La paciencia y la gestión del cambio


Supongo que nos ha pasado a todos. Queremos algo, y lo queremos ya. Los procesos necesarios para que ese «algo» se transforme en una realidad consistente nos parecen un engorro. ¿Cuánto queda? ¿Y ahora? ¿Ya? Tuve un jefe que decía «yo es que cuando imagino una cosa, la considero ya hecha». Bueno, vale. Pero ya lo dice el refrán: del dicho al hecho, hay mucho trecho.

Carreteras comarcales

Imagina una de esas rutas en coche por la montaña. Carreteras estrechas, curvas cerradas, baches, arcenes inexistentes al lado de un precipicio. Y alguna vaca ocasional. Como mucho puedes ir a 30-40 km/h de media, y gracias. Eso implica que, para un trayecto de 60 km, a lo mejor tardas dos horas.
«No puede ser», dice uno. «No es asumible tardar tanto. ¡Tengo mucha prisa!». Y entonces pone su coche a 120 km/h.
Quizás pueda con la primera curva. Pero con la segunda, o con la tercera, estará fuera de la carretera. Si tiene suerte, podrá volver a emprender el camino (asumiendo los tiempos, si no quiere volverse a salir). Si tiene peor suerte el coche quedará inutilizado, tendrá que esperar a la grúa y tardará incluso más de lo inicialmente previsto. Y si tiene peor suerte, igual ni lo cuenta.
«¡Pero es que no puedo permitirme tardar dos horas!» Pues es lo que hay.

No por mucho madrugar amanece más temprano

Casi todas las cosas llevan su tiempo. Quizás podamos optimizar, pero aun así pocas cosas hay que sucedan de forma inmediata. Y a partir de ahí, por mucho que queramos forzarlas, seguirán llevando su tiempo. «No por mucho madrugar amanece más temprano», dice el refrán.
¿Quieres construir una casa? Lleva tiempo ¿Quieres cocinar un buen cocido? Lleva tiempo. ¿Quieres aprender a hablar inglés? Lleva tiempo. ¿Quieres recuperarte de una lesión en la rodilla? Lleva tiempo. ¿Quieres que tu hijo adquiera determinados hábitos de estudio? Lleva tiempo.
¿Sirve de algo encabezonarse en que esto tiene que estar, «sí o sí», para mañana? Pues la mayoría de las veces no, no sirve para nada más que para frustrarse (en el mejor de los casos) o para empeorar las cosas. Porque cuando aplicamos presión excesiva es fácil que se supere el punto de rotura.

La paciencia y los procesos de cambio

Los procesos de cambio en los que las personas son las protagonistas son, quizás, uno de los casos más claros. Seguimos considerando a las organizaciones, a los proyectos… como «máquinas» que deben reaccionar a nuestros deseos, y hacerlo además de forma inmediata. «Tenemos que ser ágiles». Como aspiración está bien, pero todo tiene su límite. Y en vez de asumir que los procesos de cambio tienen sus tiempos, pretendemos quemar etapas a toda velocidad. 
Todo bien puesto en un cronograma, aquí esta etapa, aquí esta otra, y para final del trimestre tenemos el cambio conseguido.
Y cuando los procesos de cambio no cuajan, nos llevamos las manos a la cabeza: «¿Pero cómo es posible?» Hombre, pues porque esto es un proceso de cambio y lleva sus tiempos. «¡Pero si yo ha hice un plan de comunicación, y les he dado cursos… ¿qué más quieren?». Pues todo eso está bien, contribuye… pero sigue siendo necesario el tiempo.
«¡Pero es que no tenemos tiempo! ¡Esto tiene que hacerse sí o sí!». Bueno, pues nada, inténtalo. Pon tu coche a 120 km/h, y a ver qué pasa.

