Mercado sí pero

Los que me lean habitualmente ya sabrán que soy un firme creyente del mercado. Y me refiero a los mecanismos básicos de éste, aquello de que un vendedor y un comprador sólo se pondrán de acuerdo en un intercambio si ambos se sienten satisfechos con él (lo que obtienen a cambio es más de lo que sacrifican; ambas cuestiones puramente subjetivas), que en igualdad de condiciones elegiré comprar al más barato, y procuraré vender al que mejor me pague.
Tampoco creo que sea una fe que tenga ningún mérito, igual que no lo tiene creer en la gravedad. Me parece una realidad evidente por sí misma que todos podemos comprobar en nuestro día a día, y que se adapta a la naturaleza humana.
Y esto es así en esencia. Pero…
El otro día estuvimos viendo «La Gran Apuesta«, película centrada en la «crisis financiera de 2008«, que me dejó un regusto profundamente amargo.
El dinero es un subproducto lógico del mercado, una herramienta que facilita los intercambios y permite «traducir» el valor de los intercambios a un lenguaje común. Igual pasa con los intereses, un precio que permite la existencia de un mercado entre un momento actual y un momento futuro. O con los mercados secundarios, donde lo que se intercambia son títulos de propiedad sobre un subyacente. Todo ello puede ser explicado fácilmente a partir del mercado más simple (pensemos en los intercambios de un mercado medieval, por ejemplo). Y sin embargo, desde su propia concepción estas figuras han derivado en una complejidad creciente, un alejamiento de la economía real a la que se supone que deberían estar vinculados.
Pensemos en el dinero, en cómo una moneda no deja de ser una ficción que solo funciona en la medida en que hay confianza en que representa algo, en que tiene algún tipo de respaldo. Pensemos en esos bancos que guardan tu dinero y lo prestan una, dos, tres veces… En la capacidad de un determinado organismo-banco central para incrementar o reducir la cantidad de dinero a voluntad. En qué pasa cuando una moneda «cae en desgracia», en los procesos de hiperinflación, en la evolución de los tipos de cambio entre distintas monedas y cómo afecta todo esto al valor de una economía real que en realidad es la misma.
Pensemos en los tipos de interés, en la deuda. Pensemos de nuevo en los balances de bancos (¿serían capaces de devolvernos a todos el dinero que tenemos con ellos?), o en la deuda de los países en eterna refinanciación… ¿alguien espera realmente que los países paguen sus deudas y se queden «a cero» algún día, o sólo estamos dando patadas hacia adelante a ciegas?
O esos mercados financieros donde los subyacentes son casi irrelevantes, donde las compras y ventas se hacen pensando más en la evolución de los precios que con realmente ser propietario de algo de la economía real que da unos determinados resultados. O esos productos complejos que resulta difícil saber a qué responden (solo que yo meto dinero aquí y luego me dan una rentabilidad).
Yo se supone que estudié todo esto, y a pesar de ello no puedo deshacerme de la sensación de que es todo una gran mentira, una economía falsa construida con naipes de papel, un enorme esquema piramidal en el que todos participamos cerrando los ojos, un emperador desnudo al que todos vitoreamos. Un espejismo tan frágil que el día que reviente nos preguntaremos cómo fue posible que nos lo tragásemos.
Claro, se supone que para darle solidez y transparencia a todo hay una serie de instituciones que lo mantienen. Bancos centrales, Ministros de Economía, reguladores, agencias de calificación, grandes bancos llenos de expertos, auditores, prensa independiente, académicos. Un ecosistema de contrapoderes que, en principio, velan porque no se caiga el invento. Así nos lo venden. Luego resulta que es todo apariencia, un conjunto de elementos que se cubren las espaldas unos a otros y que en el proceso de «defender el sistema» se enriquecen, los primeros interesados en alimentar la fantasía porque al fin y al cabo viven de ello.
Y lo peor somos nosotros, que no queremos ver. Suceden episodios como los de Lehman Brothers en 2008, como lo de Enron en 2001, con los rescates bancarios, con las quiebras de entidades financieras, como todo lo que ha sucedido antes y seguirá sucediendo. Episodios que nos permiten verle el cartón al sistema, adivinar su fragilidad y su podredumbre. Situaciones que deberían llevarnos a decir «joder, ¡que es todo una gran mentira!». ¿Pero qué hacemos si todo es una mentira? No podemos soportarlo. Aceptamos como buena cualquier explicación, nos conformamos con que se sacrifiquen uno o dos chivos expiatorios, hacemos como que nos creemos que se han tomado medidas para que se restablezca el orden, «ya está todo arreglado», hacemos un par de películas catárticas que sirven más para «digerir» lo sucedido que para generarnos ninguna reacción, echamos tierra sobre el asunto y seguimos adelante como si nada hubiera pasado, como si todo estuviese bien.
«¿Y qué harías tú?», diréis. No lo sé. Quizás no haya solución, quizás estemos abocados a esto. Quizás sea todo una consecuencia inevitable del mercado, y lo único que podamos hacer sea cerrar los ojos y seguir adelante, y cuando todo reviente pues reventó.

