Ayer estuve un buen rato dedicado a venderme. En mi faceta de consultor de empresas digitales, soy consciente de que tengo que «ponerme en valor», es decir, ser capaz de argumentar por qué alguien necesita contratar a un consultor en este área y por qué yo debo ser una (la mejor :P) opción a tener en cuenta.
Qué difícil. La primera parte bueno, ni tan mal. El argumentario lo tengo más o menos claro, y aunque me cuesta productizar, creo que voy dándole forma a una oferta de servicios sensata. Pero cuando llega el turno de explicar lo bueno que soy…
Siempre he sido muy pudoroso. No es falsa modestia: creo que tengo algunos puntos fuertes relevantes (y tampoco tengo empacho en reconocer mis puntos débiles). Pero siempre me ha gustado que el movimiento se demuestre andando, que la gente descubra esos puntos fuertes al cabo del tiempo. El problema es que si quiero convencer a un potencial cliente, tengo que ser el que dé el primer paso para atraer su atención y conseguir que me dé la oportunidad de demostrar mi valía.
Así que allá que me puse a escribir un argumentario de «por qué contratarme». Al principio lo hice en tercera persona: «Raúl Hernández tiene una amplia experiencia blah, blah…. su formación blah, blah…». Pero me chirriaba. Hablar en tercera persona de tu empresa (o en primera del plural) tiene un pase. Pero hablar en tercera persona de uno mismo suena un poco ridículo. Además, hablando en tercera persona uno tiende a ponerse un poco (demasiado) pedante. Así que le dí la vuelta y lo transformé en primera persona del singular.
El problema es que así queda un poco… vendemotos. «Contrátame, que soy bueno», vengo a decir. Y aunque pueda tenerme en buena estima, decirlo así me produce incomodidad. Me siento como el vendedor del mercadillo que les grita a las clientas «¡Mira, guapa, tres bragas por tres euros, elásticas, guapa!!!». O como la mítica hija de la pescadera de Torrente.
En fin, no sé. Tengo claro que, como aprendí en mis primeras clases de marketing, lo de «el buen paño en el arca se vende» no funciona, y menos en la economía de la abundancia y la sobreoferta. Pero me cuesta encontrar el tono. ¿Vosotros cómo lo veis?
Foto | Salvador Altimir
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¿Es la mesura un problema?
Siempre me he tenido por una persona mesurada, poco dada a las estridencias y a las salidas de tono. Previsible, si queréis, en la medida en que a cualquiera que me conozca le es fácil deducir cuál es mi posicionamiento o mi reacción ante determinadas circunstancias. Equilibrado, poco dado a filias y fobias inquebrantables, razonable…
También me he considerado como alguien poco dado a la especialización, que gusta de picotear allí y allá, que no le gusta que le encasillen o le etiqueten, con intereses bastante diversos, muy dado a opinar de casi cualquier cosa…
Y siempre había pensado en ello como en algo positivo. Pero de un tiempo a esta parte, tengo mis dudas. Porque todas estas «virtudes», en realidad, te convierten en alguien que destaca poco. Y la sociedad de hoy en día está montada en base a «los que destacan«. Quien consigue notoriedad es el que se autodefine en base a cuatro rasgos y comunica intensivamente en base a ellos. Las personalidades poliédricas son más difíciles de transmitir que el personaje sencillo.
Elegir un área de especialización, definir un personaje y a partir de ahí ser «machacón», es la vía más directa hacia el éxito (o la notoriedad).
Yo tengo la sensación de que no soy, de forma natural, uno de ésos. Y estoy empezando a percibirlo como un problema. ¿Qué hago? ¿Tengo que definir yo también un personaje y volcarme en él? ¿Debo renunciar entonces a dar visiblidad al resto de mis facetas? ¿Debo dejar de hablar, o de bloguear, de cosas que no contribuyan a reforzar mi personaje?
Y si tengo que quedarme con una… ¿cuál elijo?