«Tenemos que hablar, porque Pablo… ¡es que le cuesta seguir las instrucciones! El otro día, por ejemplo, le digo que pinte esto de color amarillo… ¡y el va y lo pinta del color que quiere!». No se me va a olvidar esa «anécdota». La frase la pronunciaba la señorita de mi hijo, en segundo de Infantil. Es decir, el niño con 4-5 años. «Es que, si no se acostumbra a seguir las reglas, luego más adelante puede tener muchos problemas». Mi mujer y yo salimos tensos de aquella tutoría. Y no porque el niño pintara de amarillo o no. Precisamente, por lo contrario. ¡Qué más dará de qué color pinte, déjale, es un niño! El panorama que sin embargo nos dibujaba la maestra era duro, no ya para ese año, o para el siguiente, si no para todo el «viaje educativo» del niño.
Ayer retuiteaba esta frase: «Nuestro sistema educativo convierte a los niños que sueñan con ser astronautas, en jóvenes que quieren ser funcionarios.» Ostrás. Siendo una frase contundente, lo peor es la sensación de que es la verdad.
Y es curioso que esto lo diga yo. Porque soy un, digámoslo así, «producto perfecto» del sistema educativo. Siempre se me dieron muy bien los estudios, y después me ha ido bien (crucemos los dedos) a nivel profesional, así que podría ser de los que dicen «no, si el sistema está estupendo, funciona perfectamente». Pero no, no lo creo. A medida que pasa el tiempo, tengo más el convencimiento de que el sistema educativo tal y como está planteado te deja «cojo» en muchos aspectos. Bien sea por contenidos que no te muestra, por habilidades que no desarrollas, por los ritmos de aprendizaje homogeneizantes, por sistemas de valoración que responden a un único patrón, por la carga de trabajo, por que en vez de incentivar las ganas de aprender y de hacer cosas te las quita. ¿No hay otra forma diferente, más enriquecedora, de hacer las cosas?
Para bien o para mal, yo ya pasé todo eso. Mis entornos de aprendizaje ahora son mucho más informales, basados en mis intereses, en mis ritmos, con un componente mucho más social y a la vez más autodidacta… vivimos en un mundo donde aprender está al alcance de cualquiera.
Pero están mis hijos. Ahí, dando sus primeros pasos en este sistema. Con no menos de 10-15 años por delante. Me angustia pensar lo que el sistema educativo les puede hacer, y pienso en cómo puedo contrarrestarlo / complementarlo. En ese sentido, me parece muy bueno este artículo sobre «hackear tu educación», en el que se tratan bastantes de las ramificaciones que tiene el concepto. Me hace pensar en qué puedo hacer yo, con respecto a mis hijos y su educación.
El problema es qué hacer, y qué no hacer. ¿Sacarles del sistema con opciones como el homeschooling o el noschooling? A veces piensas que podría ser una opción, pero la sensación es que es demasiado radical. ¿Me atrevo a tomar una decisión así por mis hijos? ¿Soy capaz de poner los recursos (tiempo, esfuerzo, dedicación) que hacen falta? ¿Tengo los conocimientos suficientes? ¿Y si haciendo eso les convierto en «los raritos»? ¿Y si por hacer eso pierden las cosas buenas (a nivel socialización, profesionalización, etc.) que provee la educación más formal? No, francamente no me veo por ahí.
Entonces… ¿qué puedo hacer de forma paralela/complementaria al sistema? ¿Qué actividades puedo desarrollar? ¿Qué mensajes les doy? ¿Qué actitudes fomento? ¿Cómo equilibrar las dedicaciones entre la exigencia del colegio y el cultivar otras cosas? ¿Cómo lidio con las incongruencias sin volver a los críos locos? ¿Cómo reaccionar cuando el sistema diga una cosa en la que yo no crea, u obligue a los chavales a ir por un sitio al que ni ellos ni yo queramos ir?
Tantas cuestiones, tanta inquietud… y eso sin que todavía haya entrado en juego la voluntad de los niños, que no tardará.
Paradójicamente, esta inquietud me tranquiliza. Porque eso significa que me importa, que pienso en ello, que tengo la mente abierta, que me planteo que «otra educación es posible». Y ése es el primer paso para poder proporcionársela.
educación
Enseñar vs. aprender – reflexiones de un profesor mejorable
Ayer estuve viendo este episodio de Redes (ya viejuno… se habla de Wikipedia como un «proyecto novedoso»…). El caso es que durante el debate surgía una cuestión interesante. «Que un profesor enseñe no implica automáticamente que un alumno aprenda«. Esa contraposición entre la enseñanza y el aprendizaje me hizo pensar.