Demasiados F-6, o ¿qué podrías hacer tú en caso de crisis global?

Hace poco leía una novela, «Guerra Mundial Z». En ella se narra la evolución de una hipotética guerra total contra un enemigo, digamos, «peculiar» (tampoco es que la trama sea un secreto, pero por si acaso lo dejo ahí). El caso es que el mundo, tal y como lo conocemos, se cae en pedazos. Y los restos de la civilización que conocemos tienen que reagruparse, reorganizarse y buscar la forma de luchar.
Y diréis, ¿a cuento de qué viene esto ahora? Bueno, pues en uno de los pasajes de la historia hubo un párrafo que me hizo pensar. Están hablando de los esfuerzos de reconstrucción (el que habla es el encargado de esa tarea), y de cómo en ese momento se necesitan «herramientas y talentos».
«Por talento nos referíamos al potencial de mano de obra, su especialización en distintas áreas de trabajo, y cómo ese trabajo podría ser utilizado de forma efectiva. Siendo generosos, nuestro censo de talento estaba bajo mínimos. Antes de la guerra, la nuestra era una economía post-industrial, basada en servicios, tan compleja y altamente especializada que cada individuo solo podía funcionar dentro de los estrechos márgenes de su pequeño nicho de actividad. Tendrías que ver los títulos que figuraban en nuestro primer censo: todo el mundo era algún tipo de «ejecutivo», «representante», «analista» o «consultor», todos perfectamente adaptados al mundo de antes de la guerra, pero totalmente inadecuados para la crisis actual. Lo que necesitábamos eran carpinteros, albañiles, mecánicos, herreros… claro, también teníamos de esos, pero ni de lejos todos los necesarios. El primer censo dejó claro que más del 65% de la población civil debía considerarse como F-6, sin habilidades valiosas. Era necesario un programa masivo de readaptación laboral. Dicho en pocas palabras, muchos oficinistas tenían que aprender a mancharse las manos»
La hipótesis de la que parte esta novela es poco probable. Pero hay otras hipótesis que a lo mejor no lo son tanto. De vez en cuando me da por pensar que vivimos en una sociedad un tanto de «cartón-piedra», con cimientos mucho más débiles de lo que creemos. Que damos muchas cosas por sentadas, cosas que a lo mejor no son tan sólidas. Y que el día menos pensado viene un viento (en forma de desastre natural, de colapso económico, de conflicto armado, de cambio social), todo se nos derrumba como un castillo de naipes, y nos vemos enfrentados a un mundo para el que no estamos preparados, donde nuestras presuntas habilidades (las que hacen que nos vaya bien aquí y ahora) no valen para nada.
«Qué exagerado, eso nunca va a pasar». A veces se nos olvida que nuestro «aquí y ahora» son una excepción. La mayor parte del mundo no vive como nosotros; la mayor parte de la Historia nosotros mismos no hemos vivido como vivimos ahora.
Pero bueno, ójala no pase nunca; y si pasa, ya se verá.

España, ¿qué puedo hacer por ti?

