Por qué la utopía es importante

Hace unos días, Elon Musk se subió a un escenario y dijo «Vamos a ir a Marte». Y planteó las líneas principales de su plan para conseguirlo.
Las reacciones no se hicieron esperar. «Un plan ambicioso… probablemente demasiado ambicioso«, decían unos. Directamente de absurdo lo calificaban otros. Muchos se pusieron a analizar las dificultades técnicas, económicas… «Habría que resolver esto, y esto otro… y eso en el tiempo que ha planteado no parece factible…»
Da igual. Elon Musk ya ha ganado. Ha puesto a la gente a debatir sobre retos técnicos, sobre plazos, sobre costes; pero ha creado el paradigma de que «iremos a Marte» no ya como un deseo abstracto, sino como un plan sobre el que ponerse a trabajar ya. Probablemente no sea tan pronto como él ha planteado, y habrá que resolver muchas cuestiones entre medias. Puede que incluso no se consiga. Pero lo que se discute ahora es el cómo, no el qué. «Es que no ha tenido en cuenta la radiación»; pues vale, veamos cómo resolvemos ese problema. «Es que ni de coña va a empezar en 2022»; bueno, pues si empieza en 2025, o en 2030… habrá empezado. Ha aplicado uno de los principios de la influencia, el «anchoring«. Con su planteamiento inicial ha puesto a todo el mundo en un marco de referencia en el que «colonizar Marte» es una posibilidad tangible. «Pero es muy difícil». Ya. Pero ya estamos hablando de los detalles.
Siempre he sido muy escéptico con los visionarios. Mi mentalidad está siempre muy «pegada al terreno». En los «thinking hats» de Edward de Bono lo que me sale natural es ser el del sombrero negro, el que le ve las pegas a todo, «esto probablemente no funcione por esta razón, y esta otra». Me cuesta ponerme en modo visionario, dibujar la utopía, porque no puedo desconectar mi mente «realista/pesimista».
Y sin embargo, con el tiempo he ido aprendiendo a valorar la importancia de ese perfil visionario. Es el que indica el camino. Que luego hay que andarlo, sí. Que hay baches y obstáculos, también. Pero tenemos un marco de referencia en el que movernos, una dirección, un objetivo. El que nos pone a andar.

La visión y la ilusión

Hoy he estado viendo este video que tenía pendiente de hace tiempo. Se trata de una charla del músico y profesor Benjamin Zander que, aparte de ser un estupendo orador, hace una reflexión muy interesante sobre la visión, la ilusión y el liderazgo (con el hilo conductor de la música clásica… que acaba resultando una mera excusa para llegar al «meollo» de la cuestión).
Habla Zander de la importancia de la visión, de cómo cuando nos centramos más en la visión que en el proceso, las cosas fluyen y cobran más sentido. Lo ejemplifica con la interpretación de una pieza de Chopin: cuando uno deja de preocuparse por las notas y los compases, y se centra en la emoción y la intención de la música, el resultado es muy distinto.
También habla de la misión del líder. Él, como director de orquesta, en realidad no produce ningún sonido. Sin embargo, su labor es potenciar a los que sí producen el sonido para que den lo mejor de sí mismos. Y la mejor forma de hacerlo es transmitirles esa visión, conseguir que «sus ojos brillen». Algo que cualquiera puede plantearse en su entorno profesional o personal… ¿sómos capaces de generar en los demás esa ilusión, de encender ese brillo en los ojos?
En fin, una charla interesante, amena y «con recao».

