Los robots crean empleo

Llevo un tiempo dándole vueltas a esto de los robots y el futuro del trabajo, y trato de considerar todos los argumentos que se plantean alrededor de este tema que, para mí, es uno de los grandes retos económicos y sociales de los años por venir.
Hoy me cruzaba en twitter con una reflexión:

«Robótica y empleo van juntos. Cada robot que nosotros instalamos tiene dos ingenieros detrás»

Es un tuit, no conozco el contexto de la frase, y a lo mejor resulto injusto. Pero me parece muy interesante, en la medida en que refleja cierta corriente de opinión «tecnooptimista», que ante los retos que mencionaba acaban optando por el «no pasa nada, la tecnología proveerá». ¿Un problema para el empleo? No, hombre, por cada robot tenemos dos ingenieros.
Vale, el robot permite que haya dos ingenieros… ¿y cuántos puestos de trabajo amortiza? ¿Cuál es el saldo neto de creación/destrucción de empleo? «Yo creo empleo» no sirve como respuesta, si el saldo global (como intuyo) es negativo.
Incluso si asumiésemos que son dos ingenieros a cambio de dos puestos de trabajo amortizados por el robot, que no hay destrucción neta de empleo… ¿cuál es el perfil de esos puestos de trabajo que se destruyen? Apuesto por trabajos poco cualificados, desempeñados por personas que están muy lejos de ser ingenieros. Si destruimos empleos de «baja cualificación», y lo que aparecen oportunidades que requieren una mayor cualificación… ¿Qué hacemos? ¿Transformamos automáticamente a unos en otros? ¿Es creíble que podamos tener una sociedad de «solo ingenieros»? ¿Qué va a pasar con todas las personas que «no den el nivel»?
Como digo, me parece que ahí hay mucha miga. Y nos vamos a enfrentar irremediablemente a ese problema. A ver cómo lo resolvemos.

