El barbudo cuarentón que se presentó a un casting de jóvenes rubias

«Se busca chica rubia, pelo largo, complexión delgada, aproximadamente 20 años, inglesa nativa». Imaginemos que reza así una búsqueda de una agencia de casting. E imaginemos que me presento yo, cuarentón con barba y principio de alopecia, de complexión «fuerte» (por ser generoso), castellano viejo. ¿Qué probabilidades tengo de obtener el papel? De hecho, ¿qué probabilidades tengo de que me admitan a la audición? Exacto; ninguna. Cero.
Y sin embargo…
Me comentaba ayer un conocido los problemas que estaba teniendo como reclutador en un proceso de selección. Habían definido la posición a cubrir con mucho detalle, haciendo referencia a las condiciones imprescindibles para aspirar al puesto: determinados conocimientos técnicos, necesidad de mostrar ejemplos de trabajos previos, una localización geográfica concreta… Y sin embargo no dejaban de llegarle candidaturas que simplemente no cumplían los requisitos: gente que vive en otros lugares, gente que se declara experta en tecnologías que no son las que se piden, etc.
Como en el caso del casting, las probabilidades de estos candidatos son cero patatero. Si juegas a la lotería, al menos tienes una probabilidad; infinitesimal, sí, pero mayor que cero. Presentar tu candidatura a una posición para la que simplemente no das el perfil es perder tu tiempo y hacérselo perder al reclutador (quizás pienses que el reclutador a ti te la pela… y creo que no es un buen primer paso). No vas a conseguir una entrevista, ni mucho menos el trabajo.
¿Y por qué la gente lo sigue haciendo, echando CV a diestro y siniestro, a ver si «suena la flauta»? Supongo que comparte un punto de irracionalidad con los juegos de azar, «sé que tengo muy pocas probabilidades (en realidad ninguna) pero bueno, por probar… a alguien cogerán… el no ya lo tengo… al fin y al cabo en el fondo están pidiendo una persona humana, y yo soy una persona humana». Y como las consecuencias negativas son inexistentes (nadie te va a meter en una lista negra de «candidatos irrelevantes») y el esfuerzo de mandar CV es limitado (copiar / pegar) pues oye, sigamos. Los spammers actúan de forma similar.
Y claro, también es una forma de apaciguar la conciencia. «Por supuesto que estoy buscando trabajo, ¿no ves la cantidad de CV que he echado?». Sostienes la ficción de que estás participando en varios procesos de selección («a ver si me llaman») cuando la realidad es que podrías haber tirado esos CV a una papelera y el resultado sería el mismo. Te descargas de responsabilidad («yo ya he hecho mi parte, ahora no depende de mí»), y te armas de razones para clamar contra la injusticia del mundo («no entiendo cómo no me llaman ni para una entrevista, con la de CV que he echado, mierda de sociedad»).
La alternativa pasa por:

  • Empatía con el empleador: ¿qué está buscando? A veces el anuncio lo pone muy claro, otras un poco menos, pero siempre se puede sacar una idea de qué pretenden incorporar, qué tipo de empresa es, etc.
  • Análisis autocrítico: ¿mi perfil encaja? Hablamos de un encaje más o menos natural, quizás no al 100%, pero razonable. Si vas a ser como las hermanastras de la Cenicienta, que tendrían que cortarse medio pie para que les entrase el zapato… mejor dejarlo.
  • Personalización de la candidatura: haz un esfuerzo por presentar y destacar los aspectos que más encajan con el perfil demandado, no te pierdas en detalles que no vienen al caso, no presentes una candidatura genérica que huele a distancia. Pon un poco de cariño, sácate partido. El reclutador está deseando que le des una excusa mínimamente viable para profundizar.

Al final no es más que un poquito de lógica y de interés. El cuarentón barbudo tendrá que presentarse a castings donde pidan cuarentones barbudos, o algo medianamente asimilable; presentarse a castings de rubias «a ver si hay suerte» no es más que una forma tan válida como otra cualquiera de perder el tiempo.

