Es una máxima del mundo del management. Una de las tareas principales del líder, si no la más importante, es pensar en el futuro. Abstraerse del «hoy» de la compañía (y por lo tanto del negocio actual, de las cuestiones operativas, etc.) y reflexionar sobre el «mañana»: cómo va a ser el mundo en unos años y cuál va a ser el papel de la empresa en ese futuro. Nada más y nada menos. Menuda tarea. Y es que este proceso de definir y comunicar una visión tiene, a mi modo de ver, dos grandes dificultades.
La primera, lógicamente, la incertidumbre. Es mucho más fácil trabajar en el día a día, en una empresa y en un mercado que conoces, resolviendo cuestiones operativas… que tratar de imaginar cómo será el mundo mañana, cómo será tu empresa. Hay que tener un olfato muy fino para el análisis, gran capacidad para intuir tendencias… y aun así, lo máximo que tendrás serán indicios, «corazonadas».
Y la segunda, la responsabilidad. Porque el líder no puede eludir su papel. No puede prolongar hasta el infinito su análisis, porque mientras tanto el futuro va llegando. Por lo tanto, en algún momento tiene que decidir «así creo que va a ser el mundo y, por lo tanto, así creo que debe ser nuestra empresa en ese nuevo mundo: ahora a ponerla en marcha». Y entonces llega el momento de comunicar su visión, de activar los mecanismos para que la empresa pase de ser lo que es hoy a lo que quiere que sea mañana. Y de lo acertada o no que esté su visión, y de su capacidad para trasladar a la empresa a ese escenario, depende todo.
Yo, como CEO y responsable máximo de mí mismo, estoy últimamente dándole vueltas a ese futuro. Peleándome con la incertidumbre, y con la responsabilidad. Es verdad, yo no tengo miles de empleos dependiendo de mi decisión. Ni tampoco una gran estructura a la que comunicar mi visión o que movilizar. Pero también tengo (todos tenemos) un par de handicaps: no tengo un equipo que se encargue de las cuestiones operativas mientras yo pienso en el futuro; y no puedo dimitir de mi cargo y decir «a otra cosa, mariposa» si las cosas salen mal.
Vaya con el liderazgo…
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El uno por el otro… la casa sin barrer
Este es un «sucedido» que me contaban hace unos años, referido a una redacción de periódico (y que me perdonen los periodistas si cometo alguna incorrección respecto a los puestos). El hecho es que, dentro del proceso de publicación, estaban definidos tres puntos de control para que el contenido que salía de la imprenta fuese el correcto. Aparte del propio redactor, había alguien en la redacción que tenía que repasar todo el contenido antes de mandarlo a imprenta, y luego alguien tenía que hacer una última revisión para ver que lo imprimido estaba bien.
Total, que habiendo tres puntos de control… no eran pocas las veces que el periódico se imprimía con errores, algunos de ellos garrafales. ¿Y por qué? Porque el primero pensaba «bah, si después me lo van a revisar dos, para qué me voy a molestar yo». El segundo pensaba «bueno, esto se supone que viene revisado, y después hay otro que lo controla, así que… para qué me voy a molestar yo». Y el tercero pensaba «ya hay dos personas que han revisado esto, ¿para qué me voy a molestar yo?
Y así, los unos por los otros, la casa sin barrer… y es que en ocasiones la redundancia de sistemas de control (y más cuando son «humanos») paradojicamente redunda en un peor control.
¿Qué es peor, el jefe agobiante o el jefe ausente?
Vale, ya sé la respuesta. El jefe, cuanto más lejos, mejor. Un jefe agobiante, de esos que está permantemente contigo, dándote indicaciones, exigiéndote plazos, con llamaditas cada rato y el de enmedio, con mails constantes, corrigiéndote fallos, con su aliento en tu nuca, que aparece por tu puerta sin avisar… creo que no lo quiere nadie. Cuando nos ha tocado sufrir un especimen de este tipo, siempre hemos soñado con que le dé un «chungo» que le mantenga una semanita fuera de juego, con gestionar las vacaciones para evitar coincidir con él (y así disfrutar dos veces de las vacaciones; de las propias, y de los días que trabajamos sin tenerle encima), nos ilusionamos con que tenga un viaje largo y alejado del mundanal ruido.