Tchs, tchs, que viene el robot

robots
Quién sabe por qué extraños vericuetos de la memoria, este tema me hace recordar una canción de hace 30 años. Diría que eran La Trinca los que cantaban «tchs, tchs, que viene el neutrón» (aunque no encuentro referencias en internet… ¿me lo habré inventado?). El caso es que ahora no es el neutrón, si no el robot, el tema de moda. El advenimiento de los robots, no ya como simpáticos y serviciales mayordomos (que es como los imaginábamos hace unas décadas), si no ocupando cada vez más espacios dentro de la economía productiva.
Obviamente esto no es cosa de hoy. La introducción de la tecnología lleva desde su propio nacimiento facilitando incrementos de productividad y, en paralelo, desplazamiento de la mano de obra humana. Cuando sin ruedas hacían falta 30 personas empujando un bloque de piedra, con rueda hacen falta 2 (me lo invento, claro). Y así con cada uno de los avances tecnológicos desde que el mundo es mundo. Tampoco la desconfianza e incluso la resistencia activa ante el fenómeno es algo nuevo: el ludismo es cosa de finales del XVIII. Y no podemos decir que los robots sean una novedad. Llevamos décadas asistiendo a la progresiva introducción de maquinaria robotizada en el ámbito de la industria o los servicios (¿qué es un cajero automático, en realidad? ¿o un call center automatizado? ¿el auto check-in en el aeropuerto? ¿las cajas de autoservicio en los supermercados?). Entonces… ¿por qué ahora parece que se haya convertido en discusión habitual?
Mi sensación es que el rodillo de la robotización sigue a su ritmo, no especialmente más agresivo ahora que antes. El problema es que cada vez nos achica más los espacios; cuando empezó a afectar al sector agrícola, bueno, pues los agricultores que se busquen la vida en las ciudades. Cuando afectó al sector industrial pues mira, los obreros que curren de camareros o de cajeros en el súper o de taxistas. ¿Que eso se automatiza también? Pues haber estudiado. Pero a medida que se incrementa la capacidad de procesamiento de información y de autoaprendizaje de las máquinas y en paralelo su abaratamiento, cada vez son más los trabajos de «haber estudiado» que también se ven afectados. El nivel del agua sigue subiendo, y ya nos estamos quedando sin sitio para respirar. Muchos de los que «toman las decisiones» (y de los que «forman opinión») empiezan a verle las orejas al lobo.
Hay quien desprecia el problema, argumentando precisamente que «la tecnología siempre ha provocado este efecto» y que «siempre hemos encontrado una salida«, siempre han aparecido nuevos trabajos y no ha pasado nada, y esta vez no será diferente. A mí se me queda un poco pobre el argumento, una especie de «wishful thinking», de «Dios proveerá». Que a lo mejor sí, pero yo veo que la situación cada vez se aprieta más por lo que mencionaba antes: cada vez nos quedan menos espacios, y cada vez hay más gente en el mundo. ¿Seremos capaces de habilitar nuevos «océanos azules» para dar trabajo a miles de millones de personas a salvo de los robots? Fiarlo todo a «seguro que sí» se me hace un poco estrategia del avestruz.
Últimamente le doy bastantes vueltas a este tema, sobre todo desde tres ángulos: el profesional, el educativo y el social. Desde el punto de vista profesional… ¿qué futuro nos queda a nosotros? ¿qué futuro les queda a nuestros hijos? ¿cómo prepararnos y prepararles para este entorno? ¿qué habilidades tienen que desarrollar, qué expectativas de vida pueden tener? Las reflexiones que leo al respecto me parecen todavía demasiado «de altos vuelos», del tipo «hay que desarrollar habilidades que los robots no tienen, como el pensamiento crítico, la creatividad, o la empatía». Vale, sí, ¿y eso cómo se desarrolla? ¿y en qué tipo de trabajo se traduce? ¿y para cuántos hay sitio?
Asumiendo que ése es el enfoque correcto… ¿en qué medida contribuye nuestro sistema educativo, tal y como está concebido, a esa necesidad? ¿Estamos formando a las nuevas generaciones para que se enfrenten a esta realidad o, como leía hace tiempo, les estamos mandando a la guerra con palos de madera? ¿Qué podemos hacer a nivel colectivo y a nivel individual para adaptar mejor el rumbo? ¿Lo estamos haciendo suficientemente rápido?
Y a nivel social… ¿cómo va a ser un mundo en el que cada vez un porcentaje mayor de la sociedad vaya a tener serias dificultades para ganarse la vida trabajando? Porque cada vez habrá menos trabajo, y en cada vez más lugares tendrás que competir (y perderás) con un robot que lo hace más rápido y más barato. Y los lugares para los trabajos más «cualificados» serán cada vez menores, y habrá cada vez una mayor competencia por acceder a ellos. ¿Qué pasa con los que no puedan, por capacidad o por oportunidad, llegar a ese nivel; o los que, incluso llegando, no puedan acceder porque no hay sitio para todos? Ya no habrá el recurso de «pues me voy a vendimiar», o «me pongo de camarero». ¿Cómo se sostiene una sociedad así? ¿Cómo se mantiene el flujo de la economía cuando hay millones de personas excluidas? ¿Qué tensiones se producirán? ¿Qué remedios podemos ponerle? ¿Son esos remedios sostenibles?
El panorama me parece sin duda apasionante, y también un punto agobiante. En mi obsesión de no enredarme demasiado en el mundo de las ideas, estoy buscando la forma de bajarlo al terreno práctico… eso si contando con que no llegue un robot y lo haga por mí.

El barbudo cuarentón que se presentó a un casting de jóvenes rubias

«Se busca chica rubia, pelo largo, complexión delgada, aproximadamente 20 años, inglesa nativa». Imaginemos que reza así una búsqueda de una agencia de casting. E imaginemos que me presento yo, cuarentón con barba y principio de alopecia, de complexión «fuerte» (por ser generoso), castellano viejo. ¿Qué probabilidades tengo de obtener el papel? De hecho, ¿qué probabilidades tengo de que me admitan a la audición? Exacto; ninguna. Cero.
Y sin embargo…
Me comentaba ayer un conocido los problemas que estaba teniendo como reclutador en un proceso de selección. Habían definido la posición a cubrir con mucho detalle, haciendo referencia a las condiciones imprescindibles para aspirar al puesto: determinados conocimientos técnicos, necesidad de mostrar ejemplos de trabajos previos, una localización geográfica concreta… Y sin embargo no dejaban de llegarle candidaturas que simplemente no cumplían los requisitos: gente que vive en otros lugares, gente que se declara experta en tecnologías que no son las que se piden, etc.
Como en el caso del casting, las probabilidades de estos candidatos son cero patatero. Si juegas a la lotería, al menos tienes una probabilidad; infinitesimal, sí, pero mayor que cero. Presentar tu candidatura a una posición para la que simplemente no das el perfil es perder tu tiempo y hacérselo perder al reclutador (quizás pienses que el reclutador a ti te la pela… y creo que no es un buen primer paso). No vas a conseguir una entrevista, ni mucho menos el trabajo.
¿Y por qué la gente lo sigue haciendo, echando CV a diestro y siniestro, a ver si «suena la flauta»? Supongo que comparte un punto de irracionalidad con los juegos de azar, «sé que tengo muy pocas probabilidades (en realidad ninguna) pero bueno, por probar… a alguien cogerán… el no ya lo tengo… al fin y al cabo en el fondo están pidiendo una persona humana, y yo soy una persona humana». Y como las consecuencias negativas son inexistentes (nadie te va a meter en una lista negra de «candidatos irrelevantes») y el esfuerzo de mandar CV es limitado (copiar / pegar) pues oye, sigamos. Los spammers actúan de forma similar.
Y claro, también es una forma de apaciguar la conciencia. «Por supuesto que estoy buscando trabajo, ¿no ves la cantidad de CV que he echado?». Sostienes la ficción de que estás participando en varios procesos de selección («a ver si me llaman») cuando la realidad es que podrías haber tirado esos CV a una papelera y el resultado sería el mismo. Te descargas de responsabilidad («yo ya he hecho mi parte, ahora no depende de mí»), y te armas de razones para clamar contra la injusticia del mundo («no entiendo cómo no me llaman ni para una entrevista, con la de CV que he echado, mierda de sociedad»).
La alternativa pasa por:

  • Empatía con el empleador: ¿qué está buscando? A veces el anuncio lo pone muy claro, otras un poco menos, pero siempre se puede sacar una idea de qué pretenden incorporar, qué tipo de empresa es, etc.
  • Análisis autocrítico: ¿mi perfil encaja? Hablamos de un encaje más o menos natural, quizás no al 100%, pero razonable. Si vas a ser como las hermanastras de la Cenicienta, que tendrían que cortarse medio pie para que les entrase el zapato… mejor dejarlo.
  • Personalización de la candidatura: haz un esfuerzo por presentar y destacar los aspectos que más encajan con el perfil demandado, no te pierdas en detalles que no vienen al caso, no presentes una candidatura genérica que huele a distancia. Pon un poco de cariño, sácate partido. El reclutador está deseando que le des una excusa mínimamente viable para profundizar.

Al final no es más que un poquito de lógica y de interés. El cuarentón barbudo tendrá que presentarse a castings donde pidan cuarentones barbudos, o algo medianamente asimilable; presentarse a castings de rubias «a ver si hay suerte» no es más que una forma tan válida como otra cualquiera de perder el tiempo.

Tu próximo trabajo

Una consulta rápida. ¿Cuáles crees tú que son las probabilidades de que te vayas a jubilar en tu trabajo actual? Piénsalo unos segundos…
¿Ya?
Bueno, yo me atrevería a apostar que, salvo que seas una persona de 63-64 años… las probabilidades se reducen al entorno del 0%. CERO POR CIENTO. Nada. Ni de coña.
Dicho de otro modo: vas a tener otro trabajo. Casi seguro que en otra empresa. Muy probablemente, haciendo algo distinto a lo que ahora haces. No sé si eso sucederá el próximo mes, el próximo trimestre, en este mismo año o en los cinco que viene. Quizás dentro de diez, o de veinte. Pero va a pasar, sí o sí.
La cuestión es… ¿cómo afrontamos esta realidad? La sensación que tengo es que una grandísima mayoría de las personas directamente la obviamos. Trabajamos en nuestro día a día como si nunca fuese a pasar. Dejamos que nuestro trabajo absorba nuestra energía, y nuestro tiempo de ocio lo dedicamos a «desconectar». Nuestro chip de «cambiar de trabajo» sólo se activa cuando nos obligan (despido o finalización de contrato inminente), o cuando estamos quemadísimos (y aun así, tenemos una capacidad asombrosa de racionalizar y concluir que «no estamos tan mal»). En definitiva, ante una circunstancia que podríamos decir que se va a producir casi con certeza, actuamos de forma completamente reactiva.
Pero hay muchas cosas que podemos hacer. Podemos desarrollar proyectos paralelos. Podemos mantener activa nuestra red de contactos. Podemos desarrollar nuestras habilidades. Podemos aprender cosas sobre otro sector, otra profesión, otros mundos. En definitiva, podemos (debemos) mantener las ventanas abiertas, dejar que corra el aire, levantar nuestra mirada del día a día y otear el horizonte.
«Pero eso es falta de compromiso con tu trabajo actual», podrá decir alguno. Mmmm… dos cosas. La primera, creo que el compromiso real no es el que se produce por inercia, por ponernos una visera en los ojos que sólo nos permita ver lo que tenemos delante de las narices. No, creo que el compromiso es más fuerte cuando uno tiene alternativas y, conociéndolas, sigue eligiendo lo que hace como primera opción.
Y en segundo lugar… ¿de verdad crees que ese «compromiso» te asegura algo? ¿Crees que si estás muy comprometido vas a conseguir llegar a la jubilación, y por lo tanto no tener que preocuparte por tu siguiente trabajo? No digo que las empresas no valoren el compromiso (de todo hay); lo que digo es que hay mil circunstancias que pueden hacer que, a pesar de que lo valoren, tú y tu compromiso os veais en la calle. Por lo tanto…
Pensar en tu próximo trabajo, y actuar para acercarte a él, debería formar parte de nuestro menú semanal de prioridades, incluso cuando pensemos que tenemos un trabajo estable. Porque ninguno lo es en realidad.