Veo a España mal. Muy mal, en muchos sentidos. No pienso sólo en una determinada situación económica, que sin duda es mala ahora como lleva siendo mala ya varios años. Y sin visos de solución, porque los problemas son y han sido siempre estructurales y nadie se atreve a meterles mano, a definir un proyecto de país. Pero la situación económica es, en el fondo, un síntoma. Síntoma de un sistema que no funciona, de instituciones que han perdido la confianza de los ciudadanos. Políticos de uno y otro signo que demuestran, cada vez que tienen oportunidad, una indigencia moral e intelectual alucinante. Gobierno y oposición, sean del color que sean, provocan vergüenza ajena. Los medios de comunicación (o de manipulación) conchabados con el poder político y económico para adormecer a la gente. Una justicia lenta, cara, moldeable según los intereses. Unos sindicatos ridículos. Y así todos.
Pero el problema no sólo está en «ellos». También de un colectivo ciudadano, en una sociedad civil, que comparte al 100% de las responsabilidades y que es el sustrato de todo lo que sufrimos, aunque gustemos de mirar para otro lado (los malos siempre son «los otros», los especuladores son «los otros», los corruptos son «los otros»… ¿nosotros? Sin mácula, hombre, faltaba más). Veo muy poca autocrítica, muy poca reflexión… y a cambio mucha demagogia de todos los colores. Todo son derechos, obligaciones las justas. Y la sensación de que a los pocos (o muchos, da igual) que se toman la molestia de hacer análisis serios, reposados, ponderados… nadie (ni a nivel institucional, ni a nivel ciudadano) les hace ni puto caso.
Me entristece esta situación. Y no sé qué hacer. Yo también me sentí, hace un año, «indignado». Compartía la sensación con muchos otros de que «esto no funciona». Llegué a estar sentado en una plaza de mi pueblo, con gente variopinta, tratando de expresar ese hartazgo. Pero todo aquello se diluyó. Entre unos que quisieron aprovecharse del movimiento para capitalizarlo a su favor, otros que procuraron (y creo que lograron) desacreditarlo centrando los focos en los elementos más «llamativos» o pintorescos (los «violentos», los «hippies», los «radicales»…), la propia dificultad de encauzar ese sentimiento en algo más operativo… ¿qué queda del 15M? Personalmente, frustración. La sensación de que ahí había una energía por cambiar cosas que se ha perdido.
¿Qué hacer? ¿Qué puede hacer alguien como yo, y como tú? Las «protestas callejeras» tienen para mí un componente de «derecho al pataleo», pero nada más; si sólo se quedan ahí no sirven de nada, pero darles continuidad productiva es muy difícil, y yo al menos no sé cómo hacerlo. La explosión violenta de algunos desde luego no aporta nada positivo. Otros se lo toman con humor, mucha ocurrencia y mucho ingenio… como meras vías de escape, pero de nuevo sin ningún efecto.
¿E intentarlo desde dentro del propio sistema? Afiliarse a un partido implica por definición acatar todos los procedimientos del «aparato». El que se mueve no sale en la foto, así que la lógica consecuencia es que nada bueno puede salir de los propios partidos, que están diseñados para replicarse a sí mismos. ¿Hay espacio para movimientos ciudadanos «al margen de los partidos» (tipo agrupaciones vecinales que acaban constituyéndose en partidos locales, por ejemplo)? A veces pienso que sí, aunque soy tan crítico con la condición humana (y de los españoles especialmente) que tengo la sensación de que cualquier colectivo de este tipo tiende a «pudrirse» más pronto que tarde (no hay más que ver lo que nos cuesta ponernos de acuerdo en una comunidad de vecinos…)
La tentación es (y confieso que tiendo más a esto) «pasar de todo». Ir «a lo mío», preocuparme de mi actividad profesional, de mi familia y de «los míos», procurar que «lo común» me roce lo menos posible… y el día que la cosa se ponga muy fea, coger un avión y buscarme la vida donde haga falta. Que le den por culo a España.
Pero me resisto. Se tiene que poder hacer algo.
Pero me angustia no saber qué, me angustia saber que este es un problema que no es de hoy sino que se remonta décadas y siglos atrás, me angustia pensar que gente mucho mejor que yo ha tenido la cabeza puesta en esto y no consiguió nada.
España, ¿qué puedo hacer por ti?

