Siempre me han fascinado este tipo de imágenes. ¿Qué ves en ella? ¿Quizás un hombre mayor, una especie de general, mirando de perfil? ¿O dos campesinos apostados bajo un arco? ¿O son las dos cosas a la vez?
Hace poco me venía a la mente esta metáfora pensando en mis hijos. Quiero decir, desde que nacen son eso, «tus hijos», unos apéndices (muy importantes, por supuesto) de una vida en la que tú eres el protagonista. Y así sigue siendo a medida que van creciendo. Pero hay momentos, cada vez más frecuentes, en los que les observo y me doy cuenta de que ellos ya no son mis hijos, sino que yo soy su padre. Es decir, empiezo a verme a mí mismo como un apéndice de las vidas que ellos protagonizan, y no al revés. Como en el cuadro, la realidad objetiva es la misma, pero depende de cómo la mires el significado es uno u otro.
Observo este fenómeno con fascinación, y siento curiosidad por ver cómo ese cambio de perspectiva va modificando la dinámica de la relación. ¡Espero estar a la altura!
paternidad
Niño de campamento
Hace 30 años, un niño de 10 años subía en un autobús rumbo a Ribadeo, donde iba a pasar dos semanas de campamento organizado por los Escolapios. Allí se uniría a otras decenas de niños (y niñas. ¡Niñas!) procedentes de otros colegios de la orden. En el autobús desde Salamanca iban algunos compañeros de clase, pero no especialmente amigos; tampoco es que ese niño tuviese demasiados. Era la primera vez que se alejaba tanto, en distancia y en tiempo, de su casa, de su familia, del entorno que (mejor o peor) tenía «controlado». Conociéndole, supongo que lo afrontaba con una mezcla de expectación y de nervios, tratando de autoconvencerse de que «seguro que va a ser guay» y de espantar la sensación de «quién me manda a mí, con lo a gusto que estaría en casa».
A estas horas, otro niño de 10 años está subiendo en un autobús rumbo al campamento de verano donde pasará los próximos 10 días. Será la primera vez que se aleje tanto del entorno que conoce, la primera vez que pase tantas noches sin dormir en una cama conocida, sin familia alrededor. Tendrá que adaptarse a un escenario distinto, a la convivencia con un montón de gente, a un ritmo de actividades diferente al cotidiano. Habrá momentos de diversión, y otros momentos de agobio. Tratará de encajar, y a ratos lo conseguirá y a ratos no. Algún rato deseará no haber ido, y otros ratos deseará no tener que volver a casa. Afrontará situaciones nuevas a las que tendrá que enfrentarse lo mejor que sepa; algunas las resolverá bien y otras, inevitablemente, le saldrán mal. Y tendrá que llevarlo lo mejor que pueda.
Mientras tanto sus padres se quedan en casa, deseando que todo le vaya bien, aunque sabiendo que es imposible. Han intentado darle consejos, pero nunca se pueden cubrir todas las eventualidades (y, para ser sinceros, tampoco tienen todas las respuestas) y, en todo caso, no van a estar allí para tomar las decisiones; va a ser el niño quien lo haga. Quien acierte y quien se equivoque. Quien disfrute o sufra las consecuencias, y quien tenga que digerirlo, incorporarlo a su experiencia y seguir adelante. Saben los padres que cada vez va a ser así con más frecuencia, que cada vez les toca asumir un rol más secundario. Que esto no es más que un aperitivo, y que cada vez más la vida de su hijo va a convertirse en un campamento continuo en el que, incluso aunque durante algunos años sigan compartiendo techo, sus experiencias y sus decisiones serán cada vez más independientes. Saben también que está bien que así sea, que de eso se trata: de que su vida sea realmente SU vida, y no un apéndice de la de otros.
Y al final resulta que aquel niño de Ribadeo, en el fondo, sigue de campamento; enfrentándose a cosas nuevas, adaptándose a lo que viene, tomando decisiones lo mejor que sabe y aprendiendo a digerir las consecuencias.
