Hace unas semanas tuve la ocasión de compartir un rato en el grado LEINN que se desarrolla en las instalaciones de Teamlabs en Madrid. Estuve invitado por Thibaut Deleval aprovechando que uno de los grupos a los que tutorizaba iba a discutir las ideas de Skillopment. Fue una experiencia muy enriquecedora e ilusionante para mí, ver cómo las ideas que había plasmado en el libro resonaban en chavales de una forma tan concreta.
Curiosamente, parte de la conversación giró también entorno a lo difícil que es autogestionarse en un entorno de incertidumbre. El modelo que plantea en LEINN tiene mucho de innovador: frente al modelo de formación más tradicional, se fomenta mucho el trabajo práctico (de hecho los chavales tienen que poner en marcha su propio proyecto empresarial, y de su funcionamiento depende en parte su evaluación), la responsabilidad del alumno a la hora de dirigir su propio aprendizaje («no hay profesores, si no entrenadores») y la reflexión y el intercambio de ideas. En este contexto, los chicos y chicas expresaban algunas inquietudes que me resultaron muy familiares, porque son muy parecidas a las que enfrentamos a lo largo de nuestra carrera profesional: cierta sensación de abrumación ante la multiplicidad de opciones, incertidumbre respecto a si se está haciendo lo correcto, presión por tener que atender a varias responsabilidades a la vez… alguno, en algún momento, llegaba a plantear que quizás echaban de menos un poco más de estructura, de dirección; un «programa académico» más tradicional donde poder sentirse más cómodos.
Obviamente, la idea del grado LEINN es precisamente ésa: frente al modelo académico tradicional (todavía muy basado en un enfoque muy dirigido, con un «programa académico» perfectamente definido y donde la exigencia se produce con grados de incertidumbre limitados) contribuir a la formación de los alumnos en un entorno mucho más parecido al «mundo real», con su incomodidad y su incertidumbre, que ayuden a «templar» el carácter y a desarrollar una serie de habilidades útiles y aplicables a lo largo de toda una carrera profesional. Claro que en el proceso surgen dudas, porque no pueden aferrarse a la (falsa) sensación de seguridad que ofrece el sistema tradicional.
Curiosamente, charlando después de la sesión, me contaba Thibaut que esas dudas también se generaban en las familias. Incluso siendo personas que habían aceptado voluntariamente esta opción para la educación de sus hijos, de vez en cuando les entraba el vértigo: ¿y si nos hemos equivocado? ¿y si al apostar por lo nuevo hemos cometido un error? ¿y si hubiese sido mejor ir a lo conocido? Me decía Thibaut que no siempre era fácil resolver esas dudas. Al fin y al cabo, se trata de un programa con relativamente poco recorrido, en una institución relativamente nueva, al que además se hace evolucionar continuamente. No hay una «probada trayectoria» que se pueda poner encima de la mesa para tranquilizar a los inquietos; y de hecho es difícil si no imposible dar garantías. Es lo que tienen la innovación, la experimentación y los enfoques pioneros.
Obviamente entiendo las dudas. Si yo mismo las vivo en mi día a día. Yo también hecho de menos de vez en cuando un poquito menos de incertidumbre; lo que pasa es que tengo la duda (razonable, creo) de que ese nivel de certidumbre exista, o que las recetas tradicionales sean capaces de aportarla. Hay una seguridad percibida (lo mismo en los «programas académicos tradicionales» que en el «empleo para toda la vida») que no es real, pero que a veces desearía que lo fuera.
Lo que me pregunto es cuántos de esos alumnos, o esos padres, mostrarían la misma inquietud ante la educación más tradicional. ¿Cuestionarían el programa académico? ¿Se preguntarían si ese programa, tan aparentemente sólido y armado, está preparando a sus hijos para el futuro? ¿Analizarían el porcentaje de éxito de dicha educación, medida en términos de satisfacción, de adaptación al mundo profesional, incluso de éxito a la hora de encontrar trabajo? Algo me dice que seguramente no. Que hacer «lo que todo el mundo hace», que entregarse a instituciones y modelos que funcionaron hace 50 años, que confiar en «lo que dicen los académicos»… tranquiliza las conciencias. Que parece que el riesgo solo lo corre el que apuesta por hacer algo diferente. Pero en realidad, cualquier decisión (incluida la de seguir el camino más tradicional, aunque no parezca una decisión porque «es lo normal») es una apuesta, con su consiguiente riesgo.
Cierro con esta viñeta, una de mis favoritas, sobre los miedos respecto a la innovación:
educación
Reválida sí, pero

Hoy tenemos día de protestas contra «la reválida» (examen «general» planteado en alguna de las últimas reformas educativas, no me preguntéis cuál), y me surgen bastantes reflexiones (obviando la utilización partidista/sectaria del tema, que también está… que en la misma protesta te mezclan el franquismo, el capitalismo, los refugiados, la lucha de clases…)
Reválida sí. Me parece de cajón. Se supone que estudias para adquirir una serie de competencias y conocimientos. Y esas competencias y conocimientos debes incorporarlas a largo plazo. Si realmente las tienes interiorizadas, no debería costarte demasiado el demostrarlo. Y si no eres capaz de demostrarlo, entonces es que todo el tiempo, esfuerzo, recursos dedicados a ese aprendizaje no valen para absolutamente nada. «No, pero es que si ya he ido aprobando los cursos…». Ya me contarás de qué vale que «estudies para aprobar» y al día siguiente no te acuerdes de nada… pues eso, PARA NADA, tiempo y dinero tirados a la basura. Mejor estarían los chavales en el parque, y nos ahorramos colegios, profesores y demás, porque el resultado es el mismo.