Los quesos que volaron

Leí el libro «¿Quién se ha llevado mi queso?» cuando salió (¿hará 10-12 años, quizás?). Por aquel entonces hizo furor. Yo recuerdo que en su momento me pareció un libro tontorrón. Y es que nunca me ha gustado ese estilo de «fábula» (al que pertenecen otros tipo «La Buena Suerte») que, para contarte una moraleja que cabría en un post de un blog, o incluso en un tuit de 140 caracteres, se inventan una metáfora esquemática y escrita (con perdón) para tontos. En este caso, dos ratones y dos liliputienses acostumbrados a comer queso en un sitio determinado, y cómo reacciona cada uno el día que el queso desaparece.
El caso es que, a pesar de todo, la moraleja en su día sí me gustó. Que las cosas cambian, y que ante el cambio tienes dos opciones: quedarte como un pasmarote, enfadarte, patalear… o buscarte la vida para salir adelante (¿Veis? Cabía en un tuit). Aun así, esta filosofía de vida por aquel entonces la entendí digamos de forma «racional», no «visceral». Como un aviso a navegantes, que sí, que vale, que las cosas cambian y tal… pero mirando alrededor tampoco parecía una cuestión de urgencia. No había muchos quesos desapareciendo.
Sin embargo, en los últimos tiempos me viene a la cabeza cada vez con más frecuencia la historieta del queso. Porque, ahora sí, veo alrededor que los quesos vuelan sin parar. Cada vez más sectores, más empresas, más individuos… se enfrentan al hecho de que sus quesos, los quesos que daban por supuestos, de los que se venían alimentando toda la vida y de los que esperaban vivir para los restos, desaparecen. Y veo muchas reacciones «al estilo liliputiense Hem»: que era el que se enfadaba, se enrocaba en que él quería su queso como siempre, y que de ahí no salía.
En definitiva, hace 10 años el libro tenía un carácter de aviso («ojito, que las cosas están cambiando, que no te pille desprevenido…»). Ahora tiene, desde mi punto de vista, el sabor amargo de la crónica de lo que está pasando. Ya el aviso («un día el queso desaparecerá») no procede. Porque los quesos, para muchos, ya han desaparecido.

Un proyecto de 20 años

Vaya por delante: yo soy del Atleti. O sea, que los Barça-Madrid (como el disputado ayer) los vivo un poco desde fuera, como los vive alguien a quien le gusta el fútbol pero sin la pasión desmedida del fororo. Sin embargo, tengo que reconocer que en los últimos tiempos siento cada vez mayor simpatía por el F.C.Barcelona, en contraposición a una creciente antipatía por el Real Madrid. Y no se debe a un presunto «antimadridismo» propio de un colchonero (cualquiera que me conozca sabe que a mí eso de definirme como «anti» nada es algo que no me va; estar a favor de algo no tiene por qué ir vinculado a estar en contra de quien piense lo contrario). Simplemente: me gusta más su estilo, tanto dentro como fuera del campo. Destila eso que se llama «seny», una cualidad que me gusta.
Después del partido de ayer, que terminó con un rotundo 5-0 a favor de los blaugranas, estuve escuchando un rato de la conferencia de prensa de Guardiola. Hay gente que no le traga, que dice que es todo pose. Pero a mí me gusta lo que dice, y cómo lo dice. El fondo, y la forma.
El caso es que, entre todas las cosas que dijo, hubo una que me gustó especialmente. En un momento de triunfo, que otros no hubieran dudado en reclamar para sí mismos, Guardiola expuso con gran naturalidad el carácter colectivo del mismo. Haciendo énfasis, especialmente, en la dimensión temporal. El Barça de hoy es lo que es, porque hace 20 años alguien definió cómo quería que fuera el futuro, qué estilo (tanto dentro como fuera del terreno de juego) quería asociar al club. Y desde entonces todos (presidentes, directivos, entrenadores, técnicos, jugadores, ojeadores, cantera…) han trabajado sobre esa «hoja de ruta» de forma constante. Por supuesto, en 20 años ha habido altos y bajos. Pero la brújula siempre ha apuntado al mismo norte, y eso ha ayudado a tomar decisiones.
Así, el hoy entrenador fue un joven jugador que hace 20 años empezó a mamar esa idea de club. El hoy buque insignia del equipo, Xavi, hace 20 años era un chavalín que fue seleccionado, educado… en esa idea, y además teniendo como ejemplo a sus mayores con los que compartió vestuario. Los que hoy empiezan a llamar a las puertas del primer equipo hace 20 años no habían nacido. El único Barça que han conocido ha sido éste. Igual que Xavi, pero 10 años después, han sido seleccionados y criados bajo el mismo esquema, y con los mismos ejemplos. Dentro de 10 años seguramente Thiago o Messi afrontarán el ocaso de sus carreras, habrá otros (que ahora tendrán 10 años) tomando el relevo, y habrá otros (los que están naciendo ahora) que empezarán a alimentar la cantera.
Una idea, germinando durante 20 años.
No pude por menos, mientras escuchaba a Guardiola, que pensar en España como país. Inmersos en una crisis de caballo, respecto a la que ya dije hace tiempo (va para dos años) que era enormemente pesimista. Vemos como los políticos se dan por satisfechos (¡manda narices!) con aplicar parches cortoplacistas («a ver si hay suerte»), echar la culpa a los de afuera, cuando no directamente se lavan las manos. Eso los que gobiernan, mientras los otros se frotan las manos esperando a ver cómo caen los rivales como fruta madura para así subirse a la poltrona sin aportar nada valioso. Y, con este panorama, aún se quejan de que «no hay confianza en España». ¿Pero qué confianza va a haber? ¿Alguien ha dicho, se ha parado a pensar si quiera, qué idea de España quieren poner en marcha, qué proyecto de país queremos para dentro de 30 años, qué «hoja de ruta» vamos a seguir, a dónde va a apuntar nuestra brújula? Sin eso… ¿qué medidas se van a tomar? Pues las que estamos viendo: reformas superficiales, hechas deprisa y corriendo, un día en un sentido y al día siguiente en sentido contrario… de las que encima se esperan resultados milagrosos. Vamos dando palos de ciego. Así, ¿qué confianza vamos a generar?
Un proyecto de país. Una idea que poner a germinar. La conciencia de que el corto plazo probablemente no tiene arreglo, que los esfuerzos que hagamos ahora empezarán a dar sus frutos dentro de unos años. Pero si al menos somos capaces de transmitir, tanto al exterior como a nosotros mismos, que tenemos un plan, una estrategia, que sabemos a dónde vamos… empezaremos a dar pasos sensatos, coordinados, orientados. Y la confianza empezará a fluir.

