Cuestión de preferencias

Dos maneras de pensar

Cuando empecé a trabajar con más intensidad con mi amigo Alberto, no tardamos en encontrar puntos de fricción. Uno de ellos tenía que ver con su tendencia a hilar ideas en las conversaciones. Iniciábamos la conversación y él iba enlazando un punto, con otro, con otro… Llegaba un momento en que yo me saturaba. Lo que yo necesitaba era irme a mi escritorio, con papel y lápiz, y «poner orden» en las ideas. Estructurar, pensar… antes de seguir hablando.

Aquello nos generaba un malestar difuso. Yo notaba cómo me ponía nervioso cuando las conversaciones se alargaban, cómo me removía en mi asiento. Pero también notaba cómo, cuando yo decía cosas del tipo «bueno, pues hacemos un poco de reflexión individual cada uno por nuestro lado» él se envaraba un poco.

Un día, tomando una cerveza, salió el tema. «Es que yo pienso mejor hablando», me dijo. ¿Cómo? «Sí, cuando estoy solo delante de un papel no fluye nada, pero mientras hablamos las ideas van viniendo a mi cabeza y llego a conclusiones de manera mucho más fácil».

O sea, justo al revés que yo. Por mucho que me costara entenderlo, ésa era la realidad. Mi manera de pensar no era la que a él le resultaba cómoda, y viceversa. Normal que, cuando nos hacíamos jugar en terreno contrario, estuviésemos incómodos.

Aquella conversación fue reveladora, y un punto de inflexión. Desde entonces, conscientes de las diferentes preferencias, fuimos probando fórmulas para reducir esa fricción.

Todo son preferencias

«Para gustos los colores», dice el refrán. Si nos fijamos bien, las preferencias aplican a muchísimas dimensiones de nuestra vida. Hay quien prefiere salir, hay quien prefiere quedarse en casa. Hay a quien le gusta viajar, hay a quien no. Hay quien prefiere la playa, y quien prefiere la montaña. Carne o pescado. Leer o ver la tele. Socializar o estar tranquilo a su bola. Hablar sin parar, o no decir nada. Madrugar o trasnochar. Etc…

Lo curioso es que, desde la perspectiva de cada uno, cuesta imaginarse unas preferencias diferentes a las propias. ¿Cómo es posible que no te guste el chocolate? ¡Pero si el rock es lo mejor del mundo! No me puedo creer que tu plan ideal de sábado sea quedarte en casa.

Hay una frase que me gusta mucho, y que dice que cuando vamos conduciendo cualquiera que vaya más rápido que nosotros es un «flipao», y cualquiera que vaya más lento que nosotros «va pisando huevos». Y esto lo piensa el que va a 90, el que va a 120 y el que va a 140. Desde ese punto de vista egocéntrico, nuestra visión del mundo, nuestras preferencias… son la vara de medir, el canon con el que evaluamos al resto.

Hasta que te das cuenta de que no. De que, aunque a veces deseáramos que los demás fuesen igual que nosotros, la realidad no es así. Que otros tienen otras preferencias distintas de las nuestras, y que son perfectamente legítimas. Que no podemos (ni tenemos derecho) a «convencerles» de que lo nuestro es mejor. Y de que lo que tenemos que hacer es aprender a convivir.

Los pasos para trabajar con preferencias diferentes

¿Cuál es el proceso para llegar a ese punto de aceptación y convivencia?

  • Lo primero, darse cuenta. Notar en qué momentos hay comportamientos de otros que «nos incomodan», nos molestan, nos hacen sentir mal.
  • Lo segundo, pensar en cuáles son los motivos. Desde una perspectiva egocéntrica podemos pensar que, si los demás se comportan así, es porque están «en contra de nosotros». Que lo hacen para fastidiarnos porque son mala gente, o porque no tienen ni idea de hacer las cosas bien. Pero es muy probable que se deba, simplemente, a que sus preferencias son distintas de las nuestras.
  • Lo tercero, aceptar a los demás y sus preferencias. Asumir que «mi forma de ver el mundo» no es canon, no es la vara de medir, no es el fiel de la balanza. Yo tengo mi visión, tú tienes la tuya… y las dos son entendibles y aceptables.
  • Cuarto, ponerlo de manifiesto. Usando los mecanismos de la comunicación no violenta, poner encima de la mesa los hechos (no los juicios) y las emociones y necesidades asociadas. No se trata de acusar al otro, ni de echarle en cara, ni de pedirle que cambie. Sino más bien de reconocerle su legitimidad, exponer nuestro punto de vista y, desde ahí, intentar buscar un entendimiento.
  • Quinto, buscar alternativas. Como decía en el punto anterior, alternativas que partan desde el respeto a la diferencia. No se trata de hacer que el otro «se rinda» y acepte nuestra visión, sino de ver si entre ambos somos capaces de encontrar una forma mejor de hacer las cosas.