Tu próximo trabajo

Una consulta rápida. ¿Cuáles crees tú que son las probabilidades de que te vayas a jubilar en tu trabajo actual? Piénsalo unos segundos…
¿Ya?
Bueno, yo me atrevería a apostar que, salvo que seas una persona de 63-64 años… las probabilidades se reducen al entorno del 0%. CERO POR CIENTO. Nada. Ni de coña.
Dicho de otro modo: vas a tener otro trabajo. Casi seguro que en otra empresa. Muy probablemente, haciendo algo distinto a lo que ahora haces. No sé si eso sucederá el próximo mes, el próximo trimestre, en este mismo año o en los cinco que viene. Quizás dentro de diez, o de veinte. Pero va a pasar, sí o sí.
La cuestión es… ¿cómo afrontamos esta realidad? La sensación que tengo es que una grandísima mayoría de las personas directamente la obviamos. Trabajamos en nuestro día a día como si nunca fuese a pasar. Dejamos que nuestro trabajo absorba nuestra energía, y nuestro tiempo de ocio lo dedicamos a «desconectar». Nuestro chip de «cambiar de trabajo» sólo se activa cuando nos obligan (despido o finalización de contrato inminente), o cuando estamos quemadísimos (y aun así, tenemos una capacidad asombrosa de racionalizar y concluir que «no estamos tan mal»). En definitiva, ante una circunstancia que podríamos decir que se va a producir casi con certeza, actuamos de forma completamente reactiva.
Pero hay muchas cosas que podemos hacer. Podemos desarrollar proyectos paralelos. Podemos mantener activa nuestra red de contactos. Podemos desarrollar nuestras habilidades. Podemos aprender cosas sobre otro sector, otra profesión, otros mundos. En definitiva, podemos (debemos) mantener las ventanas abiertas, dejar que corra el aire, levantar nuestra mirada del día a día y otear el horizonte.
«Pero eso es falta de compromiso con tu trabajo actual», podrá decir alguno. Mmmm… dos cosas. La primera, creo que el compromiso real no es el que se produce por inercia, por ponernos una visera en los ojos que sólo nos permita ver lo que tenemos delante de las narices. No, creo que el compromiso es más fuerte cuando uno tiene alternativas y, conociéndolas, sigue eligiendo lo que hace como primera opción.
Y en segundo lugar… ¿de verdad crees que ese «compromiso» te asegura algo? ¿Crees que si estás muy comprometido vas a conseguir llegar a la jubilación, y por lo tanto no tener que preocuparte por tu siguiente trabajo? No digo que las empresas no valoren el compromiso (de todo hay); lo que digo es que hay mil circunstancias que pueden hacer que, a pesar de que lo valoren, tú y tu compromiso os veais en la calle. Por lo tanto…
Pensar en tu próximo trabajo, y actuar para acercarte a él, debería formar parte de nuestro menú semanal de prioridades, incluso cuando pensemos que tenemos un trabajo estable. Porque ninguno lo es en realidad.

