Los que me lean habitualmente ya sabrán que soy un firme creyente del mercado. Y me refiero a los mecanismos básicos de éste, aquello de que un vendedor y un comprador sólo se pondrán de acuerdo en un intercambio si ambos se sienten satisfechos con él (lo que obtienen a cambio es más de lo que sacrifican; ambas cuestiones puramente subjetivas), que en igualdad de condiciones elegiré comprar al más barato, y procuraré vender al que mejor me pague.
Tampoco creo que sea una fe que tenga ningún mérito, igual que no lo tiene creer en la gravedad. Me parece una realidad evidente por sí misma que todos podemos comprobar en nuestro día a día, y que se adapta a la naturaleza humana.
Y esto es así en esencia. Pero…
El otro día estuvimos viendo «La Gran Apuesta«, película centrada en la «crisis financiera de 2008«, que me dejó un regusto profundamente amargo.
El dinero es un subproducto lógico del mercado, una herramienta que facilita los intercambios y permite «traducir» el valor de los intercambios a un lenguaje común. Igual pasa con los intereses, un precio que permite la existencia de un mercado entre un momento actual y un momento futuro. O con los mercados secundarios, donde lo que se intercambia son títulos de propiedad sobre un subyacente. Todo ello puede ser explicado fácilmente a partir del mercado más simple (pensemos en los intercambios de un mercado medieval, por ejemplo). Y sin embargo, desde su propia concepción estas figuras han derivado en una complejidad creciente, un alejamiento de la economía real a la que se supone que deberían estar vinculados.
Pensemos en el dinero, en cómo una moneda no deja de ser una ficción que solo funciona en la medida en que hay confianza en que representa algo, en que tiene algún tipo de respaldo. Pensemos en esos bancos que guardan tu dinero y lo prestan una, dos, tres veces… En la capacidad de un determinado organismo-banco central para incrementar o reducir la cantidad de dinero a voluntad. En qué pasa cuando una moneda «cae en desgracia», en los procesos de hiperinflación, en la evolución de los tipos de cambio entre distintas monedas y cómo afecta todo esto al valor de una economía real que en realidad es la misma.
Pensemos en los tipos de interés, en la deuda. Pensemos de nuevo en los balances de bancos (¿serían capaces de devolvernos a todos el dinero que tenemos con ellos?), o en la deuda de los países en eterna refinanciación… ¿alguien espera realmente que los países paguen sus deudas y se queden «a cero» algún día, o sólo estamos dando patadas hacia adelante a ciegas?
O esos mercados financieros donde los subyacentes son casi irrelevantes, donde las compras y ventas se hacen pensando más en la evolución de los precios que con realmente ser propietario de algo de la economía real que da unos determinados resultados. O esos productos complejos que resulta difícil saber a qué responden (solo que yo meto dinero aquí y luego me dan una rentabilidad).
Yo se supone que estudié todo esto, y a pesar de ello no puedo deshacerme de la sensación de que es todo una gran mentira, una economía falsa construida con naipes de papel, un enorme esquema piramidal en el que todos participamos cerrando los ojos, un emperador desnudo al que todos vitoreamos. Un espejismo tan frágil que el día que reviente nos preguntaremos cómo fue posible que nos lo tragásemos.
Claro, se supone que para darle solidez y transparencia a todo hay una serie de instituciones que lo mantienen. Bancos centrales, Ministros de Economía, reguladores, agencias de calificación, grandes bancos llenos de expertos, auditores, prensa independiente, académicos. Un ecosistema de contrapoderes que, en principio, velan porque no se caiga el invento. Así nos lo venden. Luego resulta que es todo apariencia, un conjunto de elementos que se cubren las espaldas unos a otros y que en el proceso de «defender el sistema» se enriquecen, los primeros interesados en alimentar la fantasía porque al fin y al cabo viven de ello.
Y lo peor somos nosotros, que no queremos ver. Suceden episodios como los de Lehman Brothers en 2008, como lo de Enron en 2001, con los rescates bancarios, con las quiebras de entidades financieras, como todo lo que ha sucedido antes y seguirá sucediendo. Episodios que nos permiten verle el cartón al sistema, adivinar su fragilidad y su podredumbre. Situaciones que deberían llevarnos a decir «joder, ¡que es todo una gran mentira!». ¿Pero qué hacemos si todo es una mentira? No podemos soportarlo. Aceptamos como buena cualquier explicación, nos conformamos con que se sacrifiquen uno o dos chivos expiatorios, hacemos como que nos creemos que se han tomado medidas para que se restablezca el orden, «ya está todo arreglado», hacemos un par de películas catárticas que sirven más para «digerir» lo sucedido que para generarnos ninguna reacción, echamos tierra sobre el asunto y seguimos adelante como si nada hubiera pasado, como si todo estuviese bien.
«¿Y qué harías tú?», diréis. No lo sé. Quizás no haya solución, quizás estemos abocados a esto. Quizás sea todo una consecuencia inevitable del mercado, y lo único que podamos hacer sea cerrar los ojos y seguir adelante, y cuando todo reviente pues reventó.
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Es que el «mercado» se ha ido lejos de la economía real para campar a sus anchas en lo financiero. Esto lo cambia todo, me temo. Cuando alguien en el mercado vio que podía hacer más dinero manipulándolo que no creando riqueza, entonces se desató la gran carrera. Y la cagamos, vaya si la cagamos. Ahora cambiar todo esto va a costar lo suyo. Porque no, no creo que sea opción cerrar los ojos 🙁