De consultores, directivos y proyectos

Leía hace poco este artículo en el que el autor defiende que «los consultores deberían buscarse un trabajo de verdad«. Lo cierto es que, en mi situación actual, estoy «disfrutando» de una posición privilegiada en la que conviven mi yo consultor (con ese punto de «externo», «ajeno») y mi yo personal interno (integrado en las rutinas y dinámicas de funcionamiento de la empresa). Y eso me hace reflexionar con frecuencia sobre esta dualidad, esos dos mundos que en muchas ocasiones funcionan de forma diferente y que se miran el uno a otro con recelo (y he de decir que muchas veces con razón, tanto para uno como para otro).
Hoy toca darle cera a los consultores 😀
El consultor, por naturaleza, vive en el mundo de la superficialidad. Aborda proyectos de más o menos duración, pero con fecha de caducidad. Está en una empresa por tiempo limitado, y por mucho que algunos se autodenominen «consultores de implantación», lo cierto es que en el mejor de los casos tutelan esa implantación (pero quien la ejecuta es la empresa), y normalmente se marchan antes de que esa implantación sea real (total, ya has cobrado la parte del león).
Porque las implantaciones de verdad, con el cambio que suponen, tardan. En paralelo, los consultores viven en el mundo de los estudios, de las bestpractices, de las conferencias, de la innovación, de las novedades del management. De lo que los anglosajones llaman «state of the art». Es extremadamente fácil cambiar el discurso, lo que uno vende… cuando simplemente te mueves en el mundo de las ideas, de los conceptos, de las metodologías.
Mientras tanto, las empresas llevan otro ritmo. Para empezar, como decía antes, las implantaciones reales llevan tiempo. Mucho tiempo. Hasta la implantación más sencilla (no digamos las más complejas) implica cambios en las formas de actuar, y todo eso tarda en cuajar. Pero es que además, por una mera cuestión de rentabilidad, los cambios tiene sentido «hacerlos durar», consolidarlos, sacarles provecho real. Si me ha costado tiempo y dinero implantar un determinado proceso, o sistema, o política, o lo que sea, y funciona… tendrá que funcionar durante x años antes de volverte a plantear cambiarlo. ¿Que eso significa que no estás «a la última»? Amigo, es que esa es una de las cuestiones relevantes… las empresas en general no necesitan estar a la última. Dicho de otro modo, «estar a la última» en todo implica tal coste (de tiempo, dinero y esfuerzo) que en muy pocas ocasiones están justificados.
Y aquí es donde chocan los dos mundos. El mundo feliz de los consultores, llenos de ideas y encima enfatizados por la necesidad de vender (¡a por el próximo cliente!) y de diferenciarse (¿cómo vendo algo que parezca nuevo aunque no lo sea?). Y el mundo real de las empresas, donde lo que necesitan es fiabilidad, cosas que acaben funcionando de forma solvente y sólida durante un periodo largo aunque no sea «lo mejor» ni «lo más novedoso».
Y entre medias, ay, los directivos. ¿Qué hacer? ¿Aplicar el sentido común, centrarse en «pocos proyectos pero bien hechos», o incluso en el mero «gestionar la normalidad» (sin proyectos de por medio)? ¿O por el contrario dejarse seducir (o directamente ser quien los trae) por consultores para implantar más y mejores proyectos, más nuevos, más brillantes, más innovadores, más…?
Y aquí otro poco de cera para los directivos.
Porque lo cierto es que hay demasiados incentivos para que un directivo se ponga en manos de muchos y variados consultores (y no hablo ya de incentivos directos, «si me contratas te llevas una parte» o similar). ¿Qué directivo se resiste a «dejar su huella» en la organización, en implantar un proyecto que lleve su nombre y tenga impacto para la posteridad? (porque el directivo no es tan volátil como el consultor… pero a veces también viene y va). O bien, ¿qué directivo se resiste a tener a su disposición un gran presupuesto, un gran equipo a su cargo, otros símbolos de status… y qué mejor excusa para ello que «implantar proyectos»? ¿Qué directivo se resigna a la sorda (¿y aburrida?) labor de ejecución, coordinación, control… de proyectos que hicieron otros? De hecho, ¿y si el gran jefe piensa que para eso simplemente no hace falta un directivo, su sueldo, su gran despacho, su presupuesto…?
Y así, en un montón de empresas se suceden (o peor aún, se solapan) los proyectos. No se ha terminado de implantar uno (pero de verdad) y ya nos estamos planteando otro que lo enmienda, lo mejora, lo lleva a otra dimensión. O cada directivo de cada área haciendo su guerra por su cuenta, a lomos cada uno de sus consultores, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, impulsando cambios a veces en direcciones divergentes cuando no opuestas. Vendemotos y compramotos en feliz connivencia. Y embarcamos a las organizaciones un un carrusel de proyectos sin terminar, en un batiburrillo entre lo de ayer, lo de hoy, y lo de mañana, lo de uno y lo del otro, sin extraer de cada uno todo el jugo posible. Y por el medio, una sangría de dinero, de esfuerzo, de dispersión de energías y de motivación.
¿Quién le pone el cascabel al gato?