¿Cuántos cambios puede asumir una organización? Muy pocos

En los últimos tiempos he reflexionado mucho sobre el cambio en las organizaciones, y especialmente sobre la discrepancia que se produce entre el «ritmo de cambio deseado» (por directivos y sus cómplices consultores) y el «ritmo de cambio posible«.
Las organizaciones son como un desagüe estrecho y con recovecos. Solo pueden tragar agua a un ritmo determinado, y de nada vale que el grifo eche más cantidad, porque entonces el agua se empieza a acumular. Además, el agua tiene que venir sin residuos… como empiece a venir con suciedad entonces el desagüe pierde todavía más capacidad, y se acaba atascando.
Las organizaciones necesitan adaptarse a los cambios. Éste es un proceso largo, que requiere de foco constante y sostenido en el tiempo. Como individuos necesitamos persistencia para adoptar un nuevo hábito: de hecho, los expertos recomiendan acometer un cambio a la vez, empezar poco a poco, sostenerlo durante X días consecutivos para que realmente se convierta en una costumbre casi inconsciente… ¿qué nos hace pensar que en las organizaciones (compuestas de humanos, no lo olvidemos) las cosas van a funcionar de otra forma?
Y sin embargo, actuamos como niños pequeños, «pero es que yo quiero». Ya, pero no puede ser… «Pues yo quiero, y ya está». E insistimos en darnos cabezazos contra la pared, lanzando decenas de cambios en paralelo, la mayor parte de las veces inconsistentes, pretendiendo que se implanten «a la voz de YA» para así poder lanzar todos los nuevos proyectos que se acumulan en nuestra cabecita. Y nos frustramos porque las cosas no salen. Seguimos arrojando cubos de agua (cada vez más grandes, cada vez más rápido) a una bañera con un desagüe pequeñito, y nos sorprende que la bañera se desborde.
Ojalá las organizaciones fuesen máquinas perfectamente programables, en las que hoy dices «hágase este cambio» y mañana está perfectamente ejecutado. Pero no es así, no lo va a ser nunca y más nos vale asumirlo. Esto implica seleccionar y priorizar qué cambios queremos ver realmente implantados; y no olvidemos que seleccionar implica renunciar, dejar de lado proyectos y cambios que posiblemente sean fantásticos… pero que no vamos a poder acometer de forma realista. Tenemos que decidir cuáles son los dos, tres, cuatro (no muchos más) cambios significativos que queremos implantar el próximo año. Y a partir de ahí ponerse con pico y pala para hacer que esos pocos cambios se hagan realidad.
Porque valen más cuatro cambios bien hechos que cuarenta que se quedan en agua de borrajas.

Un sembrador fue a sembrar

Un sembrador fue a sembrar lo mejor de su semilla; parte caía en el surco, parte en la orilla. La primera daba fruto porque el agua la asistía, la segunda se agostaba y se moría. /Ni es culpa del sembrador, ni es culpa de la semilla, la culpa estaba en el hombre y en cómo la recibía

Ando últimamente pensando mucho en la parábola del sembrador (en la que está basada la canción de Palazón que refiero al inicio).
El sembrador suelta la semilla, y depende de dónde caiga fructifica o no. Si el terreno es yermo, de nada vale su esfuerzo. La cuestión es… ¿hay algo que pueda hacer el sembrador para que ese terreno sea más fértil? ¿hasta qué punto debe esforzarse en conseguirlo? ¿en qué momento debe decidir que más vale dedicarse a buscar otros terrenos mejores, en vez de empecinarse en sacar un pobre rendimiento a un pedregal?
Porque como diría José Mota, «si hay que sembrar se siembra, pero sembrar pa’ná es tontería»