Sin embargo, el extremo contrario tampoco es ideal. El jefe ausente. Ese jefe que, cuando le necesitas, no puedes localizar. El que no te devuelve las llamadas. El que tarda varios días en contestarte los emails, si los contesta. El que no revisa el trabajo que le das hasta que posiblemente es demasiado tarde. El que no te da indicaciones, ni te corrige fallos, ni te proporciona ayuda o recursos. Es verdad, no te molesta. Pero eso no quiere decir que facilite en absoluto tu trabajo… de hecho, puede llegar a entorpecerte tanto o más que el otro.
En el término medio está la virtud. El jefe que está cuando le necesitas, pero que te deja tu espacio para trabajar. El que te da indicaciones, pero luego te permite escoger tu propio camino. El que está encima para lo importante, y no está con pequeñeces del día a día. El que te señala formas de mejorar y además te proporciona los recursos para hacerlo.
Por otro lado, cada uno tenemos nuestras preferencias. De hecho, hay una teoría del liderazgo situacional que dice precisamente eso: que cada tipo de colaborador requiere un estilo diferente de gestión, de acuerdo a sus características. Yo, sin duda, me siento mucho más agusto con un jefe «distante» que con un jefe agobiante. Pero siempre necesitas tenerle a mano para que te ayude… porque de eso se trata, ¿no? De ayudar.
PD.- Edito con una cita encontrada en este powerpoint:
Los jefes son como las nubes; cuando desaparecen queda un día lindo…
Dale otra pensada, el feedback y el mastermind
¡Que levante la mano el que nunca se ha visto en esta situación! Preparas un trabajo; un informe, una presentación, un artículo… y se lo presentas a tu gerente o tu socio. Le echa un vistazo (posiblemente después de haberlo tenido varios días en su mesa), arruga el morro y te lo devuelve con un «no, no lo veo; dale una pensada» («dale una pensada» puede ser sustituído por «dale otra vuelta», «mira a ver si le das otro enfoque», etc.). Y ya está. Te vuelves a tu sitio y piensas… «vale, ¿y ahora qué?»
Porque partimos de la base de que nuestro primer tiro lo hemos hecho con la mejor de las voluntades, poniendo todo de nuestra parte hasta conseguir algo que consideramos adecuado. Si la respuesta es simplemente un «no, dale otra vuelta»… es como si no nos dijeran nada. No tenemos pistas sobre qué es lo que está mal, qué sobra, qué falta, qué enfoque sería el más adecuado. En realidad, es peor que si no nos dijeran nada, porque encima vemos como lo que hemos hecho con nuestro mejor esfuerzo no vale, y nos encontramos sin referencias para volver a hacerlo. Llegamos a una situación en la que no podemos aplicar ningún recurso lógico a mejorar nuestro trabajo, lo que nos lleva a probar cosas al azar a ver si hay suerte.
Esta situación me recuerda al clásico juego del Mastermind. Ése en el que uno de los jugadores hace una combinación (de colores, de números, de letras…) secreta, y el otro tiene que acertarla a base de proponer combinaciones. La gracia del juego es que cuando se propone una combinación, hay un feedback constructivo por parte de la otra persona: has acertado con una en su posición correcta, con dos descolocadas, y con otras dos no has acertado. De esta forma, la siguiente propuesta tiene algunas guías para intentar acercarse a la solución correcta y, tras unas cuantas iteraciones y aplicando la lógica, es posible llegar a «adivinar» la combinación secreta.
La situación de «dale otra pensada» equivaldría a que, cuando el jugador propone una combinación, el otro le dijese simplemente «no, no es ésa». Así, la siguiente combinación sería otra propuesta casi al azar, cambiando cosas por si suena la flauta. Si no hay respuestas más allá del «no, no es ésa», acertar la combinación secreta se convierte en una mera cuestión de casualidad, además de perder en el camino infinidad de tiempo en intentos baldíos.