¿Qué puedes hacer tú?

El otro día, durante la animada discusión que siguió a mi post sobre la reforma laboral, surgieron varios temas colaterales. Y hay uno que a mí me parece clave: la importancia de la actitud personal ante las situaciones de dificultad.
Yo propugnaba, y propugno, que cada uno de nosotros somos los principales responsables de las decisiones que tomamos. Y que no debemos evadirnos de esa responsabilidad, descargándola en otros (sean los padres, la sociedad, el gobierno, la vida que es una puta mierda, etc.). Obviamente no todos recibimos las mismas cartas cuando nacemos; pero todos recibimos por igual la capacidad de jugar esa mano que nos ha tocado. Me sorprende ver gente que argumenta que no, que «eso no es cosa mía», «que se ocupen otros», no soy capaz de entender ese razonamiento. ¿Quién se va a ocupar de ti, sino tú mismo?
En este mismo sentido, hoy he tenido conocimiento de una iniciativa, «Esto sólo lo arreglamos entre todos«. Enmarcada en el contexto de la crisis, viene a decir que sólo saldremos de ella si cada uno nos ponemos a arrimar el hombro, a tirar del carro en la medida en que podamos. Y para ello pretende reunir ejemplos, historias que nos inspiren, buenas noticias que nos den confianza.
Me gusta el concepto. Incluso lo llevaría más lejos, fuera de la idea de la «crisis». Porque al final estamos hablando de una crisis macroeconómica (que si deuda, que si cifras del paro, que si déficit…), pero lo que importa de verdad son las crisis a nivel microeconómico, los tiempos de dificultad que a cada uno (por distintas circunstancias, e independientemente de cómo vayan las cosas a nivel general) nos toca afrontar a lo largo de nuestra vida.
Cierro con esta frase de un video de El Langui, que se puede encontrar en esta web:

“Te lo pueden estar diciendo contínuamente, pero tú eres el único que puede cambiar tu actitud. A mí me costó encaminarme, pero al final lo conseguí, y creo que si lo he conseguido yo por qué no va a poder conseguirlo más gente.”

