Complicado vs. complejo

«No sé distinguir lo complicado de lo simple», decían hace años Héroes del Silencio. Bueno, hombre, yo creo que a distinguir «lo complicado de lo simple» ya llego, aunque está claro que lo que es simple para uno a otro puede no parecérselo.
Pero, ¿sabríamos distinguir lo complicado de lo complejo? El otro día, en un artículo, ponían encima de la mesa esta diferenciación para hablar de complejidad, y lo hacían a través de una cita del libro «Team of teams» del General Stanley McChrystal

“Things that are complicated may have many parts, but those parts are joined… Complexity, on the other hand, occurs when the number of interactions between components increases dramatically…The density of interactions means that even a relatively small number of elements can quickly defy prediction”

Un sudoku puede ser complicado, pero no complejo: tiene unas reglas claras, y pese a la dificultad que pueda tener todo es cuestión de «tirar del hilo» hasta dar con la solución adecuada. Un reloj suizo puede ser complicado: muchas partes móviles, muchos engranajes que tienen que encajar con precisión. Pero es cuestión de poner cada cosa en su sitio, y acabas montándolo. Una ecuación matemática. Montar un mueble de Ikea. Etc.
La complejidad, por otro lado, es algo diferente. Los elementos de un sistema complejo interactúan entre sí de forma permanente, y en cada interacción redefinen el escenario. El cuerpo humano es un sistema complejo. Un ecosistema. Una sociedad. Cada acción que pones en marcha genera un número indeterminado (y en gran medida indeterminable) de consecuencias, de reacciones en cadena cuyo alcance y profundidad depende de múltiples factores. Hoy haces algo que arregla algo que querías arreglar, pero a la vez estropea otra cosa más allá. Y si mañana vuelves a hacer lo mismo a lo mejor no funciona igual.
Complicado puede ser un laberinto grande y enrevesado; no es necesariamente fácil, puedes perderte y morir en él. Pero es el que es. Complejo sería que, a cada paso que des, cambiase su configuración. Mucho o poco, pero en cada momento te encontrarías con un escenario diferente, unas reglas diferentes, en el que desaparecen tus puntos de referencia y lo que sabes hasta hoy puede no tener sentido.
Y ahora vas y tomas decisiones.

Más formación, ¡es la guerra!

Me contaban hace unos días que un curso de 4 horas (que yo diseñé e impartí durante un tiempo) había sido transformado en tres jornadas de formación. Expansión del 600%. Los ojos se me pusieron en blanco…
Recuerdo la sensación al impartir aquel curso: «uf, se les está haciendo largo… no hemos dado con la tecla». De hecho, después de pasar decenas y decenas de personas por allí, tampoco es que se detectasen grandes cambios (aquello del «ROI de la formación»). Por eso, me cuesta creer que «hacerlo más largo» vaya a ser la solución.
Sin embargo, desde determinada visión mecanicista, tiene su lógica. «Si aplicando 4 horas de formación se consigue un efecto pequeño… ¡aumentemos la dosis! ¡así el efecto será mejor!». Nadie se plantea que, a lo mejor, es que la formación (entendida como «les doy un curso» que encima no han pedido) no sirve para demasiado.
Cada vez estoy más convencido de que las dinámicas de aprendizaje son altamente complejas y personalizadas. Para empezar, digo «aprendizaje» y no «enseñanza» porque es el individuo el que debe sentir el interés y la motivación para aprender; si no, solo es un «trozo de carne» sentado en una silla durante X horas. Y digo compleja y personalizada porque a uno le surge la inquietud y la oportunidad por aprender en un momento determinado, y normalmente muy vinculado a su «día a día». La persona es (debe ser) la protagonista del proceso, es la persona quien debe sentir en sus carnes la necesidad. Aprendes algo para resolver un problema que sientes como propio; no aprendes porque alguien te diga que «tienes una necesidad», si tú no la percibes como tal. Y normalmente aprendes en el mismo contexto donde surge la necesidad, buscando una aplicación práctica casi inmediata, con un refuerzo sostenido en el tiempo.
¿Cuántos de estos problemas resuelven los «cursos de formación» tal y como se suelen plantear? Creo que pocos. Y sin embargo, el enfoque sigue siendo el mismo. ¿Por qué? Pues porque la «formación» genera una ilusión de control y de gestión adecuada. Adecuada para los managers, no para las personas ni para los resultados… pero aquí no estamos para eso, ¿no?.
Si yo tengo 1000 personas a las que formar, eso de la «dinámica de aprendizaje compleja y personalizada» da miedo. A ver cómo le meto mano. Y cuánto tiempo me va a llevar. Y dónde tengo que actuar. Y cuánto me va a costar. Y qué es eso de que dependo de que la persona sienta la necesidad y «aprenda»… si yo sé que esto es lo que tiene que aprender, y tiene que hacerlo ya porque el negocio así lo exige (lo sé yo, directivo omnipotente, que me lo ha dicho un consultor). Así que monto unos cursos de formación. A 15 personas por grupo… en unas 70 sesiones de formación me lo ventilo. Si soy capaz de meter dos sesiones por día, son 35 días, que son 7 semanas… total, en dos meses me lo he pulido. Puedo presumir de que hemos invertido X horas en formación, puedo presumir de que en 2 meses hemos abordado un proceso de transformación, puedo presumir de que ahora tengo 1000 personas formadas, puedo presumir de que la transformación me ha costado X euros. Indicadores medibles, gestionables, de los que se puede presumir, que se pueden calendarizar, que se pueden presupuestar, que se pueden poner en un powerpoint para sacar pecho.
Oiga, ¿y esa transformación de la que habla… es real? ¿Esa formación de la que usted presume, y que tan medida tiene… ha derivado en un aprendizaje y en una acción sostenida? Bueno, yo he hecho lo que estaba en mi mano. Les he dado la formación. Ya es cosa de ellos. A mí me pagan por formar, no porque la gente aprenda.