Una forma mejor de hacer las cosas

Desde que tuvimos aquella conversación, Alberto y yo hemos ido buscando maneras mejores de trabajar. Eso nos ha llevado a cambiar nuestras rutinas de trabajo, creando espacios que nos hacen sentir mutuamente más cómodos.
Seguimos teniendo largas conversaciones, pero ahí yo las asumo con más «deportividad», sabiendo que estoy siendo de utilidad para él mientras que él es consciente de que yo estoy «haciendo un esfuerzo» al actuar fuera de mis preferencias. Y viceversa, hay momentos en los que nos retiramos al «rincón de pensar» y ahí es donde él hace el esfuerzo para que yo pueda tener los momentos que necesito.
También hemos aprendido a dividir tareas que antes hacíamos en conjunto, porque nos hemos dado cuenta de que somos más efectivos si cada uno nos dedicamos a aquello en lo que nuestras preferencias están más alineadas en vez de forzarnos a hacer las cosas en comandita.
Tener claras las preferencias del otro, y respetarlas, nos lleva a intentar organizarnos de la mejor manera posible. Y también a que, cuando las circunstancias nos obligan a actuar «contra nuestra preferencia» (porque a veces toca), podamos mirarlo con empatía, saber que estamos haciendo un esfuerzo y tratarlo como tal.
Lo bueno de todo esto es que, apelando al lenguaje de las preferencias, ya tenemos un método para identificar puntos de fricción y tratarlos. Exploramos cuál es la preferencia de cada uno y, si vemos que el origen de la fricción está en que tenemos preferencias diferentes, lo ponemos encima de la mesa y vemos la mejor manera de afrontarlo.
De todo esto hablábamos, con más profundidad, en una conversación que incluyo en el podcast «Diarios de un knowmad»:

Gestión de conflictos: cómo intervenir de forma eficaz

El conflicto es natural

Ponga usted a un grupo de personas a interactuar, y más pronto o más tarde surgirán conflictos entre ellas. El conflicto es consustancial a las relaciones humanas, tanto en el ámbito personal como en el profesional. Y no porque seamos «malos»; es que cada uno somos de nuestro padre y nuestra madre. Tenemos objetivos diferentes, caracteres diferentes, experiencias diferentes, expectativas diferentes…
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Por supuesto, siempre hay un marco en que es posible ir acompasados (si no, sería un infierno). Pero incluso en la más idílica de las situaciones, surgirán conflictos. A veces por cosas grandes, y a veces por cosas que vistas desde fuera parecen ridículas… pero conflictos al fin y al cabo.
Y esos conflictos afectan a la convivencia, y a la capacidad de esas personas de hacer cosas juntas.

El conflicto dentro de tu equipo

Si gestionas un equipo de personas, puedes tener el deseo de que «funcione sin conflictos». Que como deseo está muy bien, pero no se va a cumplir. Si tienes un equipo, vas a tener conflictos. Y, de hecho, parte de tu responsabilidad como jefe del equipo es precisamente gestionar esos conflictos.
Esto es algo que a muchas personas les pilla con el pie cambiado cuando asumen la responsabilidad de gestionar equipos. Creen que su misión es «organizar», «dirigir», «planificar»… una visión mecanicista de los equipos de trabajo, donde «todos somos mayorcitos» y «al trabajo se viene llorado de casa».
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Bajo esta perspectiva, la gestión de conflictos (entre compañeros, o de ellos contigo, o de ellos con otras personas fuera del equipo…) se ve como una molestia, un lastre, un desgaste, algo que te ocupa tiempo y energía distrayéndote de tus verdaderas responsabilidades… y que ojalá no tuvieras que hacer.
De hecho, sucede en muchas ocasiones que, con esa mentalidad, los jefes de equipo evaden esa responsabilidad. No quieren ni oír hablar de conflictos, ni mucho menos pringarse en su gestión. «No es mi problema», parecen pensar. Pero obviamente sí lo es, porque esos conflictos sin resolver tienen un gran impacto en el desempeño del equipo.
Así que más vale asumir la gestión de conflictos como parte esencial de tus responsabilidades, y a partir de ahí tratar de abordar esa parte de tu trabajo de la manera más eficaz posible.

Claves para la gestión de conflictos

¿Cuáles son algunas de las estrategias fundamentales a la hora de abordar la gestión de conflictos?

  • Tener el radar puesto: muchas veces los conflictos se van larvando, situaciones pequeñas que con el tiempo se van haciendo más y más grandes. Un jefe de equipo ausente (de esos que se encierran en su despacho e interactúan a base de mails) no es capaz de detectar las situaciones hasta que son demasiado grandes y le estallan en las manos. Por el contrario, si dedica tiempo a estar en el día a día de su equipo (en lo formal y en lo informal) podrá ir viendo la evolución de situaciones, relaciones… detectar conflictos en potencia… y actuar antes de que vayan a más.
  • No esconderse: gestionar conflictos es incómodo, porque hay que «meterse en el barro». Y de hecho, muchas veces tocará involucrarse, tomar decisiones que no dejen a todo el mundo contento… Ante esto, muchos jefes de equipo prefieren mirar para otro lado, hacerse los suecos, «a ver si se resuelve solo»… pero normalmente no es así, y es peor el remedio que la enfermedad. Hay que agarrar al toro por los cuernos.
  • Indagar: el jefe de equipo puede tener la tentación de «cortar por lo sano» en sus intervenciones. Pero para poder abordar un conflicto de forma eficaz es necesario entenderlo bien. Y para eso hay que preguntar, y escuchar, y dejar que todas las partes cuenten su versión, y preguntarse por las causas subyacentes, buscar terceras opiniones… se trata de identificar bien las raíces de los problemas y abordarlos desde allí.
  • Asumir el aspecto emocional: los humanos no somos robots. Tenemos emociones, y no podemos dejarlas en casa. En situaciones de conflicto, las emociones tienen un protagonismo evidente. Y a la hora de intervenir, es necesario asumir y gestionar ese aspecto emocional. Eso significa que hay que dar espacio a las personas para que expresen esa emoción sin impacientarse, y sin pretender ir directamente a «dar soluciones» (que suelen nacer desde la racionalidad) mientras las personas están tratando de gestionar su emoción.
  • Mantener la calma: desde esa visión de «gestión emocional» del conflicto, el jefe de equipo debe ejercer el autocontrol al máximo. Incluso cuando el conflicto le afecte directamente. Bastante complicados son ya de por sí, como para añadir más leña al fuego. Se trata de mantener las formas, y de aportar tranquilidad, calma…
  • Fomentar el consenso: «un mal acuerdo es mejor que un buen juicio», dice el refrán. En la gestión del conflicto sucede parecido. En la medida en que las partes involucradas puedan alcanzar por sí mismas una solución satisfactoria, eso será mejor que cualquier «decisión salomónica» por parte del responsable del equipo. Pero para eso no vale decir «hala, arreglaos entre vosotros»; es importante acompañar a las partes (por separado, o en conjunto) en su propio proceso de entendimiento del otro, de búsquedas de puntos en común, y de negociación de una solución.
  • Intervenir con decisión y justicia: lamentablemente, el consenso no siempre es posible. Y en última instancia, hay situaciones en las que hay que intervenir. En esos casos es importante asumir que esa decisión forma parte de tus responsabilidades; «para eso te pagan». Y una vez asumido, tratar de intervenir con la mayor justicia y coherencia posibles, razonando la decisión y explicándosela a los afectados.

