Tengo que aprender a discutir. O a elegir en qué discusiones me meto. Y es que me encanta discutir, el intercambio dialéctico, los argumentos que van y que vienen. Soy capaz de tirarme mucho tiempo exponiendo, rebatiendo, entrando al trapo de los nuevos hilos de la conversación: no soy capaz de dejar cabos sueltos y, si estoy absolutamente convencido de algo (me pasa a menudo), puedo llegar a ser bastante insistente.
Cuando es en persona, no está mal porque los turnos obligados y la limitación de elementos que discuten hacen que la cosa no se vaya de las manos. Pero en un mundo como el de internet, las discusiones pueden no tener fin.
Además, aunque siempre intento llevar las discusiones por el lado racional y de los argumentos, no siempre se consigue. A veces me puede la vehemencia (mi mujer dice también la prepotencia) que puede ser malinterpretada como ataque personal. También hay veces que se encuentra uno con interlocutores que no quieren llevar la discusión por esos terrenos. El caso es que acaba uno enfangado en discusiones que no llevan a ningún sitio y que, encima de no ser productivas, acaban generando «mal rollo» personal.
Así que nada, a partir de ahora tengo que empezar a elegir muy bien en qué charcos me meto y morderme la lengua (o la tecla) para evitar entrar en discusiones que no tengan un objetivo claro, que no vayan a resultar productivas o que vayan a suponer un coste mayor (en tiempo, en berrinches o en imagen) que el potencial beneficio que pueda conseguir.
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