Paro y falta de talento

Hay un tema al que le vengo dando vueltas últimamente. Por un lado tenemos un país con unos seis millones de parados. Pero por otro, son ya varias las conversaciones que mantengo con distintas personas que inciden en la misma sensación: que «hace falta gente buena» en las empresas, que es muy difícil encontrar «gente solvente».
¿Cómo es posible? ¿Acaso es que todos los parados son «inútiles», carentes de «talento»? Es evidente que no. De hecho, conozco bastante «gente solvente» que forma parte de ese contingente de parados, y que está sufriendo mucho para salir de esa situación; mientras que por otro lado las empresas les necesitan. Y sin embargo, no se encuentran.
Sospecho que hace falta un cierto «cambio de chip» a la hora de enfocar el asunto, que ayudaría a facilitar ese encuentro. Tradicionalmente, la relación laboral se establecía en torno al «puesto de trabajo». Una posición perfectamente definida, un cuadro en un organigrama, una vocación de permanencia. Es lo que las empresas estaban acostumbradas a ofrecer, y los candidatos acostumbrados a buscar. En torno a esta enfoque también se construyeron los mecanismos para casar oferta y demanda: las descripciones de puestos, los anuncios en el periódico, el envío de un curriculum, los procesos de selección…
Sin embargo, cada día es más difícil ofrecer un «puesto». Las empresas siguen necesitando talento, pero tienen difícil crear posiciones estructurales con vocación de permanencia, con contenido acotado. Ese enfoque, en el entorno económico del siglo XXI, no se sostiene. Las empresas necesitan personas solventes, polivalentes, que sirvan «para un roto y para un descosido», que se organizan en formas de redes en torno a proyectos transversales, donde el contenido del trabajo cambia de un día para otro, donde a lo mejor aportas valor intensamente durante uno o dos años y luego ya deja de tener sentido tu presencia.
Lo malo es que muchas empresas no han sido capaces, todavía, de digerir este cambio de enfoque. Siguen en el paradigma de los puestos, del organigrama, del título. Las condiciones económicas les impiden crear y mantener esas posiciones, y sin embargo siguen necesitando cabezas. Si se liberasen de ese corsé mental, si fuesen capaces de incorporar y gestionar personas de una forma más flexible, de «tolerar» esta organización más «desorganizada»… se abrirían muchas oportunidades para contar con profesionales valiosos.
Pero no son solo las empresas las que tienen que cambiar el chip. Muchos de esos «profesionales valiosos» que se encuentran en una situación de desempleo siguen también pensando en términos de «puesto de trabajo». Aspiran a un contrato indefinido, con vocación de permanencia, con las responsabilidades y funciones bien acotadas, a un título, a una estabilidad. Les cuesta verse a sí mismos en esa organización «desorganizada», como miembros de una red, como elementos que se unen y se separan entorno a proyectos y afinidades. Siguen esperando «encontrar su sitio», cuando es cada día más difícil que esos «sitios» existan. Siguen pensando en el «empleo», cuando lo importante son los ingresos.
Derivado de ese «cambio de chip», también cambian los medios. La oferta y la demanda ya no se cruzan a través de los anuncios en los periódicos, de las webs de empleo, del envío de un curriculum «a ver si hay suerte». Los «ofertantes de talento» (antiguos «demandantes de empleo») tienen que construir una propuesta de valor, definir una estrategia para darse a conocer, «ponerse en el mercado», gestionar relaciones. Los «demandantes de talento» (antiguos «ofertantes de empleo») tienen que verbalizar sus necesidades, tienen que tener ojos y orejas bien abiertos para detectar posibles personas afines que puedan colaborar con su proyecto, tienen que hacerse atractivos, adaptarse con flexibilidad a lo que el talento pueda necesitar, ser capaces de gestionar la relación a lo largo del tiempo…
En definitiva, es un cambio de mentalidad. Ganarse la vida no es fácil, como tampoco lo es sumar talento a una empresa. El «puesto de trabajo», y todo lo que conlleva, es una restricción que lo hace aún más difícil. Una restricción además autoimpuesta. Si nos liberamos de ella el horizonte se amplía, las empresas tienen más fácil contar con el talento que necesitan, y las personas tienen más fácil generar los ingresos para sostenerse.