 

El secreto está en el casting

Leía hace poco una entrevista a Michael Caine y Morgan Freeman en la que el primero contaba su experiencia trabajando con John Ford, y lo que le dijo en una ocasión.

«El secreto para dirigir una película es el casting. Si eliges bien a los actores, el resto viene solo». Nunca me dijo lo que tenía que hacer. Con él era en plan: «Si te pagan un montón de pasta por hacer este trabajo, es porque sabes cómo se hace. No necesitas que te diga lo que tienes que hacer»

¿Habéis tenido la experiencia, en vuestra carrera profesional, de trabajar con gente «con la que te entendías perfectamente»? La sensación de que el trabajo fluía, de que todo el mundo tiraba del carro, de que había complementariedad… es una situación fascinante. Y muy difícil de conseguir, porque depende de una serie de cuestiones (muchas de ellas intangibles) que no siempre es posible equilibrar. Al fin y al cabo, ¿con cuántas personas de las que han trabajado con vosotros os llevaríais a un nuevo equipo con los ojos cerrados?
«El secreto está en el casting», decía John Ford. En dedicar tiempo a conocerse, a probar si existe esa compatibilidad o no, en ir estrechando relaciones (o desechándolas) y formando «núcleos duros» a partir de los cuales ir incorporando nuevos elementos que refuercen (y no estropeen) ese delicado equilibrio. «Hire slow«, que decíamos en algún momento. Y su complementario, «fire fast», la capacidad de partir peras cuando se ve que las cosas no funcionan, o que funcionan de una manera alejada de un óptimo.
Pero claro, el problema es que esto es un proceso lento, y delicado. Y el «mundo real» mete presión. Hay que crecer, hay que abrir esta nueva localización, hay que hacer este proyecto, necesitamos ser más. Sí, haremos selección… pero llegado el momento hay unas vacantes que cubrir, y las llenaremos no con «los adecuados» (en términos absolutos) si no con «los más adecuados de entre los que hemos visto» (en términos relativos). Y si la cosa no funciona… pues habrá que aguantar el tirón, porque no podemos prescindir de manos (aunque las manos no sean las indicadas), o porque «es que la indemnización…». O porque «hay que comer», visto desde el otro punto de vista. Compromisos que, en última instancia, erosionan la dinámica del trabajo en equipo. ¿Funcionan? Técnicamente sí, pero haciendo que todo resulte menos fluido, menos gratificante. Peor. Y en última instancia esos equipos (o «aglomerados», creo que sería más ajustado a la realidad) acaban disgregándose con más pena que gloria.
Y sin embargo vivimos tiempos en los que cada vez son más críticos esos equipos «de alto rendimiento». Tiempos complejos, donde la capacidad de reaccionar, de adaptarse, de trabajar con intensidad en la incertidumbre… es fundamental. Un contexto en el que se necesitan equipos cohesionados, unidos por ese «pegamento invisible» de los valores (los de verdad) compartidos, del entendimiento, de la confianza, de complementariedad, de saber que «cuidan tu espalda» igual que tú estás comprometido con cuidar la de tu compañero. Equipos en los que ese intangible probablemente sea más importante que otras habilidades y conocimientos más concretas (y por lo tanto más «gestionables»). Equipos que por casi necesidad tenderán que ser pequeños (porque es difícil formar equipos grandes sin que esas esencias se empiecen a diluir), y que por lo tanto tendrán sus limitaciones, pero también un potencial incuestionable.
Sé que es difícil. Que estamos hablando de algo etéreo, casi «místico», con cierto toque de utopía. Pero creo que cuanto menos exigentes somos en ese sentido, cuanta más tolerancia tenemos a situaciones «subóptimas», peor para nosotros tanto a nivel organizativo (aunque ya sabemos que las empresas «ni sienten ni padecen») como a nivel individual. Porque en el pecado llevamos la penitencia; conseguimos menos cosas, y tenemos experiencias menos satisfactorias.

