Mentoring: la generosidad del mentor

El mentoring, una práctica ancestral

El «mentoring» (en castellano «mentoría«, aunque he de reconocer que me cuesta usarlo así) es una práctica ancestral. De hecho, toma su nombre de Méntor, el tutor al que Ulises asignó la educación de su hijo Telémaco durante los años en que estuvo «liadillo» con la Odisea. Consiste, básicamente, en que el mentor toma bajo su protección a una persona más joven e inexperta, a quien le proporciona guía y consejo.
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Estas prácticas siempre se han desarrollado también en el ámbito organizativo. A veces de manera formal (dentro de programas creados al efecto), y muchas otras veces de manera informal, generando relaciones en base a la afinidad que pueda existir entre los individuos.

El desequilibrio del mentoring

Uno de los elementos importantes en una relación de mentoría es su carácter inicialmente desequilibrado. Por un lado tenemos a una persona normalmente de más edad, más experiencia, muchas veces con una posición más elevada en la estructura jerárquica de la organización. Alguien que está «varios pasos más arriba» que el mentorizado, que es normalmente más joven e inexperto.
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Tomar consciencia de este desequilibrio es un primer punto de partida para llevar la relación a buen puerto. Y normalmente es el mentor el que tiene que hacer un esfuerzo más grande porque, desde su perspectiva, «no es para tanto». ¿No te ha pasado alguna vez que ves a chavales 20 años menores que tú y piensas «bueno, sí, son jóvenes pero no es para tanto… al fin y al cabo «hace dos días» yo era como ellos»? Ya lo dice la canción, «los objetos en el retrovisor parece que están más cerca de lo que realmente están». Cuando miramos al pasado es difícil ser consciente del abismo del tiempo y la experiencia. Nos resulta mucho más fácil identificarnos con alguien más joven (porque nosotros también pasamos por allí «hace nada») que al revés.

Hacer ese ejercicio de empatía es importante a la hora de llevar la relación con el mentorizado, para darse cuenta de que nuestras acciones, nuestras palabras… tienen para él una carga de profundidad que no siempre resulta evidente.

El camino del mentorizado

Dentro de esa relación de mentoría, quizás una de las trampas en las que es más fácil caer es la de no respetar el camino del mentorizado. Hay que entender que el protagonista del proceso es él y su camino, y entender que ese camino es suyo y no nuestro. Siguiendo la ética del respeto de Rafael Echevarría, se trata de «aceptar que los otros son diferentes de nosotros, que en tal diferencia son legítimos y en la aceptación de su capacidad de tomar acciones en forma autónoma de nosotros».

Nuestra experiencia es relevante para nosotros, y puede ser útil para la otra persona, pero no debemos olvidar que es alguien distinto a nosotros, con unas circunstancias y una forma de ser propias. No importa que, desde la atalaya de nuestra experiencia, creamos saber «qué es lo que tiene que hacer». De hecho, no importa incluso cuando tengamos razón. Porque lo que importa es el camino del descubrimiento del otro.

Por eso, hay que hacer un esfuerzo doble. Por un lado, de empatía para entender al otro sin dar nada por supuesto: sus inquietudes, sus expectativas, su forma de ver el mundo… para eso hace falta mucha escucha activa, mucha indagación, y mucha humildad para evitar caer en los atajos del «eso ya me lo sé yo». Porque, como decía hace unas semanas, la experiencia puede ser un activo útil, pero también un obstáculo a la hora de acompañar al otro, por lo que es importante manejar ese equilibrio con delicadeza.

Y por otro, reforzar ese ejercicio de humildad asumiendo que nuestra experiencia, por relevante que pueda ser, no es la «unidad de medida» de todas las cosas. Y aceptar, en consecuencia, que puede haber otras formas diferentes de afrontar las cosas. Incluso aunque luego no funcionen.

Mentoring: una herramienta a disposición del otro

Retomando la idea del protagonismo del mentorizado, al mentor le toca asumir el rol secundario dentro de la relación. Es el mentorizado el que marca el ritmo, el que decide qué hacer y cómo hacerlo. Si algo me ha enseñado la práctica del coaching para profesionales es que uno solo hace las cosas cuando de verdad las quiere hacer. De nada sirve que un externo se lo diga, tiene que estar convencido por sí mismo.
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En este sentido, la experiencia del mentor no puede imponerse (podría intentarse, pero no serviría para nada). Lo que sí puede hacerse es ofrecerla. «Si quieres te cuento…», «¿Te ayudaría si…?», «Se me ocurre que…». Ayudar al otro exponiéndole distintos puntos de vista, o mejor aún utilizando preguntas para hacer que los explore por sí mismo, pero asumiendo que en última instancia será él quien decida lo que es útil.

Esto nos lleva a un ejercicio también de gestión de la frustración. Porque habrá veces en los que el mentorizado «no nos haga caso». O que directamente no muestre interés en conocer nuestra opinión, nuestra experiencia… Internamente es fácil sentirse herido («¿ah, sí? Pues entonces no sé para qué quieres que sea tu mentor»… «Cuando te estrelles ya vendrás, ya»… «Te lo advertí, pero no quisiste hacerme caso».)

Por eso, entre otras cosas, hablaba al principio de la generosidad del mentor; en muchas ocasiones tocará ofrecer y ver cómo el otro no acepta nuestra oferta. No pasa nada, forma parte de su camino de descubrimiento.

No eres el oráculo

¿Nunca te has equivocado? De hecho… ¿no te sigues equivocando? Cuando uno tiene experiencia, y se relaciona con personas que tienen menos, puede caer en el pecado de la suficiencia. De creerse infalible. De impacientarse cuando el otro no ve cosas que son «evidentes». Hablaba de ello hace un tiempo con los expertos anti-empáticos .

