, intentando ponerse en la mente del directivo e ir articulando todos esos detalles, hasta hacerlo realidad. «¿Y por qué no está hecho todavía?» Amigo, es que decirlo es fácil, pero para bajarlo a la tierra hace falta mucho curro. «Ah, pues en eso no había pensado». Ya, pues es que sin eso no se puede avanzar. «Pero esto no es lo que yo tenía en mente». Ah, ¿y cómo íbamos a saber lo que tú tenías en mente, más allá de tu «idea feliz», si cuando te preguntamos nos dices que tú no estás en los detalles? «Pues lo hacemos de esta otra forma que se me ocurre así a vuelapluma». Ya, pero eso implica cambiar un montón de cosas por detrás en las que tampoco has pensado.
No puedo decir que yo esté libre de pecado. Reconozco que, incluso siendo consciente de la importancia de los procesos, me cuesta mucho llegar al nivel de detalle necesario. Y me fascina, y me parece que merecen mucho más reconocimiento, las personas que son capaces de sumergirse en un proceso hasta dejarlo perfectamente trabajado. Porque son los que, al final, hacen que las cosas funcionen.

Dibujar: una excursión al hemisferio derecho

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Ayer pude disfrutar de una experiencia realmente enriquecedora. Pasé la mañana con mi amiga Sandra González Simón en su estudio de Madrid, recibiendo (o compartiendo) una primera clase de dibujo que me fascinó.
Nunca he sido un «artista», y de hecho diría que mis habilidades siempre han estado más vinculadas a la esfera racional que a lo que tiene que ver con las manos. Pero por otro lado siempre he sentido que esa otra parte de mí hacía, de vez en cuando, por salir. Hago fotos, aporreo la guitarra, trazo garabatos de vez en cuando… de alguna forma, es como si mi verdadera naturaleza (que es dual, ecléctica… como supongo que es la de todos) protestase por la sobreutilización de un lado del cerebro y buscase un poquito más de equilibrio.
El caso es que hacía tiempo que Sandra me había dicho, «¿por qué no te vienes un día al estudio y dibujamos un poco, a ver qué tal?». Y la idea me apetecía, pero siempre estaba ahí el lado izquierdo del cerebro boicoteándome: «¿en serio vas a dedicar una mañana a irte a hacer dibujitos?». Pero bueno, aprovechando este periodo de impass, donde mi racionalidad tiene menos elementos tras los que escudarse, lo hice. ¡Y qué gran decisión! ¡Cuanto aprendí en media mañana! Y no solo de dibujo…
La foto que ilustra el post es el resultado del trabajo de toda la mañana. Ese ojo, esos 10-15 trazos de copia de un dibujo del método de Charles Bargue, me llevaron más de dos horas. «¡¿En serio?!», diréis. Pues sí.
Y es que parece sencillo, pero no lo es. Porque de lo que se trataba era de ser lo más exacto posible en la reproducción. De afinar lo máximo posible la distancia entre las líneas, las proporciones, la inclinación, los puntos de corte. Esto implica que, tras una primera aproximación (hecha con la mejor de las voluntades) empieza el trabajo de verdad. Mirar y volver a mirar, borrar, rehacer, alejarse para identificar los errores, solucionarlos, volver a mirar e identificar los nuevos. Una y otra vez, una y otra vez. Llega un momento en el que ya no ves más, pero descansas cinco minutos (¡qué importante es darle un respiro al cerebro!) y a la vuelta resultan evidentes nuevos hilos de los que tirar. Otra vez a borrar, otra vez a dibujar. Y así, la aparente sencillez del dibujo («esto lo hago yo en dos patadas») se transforma en una lección de humildad. Porque tu reacción inicial es que «esto ya está, ¿no querías un ojo? pues ya tienes un ojo», y sin embargo, si miras bien, hay tanto por arreglar…
Además, es un proceso en el que no estás usando una capacidad de análisis racional. El objetivo en realidad no es «dibujar un ojo» (donde ya estás interpretando qué es un ojo, cómo es un ojo… lo cual te llevaría a dibujarlo con un sesgo; una noción que ya había leído en el libro «Drawing with the right side of the brain»), sino abstraerse del contenido y tratar de dibujar espacios, formas, relaciones; un circuito neuronal completamente distinto.. Al principio te sientes incómodo, notas como intentas «racionalizar» lo que estás haciendo, aplicar tus viejos métodos. Pero llega un momento en el que te sumerges en la tarea, y efectivamente tu cabeza empieza a funcionar de forma diferente.
El caso es que esas dos horas de trabajo (de pie delante de un caballete; con lo que soy yo de quejarme de estar de pie…) se me pasaron en un suspiro. Debí entrar en eso que llaman el estado de flujo. Ahí estaba yo (un tipo que normalmente se impacienta, que quiere resultados, nada perfeccionista, al que le basta conseguir algo «suficiente» para así poder pasar a la siguiente cosa) completamente absorto con un lapiz en la mano y una goma en la otra. 100% imbuido en el proceso.
Fue una sesión muy reveladora. Noté como Sandra (que antes de artista fue psicóloga) sonreía para sus adentros. Porque al final no se trataba de dibujar un ojo, sino de abrir una puerta.

El uno por el otro… la casa sin barrer

Este es un «sucedido» que me contaban hace unos años, referido a una redacción de periódico (y que me perdonen los periodistas si cometo alguna incorrección respecto a los puestos). El hecho es que, dentro del proceso de publicación, estaban definidos tres puntos de control para que el contenido que salía de la imprenta fuese el correcto. Aparte del propio redactor, había alguien en la redacción que tenía que repasar todo el contenido antes de mandarlo a imprenta, y luego alguien tenía que hacer una última revisión para ver que lo imprimido estaba bien.
Total, que habiendo tres puntos de control… no eran pocas las veces que el periódico se imprimía con errores, algunos de ellos garrafales. ¿Y por qué? Porque el primero pensaba «bah, si después me lo van a revisar dos, para qué me voy a molestar yo». El segundo pensaba «bueno, esto se supone que viene revisado, y después hay otro que lo controla, así que… para qué me voy a molestar yo». Y el tercero pensaba «ya hay dos personas que han revisado esto, ¿para qué me voy a molestar yo?
Y así, los unos por los otros, la casa sin barrer… y es que en ocasiones la redundancia de sistemas de control (y más cuando son «humanos») paradojicamente redunda en un peor control.