Trece ideas de Scrum que puedes aplicar en tu gestión

Scrum por allí, Scrum por allá… llevo oyendo hablar de Scrum mucho tiempo ya, “una metodología de desarrollo de software”, “tiene que ver con el mundo de agile”, “cosas de techies”. En definitiva, oyendo campanas pero sin haber dedicado nunca tiempo a profundizar lo suficiente.
Bueno, ahora ya sé de dónde vienen las campanas 🙂 He puesto foco durante unas horas a entender mejor que es eso de Scrum (gracias a este curso online, y a leer la guía oficial de Scrum), y cómo funciona. Efectivamente, Scrum es una metodología de desarrollo de producto (normalmente vinculado al mundo del software) que se enmarca dentro de la filosofía Agile. Diría (y aquí si algún experto me tiene que corregir que lo haga) que es una forma (¿la que más éxito ha tenido?) de “aterrizar” la filosofía del manifiesto ágil en algo más concreto y funcional.
Ahora bien, es evidente que Scrum tiene su origen y su “caldo de cultivo” en el mundo del desarrollo del software, y se ve claramente que muchas de las cosa que plantea es ahí donde tienen todo el sentido del mundo, y donde los expertos lo explotan mayoritariamente. Lo que me iba cuestionando a medida que leía era: ¿es aplicable Scrum a otros ámbitos, a la gestión de proyectos menos técnicos? Algo me dice que sí, que la dinámica de trabajo puede ser extrapolada (con más o menos “ajustes”).
(Pulsa aquí si quieres ver una introducción breve a las metodologías ágiles y a Scrum)
Fruto de esa reflexión, y más allá de que se pueda aplicar la metodología de forma más o menos estricta, he extraído estas trece ideas de Scrum que se pueden aplicar a la gestión de cualquier proyecto:

  • Ten siempre el valor aportado al cliente como vara de medir: En Scrum, los elementos del product backlog se priorizan en función del valor que van a aportar al cliente. Lo que más valor aporte, se busca hacer cuanto antes mejor. El objetivo que persigue el “producto incremental” siempre es buscar aportar el mayor valor posible, cuanto más tangible mejor. La definición de requerimientos, el feedback en las revisiones… siempre está orientado a lo mismo. Esta “obsesión por el valor” es algo que no debe perderse de vista nunca en el desarrollo de un proyecto. ¿Cuántas veces, en el fragor de la batalla, nos miramos demasiado el ombligo y nos olvidamos de para qué estamos trabajando, nos enredamos en discusiones bizantinas que no llevan a ningún sitio, o nos emocionamos con detalles que apenas le aportan a nadie? Pues eso, no perdamos la brújula de la aportación de valor.
  • Organiza tus proyectos como sucesión de miniproyectos cerrados: se definen los “sprints” como periodos de una a cuatro semanas de trabajo sobre una serie de elementos del backlog (elementos que se definen al principio del sprint y que no se tocan) que, al finalizar, dan como resultado una “versión funcional del producto”. Este enfoque elimina la incertidumbre, los cambios de prioridades, el pasarse la vida replanteándose cosas… y permite al equipo centrarse en “producir” sin interferencias del exterior durante el sprint. Nos centramos en lo que hemos definido para el sprint, nos aislamos del exterior (la relación con el exterior es cosa del product owner) y sacamos el producto que nos habíamos propuesto sacar. Lo que haya que cambiar, lo que haya que corregir, las nuevas prioridades… ya se abordarán en el siguiente sprint (que, como llegará pronto, en ningún caso nos va a suponer un gran problema).
  • Entrega producto valioso desde el primer momento: además de funcionar como una sucesión de “miniproyectos”, en los sprints el objetivo es que al terminarlo haya un resultado final. Con cada “miniproyecto” el resultado será mejor y mejor (iteraciones), pero desde el primer momento se busca resolución y no hay que esperar a que transcurran n meses para tener algo tangible o darse cuenta de que, oh, no has ido por el buen camino. De hecho, idealmente, podrías abandonar el proyecto al terminar cualquier “sprint” y el resultado sería valioso por sí mismo. De esta forma, todo el trabajo que haces tiene sentido y aporta valor por sí mismo.
  • Feedback, feedback y más feedback: igual que en el caso del design thinking, el objetivo es que tras cada “sprint” se produzca una revisión que permita validar que efectivamente el resultado incremental aumenta el valor, ver lo que funciona y lo que no, y a partir de ahí tomar decisiones para la siguiente ronda. Este ciclo permanente de “producto funcional” y “feedback” permite ir avanzando y adaptándose de forma continua. No olvidemos exponernos al veredicto de los usuarios, no tengamos miedo a recibir sus opiniones: es lo único que nos sirve para mantener el rumbo.
  • Las prioridades las define uno y nadie más: el product owner es la figura encargada de interactuar con los “usuarios/clientes” (stakeholders en general), de identificar sus necesidades, de llegar a compromisos con ellos respecto a sus prioridades… y una vez filtrado todo ello, de trasladarselo al equipo de forma unívoca. Es el único que lo hace, la bisagra que une y a la vez aísla a los stakeholders y al equipo, el único interlocutor válido. Esta figura recupera el principio clásico de la “unicidad de mando”, y evita que haya más gente “metiendo la cuchara” y mareando al equipo, cambiando prioridades y tratando de arrimar el ascua a su sardina.
  • Protege al equipo: el equipo debe centrarse en trabajar, y aislarse en la medida de lo posible de interferencias e incertidumbres. Esto es labor del product owner, que centraliza las relaciones del equipo con los stakeholders (evitando que éstos vuelvan loco al equipo) y cerrando el alcance de los sprints en las reuniones de planificación (proporcionando un escenario de estabilidad al equipo, mientras él absorbe nuevos requisitos, cambios en prioridades, etc… que retendrá hasta llegar al siguiente sprint).
  • Comunicación multidireccional constante: Scrum define en la metodología todas las ocasiones en las que se producen interacciones entre los miembros del equipo. Reuniones de planificación, reuniones de refinamiento, reuniones diarias, reuniones de revisión, retrospectivas. En todos los casos el objetivo es “poner encima de la mesa” las distintas visiones que se puedan tener (sobre dificultades, enfoques, cómo se va a trabajar) y llegar a acuerdos. Coordinación sobre la base de la comunicación permanente.
  • Deja que los que saben se organicen: el product owner es el que define las prioridades, pero a partir de ahí es el equipo de desarrollo el que determina cómo abordar esas prioridades, qué tareas realizar, cómo repartírselas, cómo coordinar sus distintas habilidades. Son los que mejor saben hacer las cosas, y no tiene sentido que venga nadie de fuera a organizarles el trabajo. La autonomía es una clave de la motivación, y la motivación es una de las claves de un trabajo bien hecho.
  • Los equipos necesitan estar equilibrados: el equipo Scrum debe reunir, entre todos sus miembros, todas las capacidades necesarias para resolver las tareas que tiene asignadas. Es decir, no debe depender de nadie externo para avanzar. De esta forma, está 100% en las manos del equipo ejecutar lo que decidan, y no se deben quedar parados esperando a que alguien les resuelva nada. Esta visión suele ser difícil de organizar en los proyectos (y más si pensamos en proyectos transversales, con gente “de distintos departamentos” con “distintos directores”), pero resulta fundamental si queremos que las cosas salgan adelante de forma ágil.
  • Presta atención a cómo trabajas, y corrige si es necesario: las reuniones de retrospectiva se centran, al finalizar cada “sprint”, en analizar el funcionamiento del propio equipo, de identificar qué cosas han ido bien y qué cosas tienen que ir mejor. Este foco tendemos a olvidarlo y más si va a ser fuente de conflictos; para darnos palmaditas todos valemos, pero exponer problemas a la cara de forma constructiva y aceptar nuestras equivocaciones ya nos resulta más difícil. Y sin embargo es fundamental si no queremos que los problemas se enquisten.
  • Respeta los procesos y las herramientas, aunque parezca aburrido : siguiendo con la idea de la autoconciencia, la figura del Scrum Master se encarga de asegurar que el proceso se siga “a rajatabla”, que se celebren las reuniones que se tienen que celebrar y se hagan de la forma adecuada. En los proyectos todo son buenas intenciones, pero es fácil dejarnos llevar por las urgencias, por la rutina, por el “esto ya nos lo sabemos” y el “bueno, esto me lo salto que tampoco pasa nada” y a la que nos descuidamos hemos descarrilado por completo, hemos dejado de aplicar las rutinas y los hábitos que nos habíamos prometido seguir y acabamos en el batiburrillo habitual.
  • No te olvides, trabajas con personas: otra de las labores del Scrum Master es “prestar atención a las personas”. Es decir, vigilar las dinámicas interpersonales dentro del equipo, e intervenir cuando sea necesario para reconducirlo. Esta labor pone de manifiesto algo que ya he comentado en alguna ocasión: somos personas trabajando con personas, es absurdo pretender que nos relacionemos como si fuesen máquinas. Hay filias, hay fobias, hay roces, hay momentos altos y momentos bajos… y tener a una persona cuya responsabilidad es precisamente estar atento a todo eso implica reconocer esa realidad.
  • Cuanta más información tenga el equipo, mejores decisiones podrá tomar: todo el proceso de Scrum se basa en la idea de que todo es compartido por todos. Todos ven el product backlog, todos definen el sprint backlog, todos ven el seguimiento diario, todos hacen las reuniones de revisión y de retrospectiva, todos dan su opinión respecto a cómo ejecutar el trabajo… No hay carpetas privadas, no hay “ángulos ciegos”, todo el mundo tiene toda la información necesaria para hacer su trabajo. Y así, normalmente, las cosas salen mejor.