Pagar por trabajar, ¿y por qué no?

Hace unas semanas saltó a la palestra una iniciativa de la agencia SCPF: un programa de prácticas en la empresa durante 10 meses a cambio de 20.000 euros. No, no es la empresa la que da 20.000 euros, sino que es el becario quien, además de trabajar, tiene que pagar. Ante esto, las reacciones han sido furibundas: «Timo, nueva vuelta al mercado laboral, vergüenza, viral, promo, vaya cara…». Y yo, francamente, no sé dónde está en problema.
Ya expliqué hace tiempo la diferencia entre coste, valor y precio . Cómo, en cualquier intercambio entre dos partes, ambas renuncian a algo para conseguir otra cosa a cambio. El valor que cada una de las partes otorga a aquello a lo que renuncia y a aquello que consigue es completamente subjetivo; y es esa subjetividad la que permite que haya márgenes de negociación.
En el caso que nos ocupa, alguien que quiere hacer esas prácticas (y por lo tanto, «entrega su trabajo») espera conseguir algo a cambio. Normalmente uno espera dinero, pero también puede recibir experiencia, conctactos, reconocimiento… y es cuestión de cada uno saber en cuánto valora todo eso. Por la otra parte, alguien que ofrece esas práctica entiende que está ofreciendo algo de bastante valor, y que además le supone un coste, y espera algo a cambio: puede ser sólo el trabajo, o puede que quiera más.
Una visión «estándar» implicaría que «yo doy trabajo, tú das dinero». Pero si ampliamos un poco los horizontes, y entendemos que en esa relación hay más cosas en juego, se abre el espacio para que las partes encuentren un espacio de equilibrio diferente al estándar. Como por ejemplo, llegar al punto de «pagar por trabajar».
Obviamente, a quien no da ningún valor a cuestiones como la experiencia, los contactos, la «puerta abierta» para un trabajo futuro… ese arreglo de «pagar por trabajar» le parece una aberración, incomprensible. La cosa está clara para él; nunca participaría en un acuerdo de ese tipo. Perfecto, no hay ningún problema. La cuestión es que el hecho de que a ti no te convenza un determinado intercambio, no quita para que a otro (que valora de forma subjetiva y por lo tanto diferente) sí le convenza. ¿Quién eres tú para decidir por otro? Si hay alguien a quien pagar 20.000 euros por ser becario de SCPF le parece bien, ¡déjale que lo haga! Allá el con sus decisiones. Y si no hay nadie, a lo mejor SCPF decide que en vez de cobrar 20.000 sólo puede cobrar 10.000. O a lo mejor acaba renunciando a cobrar nada, o acaba teniendo que pagar para que alguien haga prácticas… o a lo mejor decide que si no es a ese precio prefiere no tener becarios. Ellos sabrán.
Hay muchas cosas en el mundo por las que yo no pagaría, y me consta que hay gente que sí que las paga. De la misma forma, yo gasto dinero y tiempo en cosas que a muchas otras les parecerá un absurdo. ¿Quién tiene razón? Pues todos, porque al fin y al cabo cada uno somos dueños de nuestro dinero, de nuestro trabajo, de nuestro tiempo. Y somos nosotros los que decidimos libremente qué valor le damos, y a cambio de qué lo entregamos.
En definitiva, esto no es más que un ejemplo de libro del funcionamiento de los mercados. Oferta y demanda, que se cruzan para alcanzar un equilibrio: el punto en el que aquello que ganan las dos partes y a lo que renuncian les parece bien. Y a quien no le parezca bien ese punto de equilibrio, con no participar en el intercambio lo tiene todo resuelto.

Demasiados F-6, o ¿qué podrías hacer tú en caso de crisis global?