Niños y riesgos
Tus hijos son lo más preciado que tienes. El mero hecho de pensar que les puede pasar cualquier cosa te genera un vacío en el estómago. La reacción natural es protegerlos; al fin y al cabo son tu responsabilidad. No perderles de vista. No dejarles hacer nada por su cuenta. No cojas el cuchillo, a ver si te vas a cortar. ¿Ir solo al cole? Cuando seas mayor. No te acerques al fuego que te quemas. No te metas en lo hondo, que te ahogas. Ni se te ocurra cruzar sin ir de la mano. No te subas ahí, que te caes. El mundo está lleno de peligros y de gente siniestra, ahí están las noticias a diario. ¿Cómo voy a dejar a mis hijos por ahí sueltos? Por dios, si les pasa algo no podré perdonármelo nunca.
Ver a los niños asumir riesgos y quedarse al margen es muy jodido. Nos vemos obligados a controlar nuestra ansiedad y nuestra paranoia. Y sin embargo, es algo esencial en nuestra tarea de padres. Ojalá el desarrollo de los niños fuese algo perfectamente pautado: «hasta los 18 años los padres les cuidan y les protegen de todo mal, y a partir de los 18 automáticamente ellos son adultos independientes, autónomos y plenamente capaces de cuidarse por sí mismos y enfrentarse al mundo». Pero no es así. La independencia, la autonomía, la capacidad para enfrentarse a los problemas, las habilidades necesarias para hacerlo… son elementos que se desarrollan poco a poco a lo largo de toda una vida. A base precisamente de asumir riesgos, de dejar que se enfrenten a sus miedos y a que los superen, de arreglárselas por sí mismos, de afrontar problemas y de resolverlos. Incluso aunque eso suponga que les pasen cosas malas.
Porque además nos engañamos a nosotros mismos si creemos que con nuestra supervisión nada malo les va a pasar. ¿Acaso no vivimos malas experiencias como adultos, no nos enfrentamos a situaciones incómodas y desagradables, no tenemos accidentes? ¿Qué nos hace pensar que somos capaces de dar un 100% de seguridad a nuestros hijos, si no somos capaces de proporcionárnosla a nosotros mismos? La sensación de que con nosotros al mando todo está controlado es eso, una ilusión.
Si queremos criar adultos autosuficientes, tenemos que dejarles cada vez más campo de acción, y probablemente cuanto antes mejor. Y tenemos que dejar de engañarnos: no va a haber un momento en el que eso nos vaya a resultar fácil, no va a haber un «cuando sea mayor» que nos libre de pasar el mal trago. El primer día que vayan solos al colegio, aunque esté a cinco minutos, vamos a estar con el estómago encogido; y da igual que sea con 6 años que con 12 que con 20. El primer día que les dejemos el cuchillo afilado para cortar algo en la cocina. La primera vez que se metan en el mar donde no hacen pie. El primer fin de semana que se vayan por ahí con amigos. La primera noche que salgan de farra, o el primer día que no vuelvan a dormir. El primer día que conduzcan un coche, o que hagan un viaje. La primera vez siempre va a ser un suplicio, y las siguientes en el mejor de los casos acabaremos sobrellevándolo; cada día entiendo mejor por qué mi madre se queda más tranquila cuando la llamo para avisar de que he llegado tras un viaje, aunque voy para cuarenta años. No va a haber un día en el que tengamos la completa seguridad de que estarán bien, de que no les va a pasar nada; y el día que les pase cualquier cosa (que les pasará, como nos ha pasado a todos… otra cosa es que no nos enteremos) nos dará un vuelco el corazón. Y si un día pasa algo terrible nos encogeremos de dolor, y nos castigaremos pensando si no deberíamos haber hecho algo más, si no deberíamos haberles protegido más, enseñado mejor.
Pero no podemos vivir constantemente pensando en todo lo malo que puede suceder, incluso aunque sepamos que nos destrozaría. No podemos volvernos locos intentando proporcionar una seguridad que es, en realidad, ilusoria. Porque los riesgos siempre van a existir a pesar de nuestros esfuerzos. Sobreprotegiéndolos mermamos su capacidad de enfrentarse por sí mismos a la vida (algo que inevitablemente tiene que suceder), y ni siquiera así vamos a eliminar la posibilidad de que algo malo suceda.