Un experto no puede quedarse en su atalaya, y pedir a los demás que se den prisa en llegar a su nivel. Un experto con voluntad de ayudar debe muchas veces bajarse al nivel de la persona con menos experiencia, ponerse en su lugar, y ayudarle a abrirse camino (poco a poco, con sus tropiezos, sus dudas, sus miedos…).
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De nuevo, un ejercicio de generosidad que requiere un extra de paciencia y de empatía. Mostrarse cercano, comprensivo, paciente… e incluso vulnerable (compartiendo los errores, dudas y miedos propios) ayuda a eliminar parte de ese desequilibrio del que hablaba más arriba, y a ponernos en un plano de mayor igualdad con el mentorizado.

El mentor generoso

Puede pensarse que «ser mentor» es, sobre todo, un ejercicio de gestión del otro. Y sin embargo, exige mucho de uno mismo. Disponibilidad, empatía, paciencia, escucha, cesión del protagonismo, compartir «secretos»… son comportamientos que no siempre son naturales en el desarrollo de una carrera profesional, y que hay que movilizar de forma consciente en el proceso de una relación de mentoring.
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Por eso defiendo que ser mentor es, sobre todo, un ejercicio de generosidad y entrega. Abordar la relación desde ese prisma hace que sea más útil para el mentorizado. Que es, en última instancia, de lo que se trata.

Gestión de conflictos: cómo intervenir de forma eficaz

El conflicto es natural

Ponga usted a un grupo de personas a interactuar, y más pronto o más tarde surgirán conflictos entre ellas. El conflicto es consustancial a las relaciones humanas, tanto en el ámbito personal como en el profesional. Y no porque seamos «malos»; es que cada uno somos de nuestro padre y nuestra madre. Tenemos objetivos diferentes, caracteres diferentes, experiencias diferentes, expectativas diferentes…
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Por supuesto, siempre hay un marco en que es posible ir acompasados (si no, sería un infierno). Pero incluso en la más idílica de las situaciones, surgirán conflictos. A veces por cosas grandes, y a veces por cosas que vistas desde fuera parecen ridículas… pero conflictos al fin y al cabo.
Y esos conflictos afectan a la convivencia, y a la capacidad de esas personas de hacer cosas juntas.

El conflicto dentro de tu equipo

Si gestionas un equipo de personas, puedes tener el deseo de que «funcione sin conflictos». Que como deseo está muy bien, pero no se va a cumplir. Si tienes un equipo, vas a tener conflictos. Y, de hecho, parte de tu responsabilidad como jefe del equipo es precisamente gestionar esos conflictos.
Esto es algo que a muchas personas les pilla con el pie cambiado cuando asumen la responsabilidad de gestionar equipos. Creen que su misión es «organizar», «dirigir», «planificar»… una visión mecanicista de los equipos de trabajo, donde «todos somos mayorcitos» y «al trabajo se viene llorado de casa».
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Bajo esta perspectiva, la gestión de conflictos (entre compañeros, o de ellos contigo, o de ellos con otras personas fuera del equipo…) se ve como una molestia, un lastre, un desgaste, algo que te ocupa tiempo y energía distrayéndote de tus verdaderas responsabilidades… y que ojalá no tuvieras que hacer.
De hecho, sucede en muchas ocasiones que, con esa mentalidad, los jefes de equipo evaden esa responsabilidad. No quieren ni oír hablar de conflictos, ni mucho menos pringarse en su gestión. «No es mi problema», parecen pensar. Pero obviamente sí lo es, porque esos conflictos sin resolver tienen un gran impacto en el desempeño del equipo.
Así que más vale asumir la gestión de conflictos como parte esencial de tus responsabilidades, y a partir de ahí tratar de abordar esa parte de tu trabajo de la manera más eficaz posible.

Claves para la gestión de conflictos

¿Cuáles son algunas de las estrategias fundamentales a la hora de abordar la gestión de conflictos?

  • Tener el radar puesto: muchas veces los conflictos se van larvando, situaciones pequeñas que con el tiempo se van haciendo más y más grandes. Un jefe de equipo ausente (de esos que se encierran en su despacho e interactúan a base de mails) no es capaz de detectar las situaciones hasta que son demasiado grandes y le estallan en las manos. Por el contrario, si dedica tiempo a estar en el día a día de su equipo (en lo formal y en lo informal) podrá ir viendo la evolución de situaciones, relaciones… detectar conflictos en potencia… y actuar antes de que vayan a más.
  • No esconderse: gestionar conflictos es incómodo, porque hay que «meterse en el barro». Y de hecho, muchas veces tocará involucrarse, tomar decisiones que no dejen a todo el mundo contento… Ante esto, muchos jefes de equipo prefieren mirar para otro lado, hacerse los suecos, «a ver si se resuelve solo»… pero normalmente no es así, y es peor el remedio que la enfermedad. Hay que agarrar al toro por los cuernos.
  • Indagar: el jefe de equipo puede tener la tentación de «cortar por lo sano» en sus intervenciones. Pero para poder abordar un conflicto de forma eficaz es necesario entenderlo bien. Y para eso hay que preguntar, y escuchar, y dejar que todas las partes cuenten su versión, y preguntarse por las causas subyacentes, buscar terceras opiniones… se trata de identificar bien las raíces de los problemas y abordarlos desde allí.
  • Asumir el aspecto emocional: los humanos no somos robots. Tenemos emociones, y no podemos dejarlas en casa. En situaciones de conflicto, las emociones tienen un protagonismo evidente. Y a la hora de intervenir, es necesario asumir y gestionar ese aspecto emocional. Eso significa que hay que dar espacio a las personas para que expresen esa emoción sin impacientarse, y sin pretender ir directamente a «dar soluciones» (que suelen nacer desde la racionalidad) mientras las personas están tratando de gestionar su emoción.
  • Mantener la calma: desde esa visión de «gestión emocional» del conflicto, el jefe de equipo debe ejercer el autocontrol al máximo. Incluso cuando el conflicto le afecte directamente. Bastante complicados son ya de por sí, como para añadir más leña al fuego. Se trata de mantener las formas, y de aportar tranquilidad, calma…
  • Fomentar el consenso: «un mal acuerdo es mejor que un buen juicio», dice el refrán. En la gestión del conflicto sucede parecido. En la medida en que las partes involucradas puedan alcanzar por sí mismas una solución satisfactoria, eso será mejor que cualquier «decisión salomónica» por parte del responsable del equipo. Pero para eso no vale decir «hala, arreglaos entre vosotros»; es importante acompañar a las partes (por separado, o en conjunto) en su propio proceso de entendimiento del otro, de búsquedas de puntos en común, y de negociación de una solución.
  • Intervenir con decisión y justicia: lamentablemente, el consenso no siempre es posible. Y en última instancia, hay situaciones en las que hay que intervenir. En esos casos es importante asumir que esa decisión forma parte de tus responsabilidades; «para eso te pagan». Y una vez asumido, tratar de intervenir con la mayor justicia y coherencia posibles, razonando la decisión y explicándosela a los afectados.