Hace poco leía una novela, «Guerra Mundial Z». En ella se narra la evolución de una hipotética guerra total contra un enemigo, digamos, «peculiar» (tampoco es que la trama sea un secreto, pero por si acaso lo dejo ahí). El caso es que el mundo, tal y como lo conocemos, se cae en pedazos. Y los restos de la civilización que conocemos tienen que reagruparse, reorganizarse y buscar la forma de luchar.
Y diréis, ¿a cuento de qué viene esto ahora? Bueno, pues en uno de los pasajes de la historia hubo un párrafo que me hizo pensar. Están hablando de los esfuerzos de reconstrucción (el que habla es el encargado de esa tarea), y de cómo en ese momento se necesitan «herramientas y talentos».
«Por talento nos referíamos al potencial de mano de obra, su especialización en distintas áreas de trabajo, y cómo ese trabajo podría ser utilizado de forma efectiva. Siendo generosos, nuestro censo de talento estaba bajo mínimos. Antes de la guerra, la nuestra era una economía post-industrial, basada en servicios, tan compleja y altamente especializada que cada individuo solo podía funcionar dentro de los estrechos márgenes de su pequeño nicho de actividad. Tendrías que ver los títulos que figuraban en nuestro primer censo: todo el mundo era algún tipo de «ejecutivo», «representante», «analista» o «consultor», todos perfectamente adaptados al mundo de antes de la guerra, pero totalmente inadecuados para la crisis actual. Lo que necesitábamos eran carpinteros, albañiles, mecánicos, herreros… claro, también teníamos de esos, pero ni de lejos todos los necesarios. El primer censo dejó claro que más del 65% de la población civil debía considerarse como F-6, sin habilidades valiosas. Era necesario un programa masivo de readaptación laboral. Dicho en pocas palabras, muchos oficinistas tenían que aprender a mancharse las manos»
La hipótesis de la que parte esta novela es poco probable. Pero hay otras hipótesis que a lo mejor no lo son tanto. De vez en cuando me da por pensar que vivimos en una sociedad un tanto de «cartón-piedra», con cimientos mucho más débiles de lo que creemos. Que damos muchas cosas por sentadas, cosas que a lo mejor no son tan sólidas. Y que el día menos pensado viene un viento (en forma de desastre natural, de colapso económico, de conflicto armado, de cambio social), todo se nos derrumba como un castillo de naipes, y nos vemos enfrentados a un mundo para el que no estamos preparados, donde nuestras presuntas habilidades (las que hacen que nos vaya bien aquí y ahora) no valen para nada.
«Qué exagerado, eso nunca va a pasar». A veces se nos olvida que nuestro «aquí y ahora» son una excepción. La mayor parte del mundo no vive como nosotros; la mayor parte de la Historia nosotros mismos no hemos vivido como vivimos ahora.
Pero bueno, ójala no pase nunca; y si pasa, ya se verá.

¿Que la empresa vende menos? A mí plin

«A mí plin». Esta frasecilla que suena un poco añeja (y que todos los «viejunos» vinculamos a una publicidad de colchones, ¿a que sí?) podría traducirse a un lenguaje más actual como un «me la suda». Igual incluso hay una forma más moderna de decirlo, pero yo es que ya no estoy al día 🙂
Me contaban el otro día de una empresa que, como tantas, está pasando una época «achuchá». No tiene mucho misterio; básicamente, venden menos de lo que vendían antes. «Los clientes no entran tanto como entraban, ni se gastan tanto como se gastaban». Así de sencilla es la letra de la crisis, mucho más que debates interminables sobre «los mercados», el déficit, la bolsa o el Banco Central Europeo. El caso es que yo preguntaba «bueno, y la gente (por los empleados), ¿cómo lo lleva?». «Algunos preocupados, claro, pero luego hay otros… que te dicen que por ellos fenomenal, que como hay menos trabajo están más relajados».
Fascinante. O sea, la empresa para la que trabajas está atravesando dificultades, ¿y tu pensamiento es «qué bien, así vivo más tranquilo»?. Me resulta inconcebible semejante miopía, por no decir ceguera. ¿No se da cuenta esa gente que, si la empresa no tiene beneficios, deja de existir? ¿Y que si deja de existir desaparecen con ella los puestos de trabajo, incluyendo el suyo? ¿En qué mundo viven?
Hace poco vi en una empresa un pasillo donde colgaban algunos rótulos en grande con mensajes. Uno de ellos decía algo así como que «la rentabilidad es sinónimo de éxito presente y garantía de futuro para todos». Si no hay rentabilidad, no hay empresa. Ni beneficios para los «capitalistas», ni trabajo para los «obreros». Pero parece que hay quien no lo entiende…

