Siempre me ha dado mucho apuro dar consejos. Yo puedo ver algo muy claro, pero… ¿y si estoy equivocado? ¿y si la otra persona me hace caso y resulta que no le va bien? Ni siquiera hace falta que sea un consejo muy asertivo («esto es lo que tienes que hacer»); el mero hecho de «hacer dudar» a la otra persona y de que tome una serie de decisiones a raíz de esas dudas que tú le has abierto me genera mucha responsabilidad(*).
El otro día conversaba con un amiguete que me comentaba una situación, y yo le pasé el enlace a un artículo que abundaba en el tema. «No pretendo alimentar el fuego», le dije, un poco poniendo la venda antes que la herida. «No te preocupes; ¡sólo se alimenta el que tiene hambre!», me respondió. Y me dejó pensando.
En realidad, estamos permanentemente recibiendo consejos. De la gente cercana, de lo que leemos y vemos por ahí. Ideas sobre cómo deberíamos trabajar, alimentarnos, hacer deporte, desarrollarnos, educar a los hijos, vivir en pareja, disfrutar nuestros hobbies… lo que quieras, todo el mundo parece tener una opinión. Y lo cierto es que al 99% de esos consejos les hacemos oídos sordos: los vemos por encima, los descartamos y a correr. Ceguera selectiva. Incluso cuando ese consejo se produce de forma individualizada, «de tú a tú»… ponemos cara de «sí, sí, lo que tú digas» y luego seguimos a nuestro rollo. Sólo de vez en cuando llega algo que «nos toca», sentimos que nos interpela, que nos conmueve, que nos emociona (= «nos lleva al movimiento»). Pero no es el consejo en sí, ni tampoco «el consejero»; somos nosotros, que por alguna razón estamos receptivos justamente a ese consejo y lo adoptamos, igual que ignoramos a quienes nos digan lo contrario. Sesgo de confirmación, buscamos que alguien nos diga justo lo que queríamos oír (y le atribuiremos toda la fuerza moral del mundo) y descartamos a quienes nos dicen lo que no nos interesa.
Esta reflexión me recordó a otra frase que siempre me ha llamado la atención, la de «cuando el alumno está preparado, el maestro aparece«. Cuando realmente estamos en una verdadera actitud de hacer algo, eres tú el que de forma consciente o inconsciente busca (y encuentra) a quienes te apoyan en esa voluntad. Son los mismos que antes te rodeaban y a los que no hacías ningún caso. Y no es que ellos ahora digan cosas diferentes: es que eres tú el que las recibe de forma diferente.
Desde este punto de vista, la presión por «dar buenos consejos» (o el temor a «dar malos consejos», visto desde el otro lado) desaparece. El consejo no es bueno o malo. Nada de lo que tú digas va a afectar a la otra persona, salvo que la otra persona quiera que le afecte. Si le dices algo que no le cuadre, lo va a ignorar, y seguirá buscando otros consejeros hasta que encuentre a quien le diga lo que quería.
(*) Me doy cuenta de lo paradójico que resulta dedicarse a la consultoría… y a lo mejor eso explica algunas cosas :/
Me llamo Raúl y me gusta compartir ideas, reflexiones y herramientas para tener una vida más sencilla, equilibrada y significativa. Cientos de personas ya se han suscrito a mi newsletter semanal gratuita. Más información, aquí