El chismorreo como elemento de cohesión

Estás trabajando. Aparece Menganito y te hace señas, «¿tomamos un café?». Vas a la máquina y te cuenta en voz baja la faena que le ha hecho Fulanito. Vuelves a tu sitio de trabajo y notas cómo Pepita te sigue con la mirada, y te abre una ventana de chat para preguntar «qué ha pasado». Mientras tanto, en el otro lado de la oficina, un grupito habla por lo bajo mientras mira en vuestra dirección. Chismorreo en estado puro, el pan nuestro de cada día. La forma en la que nos relacionamos en grupos pequeños: creando redes de confianza, acercándonos a los afines, creando coaliciones. Detectando, en cada conversación, en cada gesto, en cada reacción… si son «de nuestra cuerda» o no. Podrías, en cualquier circunstancia, hacer una estimación de «quién está a favor» y «quién está en contra». Un «status quo» que, desde luego, no es ni mucho menos estable si no que fluye con el tiempo.
No hay «cultura corporativa» que valga, no es una cuestión de «políticas»; es la forma en la que los humanos nos relacionamos. Da lo mismo si hablamos de una pequeña empresa, de un pelotón de un ejército, del vestuario de un equipo deportivo, o de un pueblo, o de una cuadrilla de amigos o de una familia. No importan los títulos, la «autoridad externa»: importan las relaciones, las filias y las fobias, quién te ayuda, quién te hace un favor, quién tiene un buen gesto. Y quién no.. Yuval Noah Harari explica, en su libro Sapiens (un libro estupendo y muy recomendable) cómo este comportamiento es común con nuestros «primos» los simios:

Cuando dos machos se disputan la posición alfa, suelen hacerlo formando extensas coaliciones de partidarios, tanto machos como hembras, en el seno del grupo. Los lazos entre los miembros de la coalición se basan en el contacto íntimo diario: se abrazan, se tocan, se besan, se acicalan y se hacen favores mutuos. De la misma manera que los políticos humanos en las campañas electorales van por ahí estrechando manos y besando a niños, también los aspirantes a la posición suprema en un grupo de chimpancés pasan mucho tiempo abrazando, dando golpecitos a la espalda y besando a los bebés chimpancés. Por lo general, el macho alfa gana su posición no porque sea más fuerte físicamente, sino porque lidera una coalición grande y estable. Estas coaliciones desempeñan un papel central no solo durante las luchas abiertas para la posición alfa, sino en casi todas las actividades cotidianas. Los miembros de una coalición pasan más tiempo juntos, comparten comida y se ayudan unos a otros en tiempos de dificultades.