Yo he tenido la suerte de estar en los dos lados de la ecuación. En el de «aprendiente», y en el de «enseñante». E incluso con esa doble experiencia, he de decir que resulta muy difícil cambiar el paradigma del «profesor». Cuando te toca «impartir» una materia (si es que el propio verbo suena unidireccional), es complicado evadirse de la tendencia a «contar tu rollo». Antes de empezar, preparas «lo que vas a dar en clase». Organizas los contenidos del curso de acuerdo a tus esquemas mentales. Tienes un «temario», te preocupa no tener tiempo para que «entre todo». En definitiva, tiendes a organizar todo el proceso desde la perspectiva de la enseñanza, centrada en ti mismo… en vez de desde la perspectiva del aprendizaje, centrada en el alumno.
Y es que el problema del aprendizaje es que hay uno por cada alumno. Cada uno tiene sus intereses, sus expectativas, sus conocimientos previos, su ritmo, su forma de aprender, sus circunstancias personales, sus capacidades innatas. Tratar de proporcionar una experiencia de aprendizaje individualizado dentro de una clase colectiva es complicado, y desde luego exige mucho más esfuerzo y es mucho más incómodo para el profesor.
La cuestión es que, si no se hace, nos quedamos en «enseñanza» pero no generamos «aprendizaje». Y entonces hemos hecho un pan con unas tortas, y para ese viaje no hacen falta alforjas. Es algo que tendré que mejorar de cara a futuro.
El idioma del futuro
Tenía yo 17 años. Por aquel entonces terminaba el quinto y último nivel de inglés de la Escuela de Idiomas. Después de años dedicando parte de la semana a aprender inglés, me encontraba con que al año siguiente ya no tendría una «clase» a la que ir. ¿Qué hacer? Bueno, pensemos en otro idioma…
Por aquel entonces (la época del COU, de la selectividad) lo de los idiomas lo percibía como una cuestión de empleabilidad. «Algo que tenga futuro». Y ahí andaba yo… entre el alemán («porque en Europa son importantes, además los alemanes ya se sabe, para los negocios…») y el francés (que era más típico). También, de forma muy lejana, pensabas en que quizás japonés… pero es tan exótico… Al final me matriculé en dos: de alemán sólo hice primero (o sea, un nivel tan básico que apenas ha dejado huella en mí) y de francés tercero (un nivel básico pero digno en su momento; ahora no lo tengo nada fresco, pero si quisiera recuperarlo imagino que algunas bases tendré bien asentadas en el cerebro).
El caso es que, en aquel momento, ésas eran las opciones que me planteé. Tampoco la Escuela de Idiomas ofrecía mucho más (italiano creo recordar). Desde luego, el chino, el hindú, el árabe… estaban absolutamente fuera del radar. Y sin embargo, si ahora me plantease empezar con un nuevo idioma, creo que éstos estarían sin dudarlo por encima de francés o alemán.
La cuestión es… ¿qué pasará dentro de otros quince (o diecisiete) años? ¿Serán efectivamente estos «nuevos» idiomas tan relevantes como ahora nos parece que van a ser? ¿O quizás haya otro «tapado», quizás un idioma africano que hoy por hoy ni nos planteamos?
Quién sabe…
Educar para la globalidad
El otro día, durante una agradable comida con gente muy interesante, surgió un tema de debate al que llevo dando vueltas desde entonces. Tiene que ver con la educación de los hijos. Se pusieron sobre la mesa dos modelos contrapuestos: por un lado, una persona (no te cito porque es un tema personal, si quieres manifiéstate en los comentarios 🙂 ) comentaba su experiencia como directivo internacional, habiendo vivido durante dos años en Estados Unidos con toda la familia incluyendo sus tres hijas pequeñas. Por otro lado, yo planteaba mi caso, trasladándome a un pueblo como Aranda.
Él defendía lo bueno que consideraba para sus hijas el exponerlas a esas experiencias vitales, a conocer otros mundos y otras culturas desde pequeñas, y lo bien que eso les iba a preparar de cara a un futuro en un entorno global. Yo por mi parte, reconociendo ese impacto positivo, ponía el foco en lo que yo considero un elemento muy importante para el desarrollo de un niño: la estabilidad, el crecer en un entorno tranquilo, sin estar sometido al contínuo ir y venir, al cambio de colegios, y de amigos y de… en definitiva, lo importante que sería para él tener unas «raíces», un lugar al que llamar «mi casa».
La cuestión es… ¿me estaré equivocando? ¿O no? Tengo la sensación de que hay un equilibrio difícil de conseguir. Que las dos cosas (exponerse a experiencias nuevas, y un cierto grado de estabilidad) son importantes, y que en cierto modo llegan a ser incompatibles. Que, en última instancia, tienes que apostar por una cosa o por otra. Y como siempre que eso ocurre, te queda la duda de saber si has apostado por la correcta.