Ahora bien, esto debería llevarnos a cuestionar qué se aprende y cómo se aprende (y por extensión, qué es lo que estamos valorando con la reválida). ¿Tiene sentido que me pregunten los nombres técnicos de las partes de una planta, o detalles de la tabla periódica de los elementos, o la lista de los reyes godos? ¿Son ese tipo de conocimientos y competencias los que merece la pena incorporar a largo plazo, y por lo tanto medir con una «reválida»? De mis «años mozos», y de lo que voy viendo como padre, tengo la sensación de que hay muchísimas cosas que el sistema educativo obliga a aprender a los chavales y que no valen para nada. Tiempo y esfuerzo (e ilusión y motivación) tirados a la basura a lo largo de los años. Claro, si luego la reválida la usamos para medir esos conocimientos, estamos haciendo el gilipollas. Pero el problema no es la reválida, si no todo lo anterior.
Deberíamos plantearnos (como sociedad) cuáles son las habilidades/competencias/conocimientos que merece la pena desarrollar y consolidar a largo plazo a través de una «educación obligatoria». Y alinear todo el sistema (cómo enseñamos, qué enseñamos, durante cuánto tiempo, deberes sí o deberes no, notas, reválidas) entorno a ellos. A lo mejor nos sale un sistema educativo muy distinto. Y sin embargo, la sensación es que construimos todo al revés: «tenemos que tener a los críos entretenidos hasta los 16 años (o los 18, o los 23), muchas horas al día, así que a ver de qué rellenamos el tiempo». Y si quieres hacer algo distinto… pues no te dejamos.
Me apena que la gente se eche a la calle a protestar por la reválida, y sin embargo aceptemos sin cuestionar todo lo que hay detrás. Somos el tonto que se queda mirando el dedo.
Hay otra derivada interesante en este tema, y es cierta noción de que «la reválida va en contra de la clase obrera», porque si sacas mala nota no te dejan acceder a la universidad (mientras que «los ricos» pueden irse a una universidad privada). Lo que subyace es que «todo el mundo tiene derecho a una educación pública, hasta los veintitantos años… independientemente de si la aprovecha o no». Con lo cual, francamente, no estoy de acuerdo. ¿Por qué tengo yo (si, yo, y tú, con nuestros impuestos) que pagar una educación a alguien que no demuestra un mínimo de interés, esfuerzo, capacidad…? Estoy plenamente a favor de igualar por la vía de las oportunidades, pero oiga, ponga usted algo de su parte. La oportunidad la tiene, pero si no la aprovecha… ¿da igual? ¿seguimos pagando? ¿hasta cuándo? Prefiero destinar dinero a becas para que quien quiere estudiar (y lo demuestra) pueda hacerlo, o invertir en un sistema educativo con más recursos por alumno (pero con menos alumnos; los que lo merezcan) que sufragar una infraestructura «de café para todos» donde el interés, el esfuerzo o la capacidad sean irrelevantes. Lo primero lo entiendo, me parece justo, y además tiene un retorno directo en la sociedad, pero lo segundo… coger el dinero y tirarlo a la basura. Pues para eso prefiero que se quede en mi bolsillo.
Claro, el problema es que hay demasiada gente que ve «lo público» como un pozo sin fondo. Disparar con pólvora del rey, un caldero del que siempre se puede sacar porque siempre hay (y si no, «que paguen los ricos»). Ojalá fuese verdad… pero no lo es. El diseño del sistema educativo no puede obviar esta realidad, y deberíamos pensar (de nuevo, como sociedad) en articularlo de la manera más razonable dentro de las restricciones existentes. Igualdad de oportunidades, claro. Pero también retorno social.
¿Y qué más da lo que estudies?
Esta mañana me metí en un intercambio de opiniones acerca de «la decisión sobre qué estudiar». Decía Daoiz Velarde en twitter que los chavales, en el momento de tomar esa decisión, no saben por dónde les da el viento. Y que «hoy más que nunca es crítico que estudien algo útil; útil para el mundo al que nos dirigimos, que será bastante distinto del actual en 20 años, y otro planeta profesionalmente que hace 20».
Algo útil. Ya. ¿Y qué es «útil», y más en ese entorno volátil en el que nos encontramos? Dicen que los trabajos del futuro probablemente aún ni estén inventados, dicen que cada persona tendrá varias carreras profesionales a lo largo de su vida… ¿cómo defino hoy qué tengo que estudiar para tener un trabajo que ni siquiera sé en qué va a consistir? Antes, cuando estudiaba poca gente y el mundo del trabajo era razonablemente estable, uno podía establecer un «plan de carrera»: si estudio esto, cuando salga podré colocarme «de lo mío», en quince años alcanzar no sé qué nivel, ganarme la vida y jubilarme sin contratiempos. Al menos entonces podía tener sentido tomar una decisión «racional», basada en un «retorno de la inversión» más o menos acotado, pero… ¿quién es capaz de hacer un razonamiento así a día de hoy?