La planta del buen rollo

Esta historia me la contó un amigo.
Mi amigo trabajaba en una empresa con un ambiente un tanto enrarecido: discusiones, malos modos, actitudes poco conciliadoras, escaso respeto, falta de reconocimiento… Mi amigo y su bonhomía innata sufrían teniendo que desarrollar su trabajo, día tras día, en un entorno tan poco saludable.
Un día, cansado de él y su compañero de despacho de la situación, decidieron comprar una planta. Le pusieron nombre (que mantendremos en el anonimato), y la colocaron encima de la mesa. Y empezaron a decir a todo el mundo en la oficina: «en el resto de la oficina podéis hacer lo que os dé la gana; pero cuando entréis en este despacho vais a hacerlo de forma tranquila, con una sonrisa en la cara, vais a dar los buenos días, y vais a hablar en un tono cordial, que es justo lo que nosotros os ofrecemos; si no lo hacéis por nosotros, hacedlo por la planta».
Puedo imaginar las reacciones: desde la inicial incredulidad hasta el posterior cachondeo generalizado. «Mira los raritos con su planta». Incluso les pusieron un mote. Y sin embargo…
Desde ese día, la planta ejerce un efecto interesante. Cuando alguien entra en el despacho de forma airada, mi amigo y su compañero le sonríen, le dicen «buenos días», y dirigen su mirada a la planta. Más veces que lo contrario, la persona en cuestión se serena y modera su actitud; como si le diera apuro comportarse así delante de ella. De hecho, ya muchas personas se lo piensan bien antes de entrar sin cumplir las normas de respeto a la planta. Y a mi amigo, le sirve de confidente: cuando ha tenido algún episodio desagradable, al regresar al despacho, mira la planta, respira un par de veces y descarga así su propia tensión.
Obviamente la planta no tiene ningún poder mágico o sobrenatural. Pero sí tiene un poder simbólico: permite a mi amigo, y a los que les rodean, recordar que hay una forma diferente de hacer las cosas. Y así, poco a poco, día a día, a través de la influencia que ejerce en las actitudes y comportamientos de todo el mundo, la pequeña planta va creando a su alrededor un espacio creciente de «ambiente sano, libre de malos rollos».
A veces ejercer la rebeldía ante lo que parecen unas condiciones inmutables pasa por algo tan poco revolucionario como comprar una planta.

Gestionar el presente, soñar el futuro, liderar el cambio

El bueno, el feo y el malo - CaricaturaVale, un título ligeramente grandilocuente, me doy cuenta. En realidad, estaba intentando homenajear a «El bueno, el feo y el malo», identificando tres roles fundamentales en cualquier empresa. Los tres son necesarios, pero los tres son diferentes.
En primer lugar, alguien tiene que gestionar el presente. Es quien está metido en el día a día, quien se encarga de poner soluciones a los problemas cotidianos, de ser más eficiente, de hacer que las cosas fluyan. Es quien lidia con personas, con máquinas, con recursos financieros, con clientes, con procesos…Y, sobre todo, quien es responsable de los beneficios y la rentabilidad hoy, el que da de comer a todos los demás.
Por otro lado, es necesario que alguien esté pensando en el futuro. En diez, en cinco, en dos años hacia adelante. En cómo quiere que sea la empresa, en cómo se imagina la realidad. Aquí hay pocas cosas tangibles, pero por el contrario hay muchas ideas, tendencias que tener en cuenta, creatividad, asunción de riesgos. Mucho mirar al exterior, mucho otear el horizonte. Y este rol es tan importante como el anterior, porque de él depende la rentabilidad de mañana.
La cuestión es que estos dos primeros roles, siendo fundamentales, son esencialmente incompatibles. El que piensa en el hoy, es muy difícil que piense en el mañana. Primero porque «el hoy» requiere 100% de atención si se quiere hacer bien, no se puede/debe distraer uno con ensoñaciones. Y segundo, porque «el hoy» condiciona irremediablemente nuestra visión del futuro (como ilustran esta serie de curiosas postales). Es muy difícil que alguien que está metido en el día a día sea capaz de elevarse, de liberarse de las restricciones y los sesgos, para imaginar un futuro con libertad.
Del mismo modo, el encargado de soñar con el futuro no puede estar metido en las miserias cotidianas de la ejecución. Tiene que tener la mente abierta, relacionarse con un montón de personas y entidades diferentes y alejadas de la empresa, del sector, del país. Tiene que leer, conversar, reflexionar, madurar ideas. Cambiar el chip entre la ensoñación y la operación es sumamente complicado.
Finalmente, entra en juego el tercer rol, el líder del cambio, el encargado de conseguir que la empresa «de hoy» gestionada por el primero se convierta en la empresa «del mañana» soñada por el segundo. Probablemente es el rol más difícil de todos, porque tiene que navegar entre dos aguas. Tiene que tener 100% interiorizada la visión de futuro, y también tiene que tener un conocimiento profundo de la realidad presente. Tiene que tener altura de miras, y también conocer los detalles del barro. Tiene que tener habilidades de visualización (para tener claro dónde se quiere llegar), de ejecución (para definir los planes de cambio y su ejecución) y también (imprescindible) de comunicación. Porque en un proceso de cambio no solo existen «transiciones organizativas» (proyectos con sus planes, fases, recursos, control de ejecución…), sino fundamentalmente «transiciones personales» (conseguir que las personas «se suban» convencidas al tren del cambio).
Y para colmo, esto es algo completamente dinámico. No es que estemos en la situación A, imaginemos un futuro B, y hagamos una transición A-B para llegar a un nuevo valle donde podemos mantenernos durante un tiempo. Es que mientras se está produciendo la transición, hay que seguir gestionando el presente. Es que mientras estamos construyendo el futuro B hay que estar imaginando ya el futuro C.
Tres roles, tres. Si cualquiera de ellos falla, si no hay alguien prestándole atención, hay un problema.