La empresa que creció

Pepito era un tipo avispado. Un emprendedor. Decidió montar un negocio, pongamos que un restaurante (pero podría ser una tienda, una fábrica, un… lo que sea). Pepito se pasaba el día en su negocio, trasmitiéndole su energía y su personalidad. Estaba encima de todos los detalles, empeñado como estaba en que la realidad se ajustase lo más posible a lo que tenía en mente. Su restaurante pronto empezó a funcionar a las mil maravillas, y a generar dinero.
Pepito pensó entonces: «si lo he hecho una vez, puedo hacerlo una segunda, ¿no?». Al fin y al cabo, abrir un segundo restaurante parecía lógico, si el primero daba X beneficios, el segundo le permitiría obtener aún más. Podía aprovechar la experiencia, coger parte del equipo que ya había formado para el nuevo restaurante y dejar al mando en el anterior a este chico con quien había conseguido gran complicidad, prácticamente un doble suyo con el que compartía por completo la visión del negocio… Es verdad que ya no podría estar el 100% de su tiempo en el restaurante, pero bien podía repartirse entre los dos y estar suficientemente al día de todo, ¿no?
El segundo restaurante salió fenomenal. Más beneficios. ¿Por qué no un tercero? ¿Y un cuarto? Desde luego el tiempo no le daba ya para estar encima de todos los detalles. Pero tenía unos encargados en quienes confiaba, y que eran casi como si él mismo estuviese al pie del cañón. Casi.
Pepito decidió que, ya metido en faena, mejor seguir creciendo. Así podría obtener ventajas derivadas del crecimiento, las «economías de escala» a las que siempre había aspirado. A medida que iba creciendo, los costes de estructura se diluían más. Conseguía mejores condiciones respecto a los proveedores, que ya le daban un trato preferencial. Se lanzó a realizar campañas de marketing cuyo aprovechamiento era cada vez mayor. Su marca empezaba a ser conocida. Los beneficios totales aumentaban con cada nuevo restaurante; es verdad que no al mismo ritmo que con los primeros, pero seguía sumándose dinero a sus bolsillos.
Por supuesto, hacía tiempo que Pepito había perdido el pulso del día a día en sus restaurantes. Procuraba pasar en ellos el máximo tiempo posible una vez atendidas sus obligaciones «corporativas» (como le aburrían las reuniones, pero eran necesarias… la mayoría de ellas al menos), ¡siempre al pie del cañón!, pero la atención que podía prestar a cada restaurante individual era muy poca; visitas rápidas cada semana, que después tuvieron que espaciarse aun más. Desde luego conocía a todos los encargados, aunque para su gusto no todos eran «pura sangre» como él. De vista le sonaban todos los empleados… bueno, la mayoría; sobre todo los antiguos, porque los nuevos entraban y salían demasiado deprisa. En cierto modo añoraba los tiempos en los que él se encargaba personalmente la selección, y no contrataba a nadie que no tuviese aquella «chispa» en los ojos. Sí es verdad que su pequeño equipo de RRHH tenía hechos «perfiles» que en teoría les debían servir para hacer una criba, pero no parecían estar siendo tan exigentes como él lo era al principio. Pero bueno, había que contratar sí o sí, y él tampoco podía estar encima de esos detalles. Y los beneficios seguían entrando, así que…
Así, cada paso en el proceso de crecimiento, Pepito se alejaba más del día a día y de los detalles. Para compensar, fue creando una estructura a su alrededor (pequeña al principio, más grande al final) de equipos que se encargaban de llegar a donde él no llegaba. RRHH, control de gestión, operaciones… Su presencia se iba viendo sustituida poco a poco por «personas interpuestas», por procedimientos, políticas y sistemas que se encargaban de darle algo de coherencia y solidez al conjunto. Desde luego no era lo mismo: en su primer restaurante Pepito sabía de sobra dónde iba cada euro, quién era quién en el restaurante, quién