Pepito era un tipo avispado. Un emprendedor. Decidió montar un negocio, pongamos que un restaurante (pero podría ser una tienda, una fábrica, un… lo que sea). Pepito se pasaba el día en su negocio, trasmitiéndole su energía y su personalidad. Estaba encima de todos los detalles, empeñado como estaba en que la realidad se ajustase lo más posible a lo que tenía en mente. Su restaurante pronto empezó a funcionar a las mil maravillas, y a generar dinero.
Pepito pensó entonces: «si lo he hecho una vez, puedo hacerlo una segunda, ¿no?». Al fin y al cabo, abrir un segundo restaurante parecía lógico, si el primero daba X beneficios, el segundo le permitiría obtener aún más. Podía aprovechar la experiencia, coger parte del equipo que ya había formado para el nuevo restaurante y dejar al mando en el anterior a este chico con quien había conseguido gran complicidad, prácticamente un doble suyo con el que compartía por completo la visión del negocio… Es verdad que ya no podría estar el 100% de su tiempo en el restaurante, pero bien podía repartirse entre los dos y estar suficientemente al día de todo, ¿no?
El segundo restaurante salió fenomenal. Más beneficios. ¿Por qué no un tercero? ¿Y un cuarto? Desde luego el tiempo no le daba ya para estar encima de todos los detalles. Pero tenía unos encargados en quienes confiaba, y que eran casi como si él mismo estuviese al pie del cañón. Casi.
Pepito decidió que, ya metido en faena, mejor seguir creciendo. Así podría obtener ventajas derivadas del crecimiento, las «economías de escala» a las que siempre había aspirado. A medida que iba creciendo, los costes de estructura se diluían más. Conseguía mejores condiciones respecto a los proveedores, que ya le daban un trato preferencial. Se lanzó a realizar campañas de marketing cuyo aprovechamiento era cada vez mayor. Su marca empezaba a ser conocida. Los beneficios totales aumentaban con cada nuevo restaurante; es verdad que no al mismo ritmo que con los primeros, pero seguía sumándose dinero a sus bolsillos.
Por supuesto, hacía tiempo que Pepito había perdido el pulso del día a día en sus restaurantes. Procuraba pasar en ellos el máximo tiempo posible una vez atendidas sus obligaciones «corporativas» (como le aburrían las reuniones, pero eran necesarias… la mayoría de ellas al menos), ¡siempre al pie del cañón!, pero la atención que podía prestar a cada restaurante individual era muy poca; visitas rápidas cada semana, que después tuvieron que espaciarse aun más. Desde luego conocía a todos los encargados, aunque para su gusto no todos eran «pura sangre» como él. De vista le sonaban todos los empleados… bueno, la mayoría; sobre todo los antiguos, porque los nuevos entraban y salían demasiado deprisa. En cierto modo añoraba los tiempos en los que él se encargaba personalmente la selección, y no contrataba a nadie que no tuviese aquella «chispa» en los ojos. Sí es verdad que su pequeño equipo de RRHH tenía hechos «perfiles» que en teoría les debían servir para hacer una criba, pero no parecían estar siendo tan exigentes como él lo era al principio. Pero bueno, había que contratar sí o sí, y él tampoco podía estar encima de esos detalles. Y los beneficios seguían entrando, así que…
Así, cada paso en el proceso de crecimiento, Pepito se alejaba más del día a día y de los detalles. Para compensar, fue creando una estructura a su alrededor (pequeña al principio, más grande al final) de equipos que se encargaban de llegar a donde él no llegaba. RRHH, control de gestión, operaciones… Su presencia se iba viendo sustituida poco a poco por «personas interpuestas», por procedimientos, políticas y sistemas que se encargaban de darle algo de coherencia y solidez al conjunto. Desde luego no era lo mismo: en su primer restaurante Pepito sabía de sobra dónde iba cada euro, quién era quién en el restaurante, quién merecía un ascenso y a quién había que despedir, qué había que hacer en cada momento de la semana para vender más y ser rentable, cómo tenía que estar organizado el servicio, cuándo las recetas estaban bien elaboradas y cuándo no, cuál era el stock que tenía que tener y cuál no. Si algo no funcionaba, se cambiaba enseguida (sin reuniones, ni comités, ni gaitas en vinagre). Y su presencia constante hacía que los que estaban a su alrededor se contagiasen de su energía, de sus conocimientos, de su particular forma de hacer las cosas que había sido la clave del éxito. Ahora todo eso estaba en forma de documentos y herramientas, sí, pero era difícil que un documento fuese capaz de recoger todos los matices necesarios; y aun encima, debían de ser interpretados y puestos en práctica por un conjunto de personas cada vez más heterogéneo.