Al cambio por el convencimiento, no por la imposición

Change

«People don’t mind change; they just don’t want others to change them»

Cuando empecé en esto de la consultoría, en la empresa manejábamos un esquema de «facilitación del cambio» («Change enablement»… que no «management»), que habían elaborado en Chicago (¡y eso era como si lo hubieran hecho los dioses!). Luego lo aplicábamos de aquella manera… pero bueno, esa es otra historia. El caso es que cuando lo explicábamos hacíamos mención a la resistencia al cambio, y usábamos una frase (acompañada con la foto de un bebé, sobrino de un gerente para más señas) que decía «el único que acepta el cambio es un bebé con el pañal mojado».
Vamos, que somos alérgicos a los cambios por naturaleza, veníamos a decir; y que, por lo tanto, cualquier cambio que se quisiera impulsar a nivel organizativo implicaba que íbamos a encontrar resistencia por definición. Y sin embargo…
Como dice la cita del principio (extraída por cierto del libro «Helping», de Edgar H. Schein… que acabo de leer y del que seguro que saco más de un post, porque me ha gustado mucho y me ha dado para varias reflexiones), no es verdad que seamos alérgicos al cambio: lo que nos molesta es que nos obliguen a cambiar en contra de nuestra voluntad.
En efecto, si nos fijamos bien, nos pasamos la vida cambiando. Y en muchas ocasiones son cambios 100% voluntarios, buscados y deseados. En los últimos años yo he cambiado de trabajo varias veces de forma voluntaria, he cambiado de ciudad de residencia, he cambiado de móvil, he cambiado de estado civil, he tenido hijos, he cambiado de piso, he cambiado de coche, he cambiado de ordenador… cambios, cambios y más cambios. ¿Resistencia? Ninguna; al contrario, si se han producido esos cambios es por mi voluntad de cambiar, por un impulso endógeno sin el cual las cosas habrían seguido como estaban.
La cuestión es que en estos cambios no ha habido atisbo de resistencia, porque han nacido de mí. Han venido cuando yo he estado plenamente convencido, ni antes ni después. El escenario futuro ha sido el que yo he querido que fuera. En esas condiciones no hay resistencia, sino al contrario hay mucha energía transformadora. Nadie ha tenido que perseguirme para que cambiara, he sido yo el que ha tirado del carro (bueno, en lo de casarme igual no… ¡que no, cariño, que es broma!!!! :D)
Evidentemente en la vida hay muchos cambios que no son así: si te echan del trabajo, si tu mujer te deja, si te embargan el piso, si pierdes el móvil o te deja tirado el coche… nos vemos obligados a cambiar, «a la fuerza ahorcan». Pero en esos casos no encontramos ni pizca de «energía transformadora»: ahí sí que se produce la resistencia (mientras nos dejen), el pataleo, la frustración y, en el mejor de los casos y al final del proceso, una aceptación sumisa. Pero nada de impulso, nada autonomía. No pondremos absolutamente nada de nuestra parte.