Tenemos que asumir que tener hijos es vivir para siempre con el temor de que algo les pase, y que ese sufrimiento es inevitable porque es inherente a la paternidad. Va en el mismo lote que las inmensas satisfacciones y el orgullo de verles crecer, no hay lo uno sin lo otro. Quizás reconocer que es imposible que lleguemos a controlar todo y aprender a convivir con nuestra ansiedad y con nuestra paranoia sin volcarla sobre nuestros hijos sea uno de los mejores regalos que podamos hacerles.
Algunas lecturas relacionadas: The overprotected kid, Five dangerous things every school should do, How children lost the right to roam in four generations, How helicopter parents are ruining college students
Los hijos y el pensamiento crítico
Considero que una de las habilidades fundamentales de un adulto es el pensamiento crítico. Es decir, la capacidad de no dar por válido nada sin darle una vuelta por uno mismo. Y como tal, una de las misiones fundamentales como padres consiste en ayudar a nuestros hijos a que desarrollen esa capacidad.
No te fíes de los anuncios de la tele. No te fíes de lo que digan los periódicos y demás medios de comunicación. No te fíes de lo que te cuenten los políticos, ni de los gobiernos. No te fíes del empleado del banco. No aceptes como válidas las opiniones de tu grupo de amigos, piensa por ti mismo («si tus amigos se tiran por un puente…»). Siéntete libre de cuestionar a tus profesores si se equivocan…
Y entonces, en un puro ejercicio de coherencia, llegas al punto conflictivo: «cuestiona lo que te digan tus padres, o sea, yo».
Más allá de la aparente paradoja («si me dices que no me fíe de lo que me dices… ¿tampoco me fío cuando me dices que no me fíe?»), este punto supone un verdadero reto para los padres. Por un lado, tienes claro que quieres que tus hijos desarrollen el pensamiento crítico. Pero por otro lado, puede llegar a ser agotador cuando te lo aplican a ti. Desde que nacen sus hijos, los padres se convierten unos «déspotas ilustrados» para con ellos. Todo lo hacemos por su bien, claro, pero a nuestra manera. Cuando son bebés, obviamente, no tienen derecho a réplica; pero a medida que van creciendo, desarrollando su independencia… empiezan a cuestionar nuestros planteamientos. «Tienes que irte a la cama» vs «¿Por qué me tengo que ir a la cama tan pronto?». «Vamos al colegio» vs «pues yo no quiero ir al colegio, no sé por qué tengo que ir». «No puedes jugar a este juego, todavía eres pequeño» vs «a ver por qué no puedo jugar».
Cuando los críos nos ponen en cuestión, podemos sacar nuestros argumentos. Pero no siempre nuestros argumentos convencen. A veces los críos no los entienden porque, obviamente, tienen un menor conocimiento («ya crecerás y lo entenderás»). Pero a veces no convencen porque simplemente son muy endebles… responden a nuestra comodidad, a nuestras costumbres, a nuestra forma de ver el mundo, o simplemente a «verdades comúnmente aceptadas». Y en el momento en el que esa endeblez queda de manifiesto, no es difícil que terminemos recurriendo al «pues porque lo digo yo, que soy tu padre, y aquí se hace lo que yo diga y punto pelota». O sea, queremos que desarrollen el pensamiento crítico, pero eh, chaval, conmigo no te crezcas que soy tu padre. Al final acabamos actuando con la misma condescendencia y/o intransigencia frente a la que les queremos alertar cuando viene de otras fuentes.
En el ámbito racional, tengo claro que si quiero criar a adultos sólidos y solventes, me toca aguantarme. Tendré que alentar su pensamiento crítico, y lidiar con la incomodidad de su cuestionamiento permanente. Tendré que esforzarme en argumentar mejor para convencer, y tendré que aceptar sus decisiones autónomas cuando no consiga convencerles, incluso aunque no esté de acuerdo con ellas y piense que están manifiestamente equivocados. No puedo sacar la tarjeta del «porque soy tu padre», porque eso implica validar la tesis de que «algunas cosas se hacen porque un tercero te las dice y no se cuestionan».
Pero el día a día es largo, y sé que en lo emocional es difícil mantenerse siempre tan inmaculado en estos planteamientos…