La reforma laboral que necesita España

Estamos en unas semanas donde «reforma laboral» está, cada día y el de enmedio, en las portadas de los periódicos. Unos que la piden, otros que dicen que ni de coña, pero bueno luego igual sí, pero poco, que se pongan de acuerdo entre ellos, pues ya veremos…
Personalmente, creo que España necesita una reforma laboral (y otras muchas reformas) como el comer. Pero lo que voy viendo me resulta muy decepcionante. Si fuese un edificio, España necesitaría tirar tabiques, cambiar tuberías e instalación eléctrica… vamos, una reforma en toda regla. Y sin embargo, parece que todo se va a solucionar con una manita de pintura.
La reforma que, en mi opinión, necesita España es radical. E impopular. Por eso seguramente no se llevará a cabo. Ningún partido político podría prometerla en su programa electoral (porque perderían las elecciones), ningún gobierno la impulsaría (porque la gente se le echaría a la calle). Así que así seguiremos, languideciendo como país, con cifras de productividad cada vez más alejadas de los países de nuestro entorno, con gasto público insostenible… ¿Hasta cuándo? Hasta que nos demos cuenta de que no hay más dinero en la hucha, que no podemos endeudarnos más porque nadie quiere prestarnos, que simplemente no hay dinero para pagar pensiones, ni paros, ni sanidad ni educación ni obra pública. Y entonces miraremos al cielo y diremos «por qué, por qué».
¿Cuáles son, para mí, algunos conceptos básicos de esta reforma laboral necesaria?

  • Entender que el trabajo no es un «derecho adquirido»: nadie «nos debe» un trabajo. El trabajo tenemos que merecerlo nosotros mismos demostrando (y desarrollando) nuestras capacidades, nuestra involucración, nuestro esfuerzo. Y tenemos que hacerlo día tras día. Si lo hacemos así, no nos faltará trabajo, ya que seremos el «trabajador perfecto» con el que cualquier empresario quiere contar. Y si no hay empresarios que cuenten con nosotros, tendremos que arremangarnos y convertirnos en empresarios nosotros mismos. Lo que no vale es sentarse a esperar «a que me den un trabajo», y quejarse porque nadie lo hace. O una vez conseguido un trabajo, «relajarse» porque ya tengo trabajo y luego quejarse cuando uno se queda sin él.
  • La empleabilidad es una responsabilidad esencial del trabajador. «A mí, que me formen» no es aceptable. Es uno mismo el que tiene que hacer el esfuerzo por desarrollar sus capacidades, por adaptarlas a las necesidades presentes y futuras del mercado de trabajo. Va en ello su capacidad de encontrar y mantener un trabajo en el futuro. ¿Que cuesta esfuerzo? Pues sí, claro, pero es lo que hay ¿Que no lo quiere hacer? Perfecto, pero luego no vale quejarse, ni esperar que otros resuelvan lo que tú no has querido resolver.
  • Con ese concepto de «ganarse el derecho a trabajar día a día», carece de sentido el concepto de «contrato indefinido». Un contrato debe durar en la medida en que ambas partes estén satisfechas. Si por alguna razón una de las partes deja de estarlo, el contrato debe poder romperse, sin más. Sin aspavientos. ¿Despido libre? Sí. ¿Con alguna indemnización? Según el caso. Y desde luego, no como son ahora.
  • Las indemnizaciones vinculadas al tiempo de permanencia en el puesto de trabajo son una idea terrible. Da igual que sean 45 días por año trabajado, 33, o 20. Sobra el «por año trabajado». El despido de cualquier trabajador debería costar lo mismo. El único criterio que debería pesar para un empresario a la hora de decidir con qué trabajador cuenta o con cuál no es si es bueno, si es productivo. La situación actual provoca que en muchas ocasiones pierdan su trabajo personas mejor dispuestas y preparadas por el único motivo de que «cuesta menos» despedirlas.
  • El despido procedente debe ser mucho más habitual. Hoy por hoy es dificilísimo conseguir la calificación de «procedente» para un despido, incluso en situaciones de abusos palmarios. Una legislación excesivamente garantista hace que se permitan abusos intolerables por parte de determinados trabajadores; al final, el único recurso para el empresario es asumir y pagar un «despido improcedente». De nuevo, costes de fricción artificiales que dificultan quedarse con las personas más productivas y deshacerse de las que presentan actitudes y comportamientos negativos.
  • Para evitar abusos, en uno u otro sentido, el cuerpo de Inspección de Trabajo debe estar dotado de recursos suficientes. Las investigaciones deben ser rápidas y eficaces, tanto ante denuncias como de oficio. Se trata de investigar, de forma independiente, las situaciones de conflicto que se puedan dar en las empresas. Y de tomar las decisiones justas, bien sea a favor del empleado o del empresario.
  • Las indemnizaciones, y la protección social (el paro) deben ser ajustadas. Se trata de evitar que el trabajador, y su familia, se mueran de hambre. Pero deben ser, a la vez, un incentivo para buscar trabajo cuanto antes. No puede ser que se perciba el paro como un medio de vida, «bueno no tengo trabajo pero como tengo el paro… no tengo prisa». Es una sangría para las cuentas públicas, y un incentivo negativo para la búsqueda de empleo.
  • Los «derechos sociales», por muy deseables que sean, no son conquistas irrenunciables. Básicamente, porque cuestan dinero. Cuesta dinero tener protección por desempleo, cuesta dinero pagar pensiones, cuesta dinero la sanidad pública, cuesta dinero la educación pública, cuestan dinero las bajas laborales, las jornadas limitadas, las vacaciones pagadas… Ese dinero sale de las arcas públicas. Y ese gasto sólo es sostenible en la medida en que haya ingresos que lo compensen. Si no hay ingresos, habrá que ir pensando en renunciar a ello. Igual que una familia que, cuando le van bien las cosas, puede permitirse tener un coche, una casa, vacaciones, viajes, comidas fuera… pero cuando van mal las cosas tiene que asumir que no puede ir de vacaciones, que no puede tener una casa en propiedad (y quizás tenga que vivir de alquiler en un piso compartido), que no puede comprarse una tele de plasma. «Ni un paso atrás» es un slogan muy bonito, pero si no hay dinero para mantener un ritmo de vida, habrá que reducirlo. Y esto, que se entiende tan bien en materia de economía doméstica, parece que si lo elevamos a nivel país es una aberración, cuando la lógica es exactamente la misma.