«Al menos descartemos caminos que ya de partida sabemos que no tienen futuro», decía otro. ¿Ah, sí? ¿Somos capaces de saber que algo no tiene «futuro» porque sí? Estamos diciendo que vamos a un mundo en el que no sabemos cómo se van a configurar los trabajos, ¿y creemos que podemos descartar A o B?
En el fondo, lo que subyace en este tipo de razonamientos es una suerte de determinismo. Si estudias tal cosa, estás acotando tus opciones de futuro para toda tu vida. Y no hay vuelta atrás. Así que elige bien, porque si eliges mal estás condenado. Y si eliges bien enhorabuena, tienes el futuro asegurado. Y todo esto es algo con lo que estoy en profundo desacuerdo.
Creo que el futuro profesional no se articula en base a «qué has estudiado», si no más bien a «cómo has estudiado». El desarrollo de habilidades profesionales y personales por encima de los conocimientos adquiridos. Porque los conocimientos evolucionan y caducan cada vez con mayor velocidad, y es bastante absurdo pensar que «lo que aprenda en la Universidad es lo importante». No, cualquiera sabe que el aprendizaje de verdad se produce una vez que sales de la Universidad y te enfrentas al mundo real. Es ahí donde aprendes lo que realmente necesitas aplicar, acudiendo a múltiples fuentes de conocimiento, y así seguirá siendo durante el resto de tu vida. Nadie te asegura (y todavía hay tanta gente que vive en la inopia… ) que por el hecho de estudiar vayas a tener «premio seguro» (luego vienen los lloros tipo «yo hice una carrera, y dos masters, y… estoy limpiando váteres«). No sé si alguna vez fue así, desde luego ahora no. En ese sentido escribía hace tiempo que «la universidad no sirve para nada«, y lo sigo pensando. De hecho, lo pienso también de la educación formal para más pequeños.
Lo que es fundamental, por encima de qué estudies (o de si estudias) es desarrollar habilidades personales y profesionales. De análisis, de síntesis, de comunicación, de organización, de relación, de trabajo en equipo, de autogestión, de esfuerzo, de resiliencia, de liderazgo, de visión global, de negociación… Aprende idiomas, construye tu red de contactos, ten experiencias diversas, ve mundo. Todo esto son habilidades transversales, que te van a servir a lo largo de toda tu vida, una colección de recursos de la que podrás tirar sea como sea el futuro. Habilidades que, en realidad, se pueden desarrollar estudies lo que estudies. Incluso si no estudias. Ése debería ser el foco, y no «los conocimientos» o «las salidas». Porque los conocimientos los vas a tener que ir renovando permanentemente (dependiendo de cómo evoluciones tú, de cómo evolucione el mundo), y «las salidas» distan mucho de estar claras.
Llegados a este punto, ¿qué estudiar? Pues mira, antes que eso… ¿quieres estudiar? Porque no es lo relevante; lo que importa es que seas consciente de la importancia de tener habilidades y pongas el foco en desarrollarlas. Estudiar es un camino, pero no es necesario ni suficiente, y a veces tal y como está montado el sistema educativo es contraproducente. Y si te decides a estudiar… estudia lo que te apetezca, y cómo te apetezca. Lo que te haga sentir bien. Porque siempre será más fácil desarrollar tus competencias en un entorno apetecible que si estás haciendo algo que no te gusta «porque es lo que tiene salidas»; la probabilidad de que no te desarrolles una mierda, estés amargado y encima te encuentres con que al acabar las presuntas «salidas» que dabas por seguras estén tapiadas es elevada.
PD.- Juan Luis Hortelano escribía una interesante «carta a su hija», de 17 años, a raíz de la conversación de esta mañana. Me atrevería a decir que no hay que esperar a ese momento para trasmitir estas ideas; es una forma de ver el mundo que, cuanto antes, mejor.
El timo de los libros de texto
Me pregunto cuánto habrán avanzado las matemáticas en el último año como para justificar un cambio en los libros de texto de primaria. O qué nuevos descubrimientos nos habrán hecho replantearnos la Historia que se enseña a un niño de 10 años. Desde luego, el idioma español ha cambiado mucho en los últimos 365 días, los tiempos verbales ya no son lo que eran, y hay nuevas normas para saber si una palabra se escribe con g o con j. Y bueno, qué decir de las innovaciones pedagógicas, que los niños del 2017 no aprenden igual que los del 2016.
Llega el final del curso, y llega el papelito para informarnos de los libros de texto que hay que comprar el año que viene (disponibles cómodamente bajo petición en el colegio). Oh, sorpresa: los libros que valían el año pasado ya no valen este año. La editorial ha sacado una nueva edición con nuevos dibujitos, o cambiando el problema de sumar manzanas por otro de sumar peras, o el colegio ha decidido que los libros de la editorial B son muchísimo mejores que los de la editorial A. Sumas libros del niño, sumas libros de la niña… casi 500 euros.