 

El management y los huevos

Hace no demasiado tiempo comer huevos era algo que había que hacer con prudencia. Que si demasiada proteína para el hígado, que si ojo con el colesterol… Luego no, luego resulta que comer huevos es estupendo y no causa problemas. Salvo que tengas enfermedades coronarias, que entonces bueno, mejor no. Entonces… ¿es bueno o es malo comer huevos? Y más concretamente, ¿cuántos huevos puedo comer a la semana? Pues depende. Porque comer huevos tiene cosas buenas, y tiene cosas malas. Y a lo mejor no depende tanto de los huevos, como de ti.
Me venía esto a la cabeza leyendo la noticia de que IBM, que en su día fue pionera en la política de trabajar de forma remota, está ahora dando un giro y promoviendo (a la fuerza ahorcan) que los equipos trabajen juntos de forma presencial. Hace no mucho leía algo parecido referido a si es bueno trabajar en «open spaces» o si es malo. Y podemos aplicarlo a casi cualquier decisión de gestión. Hay quien dice una cosa, hay quien dice lo contrario. Lo que antes era bueno, ahora resulta que no. Y a lo mejor pasado mañana sí. Entonces… ¿qué hago yo?
Los humanos, y las organizaciones, lidiamos regular con la incertidumbre. Queremos certezas. Queremos que nos digan qué tenemos que hacer para que nos vaya bien. Buscamos las recetas infalibles, los consejos que no fallen, los benchmarks que nos aseguren que por lo menos no estamos haciendo nada distinto de los demás, las metodologías impecables, los gurús del momento que bendigan nuestras iniciativas. Y con toda seguridad que, sea lo que sea lo que nos estemos planteando, encontraremos algún experto que afirme lo que queramos, un «estudio» de alguna «universidad americana» (aunque sea pequeñito y poco significativo y cogido por los pelos, pero estudio científico al fin y al cabo), un libro editado por algún brillante escritor de management, un curso donde nos enseñaran a hacer las cosas «de forma correcta», una cita de algún autor clásico (¿real o inventada?), una encuesta que diga que es una buena idea (aunque se haya hecho a cuatro amigos), un consultor que te diga que él lo ha hecho con varios clientes y les va de fábula, unos cuantos «casos de éxito» contados a bombo y platillo, varios artículos en las revistas del ramo y una miríada de contenidos en redes sociales (refritos de refritos) que apoyen esa idea…
Bueno, qué alivio. Ahí tenemos nuestras certezas. Ya podemos gestionar, ¿verdad? Lo malo es que esas «certezas» no son tales, por mucho que queramos darles la apariencia de que lo son, y sirven solo para apaciguar nuestra inquietud. De hecho, casi con toda seguridad, podríamos encontrar un buen número de «certezas» similares que apoyasen la tesis contraria. Porque la realidad es que cualquier curso de acción que emprendamos tendrá sus cosas buenas, y sus cosas malas; y no hay forma de saber a priori cuál de las dos pesará más. Porque encima, en un mundo complejo, las interrelaciones son tantas que lo que puede ser bueno para mí puede no serlo para ti, y viceversa. O lo que funciona hoy puede que no funcione mañana. Pero eso, a quien te vendió la certeza, le va a dar igual; ellos no van a estar ahí cuando apliques sus recetas y no funcionen.
Pero entonces… ¿qué hacemos? ¿Cómo vamos a tomar decisiones, sin tener ninguna certeza? ¡Qué angustia! Y sin embargo creo que, una vez aceptamos esa incertidumbre, nos encontramos ante un panorama liberador. Como no hay un «camino correcto», no tenemos la presión de elegir «bien». Podemos apostar por cualquier curso de acción, y ver qué pasa. Con prudencia, sí, por si hay que dar marcha atrás. Atentos a los resultados que vamos obteniendo, para corregir el rumbo a medida que avanzamos. Con humildad, conscientes de que podemos equivocarnos, pero también aprovechando las cosas que sí funcionan. No tenemos que ser perfectos, porque de hecho es imposible que lo seamos.