Cuánto de técnico debe tener un directivo

No deja de ser un tema tan antiguo como el ser humano. Hace ocho años ya me refería al principio de incompetencia de Peter, pero reciéntemente ha vuelto a surgir el debate en el entorno cercano, lo que me ha llevado a darle una nueva vuelta al tema.
La cuestión: ¿es un directivo, en esencia, «intercambiable»? ¿Puede hacerse cargo hoy de un área de finanzas, mañana de un área de recursos humanos, pasado de un área de operaciones y al siguiente ser un director general? ¿Hasta qué punto puede ser ajeno un directivo a la especialización técnica del área que gestiona?
Obviamente, parto de la base de que todo es un contínuo. Que cuanto más pequeños son los equipos, y por lo tanto menos personas hay en ellos, más probable es que el directivo de turno tenga que «arremangarse» y tratar temas con elevado contenido técnico. A medida que los equipos son más grandes, es más probable que el tiempo del directivo se dedique casi al 100% a «tareas de gestión».
Porque aquí está mi punto. La labor de un directivo tiene mucho de transversal. Hay que establecer estrategias, gestionar proyectos, gestionar equipos, presupuestos, comunicación, definir planes, indicadores, coordinar con otras áreas. Eso, en esencia, va a ser lo mismo sea cual sea el área que estés gestionando. La gestión es un «área técnica» en sí misma, una serie de conocimientos, habilidades, herramientas… que tienen que ver más con «la labor de dirigir» que con el contenido específico de «lo que estoy dirigiendo».
Este «salto» es el que hace que en muchas ocasiones salga a la luz el principio de incompetencia de Peter. Excelentes técnicos que son promocionados a labores de gestión sin haber desarrollado ese conjunto de competencias. Allí, su conocimiento técnico pierde relevancia, lo que necesita es otro tipo de habilidades. Lo bueno es que, si se consiguen desarrollar, te permiten «romper» la barrera de tu área de especialización y saltar a otras diferentes.
¿Significa eso que a un directivo se le puede poner a la cabeza de cualquier área? En el extremo, me posicionaría en que sí. Obviamente, cualquiera con dos dedos de frente se da cuenta de que se gestiona mejor sabiendo «algo» del tema que gestionas que si no tienes ni puta idea, y el directivo será el primero en aplicarse el cuento. Pero ese «algo» no tiene que ser un conocimiento profundo, especializado, como el que tiene un experto técnico (que será normal, incluso deseable, que «sepa más» que su jefe). Es más una visión global, amplia, conectada además con otros campos. El nivel necesario para no decir tonterías, para enterarse de lo que le cuenta su equipo, para tomar decisiones de alto nivel. Porque esto es importante: las decisiones de pequeño nivel, el micromanagement, lo tiene que llevar su equipo; mientras tanto, el directivo aplica su propio cuerpo de conocimientos de gestión para la coordinación.