En condiciones normales, podríamos guardar los libros del hermano mayor para que la pequeña los usase cuando llegue el turno. O podríamos establecer un mercado de préstamo, o de venta de segunda mano si quieres, para que los libros de un curso sean reaprovechados el año siguiente por otras familias. Pero no, no es posible: lo que hay que hacer es pasar por caja, y pagar este impuesto revolucionario que cobran las editoriales con el beneplácito (¿gratuito?) de las administraciones. A veces me cuestiono incluso hasta qué punto los colegios están pringados en la trama («si te cambias a mi editorial y obligas a tus alumnos a comprar mis libros te doy un porcentaje»).
El resultado es el mismo: un expolio a las familias, una subvención encubierta a todo un sector. ¿Y qué puedes hacer? Nada. Paga y calla, imbécil.
Firma la petición en Change.
GTD para niños
«Otra vez que tu hijo lleva los deberes sin hacer».
La pelea de todos los días. No sé si es algo exclusivo de esta casa, algo me dice que no. Un día falta una tarea, otro día «se me ha olvidado traer el libro». ¿Has preparado la mochila? «Sí, al 100%». ¿Has planificado las tareas del día? «Sí». Y luego es que no.
Desde que descubrí «el apasionante mundo de la productividad», y más concretamente el método GTD de David Allen, soy un convencido de que una adecuada autoorganización es una habilidad fundamental. Tener claras tus prioridades, descargar tu mente en un sistema externo, la revisión continua… te permite tener una visión clara de qué «tienes en tu plato» en cada momento, y tener la sensación de que independientemente de que tengas mucho por hacer, lo tienes todo de alguna manera bajo control.
Así que, sobre la base de este convencimiento, intento inculcar y desarrollar esa habilidad en los críos. Con escaso éxito, hasta ahora :S
Por ejemplo, batallamos mucho con lo de «apunta todo lo que tengas que hacer», el equivalente al «inbox» en GTD. Tienen una agenda escolar, en la que pueden y deben apuntar las tareas que tienen cada día. Bueno, pues la mitad de las veces no apunta las cosas en la agenda. «Es que lo tengo todo en la cabeza», dice cuando se lo hacemos notar. Así que cuando algo se le olvida, insistimos: «¿Y no sería mejor apuntarlo en la agenda, así no dependes de si lo tienes o no en la cabeza?». «Sí», responde compungido. Pero no coge el hábito. También tiene un «repositorio secundario», que es la plataforma tecnológica donde los profes apuntan deberes y exámenes.
Bueno, pues también le cuesta la rutina de «entra en la plataforma y revisa lo que está ahí puesto». Que tampoco le soluciona las cosas, porque la plataforma no refleja siempre el 100% de lo que le piden… pero al menos tienes una base.
Le pedimos (especialmente los fines de semana) que haga una «planificación» de todo lo que tiene que hacer (la lista de «next actions»), para que se pueda distribuir el tiempo, ver cuánto va a necesitar para cada cosa, que decida dónde hacer los descansos, dónde tener los ratos de ocio, ver cuánto tiempo tiene disponible… pero es una pelea, lo considera un «engorro» y se lo quita de encima (cuando no supone la primera pelea del fin de semana).
Otro tema con el que tenemos problemas es con la visión de medio plazo. Los deberes de hoy está claro que son de hoy. Pero si son deberes «para la semana que viene», o «una ficha que hay que entregar a final de mes», o «unos materiales que te mandaron llevar la semana pasada»… pierde fácilmente la visión. O no se acuerda, o piensa «ya lo haré». Y luego nos pilla el toro, cuando sería más o menos sencillo mantener la visión de medio plazo. Sería el equivalente a la «revisión semanal» del GTD, ir pasando «proyecto a proyecto» para ver en qué estado está todo.
Un último problema que seguimos padeciendo: la mochila diaria. ¿Llevas los libros que necesitas? ¿Llevas el estuche? Y para la vuelta, tres cuartas partes de lo mismo. «Acuérdate de traer todos los libros que necesites para la tarea». Pues nada. Llegamos a hacer un «check list» y colgarlo junto a la puerta, para que repasase… pero como suele suceder con los checklists, enseguida se entra en modo automático y ya no se hace un repaso exhaustivo (eso me recuerda que debería quitar el papel de la pared, porque no vale de nada).
Hoy teníamos un debate en casa, de «qué podemos hacer». Mi idea es que, por mucho que nos fastidie, nadie hace nada que no quiera hacer. Mientras él no tenga una motivación interna para hacer las cosas, da igual lo que le digamos (es más, por «reactancia» tenderá a oponerse). Joder, si es que de hecho son muchos los adultos que están en la misma situación. Y hasta que no «lo ven» por ellos mismos, no van a poner en marcha las medidas correctoras. No es la falta de sistemas y de herramientas lo que provoca que no se hagan las cosas, si no la falta de motivación y de constancia. No va a funcionar la presión, ni los premios/castigos, ni el embutirle las herramientas a la fuerza. Poco a poco, acompañándole, reconociéndole los pequeños éxitos, haciéndole ver los fallos y cómo se podrían solucionar…
A veces se nos olvida que son niños de diez años. Yo desde luego no tengo el recuerdo de que en 4ºEGB tuviese tantos deberes, ni tantas cosas que apuntar, ni tanta gaita. Ni que hiciese falta GTD para niños. Como todas las habilidades, se irán desarrollando poco a poco a lo largo de su vida. Lo importante es, como a las plantas de tomate, servirle de «guía» a medida que va creciendo.