El desarrollo del lenguaje por parte del homo sapiens permitió que esta «cultura del chismorreo» común con nuestros parientes incrementase su alcance; allí donde los simios solo pueden cohesionar grupos de 20-50 individuos, los humanos podemos llevarlo hasta grupos de 100-150. En todo caso, hay un límite, que se suele establecer en el número de Dunbar. Más allá de eso resulta imposible mantener la cohesión a base de chismorreo: no podemos conocer a tanta gente a un nivel «íntimo», ni dedicar tiempo a «chismorrear» con ellos.
Es entonces donde entra en juego la capacidad del ser humano para generar «mitos compartidos»: ficciones que permiten a individuos que no se conocen entre sí asumir que «somos de los mismos» y que por lo tanto tiene sentido colaborar juntos. Entran aquí la ciudad de origen, las nacionalidades, las religiones, los equipos de fútbol, las ideologías y también las «culturas corporativas». Estas ficciones (creadas y nutridas a base de narraciones y refuerzos positivos y negativos a lo largo de los años) dirigen y coordinan el comportamiento de los individuos aunque no se conozcan entre sí, y de acuerdo a Harari son uno de los pilares que han permitido al ser humano llegar hasta aquí.
Bajo esta perspectiva es fascinante darse cuenta de cómo funciona esta dualidad en nuestra realidad cotidiana. Cómo interactuamos en círculos pequeños, y cómo cambiamos el chip cuando nos vamos a un ámbito más grande, cómo de diferentes son las dinámicas. En serio, mira a tu alrededor. Mirate a ti mismo. Observa cuándo eres un «chismorreador», cómo «hilas relaciones» en el entorno más pequeño. Y observa también cómo respondes a impulsos grupales, cómo te comportas ante determinadas etiquetas.
En el ámbito profesional también me ha dado que pensar bastante:

  • En cómo las relaciones en entornos «pequeños» (y ese «pequeños» puede abarcar hasta una empresa entera) se sustentan mucho más en el día a día y en las relaciones personales.
  • En que ahí los procesos, las políticas, la «cultura», los «valores», la definición de responsabilidades y puestos, la «autoridad nominal»… tienen un impacto limitado, y que la capacidad de dirigir y de cambiar las cosas tiene mucho más que ver con la capacidad de influencia interpersonal, de convencer, de formar coaliciones, de generar confianza… que con «tocar palancas».
  • En el poder de lo informal por encima de lo formal.
  • En la importancia del feeling.
  • En lo fundamental que es «tener la antena puesta» para saber cómo está el patio, y participar en las dinámicas para poder influir en ellas.
  • En que socializar también es una parte muy importante de trabajar.
  • En lo clave que resulta incorporar personas (y más aún desprenderse de ellas) en función de su contribución a la dinámica interna (y no solo de sus «competencias»).
  • En que las narrativas de «identificación colectiva» quizás solo tienen sentido para cohesionar a grupos más grandes, o para la relación con otros grupos; porque solo entonces entra a jugar el orgullo de pertenencia.
  • En cómo todo esto se suele obviar (porque es difícil de «gestionar», incluso de «verbalizar») cuando su impacto es definitivo en el devenir de las empresas.
  • En cómo nos empeñamos en gestionar organizaciones «como si no fuéramos humanos» cuando eso es, precisamente, lo que nos define.

MBWA o la gestión mariposera

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MBWA es el acrónimo para «manage by wandering around«. Es decir, la práctica que algunos autores proponen a los directivos (aunque yo creo que es aplicable a cualquier persona, con o sin responsabilidades de gestión) de «pasearse» entre sus equipos de manera informal para «estar al tanto» de lo que sucede. Por ejemplo, Tom Peters (uno de los gurús del management) lo define como una de las herramientas clave de gestión.
Yo, desde luego, soy un firme defensor de la teoría y de la práctica (aunque creo que podría hacerlo mucho mejor). Los directivos que viven encerrados en sus despachos, alimentándose de emails, conferences y reuniones formales, se están perdiendo gran parte de la fiesta. El conocimiento profundo de los procesos, las sutilezas del día a día, las fortalezas y debilidades de tu negocio… solo se ven desde las trincheras. Sí, es verdad, la visión global, la estrategia, el largo plazo… todo eso es importante. Pero todo tiene su sustento en la realidad cotidiana. Y no hay powerpoint ni hoja de cálculo que consiga reflejar todos esos matices. Si uno no se empapa de la realidad, mal va a ser capaz de elevarse al siguiente nivel.
Pero es que además ese «pasearse» activa uno de los grandes resortes intangibles de las organizaciones: el flujo de confianza intrapersonal. Cuando uno «baja a la arena» y se interesa de forma genuina por las personas, por su trabajo, por sus problemas, por su vida… cuando uno presta atención y escucha, y no se limita a «sentar cátedra»… las personas van desmontando la barrera de desconfianza natural que existe hacia «los jefes». En ese ambiente de informalidad es muy posible que afloren comentarios fundamentales de esos que nunca aparecerán en una reunión ni en un documento. En esas interacciones del día a día se estrechan lazos personales, se refuerza la cultura, se forja el compromiso. Y además, cuanto más conoces de una realidad, mayor es el respeto que te ganas por parte de quien la viven. Podrás tomar mejores decisiones, más informadas y con más probabilidades de ser aceptadas.
Por supuesto, no es fácil. La desconfianza inicial existe. «Qué ha venido éste a hacer aquí». Los primeros momentos seguramente son incómodos; no pasa nada, poco a poco. Hay que empezar, hay que dejarse ver, hay que acostumbrar a la gente a tu presencia, mantener el hábito y no dejar que sea flor de un día. Hay que preguntar con interés genuino, hay que escuchar, hay que esforzarse en ver las inquietudes del otro sin intentar sustituirlo con nuestros mensajes predefinidos. Hay que ser discretos, manejar con exquisito cuidado cualquier información que la gente te da, no hay nada peor para una confianza embrionaria que el sentirse traicionado. Hay que saber también cuando uno sobra, no forzar la máquina, ser respetuoso con los espacios ajenos.
Es fácil dejarse vencer por esa incomodidad. Encerrarse en tu despacho, en tus quehaceres, en tus reuniones, en tus documentos, en tu «estoy muy ocupado». Al fin y al cabo, eso de «mariposear» por ahí no es «productivo». No estás «haciendo una tarea», solo «paseándote» y «charlando con la gente». Una aparente pérdida de tiempo, así que mejor no hacerlo, ¿no?. Y sin embargo, bajo esa apariencia de «tiempo improductivo», se esconde una de las palancas más eficaces para la gestión.
¿Cuántas horas de esta semana vas a dedicar a «mariposear»?