Sí, lo sé, suena duro. Es que lo es. Pero no veo que las cosas puedan funcionar de otra manera. Nos hemos acostumbrado a vivir en «los mundos de Yupi» mientras vivíamos «de prestado» construyendo un país sobre sectores inflados artificialmente, y con el maná europeo fluyendo sin parar. Como niños de papá, manteniendo un elevado tren de vida a costa de un dinero que no era nuestro, y que nos llegaba sin demasiado esfuerzo. Ahora todo eso ha desaparecido. Ya no hay más patrimonio que fundirse. No podemos mantener el mismo ritmo de vida de nuevos ricos que nos hemos marcado en las últimas décadas. Tendremos que adaptar nuestro tren de vida a los ingresos que seamos capaces de generar por nosotros mismos. Y si queremos volver al que hemos disfrutado hasta ahora, tendrá que ser a base de mucho esfuerzo, individual y colectivo. Y pretender otra cosa es, en mi opinión, una ilusión irrealizable.
Asumo que haya gente que no esté de acuerdo con lo que digo. Agradecería que esos desacuerdos se expresasen de forma correcta, y a ser posible argumentada.

Nacionalismo económico como herramienta de marketing

Nacionalismo económico como herramienta de marketing

El otro día, al ir a tirar las etiquetas de una prenda recién comprada, me llamó la atención leer esto: «Fabricado 100% en España. Comprando este producto contribuye a mantener un puesto de trabajo».
Son tiempos de crisis, y todo vale para conseguir una venta. Incluso apelar a cierta solidaridad entre compatriotas, o a la culpabilidad («con la que está cayendo, ¿va usted a comprar productos fabricados en otros países mientras aquí tenemos que despedir a gente como usted?»).
No sé, a mí el argumento no me gusta demasiado. El producto se valora en función de su calidad y su precio. Que haya sido fabricado en España, si no se traduce en ninguna de esas variables, no influye en mi decisión de compra. Pero claro, eso soy yo. Igual hay gente que sí prefiere pagar más, o comprar un producto peor, sólo por el hecho de estar fabricado en tu mismo país…