El ciclo del hype o la burbuja de expectativas

El «hype cycle» es un modelo desarrollado por la compañía de análisis tecnológico Gartner que representa, según ellos, la evolución de cualquier tecnología a lo largo del tiempo, pasando por diversas fases: el «technology trigger» (que podríamos definir como la fase de descubrimiento), el «peak of inflated expectations» (el momento burbuja, donde aquello parece la última cocacola de desierto y todo el mundo corre a subirse al tren como pollo sin cabeza), «Trough of disillusionment» (el estallido de la burbuja, cuando la fiebre se pasa y las fieras se marchan buscando un nuevo terreno que arrasar) y el «slope of enlightment» y «plateau of productivity» (las fases en las que, una vez despejada la polvareda, las cosas van encontrando su lugar propio y aflora el valor real ya sin exageraciones ni fuegos artificiales).
Me gusta, y en realidad creo que se puede extrapolar desde la tecnología a cualquier ámbito susceptible de convertirse en «moda»: nuevos modelos organizativos, nuevas herramientas de gestión de personas, nuevos formatos en medios de comunicación, las redes sociales…
Hay un primer momento, en el que algún investigador/académico en la soledad de sus despachos y laboratorios le da vueltas a una idea que oye, podría tener sentido, podría suponer una novedad. Y empieza a mover esa idea. Y entonces la idea salta a otro terreno, el de los gurús que intentan vender charlas y libros con el concepto, el de los medios de comunicación que la ponen en portada como «the next big thing», y el de los consultores que se suben al carro para intentar vender la moto a algún cliente incauto, y el de las instituciones formativas que se apresuran a montar programas para que «no te quedes atrás». Todo ello soportado con poca o ninguna evidencia, con «casos de éxito» anecdóticos, con «estudios científicos» de corto alcance, con grandes promesas de retorno de la inversión: las empresas que lo adopten serán más competitivas, los profesionales que lo aprendan tendrán una carrera prometedora, si te quedas atrás te lo estás perdiendo.
Luego, claro, llega Paco con las rebajas. Aquellos proyectos que le iban a dar la vuelta a tu compañía no acaban de funcionar, o lo hacen con resultados muy por debajo de lo prometido. Aquella formación que le iba a dar un espaldarazo definitivo a tu carrera profesional tampoco tiene mucha chicha, y no te abre la puerta de ningún cielo. A la idea se le empieza a ver el cartón, «esto no funciona», «nos han vendido una burra» (pero que no se note, disimula). ¿Y el gurú, y los medios, y los de los masters, y los consultores? Están ya ocupados en otra cosa, que aquí ya está todo el pescado vendido.
Lo interesante, en realidad, pasa después. Porque posiblemente aquella idea del académico/investigador del origen sí tuviese cierto sentido. Pero hay que trabajarla. Hay que dedicar tiempo y esfuerzo a aplicarla. Y no será ningún bálsamo de Fierabrás que todo lo cure, pero puede tener su retorno. Modesto, sí, pero retorno al fin y al cabo. Ya no hay ruido de fondo, ya no hay presión por ser el primero ni por salir en los papeles, solo interés en hacer las cosas un poco mejor. Claro, esto no vende: uno no se hace gurú a base de trasladar esta idea, ni consigue millonarios contratos, ni atrae alumnos a sus masters especializados, ni sale en ninguna portada.
Pero ya hace tiempo que llegué a la conclusión de que la inmensa mayoría de las empresas no necesitan estar a la última. Lo que necesitan es aportación de valor real. Y éste raramente se encuentra en el pico de la burbuja.

La buena gestión empieza por uno mismo

¿Qué es un gestor? Hace tiempo reflexionaba que

La gestión es un “área técnica” en sí misma, una serie de conocimientos, habilidades, herramientas… que tienen que ver más con “la labor de dirigir” que con el contenido específico de “lo que estoy dirigiendo”

Sobre esta base, creo que ser un «buen gestor» es sobre todo cuestión de saberse gestionar a uno mismo. Si eres capaz de dominarte a ti mismo, serás capaz de adquirir y desarrollar esa serie de habilidades necesarias para gestionar. Y luego, en tu día a día, serás capaz de aplicarte en el uso de esas técnicas y herramientas. No tienes que inventar, no tienes que tener «talento». Simplemente seguir las instrucciones.
Hay infinidad de recursos que te explican cómo hacer un análisis de negocio, cómo definir una estrategia, cómo hacer unos presupuestos, cómo gestionar equipos, cómo ejecutar un plan, cómo establecer objetivos, cómo gestionar conflictos, cómo realizar entrevistas… lo que quieras. Ahí están, a un click de distancia. Solo hay que poner foco, y ejecutar. Solo con eso seguro que alcanzas un nivel de solvencia notable.

Me atrevería a decir que es un importante factor de éxito, que está al alcance de cualquiera. Cíñete al puñetero guión. Elige la metodología, el proceso, la herramienta… que te de la gana, y luego cíñete a lo que has elegido. Hazlo el tiempo suficiente, y con el rigor necesario, como para poder valorar si funciona o no. Consolida. Y luego, si tienes que refinar, refina. Si puedes adaptar, adapta. Pero para entonces seguro que ya estás varios pasos más cerca de lo que querías conseguir, y desde luego mucho más cerca que si vives a base de improvisación e impulsos.

Así pues, más que encontrar la herramienta definitiva o la idea brillante, la labor del gestor es sobre todo la de desarrollar sus habilidades y la de aplicarlas de forma consistente, buscar la «maestría» en ese ámbito específico de la gestión.