Paro y falta de talento

Hay un tema al que le vengo dando vueltas últimamente. Por un lado tenemos un país con unos seis millones de parados. Pero por otro, son ya varias las conversaciones que mantengo con distintas personas que inciden en la misma sensación: que «hace falta gente buena» en las empresas, que es muy difícil encontrar «gente solvente».
¿Cómo es posible? ¿Acaso es que todos los parados son «inútiles», carentes de «talento»? Es evidente que no. De hecho, conozco bastante «gente solvente» que forma parte de ese contingente de parados, y que está sufriendo mucho para salir de esa situación; mientras que por otro lado las empresas les necesitan. Y sin embargo, no se encuentran.
Sospecho que hace falta un cierto «cambio de chip» a la hora de enfocar el asunto, que ayudaría a facilitar ese encuentro. Tradicionalmente, la relación laboral se establecía en torno al «puesto de trabajo». Una posición perfectamente definida, un cuadro en un organigrama, una vocación de permanencia. Es lo que las empresas estaban acostumbradas a ofrecer, y los candidatos acostumbrados a buscar. En torno a esta enfoque también se construyeron los mecanismos para casar oferta y demanda: las descripciones de puestos, los anuncios en el periódico, el envío de un curriculum, los procesos de selección…
Sin embargo, cada día es más difícil ofrecer un «puesto». Las empresas siguen necesitando talento, pero tienen difícil crear posiciones estructurales con vocación de permanencia, con contenido acotado. Ese enfoque, en el entorno económico del siglo XXI, no se sostiene. Las empresas necesitan personas solventes, polivalentes, que sirvan «para un roto y para un descosido», que se organizan en formas de redes en torno a proyectos transversales, donde el contenido del trabajo cambia de un día para otro, donde a lo mejor aportas valor intensamente durante uno o dos años y luego ya deja de tener sentido tu presencia.
Lo malo es que muchas empresas no han sido capaces, todavía, de digerir este cambio de enfoque. Siguen en el paradigma de los puestos, del organigrama, del título. Las condiciones económicas les impiden crear y mantener esas posiciones, y sin embargo siguen necesitando cabezas. Si se liberasen de ese corsé mental, si fuesen capaces de incorporar y gestionar personas de una forma más flexible, de «tolerar» esta organización más «desorganizada»… se abrirían muchas oportunidades para contar con profesionales valiosos.
Pero no son solo las empresas las que tienen que cambiar el chip. Muchos de esos «profesionales valiosos» que se encuentran en una situación de desempleo siguen también pensando en términos de «puesto de trabajo». Aspiran a un contrato indefinido, con vocación de permanencia, con las responsabilidades y funciones bien acotadas, a un título, a una estabilidad. Les cuesta verse a sí mismos en esa organización «desorganizada», como miembros de una red, como elementos que se unen y se separan entorno a proyectos y afinidades. Siguen esperando «encontrar su sitio», cuando es cada día más difícil que esos «sitios» existan. Siguen pensando en el «empleo», cuando lo importante son los ingresos.
Derivado de ese «cambio de chip», también cambian los medios. La oferta y la demanda ya no se cruzan a través de los anuncios en los periódicos, de las webs de empleo, del envío de un curriculum «a ver si hay suerte». Los «ofertantes de talento» (antiguos «demandantes de empleo») tienen que construir una propuesta de valor, definir una estrategia para darse a conocer, «ponerse en el mercado», gestionar relaciones. Los «demandantes de talento» (antiguos «ofertantes de empleo») tienen que verbalizar sus necesidades, tienen que tener ojos y orejas bien abiertos para detectar posibles personas afines que puedan colaborar con su proyecto, tienen que hacerse atractivos, adaptarse con flexibilidad a lo que el talento pueda necesitar, ser capaces de gestionar la relación a lo largo del tiempo…
En definitiva, es un cambio de mentalidad. Ganarse la vida no es fácil, como tampoco lo es sumar talento a una empresa. El «puesto de trabajo», y todo lo que conlleva, es una restricción que lo hace aún más difícil. Una restricción además autoimpuesta. Si nos liberamos de ella el horizonte se amplía, las empresas tienen más fácil contar con el talento que necesitan, y las personas tienen más fácil generar los ingresos para sostenerse.

Tiempo parcial no es contrato basura

Leía hoy en El País un artículo sobre los contratos a tiempo parcial, y sobre cómo en España es una figura que no acaba de cuajar porque ni tirios ni troyanos se la acaban de creer. Y francamente creo que es una lástima, porque es una figura que puede dar mucho juego en el mercado laboral… pero que está estigmatizada.
Conozco el caso de una empresa en la que están trabajando en una política de tiempos parciales muy sólida. La premisa de la que parten es la siguiente: «Si tu ofreces un contrato de tiempo parcial para alguien que aspira a tener jornada completa, va a considerarlo un contrato basura. Pero hay una serie de colectivos para quienes los contratos de tiempo parcial son ideales.» Piensan por ejemplo en estudiantes (a quienes les viene muy bien tener unos ingresos compatibles con sus estudios), o en situaciones en las que hay que compatibilizar responsabilidades familiares con la necesidad de un cierto nivel de ingresos. En general, en gente que quiere trabajar pero que no puede o no quiere una jornada completa. Se trata, pues, de casar esa oferta y esa demanda. Y todo ello con una serie de políticas (de reclutamiento, de selección, de formación, de retribución…) acordes al carácter parcial de la jornada que implican una serie de matices importantes.
¿Son los tiempos parciales adecuados para todas las personas? No. Y tampoco para todas las empresas. Hace ya un tiempo me metí en un jardín al hablar de las jornadas reducidas en consultoría… y es que pensaba entonces, y sigo pensando ahora, que algunos trabajos no son «troceables», porque es difícil tener una «hora de entrada» y una «hora de salida». Pero muchos otros sí. Pienso en fábricas, en atención al cliente, en restauración… donde el «tiempo de dedicación» es una variable más segmentable. Y en algunos, además, la propia variabilidad de la actividad (p.j. estacionalidad a lo largo de la semana) hace que poder disponer de tiempos parciales con los que dimensionar una fuerza de trabajo que se ajuste a esa estacionalidad sea una fuente muy importante de rentabilidad.
En definitiva, que cuando se dan las circunstancias adecuadas tanto por parte de las necesidades de la empresa como del trabajador, el contrato a tiempo parcial es una opción muy a tener en cuenta. Obviamente, dejando fuera a los «piratas» que hacen contratos parciales y luego obligan a trabajar jornadas completas… que esa es otra historia.
Foto: pasukaru76