merecía un ascenso y a quién había que despedir, qué había que hacer en cada momento de la semana para vender más y ser rentable, cómo tenía que estar organizado el servicio, cuándo las recetas estaban bien elaboradas y cuándo no, cuál era el stock que tenía que tener y cuál no. Si algo no funcionaba, se cambiaba enseguida (sin reuniones, ni comités, ni gaitas en vinagre). Y su presencia constante hacía que los que estaban a su alrededor se contagiasen de su energía, de sus conocimientos, de su particular forma de hacer las cosas que había sido la clave del éxito. Ahora todo eso estaba en forma de documentos y herramientas, sí, pero era difícil que un documento fuese capaz de recoger todos los matices necesarios; y aun encima, debían de ser interpretados y puestos en práctica por un conjunto de personas cada vez más heterogéneo.
Pepito levantó la vista de los informes que estaba ojeando en su tablet mientras comía algo rápido en uno de sus restaurantes. El negocio era suyo, y había sido un éxito indudable como atestiguaba la cuenta de resultados que tenía entre manos y los euros que se acumulaban en su cuenta. Pero al mirar alrededor sintió una punzada de nostalgia. Aquel sitio podía parecerse a aquel restaurante original en el que tantas horas había pasado; de hecho, a nivel formal, era mucho más bonito. Pero si se fijaba en los detalles… aquel plato había salido mal, el camarero de allá desganado, aquellas mesas del fondo sin recoger, la cola de clientes creciendo en la entrada sin que nadie se dignase a decirles nada, el encargado mirando no sé qué en su móvil. Echaba de menos los rostros llenos de energía, la sensación de implicación y «todos a una» que había en sus tiempos, la atención a los detalles. Recordaba aquellos momentos cuando, pese al agotamiento al terminar los servicios, todos se miraban compartiendo el orgullo de un trabajo bien hecho. Cuando peleaban cada euro como si el negocio fuera suyo, y no fuesen simples empleados que hoy estaban aquí y mañana estaban allá. Claro, que por aquel entonces el negocio era suyo y eso se notaba. Sintió ganas de quitarse la chaqueta y la corbata, arremangarse la camisa, y ponerse al frente. Como antes.
Pepito agitó la cabeza, ahuyentando esos pensamientos. Hacía mucho tiempo que ése no era su trabajo. Volvió a hundir la mirada en su tablet, fijándose en los números negros, números que pese a todo engrosarían su patrimonio. Al fin y al cabo, tener un negocio se trata de eso. ¿No?
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Llevaba tiempo con esta reflexión en la mente. El crecimiento, ese tótem de los negocios. Cuanto más grande seas, más beneficios tendrás. Las economías de escala como camino a la competitividad primero (es verdad que en algunos casos el crecimiento es un imperativo competitivo; si no creces eres incapaz de ser rentable… aunque…¿siempre, en todos los casos?) y a la riqueza después (eres competitivo, pero si puedes añadir rendimiento aunque sea marginalmente decreciente… ¡que sume, que sume!). Sí, es verdad que durante el crecimiento también hay «deseconomías de escala», elementos de cuando eres pequeño que se pierden a medida que te haces grande. Algunas más evidentes (costes de estructura, costes de coordinación, etc.) pero otras más intangibles. Y por eso probablemente menos consideradas en los análisis numéricos. ¿Cuanto cuesta la dilución de la cultura corporativa? ¿Cuánto cuesta la pérdida de la implicación, la desmotivación, la desaparición del orgullo de pertenencia? ¿Cuánto cuestan la burocracia, las reuniones, los comités, las luchas de poder? ¿Cuánto cuesta la falta de dinamismo, de flexibilidad, de capacidad de reacción? ¿Cuánto cuesta la heterogeneidad? ¿Pueden las políticas, procedimientos, herramientas… compensarlo?
A quién le importa…
Bonus: «La magia de pensar en pequeño«, de Alfonso Romay