Primero las personas, luego los proyectos

Reunión de máximos responsables en una empresa. Analizan su estrategia, y toman decisiones. «Hay que…». Y esos «hay que» (de los que unos salen más convencidos que otros) se transforman en proyectos. Puede ser «hay que implantar SAP», «hay que extenderse al mercado latinoamericano», «hay que ser más 2.0». Da igual. Son proyectos que nacen en la cúpula… y caen hacia abajo. Y cuanto más grande es la organización (o mejor dicho, más jerárquica; que suele haber correlación entre ambas pero no es lo mismo), más distancia hay entre quien decide el «hay que» y el que «le toca» ejecutar.
Porque los proyectos, en las empresas, «te tocan». La inmensa mayoría de las veces da igual si te motiva, si te interesa lo más mínimo, si entiendes los «por qués» y los «para qués», si estás capacitado para realizarlo… da lo mismo, es un «hay que», y te ha tocado.
Y luego así pasa lo que pasa: que los proyectos van languideciendo porque el 90% o el 100% de los implicados en él no lo entienden, o les da igual (lo hacen porque «es su trabajo» pero sin ningún punto de motivación… así que si nadie me persigue lo voy dejando), o carecen de las capacidades necesarias para llevarlo a buen puerto.
Y si el «hay que» efectivamente era necesario y relevante para la compañía, se llega tarde, mal… o nunca. O lo que es peor, igual resulta que ni siquiera el «hay que» era importante (fue un capricho de algún directivo, o una moto vendida por algún gurú o algún consultor, o una decisión tomada sin un análisis suficiente, o ya no era el momento, o…) y un grupo indeterminado de personas se han pasado semanas o meses (o años) mareando la perdiz. Cuánta energía desperdiciada.
Creo que hay otra forma de hacer las cosas. Puede que «los de arriba» tengan determinadas visiones sobre lo que hay que hacer. Pero tienen que estar convencidos ellos los primeros (pero convencidos de verdad, con las entrañas, no «de cabeza»). Y si quieren que salga bien el proyecto, no pueden «imponérselo» a la organización; tienen por el contrario que ir ganando adeptos a la causa, seduciendo, convenciendo (con el mismo nivel de convencimiento que el suyo) a las personas necesarias, consiguiendo que hagan suyo el proyecto. Dando tiempo para que eso suceda. Y si no sucede, si no consigues reclutar para tu causa a la gente (en número y perfiles) necesaria… mejor dejar el proyecto estar. De nada sirve empeñarse en meterlo con calzador, porque nos encontraremos en la situación descrita al principio; una pérdida de tiempo y energía (y dinero, por cierto).
Y por supuesto no son sólo «los de arriba» los que pueden tener «buenas ideas» o visiones. «Los de abajo» también tienen ideas, y muchas veces mejores en la medida en que están pegadas a la realidad. Si cualquiera de la organización está convencido de que algo puede funcionar, desde luego primero hay que escucharle. Y darle cancha, sin atosigarle, ni matar su pasión. Hay que allanarle el camino, darle tiempo, facilitarle su labor evangelizadora, abrirle puertas para que convenza a quienes necesite. Aceptar incluso el error, si sucede. O que el proyecto no llegue a ningún sitio. No pasa nada, a veces las cosas no salen bien. Pero hay que dar la oportunidad de que sí salgan bien.
En definitiva, los proyectos son «semillas» que tienen que crecer sobre la base de las personas. El mejor proyecto del mundo sobre el papel no sirve de nada si no es ejecutado por personas con el perfil adecuado y con el convencimiento suficiente. Más que poner «cabezas pensantes» a definir proyectos y endosárselos a «la gente que tenemos», se trata de «cultivar» los perfiles de la organización (seleccionarlos, formarlos, estimularlos…) para que los proyectos florezcan sólos.
Más fácil de decir que de hacer, ¿a que sí?