El grial del contrato fijo

Va de economía y empleo. Me temo que con este post reforzaré las ideas de quienes perciben en mí un «sutil tufillo a posicionamientos conservadores-neoliberales«. Pero es que hay cosas que no llego a entender (si alguien me quiere dar opiniones en contrario las leeré gustoso y como siempre, si me hacen cambiar de opinión, me la envainaré sin problemas).
Dicen los empresarios que el despido debería abaratarse. Dice el ministro que ni de coña, que el problema es que ya hay demasiada flexibilidad (y, ésa es otra, que la crisis es financiera y que es lo único que hay que mirar; lo que yo digo, de preocuparse de los problemas subyacentes del país nada, como para ser optimista).
El argumento del ministro Corbacho me parece de coña: hay demasiado empleo temporal, por eso se ha destruido empleo con tanta rapidez… ergo el problema es que el empleo es demasiado flexible. Lo que viene a insinuar es que si todo fueran contratos fijos, y si las indemnizaciones por despido fuesen más cuantiosas, el paro no crecería tanto. No, por supuesto que no: simplemente habría empresas incapaces de ajustar sus costes a la reducción de la demanda, empresas que obligadas a «o te quedas con todos los trabajadores, o cierras» tendrían que cerrar, y todos a la calle. Eso sí que es una solución productiva…
Señor Corbacho, si hay tanto contrato temporal, y tan poco contrato fijo… es porque el contrato fijo no tiene ningún sentido en la economía de hoy, y ningún empresario en su sano juicio puede querer meterse en semejante embolado.
La obsesión con los «contratos fijos» es algo que siempre me ha sorprendido. Tengo amigos que, tras pasarse 2 años con contratos temporales, celebraban que «les habían hecho fijos». Yo les miraba y pensaba «pues no es para tanto, simplemente les va a costar dos duros más echarte». Sin embargo, para mucha gente (y por lo que parece también al ministro), «contrato fijo» equivale poco menos que a «contrato blindado».
Y algo de «blindaje» tiene. Porque el contrato fijo significa, en esencia, crear una barrera a la ruptura del contrato. Barrera que solo aplica, por cierto, en favor del trabajador: si el empresario quiere poner fin a la relación laboral (casi por cualquier motivo: lograr la calificación de despido procedente es una utopía incluso con motivos de peso) tiene que pagar una indemnización. Si el trabajador quiere poner fin a la relación laboral… simplemente se va. Es decir, para el empresario no hay ningún incentivo intrínseco para hacer contratos fijos (aparte de que coyunturalmente se establezcan artificialmente vía deducciones en cuotas de la seguridad social, etc.); es más, hay un incentivo negativo porque hacer contratos fijos significa atarse de pies y manos si en el futuro, por cualquier razón, decide dejar de contar con ese trabajador.
Para mí el contrato fijo es una figura obsoleta. Creo que responde a dos concepciones del mundo laboral ya superadas:
a) El empresario explotador (el del monóculo y el sombrero de copa que fuma en puros sentado sobre montones de bolsas de dinero) frente a las masas proletarias subyugadas, que hacen necesaria una legislación garantista con los derechos del trabajador. Pero pese a que a algunos les siga gustando usar el recurso demagógico y sacar cada dos por tres a paseo la lucha de clases, lo cierto es que las relaciones laborales en España distan mucho de ese esquema. Según datos oficiales (pdf), el 94,1% de las empresas se encuadran en la categoría de microempresas, que cuentan entre 0 y 9 asalariados. En esas empresas, la realidad es que empresario y trabajadores no responden a esa imagen de «lucha de clases», sino que más bien son todos compañeros, en las que el empresario es un trabajador más (probablemente el que más pringue de todos). Para esa realidad laboral, la imposición de un contrato tan profundamente desequilibrado en derechos y obligaciones entre las partes como es el contrato fijo es un despropósito.