Tiempo parcial no es contrato basura

Leía hoy en El País un artículo sobre los contratos a tiempo parcial, y sobre cómo en España es una figura que no acaba de cuajar porque ni tirios ni troyanos se la acaban de creer. Y francamente creo que es una lástima, porque es una figura que puede dar mucho juego en el mercado laboral… pero que está estigmatizada.
Conozco el caso de una empresa en la que están trabajando en una política de tiempos parciales muy sólida. La premisa de la que parten es la siguiente: «Si tu ofreces un contrato de tiempo parcial para alguien que aspira a tener jornada completa, va a considerarlo un contrato basura. Pero hay una serie de colectivos para quienes los contratos de tiempo parcial son ideales.» Piensan por ejemplo en estudiantes (a quienes les viene muy bien tener unos ingresos compatibles con sus estudios), o en situaciones en las que hay que compatibilizar responsabilidades familiares con la necesidad de un cierto nivel de ingresos. En general, en gente que quiere trabajar pero que no puede o no quiere una jornada completa. Se trata, pues, de casar esa oferta y esa demanda. Y todo ello con una serie de políticas (de reclutamiento, de selección, de formación, de retribución…) acordes al carácter parcial de la jornada que implican una serie de matices importantes.
¿Son los tiempos parciales adecuados para todas las personas? No. Y tampoco para todas las empresas. Hace ya un tiempo me metí en un jardín al hablar de las jornadas reducidas en consultoría… y es que pensaba entonces, y sigo pensando ahora, que algunos trabajos no son «troceables», porque es difícil tener una «hora de entrada» y una «hora de salida». Pero muchos otros sí. Pienso en fábricas, en atención al cliente, en restauración… donde el «tiempo de dedicación» es una variable más segmentable. Y en algunos, además, la propia variabilidad de la actividad (p.j. estacionalidad a lo largo de la semana) hace que poder disponer de tiempos parciales con los que dimensionar una fuerza de trabajo que se ajuste a esa estacionalidad sea una fuente muy importante de rentabilidad.
En definitiva, que cuando se dan las circunstancias adecuadas tanto por parte de las necesidades de la empresa como del trabajador, el contrato a tiempo parcial es una opción muy a tener en cuenta. Obviamente, dejando fuera a los «piratas» que hacen contratos parciales y luego obligan a trabajar jornadas completas… que esa es otra historia.
Foto: pasukaru76

La reforma laboral que necesita España

Estamos en unas semanas donde «reforma laboral» está, cada día y el de enmedio, en las portadas de los periódicos. Unos que la piden, otros que dicen que ni de coña, pero bueno luego igual sí, pero poco, que se pongan de acuerdo entre ellos, pues ya veremos…
Personalmente, creo que España necesita una reforma laboral (y otras muchas reformas) como el comer. Pero lo que voy viendo me resulta muy decepcionante. Si fuese un edificio, España necesitaría tirar tabiques, cambiar tuberías e instalación eléctrica… vamos, una reforma en toda regla. Y sin embargo, parece que todo se va a solucionar con una manita de pintura.
La reforma que, en mi opinión, necesita España es radical. E impopular. Por eso seguramente no se llevará a cabo. Ningún partido político podría prometerla en su programa electoral (porque perderían las elecciones), ningún gobierno la impulsaría (porque la gente se le echaría a la calle). Así que así seguiremos, languideciendo como país, con cifras de productividad cada vez más alejadas de los países de nuestro entorno, con gasto público insostenible… ¿Hasta cuándo? Hasta que nos demos cuenta de que no hay más dinero en la hucha, que no podemos endeudarnos más porque nadie quiere prestarnos, que simplemente no hay dinero para pagar pensiones, ni paros, ni sanidad ni educación ni obra pública. Y entonces miraremos al cielo y diremos «por qué, por qué».
¿Cuáles son, para mí, algunos conceptos básicos de esta reforma laboral necesaria?

