Charlaba el otro día con una amiga. Hablábamos de decisiones vitales, de hasta qué punto asumíamos riesgos o no al elegir. Yo le decía que no, que yo riesgos los justos. Y ella me miraba con la ceja levantada…
Si alguien me pregunta, eso es lo que le diré. Es lo que pienso de mí mismo: que no soy un perfil que se atreva a tomar decisiones arriesgadas, que soy conservador. Esa es la historia que me cuento a mí mismo.
Pero lo cierto es que, si repasamos mi trayectoria…
Me fui a estudiar fuera en vez de prorrogar mi adolescencia en la comodidad del hogar, he dejado trabajos para irme a casa, he abandonado una progresión profesional en una empresa sólida y de prestigio para meterme en una «empresa de internet», he provocado conversaciones de «todo o nada» en el trabajo sabiendo que había un riesgo cierto de que las cosas no saliesen como a mí me gustaría, me he mudado en varias ocasiones de ciudad (en el último caso a un pueblo con el que no me unía nada)… por no hablar de formar una familia (quizás una de las decisiones menos «revisable» que uno pueda tomar en la vida).
Que sí, ya sé, no es que me dedique a meter la cabeza en las fauces de un león, ni que haya dejado todo atrás para irme mochila al hombro a recorrer el mundo, que me dedique al funambulismo o que me haya empeñado hasta las cejas para financiar una startup. Nunca he quemado mis naves. Pero, dentro de mis márgenes, sí que he asumido mi cuota de riesgo; y me consta que hay personas de mi entorno que así lo valoran.
Y sin embargo a mí me cuesta verlo así. Incluso estas ocasiones donde un observador externo aprecia riesgo para mí han sido decisiones… «naturales». Aunque racionalmente pudieses evaluar la posibilidad de que no saliese bien, había algo en mi interior que me decía que era «lo que había que hacer» de una forma tan clara, tan poderosa… que no había dudas.
En este punto es donde encaja mi narrativa sobre mi presunta aversión al riesgo. Lo que otros pueden valorar como decisiones arriesgadas para mí no lo han sido; por eso no me considero un tipo arriesgado. Y sin embargo ahí están.
La conclusión es que calificar una decisión como «arriesgada» es algo tremendamente subjetivo. Lo cual me tranquiliza. No voy a dejar de tomar decisiones, no soy prisionero de la inercia. No soy ese «conservador» que a veces me digo a mí mismo que soy. Simplemente necesito «verlo». Una vez que lo tengo claro, el riesgo deja de ser riesgo.
riesgo
De la reflexión a la acción
Referencia Andrés un libro de Dan Schawbel sobre cómo reforzar la marca personal en el mundo 2.0. Y hace una reflexión que me ha parecido bien interesante:
Esta es una prueba más de que los conocimientos, consejos y métodos están ahí, el problema surge cuando tienes que ponerte en marcha y aplicarlos.
Es algo en lo que vengo pensando desde hace unos meses. Prácticamente cualquier cosa que busques, la puedes encontrar en internet. Guías, tutoriales, metodologías, consejos, ejemplos… de cualquier campo. Hay mucha más información de la que podemos procesar, y es muy tentador buscar, leer, etiquetar, almacenar, seguir buscando, seguir leyendo, seguir etiquetando, seguir almacenando… como si el mero proceso de búsqueda, lectura, clasificación y almacenamiento bastase por sí mismo.
Pero, y aunque sin duda es algo interesante, el problema surge cuando nos quedamos ahí, cuando no damos el siguiente paso que es en realidad el relevante. Cuando nos quedamos dando vueltas y vueltas sin tirarnos a la piscina, refugiados en nuestra zona de confort. Y lo cierto es que la mayoría de las veces lo que tendríamos que hacer es coger el toro por los cuernos, dejarnos de reflexiones y pasar a la acción.
Tecnología y abogados
Muy interesante el debate suscitado a raiz de la publicación de «El cuento de la lechera 2.0» en El Mundo. Se trata de un artículo donde el abogado Javier Maestre advierte (en un tono un tanto impertinente) contra los consejos de los «expertos asesores en nuevas tecnologías» a los que caracteriza como una especie de pijos tecnófilos que cobran una pasta por dar consejos sin tener ni puta idea (por eso digo que su tono es bastante estúpido). Pero bueno, centrándonos en sus argumentos, lo que viene a decir es que se recomienda el uso de algunas soluciones tecnológicas (ejemplificadas en algunos servicios de Google) que pueden suponer riesgos jurídicos, y de que más nos vale no caer en la tentación de acudir a esas soluciones si no queremos que caiga encima de nosotros todo el peso de la ley.
Reacciones ha suscitado: la respuesta de la propia Google (bastante floja, del tipo «que no, que no, que nosotros somos buenos y por eso tenemos muchos clientes), o esta interesante reflexión de Borja Prieto. El problema es que las respuestas se han dado desde una lógica distinta: uno habla con la lógica de los abogados y las leyes, otros hablan con la lógica de la economía, los negocios, el sentido común… y claro, no tiene demasiado que ver.