b) La concepción del puesto de trabajo como algo estable a lo largo de la vida laboral. En el siglo XX, la evolución de las empresas se producía a un ritmo tan lento que era factible aquello del «empleo para toda la vida». Una persona podía entrar de aprendiz en una empresa y jubilarse en ella sin que en ese lapso de tiempo cambiaran mucho las exigencias de su puesto. En un entorno económico estático, las fluctuaciones que afectaban a las empresas (nuevos mercados, nuevos competidores, nuevos productos) se sucedían de forma tan pausada que se podían asumir estructuras fijas sin implicar apenas riesgos. En ese escenario era factible apostar por establecer una relación a largo plazo con un trabajador: mal que bien podía cumplir su función a lo largo de los años. Pero ya no vivimos en ese entorno. Todo es infinitamente más dinámico, las cosas cambian de un mes para el otro, la globalización ha incrementado dramáticamente las urgencias competitivas, las empresas nacen, crecen y desaparecen a un ritmo infernal, el ciclo de vida de los productos es un suspiro, las habilidades requeridas en las personas cambian a la misma velocidad. En este contexto, sé que te necesito hoy pero no sé si te necesitaré dentro de tres meses. ¿Qué sentido tiene que te haga un contrato fijo? Es tirar piedras contra mi propio tejado.
El futuro del empleo pasa por la flexibilidad, cuanta más mejor. Me parece que es impepinable, es lo que exige la realidad de la economía. No es una opción, ni un deseo. Es un hecho. Dicen los de la «lucha de clases» que cómo van a retroceder en la conquista de derechos sociales y blah, blah, blah… pero seguir haciendo del «contrato fijo» una bandera es vivir en los Mundos de Yupi. Nadie en su sano juicio va a querer hacer contratos fijos, porque son un lastre. Entiendo que molaría que fuese de otra manera, pero es lo que hay.
Nunca he sido empresario. Pero si lo fuera, tengo claro que tengo que poder decidir en cada momento con qué personas quiero contar, tanto en número como en perfiles. Cuando las necesite, las contrato. Cuando no las necesite, lo siento mucho pero no soy una ONG, no quiero mantener un puesto de trabajo que no necesito, ni verme obligado a trabajar con alguien que no quiero. Y si se me ponen barreras a eso (que me parece un mínimo imprescindible) tengo dos opciones: o me voy a otro sitio donde no me las pongan, o directamente paso de crear empresa ni de dar trabajo a nadie, y me quedo esperando a ver si alguien me soluciona la papeleta. Obviamente, cualquiera de las dos opciones es mala para el empleo: sin empleadores, no hay empleo.
De hecho, para mí el modelo de relaciones laborales que tiene más sentido es más bien un modelo de relaciones profesionales: todos autónomos que prestan servicios a otros autónomos, nos contratamos cuando nos necesitemos, trabajamos juntos mientras nos vaya bien a los dos, y en el momento en el que a alguno no le satisface la relación se le pone fin sin fricción ni coste ninguno y a otra cosa.
Hale, se abre la discusión. Asumo el «tufillo neoliberal», pero no es un posicionamiento ideológico sino (para mí) la deducción lógica derivada del análisis de la realidad. Agradeceré que quien no esté de acuerdo con lo que digo me dé argumentos, y me explique cómo considera que encaja su alternativa en el escenario real de la economía del siglo XXI.