La lotería evolutiva

Se suele utilizar a Darwin para hablar de cambio

It is not the strongest of the species that survives, nor the most intelligent that survives. It is the one that is most adaptable to change

Que por cierto, esa cita no es de Darwin aunque circule como tal, si no que fue un agudo profesor de management utilizó ese argumento y acabó «haciendo parecer» que la frase era de Darwin:

Yes, change is the basic law of nature. But the changes wrought by the passage of time affects individuals and institutions in different ways. According to Darwin’s Origin of Species, it is not the most intellectual of the species that survives; it is not the strongest that survives; but the species that survives is the one that is able best to adapt and adjust to the changing environment in which it finds itself. Applying this theoretical concept to us as individuals, we can state that the civilization that is able to survive is the one that is able to adapt to the changing physical, social, political, moral, and spiritual environment in which it finds itself.

El caso es que este enfoque ha hecho fortuna. Hay que responder al cambio, porque sólo los que responden al cambio sobreviven.
Y es verdad: en la evolución los individuos que resultan están más adaptados al entorno tienen más posibilidades de sobrevivir, y por lo tanto de procrear, y por lo tanto de expandir su genética. Pero quienes usan esta analogía «se olvidan» de un «pequeño» detalle: si tienes una característica que te permite estar más adaptado es por pura casualidad, por una mutación que simplemente ocurre. Tú no has hecho nada, ni puedes hacerlo, para que «te salgan branquias», ni para «tener el cuello más largo», ni «para caminar erguido». Simplemente, en algún momento de la historia, a un individuo «se le cruzaron los genes» y, a través de las sucesivas generaciones, esa configuración genética se fue expandiendo.
Adaptando esta visión de la «lotería evolutiva» al mundo empresarial, la dinámica vendría a ser: «da igual lo que tú hagas; si las circunstancias hacen que el entorno te favorezca saldrás adelante casi por pura inercia, y si vienen mal dadas te vas al carajo».
Puede parecer una visión determinista, incluso cínica. Quizás lo sea. Pero a estas alturas empiezo a dudar bastante de la idea de que tú, como individuo o como empresa, tienes tu destino en tu mano. Que lo único que tienes que hacer es «cambiar para adaptarte al entorno». Y que si no lo haces es porque eres torpe, porque no has sabido entender el mundo que te rodea o porque no te has esforzado lo suficiente en cambiar. O viceversa, que los que sí lo consiguen se atribuyan todo el mérito, «fijaos qué bien me adapté al cambio».
Los expertos en cambio podrían, en realidad, esta otra cita (esta vez real) de Darwin:

A grain in the balance will determine which individual shall live and which shall die – which variety or species shall increase in number, and which shall decrease, or finally become extinct

Cuando cayó el meteorito, los dinosaurios se extinguieron y los pequeños mamíferos sobrevivieron: pero ninguno de ellos hizo nada para merecerlo. Simplemente, ocurrió. «A grain in the balance».

Trece ideas de Scrum que puedes aplicar en tu gestión

Scrum por allí, Scrum por allá… llevo oyendo hablar de Scrum mucho tiempo ya, “una metodología de desarrollo de software”, “tiene que ver con el mundo de agile”, “cosas de techies”. En definitiva, oyendo campanas pero sin haber dedicado nunca tiempo a profundizar lo suficiente.
Bueno, ahora ya sé de dónde vienen las campanas 🙂 He puesto foco durante unas horas a entender mejor que es eso de Scrum (gracias a este curso online, y a leer la guía oficial de Scrum), y cómo funciona. Efectivamente, Scrum es una metodología de desarrollo de producto (normalmente vinculado al mundo del software) que se enmarca dentro de la filosofía Agile. Diría (y aquí si algún experto me tiene que corregir que lo haga) que es una forma (¿la que más éxito ha tenido?) de “aterrizar” la filosofía del manifiesto ágil en algo más concreto y funcional.
Ahora bien, es evidente que Scrum tiene su origen y su “caldo de cultivo” en el mundo del desarrollo del software, y se ve claramente que muchas de las cosa que plantea es ahí donde tienen todo el sentido del mundo, y donde los expertos lo explotan mayoritariamente. Lo que me iba cuestionando a medida que leía era: ¿es aplicable Scrum a otros ámbitos, a la gestión de proyectos menos técnicos? Algo me dice que sí, que la dinámica de trabajo puede ser extrapolada (con más o menos “ajustes”).
(Pulsa aquí si quieres ver una introducción breve a las metodologías ágiles y a Scrum)
Fruto de esa reflexión, y más allá de que se pueda aplicar la metodología de forma más o menos estricta, he extraído estas trece ideas de Scrum que se pueden aplicar a la gestión de cualquier proyecto:

  • Ten siempre el valor aportado al cliente como vara de medir: En Scrum, los elementos del product backlog se priorizan en función del valor que van a aportar al cliente. Lo que más valor aporte, se busca hacer cuanto antes mejor. El objetivo que persigue el “producto incremental” siempre es buscar aportar el mayor valor posible, cuanto más tangible mejor. La definición de requerimientos, el feedback en las revisiones… siempre está orientado a lo mismo. Esta “obsesión por el valor” es algo que no debe perderse de vista nunca en el desarrollo de un proyecto. ¿Cuántas veces, en el fragor de la batalla, nos miramos demasiado el ombligo y nos olvidamos de para qué estamos trabajando, nos enredamos en discusiones bizantinas que no llevan a ningún sitio, o nos emocionamos con detalles que apenas le aportan a nadie? Pues eso, no perdamos la brújula de la aportación de valor.
  • Organiza tus proyectos como sucesión de miniproyectos cerrados: se definen los “sprints” como periodos de una a cuatro semanas de trabajo sobre una serie de elementos del backlog (elementos que se definen al principio del sprint y que no se tocan) que, al finalizar, dan como resultado una “versión funcional del producto”. Este enfoque elimina la incertidumbre, los cambios de prioridades, el pasarse la vida replanteándose cosas… y permite al equipo centrarse en “producir” sin interferencias del exterior durante el sprint. Nos centramos en lo que hemos definido para el sprint, nos aislamos del exterior (la relación con el exterior es cosa del product owner) y sacamos el producto que nos habíamos propuesto sacar. Lo que haya que cambiar, lo que haya que corregir, las nuevas prioridades… ya se abordarán en el siguiente sprint (que, como llegará pronto, en ningún caso nos va a suponer un gran problema).
  • Entrega producto valioso desde el primer momento: además de funcionar como una sucesión de “miniproyectos”, en los sprints el objetivo es que al terminarlo haya un resultado final. Con cada “miniproyecto” el resultado será mejor y mejor (iteraciones), pero desde el primer momento se busca resolución y no hay que esperar a que transcurran n meses para tener algo tangible o darse cuenta de que, oh, no has ido por el buen camino. De hecho, idealmente, podrías abandonar el proyecto al terminar cualquier “sprint” y el resultado sería valioso por sí mismo. De esta forma, todo el trabajo que haces tiene sentido y aporta valor por sí mismo.
  • Feedback, feedback y más feedback: igual que en el caso del design thinking, el objetivo es que tras cada “sprint” se produzca una revisión que permita validar que efectivamente el resultado incremental aumenta el valor, ver lo que funciona y lo que no, y a partir de ahí tomar decisiones para la siguiente ronda. Este ciclo permanente de “producto funcional” y “feedback” permite ir avanzando y adaptándose de forma continua. No olvidemos exponernos al veredicto de los usuarios, no tengamos miedo a recibir sus opiniones: es lo único que nos sirve para mantener el rumbo.
  • Las prioridades las define uno y nadie más: el product owner es la figura encargada de interactuar con los “usuarios/clientes” (stakeholders en general), de identificar sus necesidades, de llegar a compromisos con ellos respecto a sus prioridades… y una vez filtrado todo ello, de trasladarselo al equipo de forma unívoca. Es el único que lo hace, la bisagra que une y a la vez aísla a los stakeholders y al equipo, el único interlocutor válido. Esta figura recupera el principio clásico de la “unicidad de mando”, y evita que haya más gente “metiendo la cuchara” y mareando al equipo, cambiando prioridades y tratando de arrimar el ascua a su sardina.
  • Protege al equipo: el equipo debe centrarse en trabajar, y aislarse en la medida de lo posible de interferencias e incertidumbres. Esto es labor del product owner, que centraliza las relaciones del equipo con los stakeholders (evitando que éstos vuelvan loco al equipo) y cerrando el alcance de los sprints en las reuniones de planificación (proporcionando un escenario de estabilidad al equipo, mientras él absorbe nuevos requisitos, cambios en prioridades, etc… que retendrá hasta llegar al siguiente sprint).
  • Comunicación multidireccional constante: Scrum define en la metodología todas las ocasiones en las que se producen interacciones entre los miembros del equipo. Reuniones de planificación, reuniones de refinamiento, reuniones diarias, reuniones de revisión, retrospectivas. En todos los casos el objetivo es “poner encima de la mesa” las distintas visiones que se puedan tener (sobre dificultades, enfoques, cómo se va a trabajar) y llegar a acuerdos. Coordinación sobre la base de la comunicación permanente.
  • Deja que los que saben se organicen: el product owner es el que define las prioridades, pero a partir de ahí es el equipo de desarrollo el que determina cómo abordar esas prioridades, qué tareas realizar, cómo repartírselas, cómo coordinar sus distintas habilidades. Son los que mejor saben hacer las cosas, y no tiene sentido que venga nadie de fuera a organizarles el trabajo. La autonomía es una clave de la motivación, y la motivación es una de las claves de un trabajo bien hecho.
  • Los equipos necesitan estar equilibrados: el equipo Scrum debe reunir, entre todos sus miembros, todas las capacidades necesarias para resolver las tareas que tiene asignadas. Es decir, no debe depender de nadie externo para avanzar. De esta forma, está 100% en las manos del equipo ejecutar lo que decidan, y no se deben quedar parados esperando a que alguien les resuelva nada. Esta visión suele ser difícil de organizar en los proyectos (y más si pensamos en proyectos transversales, con gente “de distintos departamentos” con “distintos directores”), pero resulta fundamental si queremos que las cosas salgan adelante de forma ágil.
  • Presta atención a cómo trabajas, y corrige si es necesario: las reuniones de retrospectiva se centran, al finalizar cada “sprint”, en analizar el funcionamiento del propio equipo, de identificar qué cosas han ido bien y qué cosas tienen que ir mejor. Este foco tendemos a olvidarlo y más si va a ser fuente de conflictos; para darnos palmaditas todos valemos, pero exponer problemas a la cara de forma constructiva y aceptar nuestras equivocaciones ya nos resulta más difícil. Y sin embargo es fundamental si no queremos que los problemas se enquisten.
  • Respeta los procesos y las herramientas, aunque parezca aburrido : siguiendo con la idea de la autoconciencia, la figura del Scrum Master se encarga de asegurar que el proceso se siga “a rajatabla”, que se celebren las reuniones que se tienen que celebrar y se hagan de la forma adecuada. En los proyectos todo son buenas intenciones, pero es fácil dejarnos llevar por las urgencias, por la rutina, por el “esto ya nos lo sabemos” y el “bueno, esto me lo salto que tampoco pasa nada” y a la que nos descuidamos hemos descarrilado por completo, hemos dejado de aplicar las rutinas y los hábitos que nos habíamos prometido seguir y acabamos en el batiburrillo habitual.
  • No te olvides, trabajas con personas: otra de las labores del Scrum Master es “prestar atención a las personas”. Es decir, vigilar las dinámicas interpersonales dentro del equipo, e intervenir cuando sea necesario para reconducirlo. Esta labor pone de manifiesto algo que ya he comentado en alguna ocasión: somos personas trabajando con personas, es absurdo pretender que nos relacionemos como si fuesen máquinas. Hay filias, hay fobias, hay roces, hay momentos altos y momentos bajos… y tener a una persona cuya responsabilidad es precisamente estar atento a todo eso implica reconocer esa realidad.
  • Cuanta más información tenga el equipo, mejores decisiones podrá tomar: todo el proceso de Scrum se basa en la idea de que todo es compartido por todos. Todos ven el product backlog, todos definen el sprint backlog, todos ven el seguimiento diario, todos hacen las reuniones de revisión y de retrospectiva, todos dan su opinión respecto a cómo ejecutar el trabajo… No hay carpetas privadas, no hay “ángulos ciegos”, todo el mundo tiene toda la información necesaria para hacer su trabajo. Y así, normalmente, las cosas salen mejor.