La realidad del paro en España

Me parece que este comentario, que leo en Joldi’s web (no hay permalink, pero es una anotación del 15 de abril de 2009) lo clava:
«Hay quién siguen sin enterarse que España nunca volverá a ser en lo económico la de hace tan sólo un par o tres de años. Que jamás el sector de la construcción y afines volverán a absorber tanto factor trabajo como años atrás, y que lamentablemente, se quiera o no reconocer, poca de esta mano de obra podrá ser recolocada en otros sectores productivos. No hay, ni habrá sector que coja el tan ansiado relevo a la construcción. Y olvídense de papanatas de crear de la nada sectores de valor añadido de I+D. Eso requiere, tiempo (que ya no hay) y dinero (que ya no tenemos). El desajuste entre oferta y demanda de mano obra, es, y seguirá siendo brutal. Sobra mucha mano de obra, con independencia que se precarice todo lo que se quiera el mercado de trabajo español. Aún y con estas, seguirá sobrando muchísima mano de obra. Y para mayor abundamiento necesitamos mejorar la productividad, eficiencia, de nuestro mercado de trabajo, lo que aún requerirá desprendernos aún de más mano de obra».

Muy pesimista con la crisis

Gafas rotas

Soy muy pesimista con la crisis, y más cada día que pasa y cada declaración que escucho a los políticos. Cuando les oigo decir que «todo viene de fuera» y que «hay que tener confianza», tiemblo. Decir que la crisis es totalmente exógena y que si no fuera por eso estaríamos en la «champions league» me provoca escalofríos, porque implica un diagnóstico tan superficial e insuficiente que es imposible que, ni de casualidad, puedan darse soluciones reales a los problemas. Y claro, así se explican los remedios que se proponen: parches de gasto público (a costa del endeudamiento futuro) sin ton ni son, y sentarse a esperar a que se pase la tormenta apelando a la confianza; poco menos que «Dios proveerá».
Que los encargados de dirigir la nave muestren ese nivel de obstinación en no ver la realidad y verles dar los consiguientes palos de ciego es lo que me hace ser más pesimista.
Siempre he defendido que España no tiene una crisis, sino dos. Una está vinculada con la crisis financiera internacional, la restricción de crédito, etc, etc. Es verdad, es de origen internacional y la sufrimos todos. Pero hay otra crisis, estructural, más grave y profunda. Hoy, cuando tenía este runrun en la cabeza, me he encontrado con este artículo en El Confidencial que lo resume perfectamente:
«Aunque no hay modelos cerrados, como lo demuestra la integración económica mundial (estamos hablando de la primera recesión de carácter global en el planeta), lo cierto es que cada país tiene su propio perfil, lo que le permite mejorar su posición competitiva en un mundo cada vez más globalizado […] ¿Y España? ¿Sabe usted a qué jugamos? Gobierno y oposición en lugar de estar todo el día tirándose los trastos a la cabeza, deberían estar trabajando ya en identificar el modelo económico español para los próximos treinta o cuarenta años, que necesariamente tendrá que ser muy distinto al que nos ha servido para salir del subdesarrollo en los últimos 50 años. En los años sesenta y setenta, España se aprovechó de los bajos precios interiores para atraer turismo y fábricas de coches que hoy representan la tercera parte de nuestras exportaciones. En los ochenta y noventa, España se benefició de los fondos estructurales para dar la vuelta al país a cambio de un desarme arancelario brutal que explica buena parte de nuestro elevado déficit comercial. Pero todos esos ‘shocks’ son los que ya se han agotado, lo que quiere decir que este país tendrá que empezar a caminar solito. Sin ayuda de nadie. Pero claro, antes hay que saber qué camino hay que tomar.»
Y yo no he oído a ningún político todavía hablar de esto, que es la madre del cordero. Enfangados en sus luchas partidistas, en su visión cortoplacista ligada a la poltrona, avergonzándonos con sus polémicas inanes y sus gestos de cara a la galería, estamos huérfanos de estadistas que se preocupen por el futuro a medio y largo plazo del país. En estas circunstancias, la crisis económica mundial pasará y aquí el paro seguirá creciendo, la competitividad se seguirá hundiendo, el déficit comercial seguirá en aumento, las empresas se seguirán yendo a otros lugares… ¿y entonces a quién le echaremos la culpa?
PD.- Hoy el gobierno al que le ha tocado lidiar con la situación es el de Zapatero. Pero estoy convencido de que, si hubiera sido uno del PP, estaríamos más o menos en las mismas. El problema no es de unos o de otros, es de la clase política en general.
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