Mi primer día de becario

Han pasado ya más de diez años. Corría febrero del 98, yo estaba en 4º de carrera y el segundo semestre consistía, íntegramente, en la realización de unas prácticas a jornada completa. Después de un peculiar proceso de selección (en el que dos empresas se interesaron a la vez por mí, y tuve que elegir yo entre ellas: descarté Andersen Consulting), me incorporé a la que todavía era Coopers&Lybrand en la sección de consultoría.
Y ahí iba yo, en el metro hacia la estación de Gobela (por aquel entonces tenían las oficinas en un coqueto chalet en la avenida Zugazarte), de traje y corbata por primera vez y hecho un manojo de nervios, rumbo a mi primera experiencia laboral aunque fuera «de mentirijillas», con la sensación de que ese día daba un paso al frente para pasar a la vida adulta.
Llegué, pregunté por mi gerente (que era el que había hecho el proceso de selección). No recuerdo bien si me recibió el mismo y acto seguido me dijo que se tenía que ir, o si directamente fue su secretaria la que me recibió porque él no estaba. Me dirigieron a su despacho, me sentaron a una mesa accesoria con un ordenador que no funcionaba y me dieron un tomo con no sé qué información «para que fuera leyendo».
Y ya. El día transcurrió así, conmigo mirando unos papelotes que no tenían ningún sentido para mí (y que en los días posteriores tampoco lo adquireron: vamos, que fue un «que viene el becario, dadle cualquier cosa»), en la completa soledad de un despacho donde me tenía un hueco «de prestado», sin hablar con nadie. Acabé con el estómago hecho trizas de sumar al nerviosimo que traía «de serie» la angustia de pasar todo el día abandonado en un entorno desconocido, sin saber si me podía levantar, a qué hora me podía ir, sin saber si alguien iba a venir a hablar conmigo o no… internamente pensaba «coño, ¡aunque sea que me manden poner unos cafés o hacer unas fotocopias!»
Lo recuerdo como uno de los días más largos de mi vida, y también como uno de los más frustrantes: tampoco es que tuviese una expectativa muy elevada de lo que podría dar de sí ese día, pero desde luego era más que lo que sucedió.
El día siguiente todo mejoró, el gerente ya estaba allí y me presentó al resto del equipo (aunque luego volví a sentarme en su despacho a ojear el «tocho», y encima con él al lado preguntándome cada rato, como por cortesía, «qué, ¿ya lo vas pillando?»; y yo me preguntaba «¿qué coño quieres que pille, para qué estoy leyendo esto?»). Ya aquel día vinieron a buscarme (probablemente fue Irantzu, que había sido la becaria del año anterior y ahora ya era «fija») por si quería tomar un café… en los siguientes días me montaron un pequeño puesto en la misma sala donde estaba el resto del equipo… y poco a poco fui entrando en una dinámica de normalidad con un grupo de trabajo bien majo (Álex, Irantzu, Amaya, Arantxa…), dando paso a cuatro meses de una experiencia muy enriquecedora (con sus luces y sus sombras, claro).
No sé, dicen que los recuerdos son las experiencias pasadas por el filtro de las sensaciones. No sé hasta qué punto aquel día fue tan agobiante en sí mismo, o si simplemente yo lo recuerdo así por mi visión subjetiva. Pero sin duda fue un día desasosegante, por la sensación de ser un pardillo al que nadie hizo ni puñetero caso en su primer día en un mundo desconocido.
Desde entonces, siempre que ha caído en mis manos un becario (aunque haya sido de refilón y estuviese en otro departamento) he tratado de charlar un rato con él, de cruzar un par de chascarrillos sobre su «primer día», de darle un poco de visión sobre lo que hace su departamento y el quién es quién… y si era mío pues contarle un poco los proyectos que están encima de la mesa, qué hacemos, etc… Siempre con la esperanza de que, en el futuro, su recuerdo del «primer día de becario» fuera un poco menos árido.

Si eres becario

A él no le fue mal:

Si uno es becario, yo creo que hay que dar ejemplo, trabajar duramente y dar la sensación de que uno quiere el trabajo

Martín Varsavsky, becario antes que millonetis

Por cierto, que por fin se resolvió mi duda de si era «Martín» (con acento en la i) o «Martin» (sin él). Es que nunca se lo había oído decir a él mismo 🙂