Un buen feedback es necesario para ayudar a quien trabaja «a ciegas» a conseguir el resultado que se espera de él. Afortunadamente, yo he tenido la suerte de haber trabajado con algunos jefes especialmente espectaculares en este sentido. No sólo te daban, de inicio, bastantes indicaciones de qué es lo que esperaban de tí. También, en cada iteración, dedicaban tiempo (y paciencia) a contarte qué cosas les parecían adecuadas, cuáles no, por dónde profundizar, por dónde matizar, qué recursos podías utilizar… Como resultado, el trabajo resultaba más eficiente (era capaz de llegar al resultado esperado en menos tiempo / iteraciones), en un proceso mucho menos frustrante, y yo podía aprender y consolidar mis criterios y por extensión, estar más afinado la siguiente vez. Lo único que se requería era una cierta dedicación por parte del jefe, dedicación que revertía con creces en términos de eficiencia posterior y de satisfacción personal.
Así que, jefes del mundo… borrad el «dale una pensada» o el «dale otra vuelta» de vuestros vocabularios. Cambiadlo por una crítica constructiva, por indicaciones lo más claras posibles que ayuden a visualizar lo que vosotros tenéis en mente. De verdad que no es una pérdida de tiempo, sino una inversión con un retorno muy notable.
El fracaso en gestionar a los que trabajan bien
Leo esto en twitter:
¿¿¿Por qué cuándo alguien hace su trabajo «muy bien» van y se empeñan en darle otro puesto???
Probablemente se trate de uno de los más importantes temas por resolver en el ámbito del desarrollo profesional: la incapacidad de gestionar adecuadamente a los que hacen bien su trabajo. Porque normalmente, a quien está en esta situación, se le trata de recompensar, con dinero y prestigio. El problema suele venir derivado en que la forma más habitual de dar ese dinero y ese prestigio es «ascendiendo» a la persona a un puesto de más responsabilidad. Puesto que suele llevar aparejado un cambio en las tareas a realizar, y también en las capacidades y habilidades necesarias para desarrollarlo bien. El resultado en la mayoría de las ocasiones, como bien sabemos, es nefasto: un buen profesional deja de aportar lo que tan bien estaba aportando en su puesto anterior (eso que pierde la empresa) y a cambio gastamos más dinero para mantenerle en una posición en la que ni sus resultados son tan positivos para la empresa y en la que encima le provocamos un alto grado de ansiedad y de frustración. A nivel general, el ya consabido Principio de Peter, nefasto en la medida en que empeora el desempeño global de las personas. En vez de tener a las personas puestas en donde mejor se sienten y donde más aportan, nos empeñamos en ponerlas en sitios peores y encima gastando más dinero en el proceso.
¿Quién tiene la culpa? Posiblemente desde el mundo de la organización no se haya trabajado lo suficiente en la definición de alternativas más imaginativas (la consabida «doble carrera»). Pero creo que hay otro factor subyacente, que es más cultural, y que afecta también a los propios profesionales que se ven en esa tesitura. Y es que todos tenemos muy metido en la sesera eso de que si no asciendes es que no estás progresando profesionalmente. Nosotros mismos somos los que percibimos como un «fracaso» el no ascender, como una falta de reconocimiento a nuestro buen hacer. Puede que obtengamos dinero (pero no demasiado: la «gran pasta» va por otros lados), pero no percibimos el prestigio (que con demasiada frecuencia sólo se asocia al «ser jefe»). Tampoco convivimos demasiado bien con la idea de que otra persona más joven, o que no sabe tanto como nosotros, sea nuestro jefe (por mucho que para ser «jefe» quizás no necesite tener nuestros conocimientos, sino más bien una serie de habilidades distintas).
Hay aquí un enorme reto. ¿Cómo dar dinero y prestigio suficientes a quienes hacen bien su trabajo sin necesidad (si ellos no quieren y sobre todo si carecen del perfil adecuado) de «ascenderles»? ¿Cómo hacer convivir esta situación con la tradicional percepción de «el jefe tiene que ganar más que su equipo» o «el jefe tiene que ser mayor que su equipo», o la de «sólo si eres jefe es que estás triunfando»?
