Tamariz y lo que llevas dentro

Estuve viendo hace unos días una entrevista reciente al mago Juan Tamariz. Siento, como algunos ya sabéis, una gran debilidad por este hombre; por que es una pasada como artista, pero también porque me transmite una mezcla de sencillez, cercanía, sentido común… una forma de ver la vida muy reconfortante. Hace unos años pude verle en directo y salí fascinado.
El caso es que durante esta entrevista, le preguntan sobre «los nervios antes de salir al escenario». Y después de contar una anécdota de juventud, Tamariz hace la siguiente reflexión:

«Cuando actúas y quieres dar algo, quieres compartir con los demás… tú traes un regalo []. Si tú das algo no puedes tener miedo, si traes un regalo, ¿por qué vas a estar nervioso? Si lo que buscas es compartir lo que llevas dentro, ¿qué te va a pasar?»

Contaba esto el otro día durante una comida, y lo vinculaba a mi propia experiencia, en este caso con los blogs. Llevo escribiendo este blog desde 2004, y lo disfruto enormemente. No me cuesta ningún trabajo, ni me tengo que forzar a hacerlo, ni agarrarme a una rutina, ni pienso «si gustará o no gustará», ni tengo la sensación de «hacerlo bien o hacerlo mal» o de «estar o no a la altura». Me sale de dentro, escribo lo que quiero, cuando quiero y como quiero, disfruto «discutiendo» sus contenidos cuando hay comentarios o referencias en twitter… Estoy, en este blog, en ese estado que describe Tamariz de «compartir lo que llevo dentro». Y contrasta con las sensaciones que tuve en su día cuando escribía para blogs comerciales: «sensación de agotamiento, de no estar aportando nada interesante, de escribir más por obligación que por devoción». Llegó un momento en el que todo era pereza, forzarse a escribir, dudas sobre el valor de lo que hacía y sobre mi propia capacitación para hacerlo. La actividad (escribir posts) era la misma, pero el resultado muy diferente. Como no estaba convencido, como no era algo que «llevaba dentro», el proceso era tortuoso y nada satisfactorio. «Pero te pagaban». Sí, eso es verdad.
Me ha pasado más veces, en otras situaciones. Ese curso de formación que tienes que dar, y del que no te crees la mitad de lo que dices. Ese proyecto que tienes que hacer, y que estás convencido de que no servirá para nada. Ese producto/servicio que tienes que vender, y que no comprarías tú mismo. Esa charla que te invitan a dar, y que das a pesar de ser un tema que tampoco te interesa demasiado. En esas situaciones las dudas afloran, tienes la sensación permanente de que vas andando sobre un hielo que se puede romper en cualquier momento. Te falta seguridad, te falta ilusión, te falta convencimiento. No disfrutas, sino que más bien sufres.
En esta etapa de reflexión en la que estoy (¿crisis de los 40, anyone?) siento que oscilo entre la ilusión de creer que se puede montar una vida sobre esos cimientos de «lo que llevas dentro» (no todo el rato, hasta ahí llego; pero sí de forma significativa) y la dinámica del mundo que parece indicar que todo eso es vivir en los mundos de Yupi, que hay que caerse del guindo y ser realistas y prácticos y dejar tus pasiones para tu tiempo libre o para tu jubilación. Hay días en los que siento que estoy en el buen camino, que existe ese «sweet-spot» entre lo que te gusta, lo que se te da bien y lo que los demás compran, y que tengo el derecho y casi el deber de buscarlo, que ese «idealismo» es una fuerza vital y transformadora. Y hay otros días en los que me pregunto si no seré otro de esos locos que leyó demasiados libros de caballería.

The story of Anvil: la pasión siempre queda

Ayer estuve viendo la peli-documental «The Story of Anvil«, que me dejó un regusto agradable.
Resumen: banda de heavy metal que a principios de los 80 se codean con Scorpions, Bon Jovi y otras del estilo. Reconocidos por sus contemporáneos como banda influyente. 30 años después, la banda sigue en activo. Sus dos componentes originales, amigos desde la adolescencia, llevan 35 años con la aventura. Nunca les sonrió la suerte en forma de megaéxito comercial, pero ellos han seguido sacando discos como podían, tocando cuando tienen la oportunidad, mientras se ganan la vida con otros trabajos «de gente normal».
Hay ratos de la película donde los protagonistas, pese al paso del tiempo, siguen siendo los adolescentes ilusionados que se endeudan para grabar un decimotercer disco y se patean compañías de discos esperando firmar, por fin, un gran contrato. En otros momentos son más conscientes de la realidad de que a sus 50 años ya difícilmente van a coger ningún tren con destino al estrellato, que tendrán que seguir sus vidas, con sus familias, sus trabajos, y simplemente disfrutar del rock como han hecho siempre, en su día a día.
Y en esa combinación de sensaciones se mueve la película: aceptación serena (y en gran medida satisfecha) de lo que tienen, sin olvidar la ilusión casi infantil por conseguir algo más. Lo que nunca, nunca aparece es el arrepentimiento: «no debí haber apostado por esto». Iniciaron un camino siguiendo su pasión, y aunque en algún momento puedan sentir frustración porque «pudieron tener algo más», cuando miran su historia, y su presente, «que les quiten lo bailao».
Porque la lotería del estrellato les toca a muy pocos y la inmensa mayoría no podemos vivir de lo que nos apasiona. Sin embargo, el éxito es relativo