Esta mañana, tras un agradable paseo por el centro de Madrid, me dispuse a tomar el autobús. Me dirigí a la parada, y esperé. Un minuto, dos… tres… cuatro… El autobús no venía. Los letreros con información online no mostraban información. Poco a poco se iba sumando gente a la espera. Un señor mayor empezaba a calentarse: «dónde narices está el autobús», «esto cada día va de mal en peor», «no hay derecho», «estos son unos cabrones, siempre están igual». Y el autobús sin aparecer. Todavía tardó unos minutos más, durante los cuales el señor se sulfuraba más aún, y conseguía contagiar a dos o tres personas más. Yo los observaba.
Por fin, el autobús llegó. «Ya era hora», le espetó el señor al conductor nada más abrir la puerta. «Si no es una cosa es otra, siempre estáis igual». Y todavía se fue refunfuñando en busca de su asiento.
Las expectativas no cubiertas
Qué ganas de amargarse el rato, ¿no? Sí, es verdad; el autobús tardó un poco más de lo previsto (se ve que había una manifestación por las calles de Madrid). Teníamos una expectativa de esperar pocos minutos, y nos ha tocado esperar alguno más. Expectativa no cubierta, frustración, cabreo. Reacción química en nuestro cuerpo, pérdida de control, malestar para nosotros y para los que nos rodean.
¿Y todo por qué? Porque teníamos una expectativa, un ideal contra el que comparar. «El autobús estará esperando en la parada, y si no, tardará pocos minutos en llegar». Pero resulta que el mundo, por mil y una circunstancias, no es ideal. Vete acostumbrándote, nunca lo va a ser. ¿Y si renunciásemos a esa expectativa, a ese ideal? ¿Y si asumimos un rango más amplio de posibilidades satisfactorias? «El autobús llegará en 5, 10 o 15 minutos… y tampoco pasa nada; y mientras tanto estoy aquí tan tranquilo». Porque no pasa nada, el impacto real de esa demora es minúsculo, nulo.
Realmente… ¿es para tanto?
Es solo nuestra expectativa defraudada, nada más. ¿Consecuencias reales? Nada. Pero incluso aunque hubiera consecuencias más importantes («si el autobús no sale a tiempo no llegaré al aeropuerto y perderé el avión»), éstas se pueden relativizar. «Bueno, y qué».
Porque además… ¿qué ganamos encabronándonos? ¿Conseguimos que el autobús llegue antes? En absoluto. ¿Conseguimos llegar antes a nuestro destino? No. Si hay que tomar alguna decisión, alguna acción alternativa («pues me cojo un taxi»), lo podemos hacer igual (incluso mejor) desde la tranquilidad y el análisis racional y no desde el cabreo.
La toxicidad del encabronamiento
Y encima, el cabreo tiene un increíble potencial tóxico, se extiende como un virus en el espacio y en el tiempo. Nos estropea ese momento, y nos estropea los siguientes. Porque el señor siguió rumiando durante gran parte de su viaje, negándose a sí mismo la posibilidad de disfrutar del momento, de otros pensamientos agradables, del hecho de ir tranquilamente sentado y calentito, en dirección a donde quería ir con apenas unos minutos de retraso. Las personas que se contagiaron, tres cuartos de lo mismo. El conductor que recibió el exabrupto nada más abrir las puertas posiblemente se encabronó a su vez, empezó a rumiar sobre lo desagradable que es su trabajo, condujo con mayor agresividad, igual llegó a casa mustio y acabó teniendo movida con su mujer o sus hijos ¿Y si el saludo hubiese sido un «buenos días» y una sonrisa?
¿Cuántas veces te encabronas al día?
Esta situación tiene mil réplicas en nuestro día a día. Que si no nos hemos despertado a la hora que queríamos, que si hemos tenido una discusión con la pareja, que si los niños lían alguna, que si fulano no ha hecho la tarea que esperabas que hiciera en el trabajo, que si tu equipo de fútbol ha perdido, que si un cabrón te hace una pirula con el coche, que si un vecino te niega el saludo, que si un amigo no te contesta los whatsapps, que si se ha terminado la leche… etc, etc, etc. Y todo sigue el mismo patrón: una expectativa, una frustración, una reacción automática, un cabreo y una onda expansiva.
Reacciones alternativas al encabronamiento
No merece la pena. Leo Babauta se refería a esto hace un tiempo, mencionando una serie de herramientas útiles para enfrentar ese ciclo. Ser conscientes de nuestras expectativas, e intentar analizarlas de forma crítica (y dejarlas ir, en la medida de lo posible). Percibir la respuesta automática ante la frustración, observarla; porque en el momento en el que somos conscientes de ella, deja de ser automática y nos da la oportunidad de actuar. Y entonces podemos elegir una acción alternativa, racional, más útil (a lo mejor es simplemente sonreir, que es gratis) o que simplemente nos hace sentir mejor. Podemos acotar el impacto que tiene en nosotros, centrándonos en el momento y tratando de ver lo positivo que hay en todo.
Y seguir caminando.
«Eso es más fácil decirlo que hacerlo; habría que verte a ti». Pues sí, es más fácil de decir que de hacer. Y yo disto mucho de ser perfecto. Pero cada día me voy dando cuenta de más cosas; y cada vez que ejerzo ese «superpoder» (el de abortar o limitar el efecto de un encabronamiento), me ahorro minutos (¿horas? ¿días?) de sufrimiento a mí y a los que me rodean. Eso que gano.
Yo creo que hay dos tipos de enfado. Uno, el que comentas que algo no es como esperamos y dos, aquel que ocurre reiteradamente. Lo que has escrito me parece válido para el primer caso, para el segundo me parece muy bien el enfado, pero esa fuerza está mal dirigida. No tenía que haber ido contra el conductor, si no contra la EMT para que desarrolle planes de contingencia frente a imprevistos. Creo que es muy sano el quejarse porque si todo lo aceptamos en plan «soy una nube» las cosas tienden a la dejadez y van poco a poco a peor.
La misma actuación se puede hacer enfadado y sin enfadar. ¿Que hay que quejarse? Fenomenal… se queja uno en tiempo y forma, utilizando los canales y los tonos adecuados, y no víctima del enfado puntual que nos nubla la mente.
Y aun así. Uno puede quejarse, incluso teniendo razón. Pero no puedes controlar si el mundo reaccionará como crees que debería. Y ante eso, estaremos de nuevo en una expectativa, una frustración… y una reacción. Al final es cada uno el que decide cómo reaccionar, que es lo único que verdaderamente está bajo nuestro control.