Estar a la última vs conocer la esencia

El otro día comentaba una compañera que, en un encuentro sectorial, se había sentido en cierta forma «deslumbrada» por la palabrería que utilizaban los demás asistentes al referirse a su día a día, a sus procesos y herramientas de trabajo. Y había vuelto con cierta sensación de inferioridad, con la idea de que lo que nosotros hacíamos era menos interesante, menos moderno. Que estábamos varios pasos por detrás.
Me hizo pensar. Yo vengo precisamente de ese mundo. Del mundo de las consultoras chachiguays, de las metodologías diseñadas en Chicago, del «state-of-the-art», de los anexos con «marca registrada» que justificaban ante los clientes que algo pasaba a valer uno o dos ceros más que lo mismo hecho por el despacho del señor Pepe. Y que lógicamente había que cambiar cada año o cada dos, para seguir dando la sensación de novedad, de innovación. Y mi sensación (que el dios de la consultoría me perdone) es que es algo bastante parecido al juego del mago de Oz. Si recordáis el libro o la peli, el Mago de Oz aparentaba ser un ente poderoso capaz de grandes prodigios desde su refugio en la ciudad Esmeralda. Sin embargo, era todo pura apariencia, trucos de ilusionista; en realidad no era más que un simple hombrecillo oculto tras una cortina.
A lo que voy es que, en mi opinión, muchas de las pretendidas innovaciones, metodologías rompedoras, novedades imprescindibles… en el mundo del management no dejan de ser rumiaciones y regurgitaciones de las mismas ideas básicas, puestas del derecho y del revés, una y otra vez. Ahora las llamamos con estas siglas, ahora con estas otras. Ahora las vinculamos con esta metáfora, ahora con esta otra. Ahora las dibujamos con un círculo, ahora con una estrella, ahora con una espiral. Aparentemente son distintas. Aparentemente son nuevas. Pero a nada que rascamos, nos damos cuenta de que son los mismos conceptos básicos. Los mismos perros con distintos collares.
No lo sé. Igual es que me estoy volviendo mayor. O más cínico. Pero creo que cada día es más importante obviar los fuegos artificiales, y centrarse en las cosas esenciales. Y como decían los clásicos, ahí no hay demasiadas cosas nuevas bajo el sol…

MBWA o la gestión mariposera

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MBWA es el acrónimo para «manage by wandering around«. Es decir, la práctica que algunos autores proponen a los directivos (aunque yo creo que es aplicable a cualquier persona, con o sin responsabilidades de gestión) de «pasearse» entre sus equipos de manera informal para «estar al tanto» de lo que sucede. Por ejemplo, Tom Peters (uno de los gurús del management) lo define como una de las herramientas clave de gestión.
Yo, desde luego, soy un firme defensor de la teoría y de la práctica (aunque creo que podría hacerlo mucho mejor). Los directivos que viven encerrados en sus despachos, alimentándose de emails, conferences y reuniones formales, se están perdiendo gran parte de la fiesta. El conocimiento profundo de los procesos, las sutilezas del día a día, las fortalezas y debilidades de tu negocio… solo se ven desde las trincheras. Sí, es verdad, la visión global, la estrategia, el largo plazo… todo eso es importante. Pero todo tiene su sustento en la realidad cotidiana. Y no hay powerpoint ni hoja de cálculo que consiga reflejar todos esos matices. Si uno no se empapa de la realidad, mal va a ser capaz de elevarse al siguiente nivel.
Pero es que además ese «pasearse» activa uno de los grandes resortes intangibles de las organizaciones: el flujo de confianza intrapersonal. Cuando uno «baja a la arena» y se interesa de forma genuina por las personas, por su trabajo, por sus problemas, por su vida… cuando uno presta atención y escucha, y no se limita a «sentar cátedra»… las personas van desmontando la barrera de desconfianza natural que existe hacia «los jefes». En ese ambiente de informalidad es muy posible que afloren comentarios fundamentales de esos que nunca aparecerán en una reunión ni en un documento. En esas interacciones del día a día se estrechan lazos personales, se refuerza la cultura, se forja el compromiso. Y además, cuanto más conoces de una realidad, mayor es el respeto que te ganas por parte de quien la viven. Podrás tomar mejores decisiones, más informadas y con más probabilidades de ser aceptadas.
Por supuesto, no es fácil. La desconfianza inicial existe. «Qué ha venido éste a hacer aquí». Los primeros momentos seguramente son incómodos; no pasa nada, poco a poco. Hay que empezar, hay que dejarse ver, hay que acostumbrar a la gente a tu presencia, mantener el hábito y no dejar que sea flor de un día. Hay que preguntar con interés genuino, hay que escuchar, hay que esforzarse en ver las inquietudes del otro sin intentar sustituirlo con nuestros mensajes predefinidos. Hay que ser discretos, manejar con exquisito cuidado cualquier información que la gente te da, no hay nada peor para una confianza embrionaria que el sentirse traicionado. Hay que saber también cuando uno sobra, no forzar la máquina, ser respetuoso con los espacios ajenos.
Es fácil dejarse vencer por esa incomodidad. Encerrarse en tu despacho, en tus quehaceres, en tus reuniones, en tus documentos, en tu «estoy muy ocupado». Al fin y al cabo, eso de «mariposear» por ahí no es «productivo». No estás «haciendo una tarea», solo «paseándote» y «charlando con la gente». Una aparente pérdida de tiempo, así que mejor no hacerlo, ¿no?. Y sin embargo, bajo esa apariencia de «tiempo improductivo», se esconde una de las palancas más eficaces para la gestión.
¿Cuántas horas de esta semana vas a dedicar a «mariposear»?