Próximo paso: proyectos propios

Hace ya más de un año que puse en marcha la idea de Digitalycia, después de haber pasado 2 años (de una forma u otra) colaborando con Weblogs SL, y después de haber pasado 7 años como consultor «serio». En total, 10 años de consultor, en los que se han sucedido proyectos muy variados pero con una característica común: han sido proyectos de otros.
Ya he confesado alguna vez que hay una parte de la consultoría que me gusta mucho: la de conocer un nuevo negocio, entender sus circunstancias, profundizar en las raíces de su situación y proponerles vías para mejorarla. Lo que pasa es que, después de eso, viene la parte de «implementar» el proyecto, sea un blog corporativo, una evaluación global del desempeño, el establecimiento de un sistema retributivo o desplegar una estrategia 2.0. De hecho, los clientes por lo que pagan (ahí está el negocio de verdad de los consultores) en el fondo es por esto: lo del «análisis y diagnóstico» está muy bien, pero al final lo que quieren es «házmelo». Y ahí viene el lío.
Porque en la inmensa mayoría de los casos no puedes aplicar tus propios criterios al desarrollo de los proyectos. No tienes control sobre los plazos, sobre las prioridades, sobre la forma de resolver los imprevistos. Si tienes suerte y se genera una gran sintonía, el cliente (que es al final el que marca el paso hacia un sitio u otro, o directamente no marca nada) te consulta y luego te hace caso. Pero lo normal es que te consulte pero luego decida por su cuenta y riesgo, cuando no que directamente ni te consulte ni decida. O que haya varias «voces autorizadas» dentro del cliente, cada una dando indicaciones variadas o directamente contradictorias. Y a eso siempre podemos sumar «el fuego amigo» procedente de tu propia empresa, con los jefes y sus «ideas felices», sus compromisos «off the record», su gestión de tus recursos, su agenda oculta o sus intereses al margen del proyecto. Te conviertes entonces en el mero ejecutor del proyecto de otros, en un triste tripulante de un barco capitaneado por personas que ni siquiera están de acuerdo entre sí, que ni va exactamente a donde tú crees que debe ir (o directamente en dirección contraria), ni al ritmo que crees que debe ir, o que directamente queda a la deriva sin que tú puedas coger el timón.
Por eso, tras 10 años, ha llegado el momento de un cambio. No radical, porque voy a continuar mi actividad «consultoril» para terceros. Pero, como línea estratégica, voy a empezar a desarrollar proyectos propios. Proyectos en los que yo sea el máximo responsable de las decisiones, de establecer prioridades, de marcar plazos, de gestionar recursos, de reaccionar ante los imprevistos. Y también el que se beneficie del resultado positivo o sufra el negativo. Siguiendo con el símil náutico, quiero ser el que define el rumbo, el que iza las velas, el que maneja el timón, el que decide cómo enfrentarse a las tormentas. Quiero poder aplicar mis criterios sin que haya un cliente que me diga «vale, me gusta lo que me cuentas pero vas a hacerlo de otra forma», ni un jefe que me diga «muy bien todo, pero he hablado yo con el cliente y ahora vas a hacerlo como yo te diga».
¿Llegaré a buen puerto, o me hundiré en el intento y tendré que seguir toda la vida sirviendo en barcos ajenos? El tiempo lo dirá. Pero ahora, en este momento, ha llegado la hora de ponerme al timón. El barco está a punto de zarpar.

La estrategia y el liderazgo

Es una máxima del mundo del management. Una de las tareas principales del líder, si no la más importante, es pensar en el futuro. Abstraerse del «hoy» de la compañía (y por lo tanto del negocio actual, de las cuestiones operativas, etc.) y reflexionar sobre el «mañana»: cómo va a ser el mundo en unos años y cuál va a ser el papel de la empresa en ese futuro. Nada más y nada menos. Menuda tarea. Y es que este proceso de definir y comunicar una visión tiene, a mi modo de ver, dos grandes dificultades.
La primera, lógicamente, la incertidumbre. Es mucho más fácil trabajar en el día a día, en una empresa y en un mercado que conoces, resolviendo cuestiones operativas… que tratar de imaginar cómo será el mundo mañana, cómo será tu empresa. Hay que tener un olfato muy fino para el análisis, gran capacidad para intuir tendencias… y aun así, lo máximo que tendrás serán indicios, «corazonadas».
Y la segunda, la responsabilidad. Porque el líder no puede eludir su papel. No puede prolongar hasta el infinito su análisis, porque mientras tanto el futuro va llegando. Por lo tanto, en algún momento tiene que decidir «así creo que va a ser el mundo y, por lo tanto, así creo que debe ser nuestra empresa en ese nuevo mundo: ahora a ponerla en marcha». Y entonces llega el momento de comunicar su visión, de activar los mecanismos para que la empresa pase de ser lo que es hoy a lo que quiere que sea mañana. Y de lo acertada o no que esté su visión, y de su capacidad para trasladar a la empresa a ese escenario, depende todo.
Yo, como CEO y responsable máximo de mí mismo, estoy últimamente dándole vueltas a ese futuro. Peleándome con la incertidumbre, y con la responsabilidad. Es verdad, yo no tengo miles de empleos dependiendo de mi decisión. Ni tampoco una gran estructura a la que comunicar mi visión o que movilizar. Pero también tengo (todos tenemos) un par de handicaps: no tengo un equipo que se encargue de las cuestiones operativas mientras yo pienso en el futuro; y no puedo dimitir de mi cargo y decir «a otra cosa, mariposa» si las cosas salen mal.
Vaya con el liderazgo…