De cuando aprendí a programar
Tenía 10 años como mucho; posiblemente 9. Me apuntaron a un curso de «Basic» en la asociación donde mi madre iba a clases de pintura/manualidades. Amstrads CPC con pantalla en fósforo verde. Y allí aprendí a poner aquello tan mítico de
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20 Goto 10
Y a familiarizarme con los conceptos de variables, de bucles, de condicionales… en breve llegó a casa mi primer ordenador (un Amstrad CPC 6128… ¡con diskette! ¡y con pantalla de color!). Y en fin, así nació mi relación con la programación, me encantaba hacer mis programitas. Más tarde en el colegio nos enseñaban algo de Basic con unos MSX muy viejunos (algo que yo ya tenía muy superado). Luego tuve algo de formación con bases de datos, y ya a partir de ahí algunos escarceos con el Visual Basic del Excel, o con el PHP… de forma siempre amateur: nunca he trabajado «de programador», aunque creo que he sacado buen partido de mis conocimientos en el ámbito profesional, tanto haciendo algunas «pequeñas programaciones» que me hacen quedar estupendamente bien (una excel superformulada por aquí, una macro por allá, un apaño en wordpress por acullá) como (más importante, creo) aplicando las habilidades subyacentes (diría que pensamiento estructurado).
Recuerdo que en la Universidad teníamos una asignatura de informática. Se utilizaba un lenguaje propio. Cuando nos planteaban algún problema (del tipo «crear un programa que identifique los números primos» o «crear un programa que ordene una lista»), mi mente era capaz de conceptualizarlos de forma rápida, y de ejecutarlos en un pis pas. Claro, mis compañeros me miraban como a un friki… pero para mí era tan natural como el respirar.
Me vienen estos recuerdos a la mente porque ahora mi hijo mayor está en la misma edad en la que yo empecé. Y entramos en pleno debate sobre si «es bueno enseñar a programar a los niños» o si, como defienden otros, es una moda sin demasiada base (o, citando al amigo Alfonso, tiene mucho de «tontería» )
¿Qué opino yo? Es complejo. Yo aprendí a programar. Y tengo unas habilidades (a la hora de conceptualizar problemas y abordar su solución) que creo que son valiosas. La duda que tengo es… ¿desarrollé estas habilidades gracias a que aprendí a programar? ¿o se me dio bien la programación y tuve una «inercia positiva» para su aprendizaje debido a que mi cerebro estaba «configurado» de una determinada forma? ¿Hay una relación de causalidad entre un hecho y el otro? Y de ser así… ¿cuál es el sentido de esa relación?
Este dilema lo puedo extrapolar a cualquier proceso de aprendizaje. ¿Basta con decidir «aprender algo» para desarrollar las habilidades vinculadas a ese aprendizaje? ¿O estamos condicionados por nuestros sesgos? A estas alturas de la vida, tiendo a creer más en la segunda hipótesis. Cada uno de nosotros venimos con una determinada configuración de serie. Si nos sometemos a un proceso de aprendizaje compatible con esa configuración, entramos en un círculo virtuoso en el que las habilidades florecen y el aprendizaje se hace sencillo, cómodo y natural. Si por el contrario nos sometemos a un proceso menos compatible, nos cuesta un mundo, no lo disfrutamos, y acabamos con un desarrollo raquítico de nuestras habilidades.
Lo cual me lleva a un tema que empieza a ser recurrente en mi visión del mundo: la importancia que tiene explorar la individualidad y los talentos naturales. Lo fundamental que resulta exponer (y exponerse) a distintas situaciones para encontrar aquello con lo que mejor «sintonizamos», aquello que más se ajusta a nuestra naturaleza, y dejar que cada uno siga por su camino. Porque es ahí donde la fricción para aprender es menor, y el rendimiento (en forma de desarrollo de habilidades y conocimientos, además de en satisfacción intrínseca) es mayor, tanto para el propio individuo como para la sociedad en general. Empeñarnos en hacer pasar a todo el mundo por el mismo embudo nos empobrece.
Niños y riesgos
Tus hijos son lo más preciado que tienes. El mero hecho de pensar que les puede pasar cualquier cosa te genera un vacío en el estómago. La reacción natural es protegerlos; al fin y al cabo son tu responsabilidad. No perderles de vista. No dejarles hacer nada por su cuenta. No cojas el cuchillo, a ver si te vas a cortar. ¿Ir solo al cole? Cuando seas mayor. No te acerques al fuego que te quemas. No te metas en lo hondo, que te ahogas. Ni se te ocurra cruzar sin ir de la mano. No te subas ahí, que te caes. El mundo está lleno de peligros y de gente siniestra, ahí están las noticias a diario. ¿Cómo voy a dejar a mis hijos por ahí sueltos? Por dios, si les pasa algo no podré perdonármelo nunca.