  • Entender que el trabajo no es un «derecho adquirido»: nadie «nos debe» un trabajo. El trabajo tenemos que merecerlo nosotros mismos demostrando (y desarrollando) nuestras capacidades, nuestra involucración, nuestro esfuerzo. Y tenemos que hacerlo día tras día. Si lo hacemos así, no nos faltará trabajo, ya que seremos el «trabajador perfecto» con el que cualquier empresario quiere contar. Y si no hay empresarios que cuenten con nosotros, tendremos que arremangarnos y convertirnos en empresarios nosotros mismos. Lo que no vale es sentarse a esperar «a que me den un trabajo», y quejarse porque nadie lo hace. O una vez conseguido un trabajo, «relajarse» porque ya tengo trabajo y luego quejarse cuando uno se queda sin él.
  • La empleabilidad es una responsabilidad esencial del trabajador. «A mí, que me formen» no es aceptable. Es uno mismo el que tiene que hacer el esfuerzo por desarrollar sus capacidades, por adaptarlas a las necesidades presentes y futuras del mercado de trabajo. Va en ello su capacidad de encontrar y mantener un trabajo en el futuro. ¿Que cuesta esfuerzo? Pues sí, claro, pero es lo que hay ¿Que no lo quiere hacer? Perfecto, pero luego no vale quejarse, ni esperar que otros resuelvan lo que tú no has querido resolver.
  • Con ese concepto de «ganarse el derecho a trabajar día a día», carece de sentido el concepto de «contrato indefinido». Un contrato debe durar en la medida en que ambas partes estén satisfechas. Si por alguna razón una de las partes deja de estarlo, el contrato debe poder romperse, sin más. Sin aspavientos. ¿Despido libre? Sí. ¿Con alguna indemnización? Según el caso. Y desde luego, no como son ahora.
  • Las indemnizaciones vinculadas al tiempo de permanencia en el puesto de trabajo son una idea terrible. Da igual que sean 45 días por año trabajado, 33, o 20. Sobra el «por año trabajado». El despido de cualquier trabajador debería costar lo mismo. El único criterio que debería pesar para un empresario a la hora de decidir con qué trabajador cuenta o con cuál no es si es bueno, si es productivo. La situación actual provoca que en muchas ocasiones pierdan su trabajo personas mejor dispuestas y preparadas por el único motivo de que «cuesta menos» despedirlas.
  • El despido procedente debe ser mucho más habitual. Hoy por hoy es dificilísimo conseguir la calificación de «procedente» para un despido, incluso en situaciones de abusos palmarios. Una legislación excesivamente garantista hace que se permitan abusos intolerables por parte de determinados trabajadores; al final, el único recurso para el empresario es asumir y pagar un «despido improcedente». De nuevo, costes de fricción artificiales que dificultan quedarse con las personas más productivas y deshacerse de las que presentan actitudes y comportamientos negativos.
  • Para evitar abusos, en uno u otro sentido, el cuerpo de Inspección de Trabajo debe estar dotado de recursos suficientes. Las investigaciones deben ser rápidas y eficaces, tanto ante denuncias como de oficio. Se trata de investigar, de forma independiente, las situaciones de conflicto que se puedan dar en las empresas. Y de tomar las decisiones justas, bien sea a favor del empleado o del empresario.
  • Las indemnizaciones, y la protección social (el paro) deben ser ajustadas. Se trata de evitar que el trabajador, y su familia, se mueran de hambre. Pero deben ser, a la vez, un incentivo para buscar trabajo cuanto antes. No puede ser que se perciba el paro como un medio de vida, «bueno no tengo trabajo pero como tengo el paro… no tengo prisa». Es una sangría para las cuentas públicas, y un incentivo negativo para la búsqueda de empleo.
  • Los «derechos sociales», por muy deseables que sean, no son conquistas irrenunciables. Básicamente, porque cuestan dinero. Cuesta dinero tener protección por desempleo, cuesta dinero pagar pensiones, cuesta dinero la sanidad pública, cuesta dinero la educación pública, cuestan dinero las bajas laborales, las jornadas limitadas, las vacaciones pagadas… Ese dinero sale de las arcas públicas. Y ese gasto sólo es sostenible en la medida en que haya ingresos que lo compensen. Si no hay ingresos, habrá que ir pensando en renunciar a ello. Igual que una familia que, cuando le van bien las cosas, puede permitirse tener un coche, una casa, vacaciones, viajes, comidas fuera… pero cuando van mal las cosas tiene que asumir que no puede ir de vacaciones, que no puede tener una casa en propiedad (y quizás tenga que vivir de alquiler en un piso compartido), que no puede comprarse una tele de plasma. «Ni un paso atrás» es un slogan muy bonito, pero si no hay dinero para mantener un ritmo de vida, habrá que reducirlo. Y esto, que se entiende tan bien en materia de economía doméstica, parece que si lo elevamos a nivel país es una aberración, cuando la lógica es exactamente la misma.

Sí, lo sé, suena duro. Es que lo es. Pero no veo que las cosas puedan funcionar de otra manera. Nos hemos acostumbrado a vivir en «los mundos de Yupi» mientras vivíamos «de prestado» construyendo un país sobre sectores inflados artificialmente, y con el maná europeo fluyendo sin parar. Como niños de papá, manteniendo un elevado tren de vida a costa de un dinero que no era nuestro, y que nos llegaba sin demasiado esfuerzo. Ahora todo eso ha desaparecido. Ya no hay más patrimonio que fundirse. No podemos mantener el mismo ritmo de vida de nuevos ricos que nos hemos marcado en las últimas décadas. Tendremos que adaptar nuestro tren de vida a los ingresos que seamos capaces de generar por nosotros mismos. Y si queremos volver al que hemos disfrutado hasta ahora, tendrá que ser a base de mucho esfuerzo, individual y colectivo. Y pretender otra cosa es, en mi opinión, una ilusión irrealizable.
Asumo que haya gente que no esté de acuerdo con lo que digo. Agradecería que esos desacuerdos se expresasen de forma correcta, y a ser posible argumentada.