O delegas, o no delegas

«Delegar» es una de las habilidades más difíciles de desarrollar para un directivo. Supone «perder el control», y en muchas ocasiones asumir que las cosas no se harán exactamente como uno las habría hecho. Y eso es algo que a muchos les (nos?) supera. Ya lo dice el refrán, «si quieres algo bien hecho, hazlo tú mismo». El problema es que «tú mismo» puedes hacer un número limitado de cosas con tu tiempo, con tu atención. Para un directivo-tipo, con múltiples proyectos a los que atender, es imposible supervisar todos los detalles, estar en todas las reuniones, leerse todos los correos…
Y sin embargo son muchos los que se empeñan en moverse en esa zona intermedia del «delego, pero quiero mantener el control» o bien «controlo, pero no puedo entrar en los detalles». Una zona nefasta para el éxito de los proyectos (que se ven abocados en muchas ocasiones al «cuello de botella» que supone el directivo sin tiempo), y también para el espíritu de los colaboradores. No hay nada más desmotivante (al menos para mí) que el hecho de que te encarguen un proyecto sin demasiadas instrucciones específicas, lo desarrolles según tu criterio y que luego te digan «no, así no era; hazlo otra vez… como yo lo haría». O que te digan «tira millas», y luego te digan «por qué tiraste millas sin mi autorización».
Me temo que no se puede «delegar a medias». O se delega (y entonces asumes tu rol; das instrucciones claras pero luego asumes la propia capacidad de tu equipo para tomar decisiones dentro de los criterios marcados y aceptas el resultado como propio aunque no sea exactamente lo que tú esperabas), o no se delega (y entonces se dedica el tiempo necesario a la supervisión, la gestión de los detalles, el control…). Las medias tintas, en este caso, no traen nada bueno.

Pequeños y flexibles

Hay diferencias entre ser una empresa de consultoría mastodóntica y ser una pequeña boutique especializada. Lo cuenta tic616, que es el pequeño y flexible, y cuyo compañero se encontró con el socio de una megaconsultora de su pasado:

Vosotros sois unos pocos que más o menos podéis hacer de todo pero yo tengo 2.000 tíos que sólo saben hacer una cosa.

En tiempos de estabilidad, el tamaño genera economías de escala muy rentables y razonablemente cómodas de gestionar. Pero en tiempos convulsos, el tamaño se convierte en un lastre.

Benchmarking y mejores prácticas… por Dilbert

Un pensamiento clásico, en la voz de un personaje imprescindible, vía Tic&Tac

Si todo el mundo lo hace, entonces «mejores prácticas» se convierten en lo mismo que «mediocre»…

Que encaja con ésta de Albert Einstein:

Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo

que podría transformarse, cerrando así el círculo que une a Einstein con Dilbert, en…

Si buscas resultados distintos, no hagas lo mismo que los demás

Starbucks y Caprabo: dos formas distintas de ver las cosas

Este (alucinante) video pertenece a una campaña llamada refrescatuverano.com que está poniendo en marcha Starbucks con la ayuda de YKS (y en la que está involucrado Roger Casas-Alatriste). El otro día, nos invitaron a unos cuantos a un evento «Frapuccinos&vlogs» en Madrid (con barra libre en Starbucks incluída) para contarnos de qué iba, con una campaña viral en youtube (que a mí no me ha hecho mucho chís, pero que ha tenido sus adeptos) y una web para facilitar que los usuarios suban sus videos contando «cómo refrescan sus veranos».
El caso es que me llama poderosamente la atención este video, sobre todo en contraposición con lo sucedido hace unas semanas con unos empleados de Caprabo que bailaban el chikichiki. Empresa 1 (Caprabo) suspende de empleo y sueldo a unos empleados por hacer el chorra y difundirlo en internet. Empresa 2 (Starbacks) fomenta que sus empleados hagan el chorra (con paraguas y bolsa de papel en la cabeza), lo graben en video y contribuyan a una campaña de marketing.
¿Dónde habrá mejor ambiente? ¿Y cuánto de ese buen ambiente se trasladará a los clientes?

¿Quieres robots? ¿O quieres profesionales?