Es solo un momentito
Real como la vida misma:
Yo recuerdo haber sufrido a un jefe que cada vez que intentabas hablar con él no solo cogía todas las llamadas que le pasaban por el fijo y las del móvil, sino que al hacer amago de salir del despacho te hacía gestos para que te quedaras. Al final, una cuestión que se podía haber resuelto en 10 minutos me llevaba más de una hora. ¿Realmente el mejor uso que se podía hacer de mi tiempo era permanecer en el despacho del jefe hojeando revistas?
La gestión reactiva de las entidades financieras
Estoy un tanto molesto. Como ya he contado, hemos vendido nuestro antiguo piso. De hecho, firmaremos las escrituras la semana que viene. Hoy he llamado a la sucursal de la entidad donde tengo el préstamo hipotecario, para pedirles que preparen el certificado de deuda pendiente que es necesario para la cancelación del préstamo y de la hipoteca. Y me han «echado la bronca».
Que si no había ofrecido a los compradores la posibilidad de subrogarse. Que si «cómo se me ocurre» (poco menos que soy tonto), que así ellos van a perder negocio. Pasada esa primera oleada, me dicen que si necesito una nueva hipoteca (no, de momento no). Que qué quiero hacer con la plusvalía, que si me pueden ofrecer algún producto… así que cuando les he dicho que voy a dejar de trabajar con ellos (porque no tienen cobertura en donde vivo ahora), ya han dicho «vaya, es una pena».
Eso la chica que me ha atendido. Porque al de cinco minutos (¡cuánto has corrido esta vez, majo!) me ha llamado el director. Nueva «bronca», y presión (los bancarios son los nuevos charlatanes de feria… hablan mucho, te cuentan mil batallas… lo importante es que firmes) para que llame al comprador para ofrecerle la subrogación del préstamo. Que «ganamos todos», dice… que «lo normal es subrogarse»… que «cómo es que no nos has llamado antes»… que «yo a mi hermana en vez de darle la hipoteca yo le recomendé que se subrogase con la de otra entidad»…
Soy cliente desde 1994. Cliente casi cautivo desde 2002: préstamo hipotecario, nóminas, tarjetas, seguros, todo. En cinco años no he recibido ni una sola llamada de ellos, si no es para solventar problemas burocráticos (causados por ellos, además – un certificado que perdieron y que nos reclamaban como si nunca hubiésemos entregado). Cuando les llamé para que nos sentásemos a revisar las condiciones del préstamo (un euribor + 0,7 empezaba a estar bastante fuera de mercado), me trataron como a un tonto («hombre, es pronto… tus condiciones son muy buenas… si al final te va a costar más que lo que te ahorres… en unos meses lo hablamos»… cosa que no pasó nunca, claro). Cuando abrieron una oficina al lado de mi casa y quise que me facilitasen la vida trasladando las gestiones a esa sucursal, me dijeron que lo sentían pero que mi sucursal era en la que tenía el préstamo y que no se podía cambiar. Vamos, que he sido para ellos el cliente perfecto: puntual pagador, cuatro o cinco visitas a la sucursal en todo este tiempo, y cuando he ido a pedirles algo han pasado de mí y yo no he protestado.
Me frustra. Casi aceptaría mejor que hubiesen sido «pasotas» todo el tiempo. Lo que me molesta en realidad es que hayan sido tan «pasotas» cuando a ellos les iba bien (mira, este cliente tiene el préstamo al euribor + 0,7… nos hacemos los suecos mientras podamos y eso que ganamos…, encima tiene todo el dinero en efectivo en cuenta corriente… no le vamos a llamar para ofrecerle más rendimiento, ¿no?… uy, que llama para resolver un problema… vamos a darle largas…). Eso sí, cuando han visto que perdían préstamo hipotecario, cliente y todo… han corrido que perdían el culo. Y encima para «echarme la bronca».
Pues haberme cuidado antes, quizás yo ahora me preocuparía de cuidaros a vosotros. ¿Que eso supone asumir unos gastos de cancelación de hipoteca? Pues asumidos están.