Pepito levantó la vista de los informes que estaba ojeando en su tablet mientras comía algo rápido en uno de sus restaurantes. El negocio era suyo, y había sido un éxito indudable como atestiguaba la cuenta de resultados que tenía entre manos y los euros que se acumulaban en su cuenta. Pero al mirar alrededor sintió una punzada de nostalgia. Aquel sitio podía parecerse a aquel restaurante original en el que tantas horas había pasado; de hecho, a nivel formal, era mucho más bonito. Pero si se fijaba en los detalles… aquel plato había salido mal, el camarero de allá desganado, aquellas mesas del fondo sin recoger, la cola de clientes creciendo en la entrada sin que nadie se dignase a decirles nada, el encargado mirando no sé qué en su móvil. Echaba de menos los rostros llenos de energía, la sensación de implicación y «todos a una» que había en sus tiempos, la atención a los detalles. Recordaba aquellos momentos cuando, pese al agotamiento al terminar los servicios, todos se miraban compartiendo el orgullo de un trabajo bien hecho. Cuando peleaban cada euro como si el negocio fuera suyo, y no fuesen simples empleados que hoy estaban aquí y mañana estaban allá. Claro, que por aquel entonces el negocio era suyo y eso se notaba. Sintió ganas de quitarse la chaqueta y la corbata, arremangarse la camisa, y ponerse al frente. Como antes.
Pepito agitó la cabeza, ahuyentando esos pensamientos. Hacía mucho tiempo que ése no era su trabajo. Volvió a hundir la mirada en su tablet, fijándose en los números negros, números que pese a todo engrosarían su patrimonio. Al fin y al cabo, tener un negocio se trata de eso. ¿No?
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Llevaba tiempo con esta reflexión en la mente. El crecimiento, ese tótem de los negocios. Cuanto más grande seas, más beneficios tendrás. Las economías de escala como camino a la competitividad primero (es verdad que en algunos casos el crecimiento es un imperativo competitivo; si no creces eres incapaz de ser rentable… aunque…¿siempre, en todos los casos?) y a la riqueza después (eres competitivo, pero si puedes añadir rendimiento aunque sea marginalmente decreciente… ¡que sume, que sume!). Sí, es verdad que durante el crecimiento también hay «deseconomías de escala», elementos de cuando eres pequeño que se pierden a medida que te haces grande. Algunas más evidentes (costes de estructura, costes de coordinación, etc.) pero otras más intangibles. Y por eso probablemente menos consideradas en los análisis numéricos. ¿Cuanto cuesta la dilución de la cultura corporativa? ¿Cuánto cuesta la pérdida de la implicación, la desmotivación, la desaparición del orgullo de pertenencia? ¿Cuánto cuestan la burocracia, las reuniones, los comités, las luchas de poder? ¿Cuánto cuesta la falta de dinamismo, de flexibilidad, de capacidad de reacción? ¿Cuánto cuesta la heterogeneidad? ¿Pueden las políticas, procedimientos, herramientas… compensarlo?
A quién le importa…
Bonus: «La magia de pensar en pequeño«, de Alfonso Romay