Comunicar, comunicar, y cuando creas que hayas comunicado… comunicar

Contaba hace unas semanas que había llevado a cabo un proceso de «recopilación de feedback» de la gente con la que trabajo. Analizando las respuestas, especialmente en el ámbito de «qué puedo hacer mejor», ha aparecido un patrón común: la comunicación. Comunicación tanto «entrante» (me piden que esté más abierto a las peculiaridades de las distintas áreas, que me relacione más con ellas, que analice más con ellas el impacto que pueden generar las cosas que hago), como «saliente» (tanto dentro del equipo, como hacia fuera: estatus de los proyectos, próximos pasos…)
Me ha llamado la atención porque, la verdad, yo no tenía en el radar este déficit de comunicación. Mi percepción (obviamente sesgada) es que te pasas el día hablando con gente, dando vueltas a los mismos temas… como que ya está todo «suficientemente comunicado». Pero es evidente que no.
Algo me hace pensar que este es un problema común. Que tendemos a ver el mundo con nuestras gafas (los temas con los que estamos trabajando todos los días, de los que hablamos en cada reunión, los que rumiamos cuando vamos en el coche…) y, aunque sepamos racionalmente que los demás no están igual de metidos en el tema, nos creemos que con «dos pinceladas» aquí y allá ya están puestos al día. Y no es así.
Comunicar debe convertirse, entonces, en una especie de obsesión. Comunicar, comunicar, y recomunicar. Hasta el punto en que tengas la sensación de estar siendo pesado. Aunque te aburras a ti mismo. Porque es muy probable que, aunque a ti no te lo parezca, para los demás siga siendo insuficiente.

Cuánto de técnico debe tener un directivo

No deja de ser un tema tan antiguo como el ser humano. Hace ocho años ya me refería al principio de incompetencia de Peter, pero reciéntemente ha vuelto a surgir el debate en el entorno cercano, lo que me ha llevado a darle una nueva vuelta al tema.
La cuestión: ¿es un directivo, en esencia, «intercambiable»? ¿Puede hacerse cargo hoy de un área de finanzas, mañana de un área de recursos humanos, pasado de un área de operaciones y al siguiente ser un director general? ¿Hasta qué punto puede ser ajeno un directivo a la especialización técnica del área que gestiona?
Obviamente, parto de la base de que todo es un contínuo. Que cuanto más pequeños son los equipos, y por lo tanto menos personas hay en ellos, más probable es que el directivo de turno tenga que «arremangarse» y tratar temas con elevado contenido técnico. A medida que los equipos son más grandes, es más probable que el tiempo del directivo se dedique casi al 100% a «tareas de gestión».
Porque aquí está mi punto. La labor de un directivo tiene mucho de transversal. Hay que establecer estrategias, gestionar proyectos, gestionar equipos, presupuestos, comunicación, definir planes, indicadores, coordinar con otras áreas. Eso, en esencia, va a ser lo mismo sea cual sea el área que estés gestionando. La gestión es un «área técnica» en sí misma, una serie de conocimientos, habilidades, herramientas… que tienen que ver más con «la labor de dirigir» que con el contenido específico de «lo que estoy dirigiendo».
Este «salto» es el que hace que en muchas ocasiones salga a la luz el principio de incompetencia de Peter. Excelentes técnicos que son promocionados a labores de gestión sin haber desarrollado ese conjunto de competencias. Allí, su conocimiento técnico pierde relevancia, lo que necesita es otro tipo de habilidades. Lo bueno es que, si se consiguen desarrollar, te permiten «romper» la barrera de tu área de especialización y saltar a otras diferentes.
¿Significa eso que a un directivo se le puede poner a la cabeza de cualquier área? En el extremo, me posicionaría en que sí. Obviamente, cualquiera con dos dedos de frente se da cuenta de que se gestiona mejor sabiendo «algo» del tema que gestionas que si no tienes ni puta idea, y el directivo será el primero en aplicarse el cuento. Pero ese «algo» no tiene que ser un conocimiento profundo, especializado, como el que tiene un experto técnico (que será normal, incluso deseable, que «sepa más» que su jefe). Es más una visión global, amplia, conectada además con otros campos. El nivel necesario para no decir tonterías, para enterarse de lo que le cuenta su equipo, para tomar decisiones de alto nivel. Porque esto es importante: las decisiones de pequeño nivel, el micromanagement, lo tiene que llevar su equipo; mientras tanto, el directivo aplica su propio cuerpo de conocimientos de gestión para la coordinación.