Lo sorprendente es cómo, en el ámbito de las empresas se ignora una y otra vez esta realidad. Alguien de la planta noble (ayudado en muchas ocasiones por un consultor) hace su análisis y decide que la empresa tiene que cambiar. Da igual si estamos hablando de estrategia, de producto, de cultura, de organización, de tecnología… se inventa un escenario futuro, se inventa unos plazos en los que sí o sí hay que llegar allí, y a continuación le dice a todo el mundo: «esto es lo que hay; hágase». El resultado es habitualmente desastroso: aparecen las resistencias, los pataleos, la frustración. Ni rastro de avance autónomo por parte de las personas, y en consecuencia ingentes cantidades de tiempo y energía dedicados a empujar (a veces de forma más amable, a veces menos) a la gente, a hacer de policías para asegurar que «la cabra no vuelve al monte». Plazos que se alargan, expectativas que se incumplen, presión, rebeliones y boicots, idas y vueltas, confusión.
Así rara vez se llega al cambio deseado; lo más habitual es que tanto desgaste acabe sirviendo para cambiar muy poco, y encima a costa de dejar una organización desnortada, resentida, frustrada, agotada… exhausta.
Y sin embargo, no cabe duda de que las organizaciones tienen que cambiar para adaptarse a la evolución del entorno. Y cada vez más rápido. ¿Cómo hacerlo, si la «imposición del cambio» no funciona?. ¡»No cambiar» no es una opción!. La alternativa no es fácil, pero existe: consiste en promover esos cambios «que nacen de dentro», en conseguir que las personas sean las que estén convencidas de la necesidad de cambiar y que por lo tanto no solo no se resistan, sino que sean una fuerza motriz. A estas personas no hay que empujarlas, ni perseguirlas: avanzan solas, y a sus espaldas llevan a toda la organización.
¿Cómo conseguirlo? Ahí van tres grandes pilares…

  • El diagnóstico no se puede imponer, simplemente porque nosotros «ya sabemos cuál es el problema». Todo el mundo tiene que verlo, y no porque se lo contemos nosotros, sino porque lleguen a esa conclusión por sí mismos. No hay atajo posible: si una persona no percibe una situación como problemática, no va a tener ninguna motivación para cambiar. Podemos guiar este proceso, podemos ofrecerles información, podemos hacerles reflexionar… pero hasta que no lo vean, hasta que no «les duela»… no hay nada que hacer.
  • Del mismo modo, la «solución» tampoco se puede dar hecha: ni el escenario futuro al que queremos llegar, ni los pasos a dar para alcanzarlo. Es importante que las personas «creen» soluciones por sí mismas, adaptadas a sus circunstancias, a su entorno, a sus capacidades, a su cultura. Nosotros podemos ofrecerles alternativas, guiarles, aconsejarles, darles soporte, trasladar buenas prácticas, fomentar la comunicación… pero los protagonistas son ellos. Una solución «perfecta» que ellos no compren tiene muchas más posibilidades de fracasar que una solución «imperfecta» de la que estén convencidos. A lo mejor así no llegamos exactamente al lugar donde queríamos estar, pero si hemos guiado bien el proceso, si hemos inspirado correctamente, habremos dado pasos en la buena dirección y estaremos más cerca de lo que estábamos antes.
  • Igualmente, no podemos predefinir los plazos del cambio. Podemos establecer «sensación de urgencia», podemos poner todos nuestros medios para que la información y los recursos fluyan, podemos incluso establecer incentivos. Pero en última instancia cada persona tiene que recorrer por sí misma el camino del cambio, lo hará a su ritmo, y nosotros no podemos hacerlo por él por mucho que nos impacientemos.