Porque si nos vamos a la lógica del abogado, lo que descubrimos es (dejando al margen el tono innecesariamente hostil que ha utilizado) que Mestre tiene razón. Y lo digo porque a mí me ha pasado, cada vez que me he topado con un «departamento jurídico», que se levantan banderas de «precaución» (cuando no directamente de «esto no se hace ni de coña»: hablamos de cosas como permitir comentarios en un sitio, o utilizar feedburner como sistema de suscripción). Y si le dedicas un ratito a leerte las leyes, descubres que es verdad: que lo que tú quieres hacer, según las leyes, no puedes. O que para poder tienes que dedicar horas y horas a hacer documentos, presentar formularios, obtener autorizaciones, inscribir en registros, firmar, compulsar…
Con la ley en la mano (y los abogados no entienden de otra cosa, ni de «sentido común» ni de proporcionalidad ni de nada; sólo el texto de las leyes) las cosas son muy complejas: infinidad de detalles, jurisdicciones… por no hablar del decalaje existente entre los usos sociales y su plasmación en leyes (y más en estos tiempos de dinamismo y globalización).
Y lo podemos ver en cualquier ámbito: fiscal, seguridad laboral, medioambiente, protección de datos… el cumplimiento estricto de todas las leyes supondría un coste ingente de recursos (sólo en abogados especialistas… uy, como Mestre, qué casualidad; por no hablar de personas dedicadas única y exclusivamente a comprobar que todo está bien, a rellenar informes y documentos, etc, etc.). Además, nos dejaría con las manos atadas para prácticamente cualquier decisión; sólo analizar si las decisiones implican algún tipo de riesgo legal llevaría tiempo y dinero, para descubrir las más de las veces que sí, que hay un riesgo (muchas veces por falta de adaptación de las leyes a la realidad) y que mejor no «menearse».
En consecuencia, cumplir estrictamente la legalidad es profundamente antieconómico. Ni podemos quedarnos parados (porque para un abogado es la mejor de las situaciones; no moverse significa no correr riesgos), ni pagar todos los abogados que se supone que habría que pagar (no hay cuenta de resultados que lo soporte, y menos en empresas pequeñas), ni funcionar de acuerdo al mundo que conforman unas leyes que no reflejan la realidad…
Por eso todos nos movemos, en mayor o menor medida, en determinadas «zonas grises», pero siempre asumiendo un cierto nivel de riesgos legales. Pero es que si por los abogados fuera, nunca avanzaríamos. Pero no se puede pretender poner el mundo al servicio del derecho, sino que es el derecho el que tiene que ponerse al servicio del mundo.
Tirarse a la piscina
En la vida, a veces, es necesario tirarse a la piscina. Es algo que siempre entraña un cierto riesgo. Por supuesto, nunca es recomendable tirarse a lo loco, sin preocuparse de si hay agua o no. Pero tampoco es una buena idea obsesionarse con la aversión al riesgo y buscar la seguridad absoluta antes de hacerlo, porque llegaríamos al fenómeno conocido como «la parálisis por el análisis». Y es que la certidumbre total nunca existe, por lo que siempre tendremos que tomar decisiones asumiendo un cierto nivel de riesgo.
Y en estas circunstancias, a veces las cosas salen bien, y a veces salen mal. Uno mira, considera que hay agua suficiente en la piscina como para tirarse… pero a veces se equivoca. No pasa nada, así es la vida. Lo que no debemos hacer en estas circunstancias es incrementar nuestra aversión al riesgo e inmovilizarnos en decisiones futuras. Hay que seguir tirándose a la piscina.
La zona de confort
La «zona de confort» es un concepto que me resulta muy interesante desde la primera vez que tuve conocimiento de él.
La Zona de Confort es el conjunto de creencias y acciones a las que estamos acostumbrados, y que nos resultan cómodas. Aquello que está dentro de nuestra zona de confort lo podemos hacer muchas veces sin mayor problema y no nos produce una reacción emocional especial; en cambio, lo que está fuera de nuestra zona de confort nos incomoda, nos produce un cierto rechazo, nos provoca ansiedad o nerviosismo, nos da palo.
Yo soy muy de zona de confort. Vago y cobardica para atreverme con cosas que me incomodan. Lo de la osadía… es para otros. Me agobio y me ofusco cuando me veo sometido a situaciones fuera de mi zona de confort, y me siento enormemente aliviado cuando me alejo de ellas para volver a mi reducto.
Realmente se me hace difícil entender cómo pude un día aprender a nadar, a montar en bicicleta o a conducir. Por otra parte, el haber sido capaz de hacer estas cosas (y muchas otras en mi vida) debería hacerme pensar que puedo hacerlo con otras, ¿no?
Dicen que el aprendizaje y el crecimiento personal sólo se produce fuera de esa zona de confort. Y dicen que el crecimiento personal es una de las mayores fuentes de satisfacción personal. Por lo tanto, se produce la paradoja de que para alcanzar la satisfacción se tiene que exponer uno a la incomodidad, mientras que quedarse a resguardo y cómodo lleva a la frustración. El corto plazo y el largo plazo, una vez más.
Ya lo decían en este estupendo video que me pasó un día Emili con consejos para la vida: «haz todos los días algo que te dé miedo».
Voy a tener que mejorar mucho en eso. ¿La forma de hacerlo? «Simplemente hazlo»