Charlaba el otro día con una amiga. Hablábamos de decisiones vitales, de hasta qué punto asumíamos riesgos o no al elegir. Yo le decía que no, que yo riesgos los justos. Y ella me miraba con la ceja levantada…
Si alguien me pregunta, eso es lo que le diré. Es lo que pienso de mí mismo: que no soy un perfil que se atreva a tomar decisiones arriesgadas, que soy conservador. Esa es la historia que me cuento a mí mismo.
Pero lo cierto es que, si repasamos mi trayectoria…
Me fui a estudiar fuera en vez de prorrogar mi adolescencia en la comodidad del hogar, he dejado trabajos para irme a casa, he abandonado una progresión profesional en una empresa sólida y de prestigio para meterme en una «empresa de internet», he provocado conversaciones de «todo o nada» en el trabajo sabiendo que había un riesgo cierto de que las cosas no saliesen como a mí me gustaría, me he mudado en varias ocasiones de ciudad (en el último caso a un pueblo con el que no me unía nada)… por no hablar de formar una familia (quizás una de las decisiones menos «revisable» que uno pueda tomar en la vida).
Que sí, ya sé, no es que me dedique a meter la cabeza en las fauces de un león, ni que haya dejado todo atrás para irme mochila al hombro a recorrer el mundo, que me dedique al funambulismo o que me haya empeñado hasta las cejas para financiar una startup. Nunca he quemado mis naves. Pero, dentro de mis márgenes, sí que he asumido mi cuota de riesgo; y me consta que hay personas de mi entorno que así lo valoran.
Y sin embargo a mí me cuesta verlo así. Incluso estas ocasiones donde un observador externo aprecia riesgo para mí han sido decisiones… «naturales». Aunque racionalmente pudieses evaluar la posibilidad de que no saliese bien, había algo en mi interior que me decía que era «lo que había que hacer» de una forma tan clara, tan poderosa… que no había dudas.
En este punto es donde encaja mi narrativa sobre mi presunta aversión al riesgo. Lo que otros pueden valorar como decisiones arriesgadas para mí no lo han sido; por eso no me considero un tipo arriesgado. Y sin embargo ahí están.
La conclusión es que calificar una decisión como «arriesgada» es algo tremendamente subjetivo. Lo cual me tranquiliza. No voy a dejar de tomar decisiones, no soy prisionero de la inercia. No soy ese «conservador» que a veces me digo a mí mismo que soy. Simplemente necesito «verlo». Una vez que lo tengo claro, el riesgo deja de ser riesgo.
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