El sábado pasado me puse un traje después de casi 12 meses de no tener nada que ver con ellos. El motivo: una boda. Después de 7 años en el mundo de la consultoría «al estilo Arturo», donde el traje era una obligación corporativa (a excepción de los dos o tres días al año en que se autorizaba, por motivos extraordinarios, vestir de business casual… que era como otro uniforme, pero de dockers y camisa), el pasar al mundo «de internet» supuso un cambio radical en ese sentido, y trajes y corbatas se quedaron purgando sus penas en el armario.
Durante una época, llevar traje me parecía importante. Tenía un amigo que trabajaba en una puntocom en la que no solo no llevaban traje, sino que hacían de ello un símbolo. Y es que en el mundo pre-burbuja llevar traje era de desfasados y anticuados, de la «vieja economía», mientras que los de la nueva economía eran unos enrollados. Y yo, que estaba en la «vieja economía», seguía defendiendo que la apariencia era importante…
Con el tiempo fui suavizando mis posturas, hasta el punto de llegar a donde he llegado: el traje almacenado durante meses y meses.
Sin embargo, el otro día sucedió una anécdota que demuestra que llevar traje o no llevarlo no es indiferente. A las 6 de la mañana, un autobús nos dejaba por la zona de Orense (en Madrid, ya sabéis lo que hay por allí: locales «pijos» en TorreEuropa y locales «latinos» en los bajos de Azca) desde la finca de El Escorial donde se celebró el convite. Toca coger un taxi. Dos amigos y yo (que vamos para la misma zona) nos disponemos a buscar uno… y en esta esquina un grupillo de «malotes» (camisetas deportivas, pantalones caidos, medallas, gorra… rollo latin king) y «malotas» (rollo perreo). Y en aquella esquina otro. Evidentemente, están esperando sus taxis. Por Orense baja uno, que tiene que pasar por todos esos grupos antes de llegar a nosotros. «Vamonos hacia Castellana, que igual tenemos más suerte», les digo a mis amigos.
Y segun vamos andando, observo como el taxi sigue bajando Orense, ignora a los grupos que le hacían señas, tuerce por General Perón y se para a nuestra altura. Sin ni siquiera haberle hecho un gesto. Abrimos las puertas, nos subimos… y a casa. ¿El motivo? 100% seguro a que el tipo prefirió subir a tres tíos con traje que a nadie del otro grupo.
¿Las apariencias definen a la persona? No, en absoluto. «El hábito no hace al monje». Nosotros, con nuestro traje, podríamos haber sido unos gañanes del quince, haber sido unos borrachos indecentes que le hubiésemos dejado el taxi hecho un desastre o salir corriendo para no pagar. Los de las gorras podían ser perfectamente unos chicos que saludasen educadamente, diesen conversación agradable y pagasen religiosamente al llegar al destino. Sin embargo, las apariencias sí sirven para que los observadores externos se hagan una idea previa y, aunque «las apariencias engañan», ninguno podemos evitar formarnos una primera impresión a partir de las mismas.
Y esa primera impresión está a buen seguro formada no por casualidad, sino por la experiencia previa que uno haya tenido y que permite adjudicarle un significado a determinadas apariencias. «Gorras y pantalones caídos malo, traje bueno». ¿Injusto? Probablemente. Pero así funcionamos.
Y en el mundo laboral, las apariencias también influyen, y mucho. Quizás no sea un debate de traje-no traje. Pero que es importante cuidar las apariencias… seguro.