De niños y empleados

Tengo dos hijos. El uno es, siempre lo fue, tranquilote, con poca o ninguna malicia. Muy de estar a su bola, con sus cosas. La otra es más bichejo, más movida, le gusta estar con gente, que jueguen con ella. Son, en definitiva, diferentes. Esta realidad es, posiblemente, una de las más sorprendentes cuando uno tiene más de un hijo. Piensas, en tu ingenuidad, que siendo el padre y la madre los mismos, el entorno el mismo… los niños saldrán más o menos parecidos. Pero desde casi el minuto uno empiezas a encontrar diferencias. Cada uno tiene su caracter, sus gustos, sus inquietudes, sus motivaciones. Lo que te funciona con uno no te funciona con otro, tienes que emplear distintos enfoques. Se suele decir que «cada uno somos de nuestro padre y nuestra madre», pero es que incluso del mismo padre y la misma madre salen niños distintos.
Y ahora, trasladémonos del mundo familiar al mundo empresarial. Tienes dos niños y ves que son diferentes… y resulta que tenemos decenas, cientos o miles de empleados… y les tratamos como si fueran iguales. Les reducimos a «perfiles», a un puñado de «competencias», les evaluamos conforme a cuatro características, les planteamos un par de itinerarios formativos, les retribuimos con un esquema común. Y pretendemos así obtener lo mejor de ellos, su motivación, su compromiso.
¿Nadie se da cuenta de la incongruencia? Tienes una experiencia de primera mano en casa que demuestra que cada persona es diferente, que necesita cosas diferentes, que requieren una atención personalizada, que conseguir que vayan por «el buen camino» es casi un arte… pero luego, cuando nos trasladamos al mundo de la empresa, nos olvidamos de esa realidad y pretendemos que todo se reduzca a cuatro variables y tres palancas. La absurda deshumanización del management a la que ya he hecho referencia en otros momentos.
El «management» tradicional, por mucho que lo sofistiquemos, tiene un límite estructural. Y es que está concebido para reducir a las personas a «categorías manejables». Y eso siempre va a obviar la individualidad, cuando es la individualidad donde está la clave del compromiso.
PD.- Esta reflexión surgió a raiz de escuchar un capítulo del podcast «Back to work», que está interesante… ya había escuchado algún capítulo suelto, pero me he puesto a escucharlo desde el capítulo 1.

Cómo presentar a un CEO

Digo CEO, pero en realidad quiero decir «cualquier directivo con mucho poder, de esos a los que en muy raras ocasiones tienes ocasión de presentarles algo y un día te toca hacerlo». Eso, dependiendo de la organización en la que estés, y del nivel que ocupes en ella, puede ser una cosa u otra. Pero las conclusiones son muy parecidas. Vamos allá:

  • Sé consciente del desequilibrio. Para ti es una reunión «estrella», especial, la más importante de la semana, del mes, puede que del año; para él es una de las muchas que tiene a diario, y muy probablemente ocupa un nivel modesto (con suerte) en su lista de preocupaciones. Para ti supone hablar del trabajo que ocupa gran parte de tu tiempo, para él supone escuchar una de tantas cosas que reclaman su atención. Tener en cuenta este desequilibrio ayuda a ponerse en situación.
  • Sé breve. Tendemos a pensar «ésta es mi oportunidad, voy a aprovecharla» y queremos meter muchas cosas en el tiempo previsto de la reunión, demostrar lo mucho que hacemos y lo mucho que valemos… y corremos el riesgo de abrumar. Evítalo. Cuenta lo que tienes que contar, ni más ni menos; si encima consigues acabar antes, el directivo y su agenda (siempre sobrecargada) te lo agradecerán. Si llega el final de la reunión (o entre medias, si se da el caso) y su agenda se lo exige, el directivo se va a levantar de la mesa sin dudarlo (y le va a dar igual si tú has dicho todo lo que tenías que decir). Así que sé muy consciente del tiempo que tienes, y úsalo sabiamente.
  • Da contexto. Tu proyecto es tu «día a día», pero para el directivo es uno de tantos del que probablemente hace siglos que no tiene noticia. Aprovecha el principio de la reunión para «refrescarle la memoria», recordarle en qué consiste el proyecto, por qué lo estás haciendo, en qué estado está, cuáles son sus objetivos… como si se lo contases a alguien de la calle.
  • Ve al grano, no te pierdas en detalles. Es difícil, porque «el detalle» es nuestro día a día, y ser capaz de resumir y concretar todo nuestro trabajo en unos pocos puntos clave es muy difícil, y siempre tenemos la sensación de que nos dejamos «algo importante». Pero no, ese cuadro complejísimo no es importante, esa tabla de datos hipersegmentados no es importante. No te centres en eso, sino en los mensajes clave. Hílalos bien, que se vea claramente la lógica de la presentación y del proyecto. Si por lo que sea se produce una discusión sobre un punto concreto, intenta volver cuanto antes al hilo conductor. El directivo no va a seguirte en los detalles; lejos de impresionarle, va a desconectar y vas a perder la oportunidad de que se quede con lo relevante.
  • Aún así… prepara el detalle. Una presentación al CEO es como un iceberg; tú tienes que centrarte en «lo que sobresale» (los mensajes clave), pero tienes que estar preparado para responder sobre «todo el detalle que está debajo». La mente del CEO es imprevisible; a lo mejor, quién sabe por qué, en un momento determinado te pregunta por un detalle concreto (un dato, los entresijos de un procedimiento, o del funcionamiento de algo) y hay que saber responderle con seguridad. Nada pone a un CEO más nervioso que la sensación de «esto no está bien atado». Se supone que es tu proyecto, que lo tienes bien acotado… pero lleva materiales de apoyo, hazte acompañar de las personas de tu equipo que controlan el detalle que a ti se te escapa… por si acaso.
  • Busca enfatizar la coherencia con el resto de la compañía. El CEO es el responsable de todo. Tu proyecto no debe ser un ente aislado, sino que tiene que tener relación con la estrategia, con otras áreas de la empresa, con otros proyectos en marcha… si te esfuerzas en poner en valor esa relación, ese encaje, ese impacto… el CEO quedará más tranquilo. Como detecte incoherencia, se va a poner nervioso. Y un CEO nervioso no nos gusta.
  • Atento a sus reacciones. Así como otros interlocutores pueden ser más amables o discretos, los directivos suelen ser bastante expresivos. Si se están aburriendo, lo notas. Si han perdido el interés, lo notas. Si tienen prisa, si algo no les cuadra, si toman una nota, el tono en el que hacen un comentario… todo ello son pistas que te pueden servir para la propia presentación (para avanzar más rápido, para obviar los detalles, para volver sobre un punto que no haya quedado claro), y también para el futuro (a veces una ceja levantada por un CEO es el feedback más poderoso del mundo). Es importante ser consciente de esas reacciones, y ser capaz de reaccionar con flexibilidad.
  • Consistencia en las formas. No se trata de hacer la cojopresentación con gráficos alucinantes, despliegue de medios y de sonido. Basta una presentación aseadita. Pero que el tipo de letra sea siempre el mismo, que los títulos estén siempre en el mismo lugar, que los gráficos sean del mismo estilo, que se vea suficientemente bien… Las plantillas son tus amigas (pero si puedes evitar la plantilla «por defecto», o los colores de los gráficos de Excel «por defecto», mejor). A lo mejor soy yo, pero tengo la sensación de que una presentación descuidada está transmitiendo que ese mismo nivel de «descuido» lo tienes en tu trabajo.
  • Evita los errores tontos. Una errata, un fallo ortográfico, una frase mal redactada, un gráfico incoherente, una tabla de datos que no suma bien, unos porcentajes que no suman el 100%… seguro que son detalles sin importancia, a todos nos pasa, pero curiosamente parece que los directivos tienen un ojo clínico para detectarlos. Y un error de ese tipo puede hacer que toda tu credibilidad se venga abajo. Así que toca repasar varias veces, pedir a alguien que revise… que no se nos escape ninguna de esas tonterías.
  • Ojo con los compromisos. Por mucho que les cuentes cosas cualitativas, los directivos tienen tendencia a fijarse en datos cuantitativos. Cuál va a ser el ahorro que vamos a obtener, cuánto nos va a costar, en qué fecha lo vamos a tener, a cuántas personas va a afectar. Y esos datos se les van a quedar grabados, y a partir de ahí te van a medir en función de ellos. Así que sé muy prudente con los datos que les proporcionas, cúbrete tanto como puedas, y sé consciente de que eso ha quedado cincelado a piedra en su mente.
  • No te lo tomes demasiado en serio. Es difícil, porque el CEO es el CEO, y su opinión puede ser (insisto en el «puede») muy importante. Puede cargarse tu proyecto, tu equipo, tu propio trabajo… de un plumazo. O puede darle un impulso definitivo. Pero no deja de ser una valoración externa. Tú conoces tu trabajo, sabes lo que haces bien, sabes lo consistente que eres, la relevancia de lo que estés haciendo. Tu trabajo merece la pena más allá de esa presentación. Tampoco le otorgues a la reacción del CEO más importancia de la debida; puede tener un mal día, puede tener un carácter visceral… pero es posible que en cuanto salga de tu reunión (incluso durante la misma) su cabeza se centre en otras muchas cosas y se olvide de ti. Acabada la reunión, tú sigue con lo tuyo.