Evidentemente, no es fácil. Ni rápido. Ni sencillo de controlar. A la inmensa mayoría de las personas que conozco incluyéndome a mí mismo (y ni siquiera hablo de «directivos» ni de «jefes»… sino a todos los niveles) les (nos) resulta completamente antinatural. ¿Cómo voy a tener que esperar a que la gente se dé cuenta del problema, cuando yo ya lo sé? ¿Cómo que no voy a ser yo quien defina el escenario futuro? ¿Cómo voy a dejar que cada uno aplique sus soluciones? ¿Cómo voy a dejar que se apliquen soluciones imperfectas cuando yo ya tengo una que es mejor? ¿Cómo es que no voy a poder centralizar? ¿Cómo es que no voy a poder saber cuándo y cómo se completa el cambio? Es mucho más directa, más atractiva, la vía de la imposición. El problema es que no funciona… así que por difícil que resulte, por antiintuitivo que parezca, por incómodo y «descontrolado» que sea el proceso… sólo hay un camino real para el cambio.

Empresas como máquinas

Leí el otro día este artículo («A company is not a machine«), y me resulto realmente interesante. Tanto, como para traducir en parte su contenido.

…y diseñamos las empresas igual que diseñamos máquinas; queremos que la empresa cumpla una función, así que la diseñamos y la construimos para que cumpla esa función.
Esta visión de la empresa como máquina funciona muy bien en entornos estables. Cuando hay una demanda predecible para un producto estándar y uniforme, entonces las máquinas son muy eficientes y productivas. En esas condiciones, una «empresa-máquina» da grandes beneficios. Sin embargo, a lo largo del tiempo, las cosas cambian. La actividad crece más allá del tamaño para el que fue concebida la empresa. Se necesitan nuevos sistemas, cambia la demanda, los clientes quieren productos y servicios distintos. Así que necesitamos rediseñar y reconstruir para adaptarnos a los nuevos requerimientos.
Este tipo de reconstrucción tiene muchos nombres: reorganización, reingeniería, redimensionamiento… El problema con este enfoque es que la naturaleza de la máquina es permanecer estática, mientras que la naturaleza de la empresa es cambiante. Este conflicto genera múltiples problemas porque tienes que estar constantemente rediseñando y reconstruyendo la empresa y a la vez tienes que mantener el día a día de las operaciones. Paradójicamente, el proceso de mejora de la eficiencia es habitualmente bastante ineficiente. Y cuanto mayor es el ritmo del cambio, mas problemático resulta.
Las empresas no son realmente máquinas, sino más bien sistemas complejos, dinámicos, en cambio permanente.

Y sin embargo, en vez de aceptar ese carácter sistémico, seguimos empeñándonos en la visión de la máquina. Perdidos entre estructuras, políticas, normativas, procedimientos y procesos, diseños organizativos, control de gestión, presupuestos y desviaciones, planificación y recursos.
Y cada vez tengo más claro que ése no es el camino.