Ver a los niños asumir riesgos y quedarse al margen es muy jodido. Nos vemos obligados a controlar nuestra ansiedad y nuestra paranoia. Y sin embargo, es algo esencial en nuestra tarea de padres. Ojalá el desarrollo de los niños fuese algo perfectamente pautado: «hasta los 18 años los padres les cuidan y les protegen de todo mal, y a partir de los 18 automáticamente ellos son adultos independientes, autónomos y plenamente capaces de cuidarse por sí mismos y enfrentarse al mundo». Pero no es así. La independencia, la autonomía, la capacidad para enfrentarse a los problemas, las habilidades necesarias para hacerlo… son elementos que se desarrollan poco a poco a lo largo de toda una vida. A base precisamente de asumir riesgos, de dejar que se enfrenten a sus miedos y a que los superen, de arreglárselas por sí mismos, de afrontar problemas y de resolverlos. Incluso aunque eso suponga que les pasen cosas malas.
Porque además nos engañamos a nosotros mismos si creemos que con nuestra supervisión nada malo les va a pasar. ¿Acaso no vivimos malas experiencias como adultos, no nos enfrentamos a situaciones incómodas y desagradables, no tenemos accidentes? ¿Qué nos hace pensar que somos capaces de dar un 100% de seguridad a nuestros hijos, si no somos capaces de proporcionárnosla a nosotros mismos? La sensación de que con nosotros al mando todo está controlado es eso, una ilusión.
Si queremos criar adultos autosuficientes, tenemos que dejarles cada vez más campo de acción, y probablemente cuanto antes mejor. Y tenemos que dejar de engañarnos: no va a haber un momento en el que eso nos vaya a resultar fácil, no va a haber un «cuando sea mayor» que nos libre de pasar el mal trago. El primer día que vayan solos al colegio, aunque esté a cinco minutos, vamos a estar con el estómago encogido; y da igual que sea con 6 años que con 12 que con 20. El primer día que les dejemos el cuchillo afilado para cortar algo en la cocina. La primera vez que se metan en el mar donde no hacen pie. El primer fin de semana que se vayan por ahí con amigos. La primera noche que salgan de farra, o el primer día que no vuelvan a dormir. El primer día que conduzcan un coche, o que hagan un viaje. La primera vez siempre va a ser un suplicio, y las siguientes en el mejor de los casos acabaremos sobrellevándolo; cada día entiendo mejor por qué mi madre se queda más tranquila cuando la llamo para avisar de que he llegado tras un viaje, aunque voy para cuarenta años. No va a haber un día en el que tengamos la completa seguridad de que estarán bien, de que no les va a pasar nada; y el día que les pase cualquier cosa (que les pasará, como nos ha pasado a todos… otra cosa es que no nos enteremos) nos dará un vuelco el corazón. Y si un día pasa algo terrible nos encogeremos de dolor, y nos castigaremos pensando si no deberíamos haber hecho algo más, si no deberíamos haberles protegido más, enseñado mejor.
Pero no podemos vivir constantemente pensando en todo lo malo que puede suceder, incluso aunque sepamos que nos destrozaría. No podemos volvernos locos intentando proporcionar una seguridad que es, en realidad, ilusoria. Porque los riesgos siempre van a existir a pesar de nuestros esfuerzos. Sobreprotegiéndolos mermamos su capacidad de enfrentarse por sí mismos a la vida (algo que inevitablemente tiene que suceder), y ni siquiera así vamos a eliminar la posibilidad de que algo malo suceda.
Tenemos que asumir que tener hijos es vivir para siempre con el temor de que algo les pase, y que ese sufrimiento es inevitable porque es inherente a la paternidad. Va en el mismo lote que las inmensas satisfacciones y el orgullo de verles crecer, no hay lo uno sin lo otro. Quizás reconocer que es imposible que lleguemos a controlar todo y aprender a convivir con nuestra ansiedad y con nuestra paranoia sin volcarla sobre nuestros hijos sea uno de los mejores regalos que podamos hacerles.
Algunas lecturas relacionadas: The overprotected kid, Five dangerous things every school should do, How children lost the right to roam in four generations, How helicopter parents are ruining college students
La alubia en el yogur y los absurdos del sistema educativo
Clásico ejercicio del colegio: coger una alubia, ponerla entre algodones dentro de un envase de yogur, humedecer los algodones durante varios días y observar cómo germina. Y ahí están las madres (no hay machismo en esta frase; mera descripción) en el patio, intercambiando impresiones. «¿Habéis conseguido que germine?» «Yo no sé si es que la estoy regando poco» «Pues yo la riego todos los días y no sale». Sí, sí, frases en primera persona del singular. No es que el niño riegue o deje de regar; son los padres quienes lo hacen. ¿Qué sentido tiene esto? Una madre llega a afirmar que «es normal, su hijo no es agricultor».
El primer impulso al escuchar estas historias de «padres que hacen los deberes» (hay una gran diferencia entre «ayudar con los deberes» y «hacer los deberes») es pensar en su irresponsabilidad. Pero… ¿somos los padres los principales culpables?