Al final, por encima de todo, lo importante es transmitir la sensación de que tú eres un buen profesional, que el trabajo que estás haciendo tiene sentido y que lo estás realizando diligentemente. Si es así, el CEO (que tiene otras mil cosas de las que preocuparse) te dará inconscientemente espacio y tiempo para trabajar. Si alguna de las cosas anteriores falla, entonces pasas a transformarte en fuente de preocupación… y eso nunca es bueno.

Comunicar, comunicar, y cuando creas que hayas comunicado… comunicar

Contaba hace unas semanas que había llevado a cabo un proceso de «recopilación de feedback» de la gente con la que trabajo. Analizando las respuestas, especialmente en el ámbito de «qué puedo hacer mejor», ha aparecido un patrón común: la comunicación. Comunicación tanto «entrante» (me piden que esté más abierto a las peculiaridades de las distintas áreas, que me relacione más con ellas, que analice más con ellas el impacto que pueden generar las cosas que hago), como «saliente» (tanto dentro del equipo, como hacia fuera: estatus de los proyectos, próximos pasos…)
Me ha llamado la atención porque, la verdad, yo no tenía en el radar este déficit de comunicación. Mi percepción (obviamente sesgada) es que te pasas el día hablando con gente, dando vueltas a los mismos temas… como que ya está todo «suficientemente comunicado». Pero es evidente que no.
Algo me hace pensar que este es un problema común. Que tendemos a ver el mundo con nuestras gafas (los temas con los que estamos trabajando todos los días, de los que hablamos en cada reunión, los que rumiamos cuando vamos en el coche…) y, aunque sepamos racionalmente que los demás no están igual de metidos en el tema, nos creemos que con «dos pinceladas» aquí y allá ya están puestos al día. Y no es así.
Comunicar debe convertirse, entonces, en una especie de obsesión. Comunicar, comunicar, y recomunicar. Hasta el punto en que tengas la sensación de estar siendo pesado. Aunque te aburras a ti mismo. Porque es muy probable que, aunque a ti no te lo parezca, para los demás siga siendo insuficiente.