Los quesos que volaron

Leí el libro «¿Quién se ha llevado mi queso?» cuando salió (¿hará 10-12 años, quizás?). Por aquel entonces hizo furor. Yo recuerdo que en su momento me pareció un libro tontorrón. Y es que nunca me ha gustado ese estilo de «fábula» (al que pertenecen otros tipo «La Buena Suerte») que, para contarte una moraleja que cabría en un post de un blog, o incluso en un tuit de 140 caracteres, se inventan una metáfora esquemática y escrita (con perdón) para tontos. En este caso, dos ratones y dos liliputienses acostumbrados a comer queso en un sitio determinado, y cómo reacciona cada uno el día que el queso desaparece.
El caso es que, a pesar de todo, la moraleja en su día sí me gustó. Que las cosas cambian, y que ante el cambio tienes dos opciones: quedarte como un pasmarote, enfadarte, patalear… o buscarte la vida para salir adelante (¿Veis? Cabía en un tuit). Aun así, esta filosofía de vida por aquel entonces la entendí digamos de forma «racional», no «visceral». Como un aviso a navegantes, que sí, que vale, que las cosas cambian y tal… pero mirando alrededor tampoco parecía una cuestión de urgencia. No había muchos quesos desapareciendo.
Sin embargo, en los últimos tiempos me viene a la cabeza cada vez con más frecuencia la historieta del queso. Porque, ahora sí, veo alrededor que los quesos vuelan sin parar. Cada vez más sectores, más empresas, más individuos… se enfrentan al hecho de que sus quesos, los quesos que daban por supuestos, de los que se venían alimentando toda la vida y de los que esperaban vivir para los restos, desaparecen. Y veo muchas reacciones «al estilo liliputiense Hem»: que era el que se enfadaba, se enrocaba en que él quería su queso como siempre, y que de ahí no salía.
En definitiva, hace 10 años el libro tenía un carácter de aviso («ojito, que las cosas están cambiando, que no te pille desprevenido…»). Ahora tiene, desde mi punto de vista, el sabor amargo de la crónica de lo que está pasando. Ya el aviso («un día el queso desaparecerá») no procede. Porque los quesos, para muchos, ya han desaparecido.

Éste es el mundo que nos espera; acostúmbrate

Me ha encantado este artículo de Seth Godin, llamado «La recesión permanente; y la próxima revolución«. Y me ha gustado porque representa muy bien mis sensaciones respecto a esta «crisis» que estamos viviendo. Él habla sobre los dos tipos de recesiones («desaceleraciones» que llaman algunos) que tenemos encima. Una la cíclica, la que viene y va. Y otra que ha venido para quedarse, la que tiene que ver con la desaparición de un mundo que ya no volverá.. Como dice Godin, «esto representa una discontinuidad significativa, una decepción vital para la gente trabajadora deseosa de una estabilidad que difícilmente van a tener».
Un cambio de perspectiva complejo, estresante, para el que nadie nos ha preparado y que muchos, lamentablemente, no serán capaces de abordar. Un cambio de escenario que nos obliga a «ponernos las pilas», y que nos lleva a un mundo distinto, donde también habrá oportunidades para quienes sepan adaptarse. Seguro que todos preferiríamos un mundo más estable, pero como eso no va a pasar, cuanto antes lo aceptemos, antes dejemos de lamentarnos y antes nos pongamos manos a la obra, mejor nos irá.

Nuestra visión del progreso con la edad

Me ha gustado esta cita de Douglas Adams, a la que he llegado gracias a un tuit de @borjaprieto

Todo lo que está en el mundo cuando nacemos es normal, ordinario, y simplemente forma parte del funcionamiento natural del mundo. Lo que se inventa cuando tenemos entre 15 y 35 años es nuevo, excitante, revolucionario… y nos hace desear estar involucrados en ello. Y lo que se inventa después de que cumples 35… simplemente va contra el orden natural de las cosas.

Supongo que es verdad. Y que es natural. Cuando nacemos llegamos a un mundo que no es el nuestro, que es de otros. A medida que crecemos lo vamos cambiando para hacerlo, plenos de vitalidad, nuestro. Pero llega un momento en el que estamos cómodos con él, y nos molesta que los que van viniendo después lo cambien… aunque sea exactamente lo mismo que hicimos nosotros.
Yo me acerco peligrosamente a la frontera de los 35; no estará de más tener en mente este pensamiento, para al menos intentar luchar contra esta tendencia natural hacia el conservadurismo.