Nos enfrentamos a un sistema educativo que te planta una serie de deberes y tareas que hay que hacer «sí o sí». Da igual si te resulta provechoso o no, da igual si te interesa o no. Da igual si tienes muchos o pocos. Hay que hacerlos, hay que cumplir. Y si no los haces, incidencia al canto, «punto negativo», bronca, tutoría. Tres cuartos de lo mismo sucede con los exámenes y las notas: apruebas o suspendes.
Leía estos días Drive, el libro de Dan Pink sobre la motivación, en el que se plantea que el método del palo y la zanahoria (la motivación extrínseca) acaba matando la motivación intrínseca. En el mejor de los casos consigues que la gente cumpla («compliance», conformidad), es decir, que se haga lo que haya que hacer para conseguir el premio o evitar el castigo (eso suponiendo que premio y castigo llegan a ser suficientemente relevantes), pero ni un ápice más. Si puedo encontrar atajos, mejor que mejor. Si puedo copiar el resumen de internet, antes termino. Si llevo una chuleta al examen, arreglado. Si copio me libro de los problemas. Si el padre hace los deberes, menos problemas para todos. Al fin y al cabo lo que importa es el resultado. ¿Disfrutar del proceso? ¿Alimentar la motivación intrínseca (esa que funciona en ausencia de estímulos externos)? Bah, para qué.
Llegados a este punto, nos encontramos con los críos que llegan cansados a casa, obligados a dedicar todavía una o dos horas a ponerse con unos deberes que no les apetece ni huevo hacer. Si les dejas a su aire, no los hacen. Estar encima de ellos es cansado, conflictivo, exige tiempo y dosis enormes de paciencia que no siempre tienes. Y al final si lo que importa es el resultado… pues veo hasta entendible que llegues a coger el atajo del «acabamos antes si lo hago yo». Obviamente no lo defiendo, creo que se le hace un flaco favor a los chavales (acostumbrarles a que ante cualquier dificultad «ya llegan papá y mamá y te lo resuelven»; luego pasa lo que pasa). Pero también pienso que el origen del problema está antes. Que la propia concepción del sistema educativo tampoco hace un gran favor a los críos, a su aprendizaje, a su felicidad o a su capacidad de desempeño futuro.
¿Cuál sería la alternativa? Una educación basada no en el «cumplir», sino en incentivar la curiosidad y las aptitudes naturales de cada niño individual. Si a fulanito le gusta leer, recomiéndale libros, escúchale cuando te los resuma… siempre en positivo (no con el método de «hay que leerse un libro cada quince días y traer una ficha rellena, y el que no lo haga…»). Si a menganito le gusta la naturaleza, enséñale cómo germina una planta (¡es un proceso fascinante!), anímale a que cuide de sus propias plantas, que traiga semillas de distintos tipos, que haga fotos de los distintos estadios de crecimiento… Si le gusta pintar dale a probar distintos materiales, anímale a usar distintas técnicas… El que quiere bailar, anímale a hacer coreografías, ponle ejemplos de bailes para que vayan incorporando… En definitiva, se trata de iluminar el camino por el que los niños andan, no obligarles a ir por el camino que tú crees que debe llevar.
Claro, esto es un esfuerzo de la leche. Para individualizar a cada niño, para reaccionar de forma tremendamente flexible a las inquietudes y los ritmos de cada uno, encontrar la forma de seducirles y de proporcionarles la guía que necesitan para ir creciendo. Y no solo un esfuerzo para los profesores, también para los padres. Y si ni los padres a veces estamos dispuestos a poner la atención, el tiempo, la paciencia necesarios… como para pedírselo a la comunidad educativa.
¿Y si a un niño no le interesa nada? No me creo que haya nadie que esté con niños y piense esto de verdad. A todo el mundo le interesa algo. Unos cazan lagartijas, otros juegan al fútbol, a otros les encanta leer. O los videojuegos, sí, qué pasa. O los desastres naturales. Si les dejas solos, te das cuenta que cada uno tira para lo suyo.
«Ya, pero entonces no aprenderán lo que es importante»… Lo que es importante… ¿Qué es importante, en realidad? Sí, vale, saber sumar, saber leer… ¿hacer raíces cuadradas? ¿los afluentes del Duero? ¿senos y cosenos? ¿las partes de una célula? ¿qué es el esternocleidomastoideo?. Soy de la opinión de que «lo importante» es en realidad muy poco. Que lo que es relevante para nuestro día a día es algo que aprendemos de forma muy orgánica, mirando a nuestro alrededor, observando a los que nos rodean. Que si tenemos cerca a alguien (en este caso los padres y los maestros) que aprovechan las circunstancias de nuestra vida para ir dándonos información crecemos sin darnos cuenta, sin presión, sin obligación… y de una forma infinitamente más alineada con nuestro propio ser, más autónoma, más motivada, más provechosa… más feliz, y más productiva.
Los hijos y el pensamiento crítico
Considero que una de las habilidades fundamentales de un adulto es el pensamiento crítico. Es decir, la capacidad de no dar por válido nada sin darle una vuelta por uno mismo. Y como tal, una de las misiones fundamentales como padres consiste en ayudar a nuestros hijos a que desarrollen esa capacidad.