Conocer herramientas no es lo mismo que usarlas

Como sabréis los habituales, soy aficionado a la fotografía. Me atrevería a decir que, como todos, hay una etapa (que normalmente es bastante larga, si no permanente) en la que nos puede el ansia: nos suscribimos a mil y un blogs de fotografía, compramos libros, descargamos libros, compramos revistas, leemos artículos, comparativas. Qué cámara es mejor, qué objetivo es mejor, qué flash es mejor. Tutorial para no se qué efecto en photoshop, diez consejos para hacer mejores fotos en invierno, cinco ideas para tus fotos familiares. Vemos videos de un fotógrafo famoso, fantaseamos con cómo sería nuestra vida con un equipo diferente, mejor, más grande. Posiblemente muchas de estas cosas las apuntamos para leer después, «tengo que poner esto en práctica», las retuiteamos. A veces incluso dedicamos un rato a probar a hacer alguna de ellas, «a ver cómo queda», sólo para instantes después pasar al siguiente elemento que nos llame la atención.
En definitiva, nos lanzamos con avidez a todo lo que tenga que ver con la fotografía. Pero lo hacemos de forma superficial. ¿Cuántas de todas esas ideas ponemos realmente en práctica? ¿A cuántas dedicamos realmente el tiempo y el cariño suficiente como para dominarlas? ¿Cuánto tiempo dedicamos realmente a hacer, a ejecutar, frente al que dedicamos a «informarnos»? ¿Sacamos el jugo a nuestro equipo, o nos pasamos la vida pensando en lo que podríamos hacer el equipo que no tenemos?
He empezado con la fotografía, pero obviamente quiero extrapolar la idea. Pensemos por ejemplo en técnicas de gestión… ¿cuántas horas dedicamos a leer libros, artículos, revistas, blogs… sobre cómo delegar, sobre cómo gestionar proyectos, sobre emprendedores, sobre productividad, sobre trabajo en equipo, sobre reuniones eficaces, sobre liderazgo, sobre desarrollo personal…? Muchas ideas que nos gustan, que marcamos como favoritas, que retuiteamos… y nada más. Tenemos la sensación de que «hacemos mucho», pero al final ¿cuántas de esas herramientas ponemos realmente en práctica, con la consistencia suficiente como para que tenga un impacto real?
Al final, nos evadimos al mundo del presunto «conocimiento» (porque es más cómodo, más falsamente gratificante, más estimulante para nuestro cerebro siempre ávido de novedades) y dejamos de lado la realidad de la ejecución, que tiende a ser más exigente, más aburrida, más arriesgada. Llegar a aplicar bien una herramienta, o una técnica, exige tiempo, dedicación, perseverancia, foco, enfrentarse a los inconvenientes de la realidad. En la fantasía se vive mejor.
Por supuesto, no desprecio el valor del conocimiento, de tener siempre un ojo abierto en búsqueda de las novedades. Pero creo que, del total de nuestra dedicación, deberíamos poner mucho más énfasis en la aplicación real, consistente y persistente, de un número limitado de herramientas frente al conocimiento superficial de un número ilimitado de ellas.

La absurda deshumanización del management

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El otro día leía un artículo, y una frase me encantó:

I found that it can easily happen to think of emotions as something that gets in the way of work. When I grew, I often heard that they obstruct reasoning and rationality, but I feel that we as humans can’t shut off our humanness when we come to work.

«Tengo la sensación de que, como seres humanos, no podemos obviar nuestra humanidad cuando trabajamos».
Y sin embargo, cuando uno mira alrededor, a las políticas, sistemas, procesos de gestión, etc… que inundan nuestras organizaciones, parece que la «humanidad» brilla por su ausencia. Este enfoque industrial de la gestión de personas trata siempre de reducirnos a todos a un número, a un cuestionario, a un número determinado de competencias, a unos resultados en un test prefabricado. Lo importante es que sea fácil de procesar, de grabar en un ERP, de extraer informes con un toque de botón. ¿Qué tiene que ver esto con la gestión real, la del día a día, la de cada uno con sus compañeros cercanos, donde todos sabemos de qué pie cojea cada uno? ¿Qué tiene que ver con la conexión emocional, con las filias y fobias, con la motivación, con el más que evidente trasvase entre las circunstancias personales y las profesionales? ¿Qué tiene que ver con nuestra humanidad en el trabajo?
El problema es que todo eso es imposible de reducir a un número, a un campo en un formulario. Es una gestión mucho más artística, compleja. Difícil de medir. Y como es difícil de medir (y ya se sabe que lo que no se mide no se gestiona… ¡cuánto daño ha hecho este «axioma»!), lo obviamos. ¡Asunto arreglado! Me recuerda el chiste aquel del ingeniero que para hallar el volúmen de una vaca, empieza con «supongamos la vaca esférica«. ¡Pero no lo es! Con esta asunción («supongamos que los humanos no son humanos») estamos perdiéndonos la parte fundamental.
Y sin embargo, ahí seguimos, profundizando en ese modelo «deshumanizado» del management
. Porque al final nos sentimos más cómodos gestionando «personas reducidas a números», que gestionando personas de verdad. Y porque la gestión artística de personas no escala, no permite agregar la información, no permite generar informes que entregar a los grandes jefes, no está abierta a la toma de decisiones centralizadas.
Por esta mezcla de cobardía, comodidad y afán de control, hemos industrializado la gestión de personas. La hemos deshumanizado… y en el consecuencia, la hemos despojado de casi todo su sentido. Y mientras tanto nos creemos, en nuestra miopía, que estamos haciendo un buen trabajo.