Enlazando con el tema del chikichiki y el Caprabo, leo que hay gente que opina distinto que yo. En esencia, la sanción es correcta, porque «las instalaciones de la empresa son para trabajar y los uniformes también», y se aboga por la existencia de códigos de conducta.
A mí, personalmente, los códigos de conducta me suenan a «guiaburros». A listado de «cosas que se pueden hacer, cosas que no se pueden hacer». Y no sólo no me gustan, sino que me parecen inadecuados. Que no funcionan. Porque la realidad del día a día proporciona muchas circunstancias que nunca van a estar recogidas ni en el más prolijo de los reglamentos.
Frente a los reglamentos, creo mucho más en los valores. Pocos, claros y, sobre todo, consistentes. Y, con todo el mundo conociendo esos valores, dejar actuar a las personas por sí mismas, sin las cortapisas de los reglamentos. Porque creo que las personas, cuando se les da la libertad de actuar es cuando explotan de verdad su potencial.
No se puede pedir a las personas entrega, dedicación, creatividad, motivación, «esfuerzos especiales»… y a la vez encajonarlas en un sinfin de reglamentos, órdenes, jerarquías y similares. Lo que se consigue así es que los individuos se ciñan a las órdenes, a los procedimientos, a las descripciones de puestos, a los códigos escritos… y que no muevan ni un dedo fuera de ahí (recuerdo un caso que me contaban de que una persona se negaba a coger el teléfono en su oficina «porque no lo ponía en su descripción de puesto»).
Por supuesto, en un entorno «difuso» como es el de los valores, siempre podemos encontrarnos casos «grises» que habrá que tratar individualmente. Podemos encontrar a «jetas» que intenten aprovecharse del sistema (pero esos también existen con reglamentos, ¿o no?), o incluso a personas que, sin «guiaburros», no sepan actuar. Pero creo que serán las excepciones, y como tales habrá que tratarlas («hire slow, fire fast«). En compensación, la gran mayoría de las personas se encontrarán en un entorno en el que es más fácil que surja su creatividad, su dedicación y su implicación.
PD.- Habrá quien diga que esto está muy bien para «profesionales del conocimiento», que en otros entornos hay que guiar con «mano de hierro». Niego la mayor. Hoy por hoy (y posiblemente siempre), en cualquier trabajo es necesario profesionales que aporten «algo más». No hay «mano de obra» así, sin más. Por muy manual que sea un trabajo, no son importantes las dos manos, sino el cerebro. Otra cosa es que sea más fácil gestionar «manos» que gestionar «cerebros». Pero si lo hacemos, entonces no pidamos a las «manos» que piensen. Tendremos un ejército de robots. Pero los robots no crean, los robots no deciden por sí mismos, los robots no se implican.

Las empresas y el sentido del humor (o su ausencia)

Leo esta noticia, y no puedo dejar de pensar en lo sosas, revenías, saborías y malajes que pueden llegar a ser las empresas.
A estas alturas, todo el mundo conoce el Chikichiki, ¿no? Pues resulta que unos empleados de Caprabo (cadena de supermercados) se grabaron haciendo una versión del chikichiki en el súper para enviársela al programa de Buenafuente. Nada grave, un poco de «hacer el ganso», de buen rollito. Y va la empresa, y les suspende de empleo y sueldo por hacer un uso inadecuado de las instalaciones.
No han robado, no han descuidado sus labores, no han faltado al trabajo, no han maltratado a sus clientes. Simplemente, bailaban el chikichiki.
¿De verdad no tiene Caprabo nada más importante que perseguir que a tres empleados que dedican un minuto a hacer el tonto? ¿Qué mensaje está lanzando la empresa a sus empleados, y al público en general, con esta medida? ¿Está el tener sentido del humor reñido con ser buenos trabajadores y buenos profesionales? Al parecer, en Caprabo es lo que piensan.
PD.- Justo en paralelo veo este post de Octavio, donde cuenta cómo en Edelman han hecho una versión del chikichiki dedicada a su metodología corporativa. El mismo chikichiki con distintos efectos (imagino).