Starbucks y Caprabo: dos formas distintas de ver las cosas

Este (alucinante) video pertenece a una campaña llamada refrescatuverano.com que está poniendo en marcha Starbucks con la ayuda de YKS (y en la que está involucrado Roger Casas-Alatriste). El otro día, nos invitaron a unos cuantos a un evento «Frapuccinos&vlogs» en Madrid (con barra libre en Starbucks incluída) para contarnos de qué iba, con una campaña viral en youtube (que a mí no me ha hecho mucho chís, pero que ha tenido sus adeptos) y una web para facilitar que los usuarios suban sus videos contando «cómo refrescan sus veranos».
El caso es que me llama poderosamente la atención este video, sobre todo en contraposición con lo sucedido hace unas semanas con unos empleados de Caprabo que bailaban el chikichiki. Empresa 1 (Caprabo) suspende de empleo y sueldo a unos empleados por hacer el chorra y difundirlo en internet. Empresa 2 (Starbacks) fomenta que sus empleados hagan el chorra (con paraguas y bolsa de papel en la cabeza), lo graben en video y contribuyan a una campaña de marketing.
¿Dónde habrá mejor ambiente? ¿Y cuánto de ese buen ambiente se trasladará a los clientes?

¿Quieres robots? ¿O quieres profesionales?

Enlazando con el tema del chikichiki y el Caprabo, leo que hay gente que opina distinto que yo. En esencia, la sanción es correcta, porque «las instalaciones de la empresa son para trabajar y los uniformes también», y se aboga por la existencia de códigos de conducta.
A mí, personalmente, los códigos de conducta me suenan a «guiaburros». A listado de «cosas que se pueden hacer, cosas que no se pueden hacer». Y no sólo no me gustan, sino que me parecen inadecuados. Que no funcionan. Porque la realidad del día a día proporciona muchas circunstancias que nunca van a estar recogidas ni en el más prolijo de los reglamentos.
Frente a los reglamentos, creo mucho más en los valores. Pocos, claros y, sobre todo, consistentes. Y, con todo el mundo conociendo esos valores, dejar actuar a las personas por sí mismas, sin las cortapisas de los reglamentos. Porque creo que las personas, cuando se les da la libertad de actuar es cuando explotan de verdad su potencial.
No se puede pedir a las personas entrega, dedicación, creatividad, motivación, «esfuerzos especiales»… y a la vez encajonarlas en un sinfin de reglamentos, órdenes, jerarquías y similares. Lo que se consigue así es que los individuos se ciñan a las órdenes, a los procedimientos, a las descripciones de puestos, a los códigos escritos… y que no muevan ni un dedo fuera de ahí (recuerdo un caso que me contaban de que una persona se negaba a coger el teléfono en su oficina «porque no lo ponía en su descripción de puesto»).
Por supuesto, en un entorno «difuso» como es el de los valores, siempre podemos encontrarnos casos «grises» que habrá que tratar individualmente. Podemos encontrar a «jetas» que intenten aprovecharse del sistema (pero esos también existen con reglamentos, ¿o no?), o incluso a personas que, sin «guiaburros», no sepan actuar. Pero creo que serán las excepciones, y como tales habrá que tratarlas («hire slow, fire fast«). En compensación, la gran mayoría de las personas se encontrarán en un entorno en el que es más fácil que surja su creatividad, su dedicación y su implicación.
PD.- Habrá quien diga que esto está muy bien para «profesionales del conocimiento», que en otros entornos hay que guiar con «mano de hierro». Niego la mayor. Hoy por hoy (y posiblemente siempre), en cualquier trabajo es necesario profesionales que aporten «algo más». No hay «mano de obra» así, sin más. Por muy manual que sea un trabajo, no son importantes las dos manos, sino el cerebro. Otra cosa es que sea más fácil gestionar «manos» que gestionar «cerebros». Pero si lo hacemos, entonces no pidamos a las «manos» que piensen. Tendremos un ejército de robots. Pero los robots no crean, los robots no deciden por sí mismos, los robots no se implican.

Las empresas y el sentido del humor (o su ausencia)

Leo esta noticia, y no puedo dejar de pensar en lo sosas, revenías, saborías y malajes que pueden llegar a ser las empresas.
A estas alturas, todo el mundo conoce el Chikichiki, ¿no? Pues resulta que unos empleados de Caprabo (cadena de supermercados) se grabaron haciendo una versión del chikichiki en el súper para enviársela al programa de Buenafuente. Nada grave, un poco de «hacer el ganso», de buen rollito. Y va la empresa, y les suspende de empleo y sueldo por hacer un uso inadecuado de las instalaciones.
No han robado, no han descuidado sus labores, no han faltado al trabajo, no han maltratado a sus clientes. Simplemente, bailaban el chikichiki.
¿De verdad no tiene Caprabo nada más importante que perseguir que a tres empleados que dedican un minuto a hacer el tonto? ¿Qué mensaje está lanzando la empresa a sus empleados, y al público en general, con esta medida? ¿Está el tener sentido del humor reñido con ser buenos trabajadores y buenos profesionales? Al parecer, en Caprabo es lo que piensan.
PD.- Justo en paralelo veo este post de Octavio, donde cuenta cómo en Edelman han hecho una versión del chikichiki dedicada a su metodología corporativa. El mismo chikichiki con distintos efectos (imagino).