Hace casi 20 años, mis padres decidieron mudarse de casa. Dejar el piso en el centro de la ciudad, y cambiarlo por una vivienda unifamiliar en las afueras. Y entre vender o alquilar el piso, se decidieron por lo segundo. Así que dicho y hecho, pusieron anuncios y consiguieron alquilarlo a unos estudiantes a principio de curso.
Pasaron los meses, llegó el verano, y los inquilinos dejaron el piso. Entonces, nos acercamos a «poner orden» de cara a buscar a los siguientes inquilinos. Recuerdo la expresión casi horrorizada de mi madre: «¡ay cómo me han dejado la cocina! ¡pero mira cómo está el parquet! ¡y las paredes, cómo están las paredes!»
Mi madre miraba el piso todavía con ojos de «usuaria». Era «su» piso, y lo estaba inspeccionando con los estándares de quien había pasado diez años construyendo y cuidando un hogar. Obviamente, unos estándares completamente diferentes a los de unos estudiantes que viven allí durante unos meses.
«Mamá, olvídate; este piso ya no es tuyo», le dije. «Ahora es un piso de alquiler; no puedes esperar que quienes lo ocupen lo vayan a cuidar como lo has cuidado tú. Si acaso en el futuro decidís volver a vivir aquí, tendréis que hacer borrón y cuenta nueva, meter dinero para volver a ponerlo a vuestro gusto, y empezar de cero. Mientras tanto, más te vale cambiar de mentalidad porque si no vas a sufrir innecesariamente».
Estas semanas me ha venido esta anécdota a la cabeza en varias ocasiones. Como sabéis, estoy de transición. Los planteamientos y proyectos a los que he venido dando forma durante cuatro años van pasando a estar en otras manos; algunos ni siquiera eso, se van quedando sin nadie que les dé continuidad. Así, vas viendo cómo se añaden matices diferentes a los que tú planteabas, cosas que «yo no haría así», prioridades distintas. Y mientras tú lo ves, y sientes la necesidad de decir «no, ¿pero qué hacéis? ¡Eso no es así!». Creo que he caído en ese error un par de veces, pero en otros momentos he sabido darme cuenta: yo ya no tengo nada que decir. Ya no es mi proyecto. Para bien o para mal, ese proyecto pasa a otras manos que tendrán que darle su personalidad. Es posible que algunas cosas se hagan mejor, y es posible que otras se hagan peor; incluso es posible que en otras manos el proyecto se muera.
Pero debo asumir que yo ya no pinto nada. Igual que le dije a mi madre en su día que «este piso ya no es tuyo», esos proyectos ya no son míos. Son otros quienes «viven» en esa casa, quienes la van a hacer suya, quienes la van a cuidar. O no. No es asunto mío. Y cuanto antes lo asuma, mejor.
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