El chismorreo como elemento de cohesión

Estás trabajando. Aparece Menganito y te hace señas, «¿tomamos un café?». Vas a la máquina y te cuenta en voz baja la faena que le ha hecho Fulanito. Vuelves a tu sitio de trabajo y notas cómo Pepita te sigue con la mirada, y te abre una ventana de chat para preguntar «qué ha pasado». Mientras tanto, en el otro lado de la oficina, un grupito habla por lo bajo mientras mira en vuestra dirección. Chismorreo en estado puro, el pan nuestro de cada día. La forma en la que nos relacionamos en grupos pequeños: creando redes de confianza, acercándonos a los afines, creando coaliciones. Detectando, en cada conversación, en cada gesto, en cada reacción… si son «de nuestra cuerda» o no. Podrías, en cualquier circunstancia, hacer una estimación de «quién está a favor» y «quién está en contra». Un «status quo» que, desde luego, no es ni mucho menos estable si no que fluye con el tiempo.
No hay «cultura corporativa» que valga, no es una cuestión de «políticas»; es la forma en la que los humanos nos relacionamos. Da lo mismo si hablamos de una pequeña empresa, de un pelotón de un ejército, del vestuario de un equipo deportivo, o de un pueblo, o de una cuadrilla de amigos o de una familia. No importan los títulos, la «autoridad externa»: importan las relaciones, las filias y las fobias, quién te ayuda, quién te hace un favor, quién tiene un buen gesto. Y quién no.. Yuval Noah Harari explica, en su libro Sapiens (un libro estupendo y muy recomendable) cómo este comportamiento es común con nuestros «primos» los simios:

Cuando dos machos se disputan la posición alfa, suelen hacerlo formando extensas coaliciones de partidarios, tanto machos como hembras, en el seno del grupo. Los lazos entre los miembros de la coalición se basan en el contacto íntimo diario: se abrazan, se tocan, se besan, se acicalan y se hacen favores mutuos. De la misma manera que los políticos humanos en las campañas electorales van por ahí estrechando manos y besando a niños, también los aspirantes a la posición suprema en un grupo de chimpancés pasan mucho tiempo abrazando, dando golpecitos a la espalda y besando a los bebés chimpancés. Por lo general, el macho alfa gana su posición no porque sea más fuerte físicamente, sino porque lidera una coalición grande y estable. Estas coaliciones desempeñan un papel central no solo durante las luchas abiertas para la posición alfa, sino en casi todas las actividades cotidianas. Los miembros de una coalición pasan más tiempo juntos, comparten comida y se ayudan unos a otros en tiempos de dificultades.

El desarrollo del lenguaje por parte del homo sapiens permitió que esta «cultura del chismorreo» común con nuestros parientes incrementase su alcance; allí donde los simios solo pueden cohesionar grupos de 20-50 individuos, los humanos podemos llevarlo hasta grupos de 100-150. En todo caso, hay un límite, que se suele establecer en el número de Dunbar. Más allá de eso resulta imposible mantener la cohesión a base de chismorreo: no podemos conocer a tanta gente a un nivel «íntimo», ni dedicar tiempo a «chismorrear» con ellos.
Es entonces donde entra en juego la capacidad del ser humano para generar «mitos compartidos»: ficciones que permiten a individuos que no se conocen entre sí asumir que «somos de los mismos» y que por lo tanto tiene sentido colaborar juntos. Entran aquí la ciudad de origen, las nacionalidades, las religiones, los equipos de fútbol, las ideologías y también las «culturas corporativas». Estas ficciones (creadas y nutridas a base de narraciones y refuerzos positivos y negativos a lo largo de los años) dirigen y coordinan el comportamiento de los individuos aunque no se conozcan entre sí, y de acuerdo a Harari son uno de los pilares que han permitido al ser humano llegar hasta aquí.
Bajo esta perspectiva es fascinante darse cuenta de cómo funciona esta dualidad en nuestra realidad cotidiana. Cómo interactuamos en círculos pequeños, y cómo cambiamos el chip cuando nos vamos a un ámbito más grande, cómo de diferentes son las dinámicas. En serio, mira a tu alrededor. Mirate a ti mismo. Observa cuándo eres un «chismorreador», cómo «hilas relaciones» en el entorno más pequeño. Y observa también cómo respondes a impulsos grupales, cómo te comportas ante determinadas etiquetas.
En el ámbito profesional también me ha dado que pensar bastante:

  • En cómo las relaciones en entornos «pequeños» (y ese «pequeños» puede abarcar hasta una empresa entera) se sustentan mucho más en el día a día y en las relaciones personales.
  • En que ahí los procesos, las políticas, la «cultura», los «valores», la definición de responsabilidades y puestos, la «autoridad nominal»… tienen un impacto limitado, y que la capacidad de dirigir y de cambiar las cosas tiene mucho más que ver con la capacidad de influencia interpersonal, de convencer, de formar coaliciones, de generar confianza… que con «tocar palancas».
  • En el poder de lo informal por encima de lo formal.
  • En la importancia del feeling.
  • En lo fundamental que es «tener la antena puesta» para saber cómo está el patio, y participar en las dinámicas para poder influir en ellas.
  • En que socializar también es una parte muy importante de trabajar.
  • En lo clave que resulta incorporar personas (y más aún desprenderse de ellas) en función de su contribución a la dinámica interna (y no solo de sus «competencias»).
  • En que las narrativas de «identificación colectiva» quizás solo tienen sentido para cohesionar a grupos más grandes, o para la relación con otros grupos; porque solo entonces entra a jugar el orgullo de pertenencia.
  • En cómo todo esto se suele obviar (porque es difícil de «gestionar», incluso de «verbalizar») cuando su impacto es definitivo en el devenir de las empresas.
  • En cómo nos empeñamos en gestionar organizaciones «como si no fuéramos humanos» cuando eso es, precisamente, lo que nos define.

Ponga silicona

Es un rollo. Cada vez que usamos la ducha, se produce una pequeña fuga de agua. Cuando terminas, tienes que ir a por la fregona y pasarla. Bueno, tampoco es tanto perjuicio, es un poco de agua y en fin, lo haces y ya está. Solo que al día siguiente… otra vez. «Mira, parece que el agua se filtra por ahí». Pues sí, piensas, mientras pasas la fregona, habría que hacer algo.
Tengo que ponerle silicona, sellar la junta por donde se está filtrando el agua, y ya está. Con eso dejará de filtrarse, dejaré de tener que pasar la fregona para recoger el agua todos los días. Un gesto, y asunto arreglado. Surgirán otros, claro, pero no éste.
«Mejorar el sistema» debería ser uno de las ocupaciones principales de cualquier gestor. Tú no tienes que resolver cada pequeño problema que surge, y mucho menos si éste se produce de forma repetitiva. No tienes que hacer entrevistas de selección, ni contratar equipo para reclutar y seleccionar personas, si no procurar que haya que seleccionar a las menos personas posibles. No tienes que hacer revisiones de productividad, si no dar herramientas para que la gente sea productiva por sí mismas. No hacer controles de calidad, si no poner en marcha medidas que aseguren la calidad en el proceso. En definitiva, no resolver síntomas si no ir a la raíz de los problemas y solucionarlos allí.
Hace tiempo reflexionaba sobre cuánto de técnico tiene que tener un directivo, y venía a decir que «La gestión es un “área técnica” en sí misma, una serie de conocimientos, habilidades, herramientas… que tienen que ver más con “la labor de dirigir” que con el contenido específico de “lo que estoy dirigiendo”«.
El gestor no está para pasar la fregona. El gestor está para darse cuenta de por qué se filtra el agua, y de poner silicona.

Poner a la persona en el centro

Hay una cita de Richard Branson que me encanta:

«Los clientes no son lo primero. Los empleados son lo primero. Si te ocupas de tus empleados, ellos se ocuparán de tus clientes»

Tom Peters lo expresa de una forma más extendida

You take care of the people.
The people take care of the service.
The service takes care of the customer.
The customer takes care of the profit.
The profit takes care of the re-investment.
The re-investment takes care of the re-invention.
The re-invention takes care of the future.

Es una lógica bastante aplastante. «Si quieres impresionar a tus clientes, primero tienes que impresionar a los que van a impresionar a tus clientes», dice Peters en otro momento. ¿Quién se atrevería a decir lo contrario? De hecho, no hay compañía que no diga que «las personas son lo más importante».
Pero ay, del dicho al hecho hay tanto trecho…
En la mayoría de las organizaciones que conozco (y a estas alturas empiezan a ser bastantes) esta declaración de intenciones se choca con la realidad. Rara vez es la empresa la que se pone al servicio de la persona, si no que se fuerza a la persona a que se adapte al molde. «Los listos» definen cómo deben ser las cosas, y las personas deben aceptarlo (y si no, mira, hay cola de gente esperando). Es la empresa la que decide cuál va a ser tu horario, cuándo vas a tener formación, cuándo te toca feedback, cuándo y cómo cobras, cuándo y a dónde te vas a trasladar, la que te dice lo que se puede hacer y lo que no, cuándo y cómo vas a poder pedir cita para tratar un asunto, eres tú el que se tiene que desplazar a la oficina en el quinto coño para resolver un trámite. Etc.
«Hombre, Raúl, es que sin un poco de organización esto sería ingobernable». No. Ingobernable no. Más difícil sí. Más incómodo sí. Más exigente sí. Menos controlable sí. Menos escalable sí. Menos reducible a numeritos e informes sí. Menos rentable en el corto plazo, posiblemente. Pero ¿imposible?
Éste es uno de esos casos de «pastilla azul vs pastilla roja«. Si de verdad te crees que las personas son lo primero entonces asumes las consecuencias, en la creencia de que eso tendrá un resultado en el medio y largo plazo. Y si no actuarás como actúan la mayoría de empresas, priorizando los procedimientos, la homogeneización, la comodidad, el control, la cuantificación… y luego, si queda algo al final de la cola, ponemos a las personas. Pero eh, sí, puedes seguir diciendo que las personas son lo más importante.