Delegar para crecer

Curiosidades de la vida, mi último post tenía un punto cínico con respecto a la delegación. Y curiosamente, algunos días después, me vi metido en una conversación sobre delegación que me hizo cambiar el enfoque.
Según este planteamiento que me hacían (y que adelanto que me parece muy interesante), uno delega para crecer. Por supuesto, para crecer uno mismo (que se libera de tareas que no le aportan nada para poder dedicar su tiempo, su atención y su energía a tareas que le supongan un reto, que tengan un impacto… que le hagan crecer). Pero (y aquí está el punto que me sirvió para enriquecer mi visión) también para hacer crecer a otros. Porque al final, la tarea que a uno mismo le parece que no le aporta nada (porque ya lo ha hecho, porque no le hace avanzar), a otro que tenga unas características diferentes, una trayectoria distinta, un menor estadio de maduración… sí le sirven, sí le resultan interesantes, si le hacen aprender, sí le hacen mejorar. Parafraseando aquel dicho inglés, «las tareas de mierda de uno son tareas enriquecedoras para otro»… al menos durante un tiempo.
Porque claro, aquí viene el problema. Y es que es muy probable que esas personas para quienes esas tareas son enriquecedoras efectivamente evolucionen, y necesiten otro tipo de tareas y responsabilidades para seguir creciendo. Pero en el mundo real las tareas no evolucionan al mismo ritmo; de hecho, muchas de ellas son inmutables. Sí, la primera vez enriquecen, pero la segunda ya no. Según esta forma de pensamiento, tendrías que buscar a otra persona a la que estas tareas le sirviesen para crecer, pero entonces… ¿qué haces con la persona que ya ha crecido? ¿Le vas delegando nuevas tareas de las que a ti «se te han quedado pequeñas»? ¿Y entonces qué haces tú?
A lo que voy es que, aceptando de buen grado este enfoque de «delegar tareas para crecer», al final tengo la sensación de que todos (nosotros y nuestros equipos) crecemos demasiado rápido, y que no surgen tantas tareas y de forma tan frecuente como para mantener alimentado ese ritmo de crecimiento. Consecuencia: todos, en un momento u otro, acabamos «comiéndonos» tareas que no contribuyen a nuestro crecimiento, porque ni somos capaces de tener a nuestra disposición tanta gente a la que traspasárselas, ni somos capaces de generar nuevas tareas que sustituyan a las delegadas.

El metabolismo basal de los proyectos

El metabolismo basal es un concepto fisiológico que indica la cantidad de energía que un organismo necesita para subsistir. Llevado al extremo, quiere decir que incluso quedándonos tumbados en la cama todo el día, sin hacer nada de nada, nuestro cuerpo consume energía (y no poca).
Y llevado al ámbito de la gestión de proyectos… ocurre exactamente igual. Uno piensa, en su ingenuidad, que un proyecto necesita energías para progresar, para crecer, para que se hagan cosas, para incorporar novedades… para avanzar. Que uno puede poner todo su foco y sus esfuerzos en ello. Y sin embargo, la realidad es que los proyectos también tienen un «metabolismo basal», también requieren (no poca) energía no ya para crecer y desarrollarse, sino meramente para subsistir, para no morir.
Uno piensa que su esfuerzo debe estar en visualizar el futuro, en identificar prioridades, en hacer unos buenos análisis, en crear unas buenas especificaciones, una buena planificación, un buen encaje de tareas. Y que luego ya todo es «pan comido» porque simplemente se trata de que cada uno haga su trabajo. Pero resulta que no, que luego resulta que las especificaciones se ignoran, que cada uno hace su trabajo bien, o mal… o no lo hace. Que lo que se acuerda en una reunión luego se da por olvidado. Que las prioridades que establece son ignoradas. Que los procesos que defines se saltan a la torera. Que los compromisos se los pasan por el forro. Que el que un día te dice «sí, sí, sí» luego hace «no, no, no».
Y acaba uno dándose cuenta de que de toda la energía que puede ofrecer a un proyecto, gran parte (cuando no toda) hay que dedicarla a satisfacer ese «metabolismo basal», a conseguir no ya que el tren avance, sino que no vaya para atrás o no descarrile. Y mientras tanto, piensas en qué pasaría si en vez de tener que gastar tanta energía en eso pudieras dedicarla a otra cosa…
En esta tesitura, cabe reflexionar sobre cómo podríamos hacer que el «metabolismo basal» fuese más pequeño, cómo disminuir la energía que tenemos que decicar a la mera subsistencia, para así poder dedicar más al crecimiento. Y se me vienen a la cabeza algunas cuestiones relacionadas con organización, con comunicación, con herramientas, con procedimientos, con reparto de responsabilidades… pero al final, al final, todo queda ensombrecido por un factor clave: las personas. Cuando hay personas comprometidas, responsables, autoexigentes, solidarias… todo lo demás es accesorio; de hecho, ellas mismas encuentran la forma de auto-organizarse para sacar adelante las cosas, no necesitan que nadie les proporciones lo que no es más que sentido común. Y cuando no las hay, ni la mejor organización del mundo, ni el proceso mejor definido, ni la metodología de trabajo más avanzada, ni la herramienta más sofisticada, ni los canales de comunicación más perfectos… van a conseguir nada.
En definitiva, ese perfil de persona es necesario y suficiente. Todo lo demás, ni es necesario, ni es suficiente.