No te fíes de los anuncios de la tele. No te fíes de lo que digan los periódicos y demás medios de comunicación. No te fíes de lo que te cuenten los políticos, ni de los gobiernos. No te fíes del empleado del banco. No aceptes como válidas las opiniones de tu grupo de amigos, piensa por ti mismo («si tus amigos se tiran por un puente…»). Siéntete libre de cuestionar a tus profesores si se equivocan…
Y entonces, en un puro ejercicio de coherencia, llegas al punto conflictivo: «cuestiona lo que te digan tus padres, o sea, yo».
Más allá de la aparente paradoja («si me dices que no me fíe de lo que me dices… ¿tampoco me fío cuando me dices que no me fíe?»), este punto supone un verdadero reto para los padres. Por un lado, tienes claro que quieres que tus hijos desarrollen el pensamiento crítico. Pero por otro lado, puede llegar a ser agotador cuando te lo aplican a ti. Desde que nacen sus hijos, los padres se convierten unos «déspotas ilustrados» para con ellos. Todo lo hacemos por su bien, claro, pero a nuestra manera. Cuando son bebés, obviamente, no tienen derecho a réplica; pero a medida que van creciendo, desarrollando su independencia… empiezan a cuestionar nuestros planteamientos. «Tienes que irte a la cama» vs «¿Por qué me tengo que ir a la cama tan pronto?». «Vamos al colegio» vs «pues yo no quiero ir al colegio, no sé por qué tengo que ir». «No puedes jugar a este juego, todavía eres pequeño» vs «a ver por qué no puedo jugar».
Cuando los críos nos ponen en cuestión, podemos sacar nuestros argumentos. Pero no siempre nuestros argumentos convencen. A veces los críos no los entienden porque, obviamente, tienen un menor conocimiento («ya crecerás y lo entenderás»). Pero a veces no convencen porque simplemente son muy endebles… responden a nuestra comodidad, a nuestras costumbres, a nuestra forma de ver el mundo, o simplemente a «verdades comúnmente aceptadas». Y en el momento en el que esa endeblez queda de manifiesto, no es difícil que terminemos recurriendo al «pues porque lo digo yo, que soy tu padre, y aquí se hace lo que yo diga y punto pelota». O sea, queremos que desarrollen el pensamiento crítico, pero eh, chaval, conmigo no te crezcas que soy tu padre. Al final acabamos actuando con la misma condescendencia y/o intransigencia frente a la que les queremos alertar cuando viene de otras fuentes.
En el ámbito racional, tengo claro que si quiero criar a adultos sólidos y solventes, me toca aguantarme. Tendré que alentar su pensamiento crítico, y lidiar con la incomodidad de su cuestionamiento permanente. Tendré que esforzarme en argumentar mejor para convencer, y tendré que aceptar sus decisiones autónomas cuando no consiga convencerles, incluso aunque no esté de acuerdo con ellas y piense que están manifiestamente equivocados. No puedo sacar la tarjeta del «porque soy tu padre», porque eso implica validar la tesis de que «algunas cosas se hacen porque un tercero te las dice y no se cuestionan».
Pero el día a día es largo, y sé que en lo emocional es difícil mantenerse siempre tan inmaculado en estos planteamientos…
Mantener a tus hijos en el sistema también es una decisión
Hace unos meses reflexionaba sobre la inquietud que me provocaba, como padre, el sistema educativo en el que mis hijos están inmersos. Y me preguntaba en voz alta sobre alternativas, y sobre el miedo que me daba tomar decisiones al respecto.
Aquella inquietud no ha ido a menos; casi diría que al contrario. El caso es que un día, comentando en grupo algunas ideas al respecto, alguien dijo: «todo eso está muy bien, pero tienes que pensar en los niños; cualquier decisión que tomes les va a afectar y a marcar para el futuro». Lo cual es rigurosamente cierto. Lo curioso es que ese argumento, que se ponía encima de la mesa como alerta, obviaba un elemento importante. Y es que es perfectamente aplicable a cualquier decisión… incluyendo la de dejar a los niños a cargo del sistema. Algo que no parecía ser relevante a nuestro interlocutor.
Es decir, «ojocuidao con lo que haces que vas a marcar el futuro de los niños»… como si hacer «lo normal» no fuese a marcarlos. Y ahí es donde encaja mi reflexión. Porque es verdad que parece que, si haces «lo normal», no pasa nada. Que el riesgo lo asumes si haces algo «anormal». Pero es mentira. Estás asumiendo un riesgo siempre, tanto si haces «lo normal» como «lo anormal». Todo va a tener consecuencias, algunas positivas, otras negativas. Y con esa visión en mente, creo que es razonable valorar todas las alternativas en igualdad de condiciones, por mucho que la «presión social» haga que parezca que «lo normal» es «lo correcto» y que las alternativas con una locura. Porque mientras tanto, España lidera las estadísticas de abandono escolar temprano, el desempleo juvenil supera el 50%, y los estudios (pdf) hablan de incertidumbre, decepción y desconocimiento.
Pues si esto es el resultado de «lo normal»… a lo mejor resulta sensato ir por un camino diferente.