PD.- Sí, ya sé, no todo es blanco o negro. Se puede vivir en Aranda y «conocer mundo», y se puede ser en cierta medida «nómada» sin por ello perder un foco de referencia (y más ahora que los transportes y las tecnologías de la comunicación han acortado las distancias). Pero creo que, aun con zonas grises, siguen siendo dos modelos claramente distintos.
No diga monetizar, diga redituar
Tengo un amigo al que le encanta hacer de «repelente niño Vicente». Es un fanático de la pulcritud en el uso del lenguaje (Lázaro Carreter, a su lado, era un analfabeto) y creo que incluso le duele físicamente cuando ve algo mal escrito o escucha algo mal dicho. Me consta que, consciente de lo «repollo» que puede resultar (peor sería si no se diese cuenta), se guarda para sí muchas de las puntualizaciones que su naturaleza le exige hacer a diario. Pero como conmigo tiene confianza, y no le importa mostrarse tal y como es, de vez en cuando se explaya a gusto.
De un mail de hoy: «Llevo viéndote poner la palabra «monetizar», a ti y a otros de la misma cuerda, no sé ni cuánto tiempo. Yo sabía que estaba mal utilizada, pero no te decía nada porque no sabía cómo decir lo que quieres decir. Ahora lo sé: redituar. O por lo menos, es lo más parecido»
Cómo no, tiene razón (es lo que tienen los niños repollo: están en lo cierto el 99% de las veces). Monetizar es una palabra que existe en castellano, pero que no tiene el sentido en el que habitualmente se (mal) usa: el de obtener ingresos de algo. Y efectivamente, redituar se ajusta estupendamente (añadiendo un matiz de periodicidad al más genérico rentabilizar).
Así que ya sabéis, la próxima vez que vayáis a usar «monetizar», pensad que salvo que tengáis una máquina de fabricar moneda o tengáis autoridad para dar curso legal como moneda a algún signo pecuniario… estaréis incurriendo en falta, y además provocándole una creciente urticaria a mi amigo. Si no lo hacéis por el lenguaje, hacedlo por él, que sufre mucho 😀 .
¿Educados o pringaos?
Esto pasó hace ya unos cuantos meses. Mi hijo (3 años) y yo estábamos esperando turno en la peluquería. A nuestro lado, otro padre con otro hijo de edad similar. Pasa el tiempo, los niños se inquietan… y la peluquera les da un par de Sugus. Mi hijo lo abre, se lo mete en la boca, y tira el papel a la papelera; «muy bien, Pablo, los papeles a la papelera». El otro niño lo abre, se lo mete en la boca… y tira el papel al suelo.
Me le quedo mirando, y el niño me sostiene la mirada sin atisbo de problema ninguno. Miro al padre, que no levanta la mirada del periódico. Y entonces va mi hijo, se agacha, recoge el papel tirado por el otro niño, y lo tira a la papelera.
En ese momento, me invadió una sensación agridulce. Por un lado, «orgullo y satisfacción» por mi hijo. Por otro lado, la duda de si no estaremos haciendo de él, educándole para que haga «lo que está bien», un «pringao». Porque el otro niño hizo lo que le salió de las narices, nadie le dijo nada y encima el que «pringó» fue el mío. Y si no lo hubiera hecho, el papel seguiría tirado en el suelo.
Si lo extrapolamos al comportamiento adulto, uno tiene a veces la sensación de que hacer «lo que está bien» (pagar impuestos, respetar las normas de circulación, procurar no molestar a los vecinos, no ensuciar la calle, proporcionar un trato justo a colaboradores o empleados, trabajar honradamente, etc.) no compensa. Porque ves a muchos que no lo hacen, y a los que les va estupendamente. Y no sólo eso, sino que al que «hace las cosas bien» le toca suplementar lo que los otros han dejado de hacer, o sufrir las consecuencias. Si eliminamos las religiones de la ecuación (con su inapelable «si eres bueno irás al cielo» o «si eres malo te reencarnarás en boñiga de vaca»… cuán largo me lo fiáis), parece que «ser bueno» no acaba de compensar.
Y es que la sociedad en su conjunto es demasiado tolerante con comportamientos antisociales. Poca gente, a nivel individual, se atreve a afear una conducta; principalmente, porque las consecuencias pueden ser muy desagradables y nadie te va a proteger frente a ellas. Lo fiamos todo a las instituciones (llámese justicia, policía, inspección), pero tienen tan pocos recursos que simplemente no llegan a ejercer una tutela efectiva. ¿El resultado? Que aquí cada uno hace lo que le da la gana, y no pasa nada.
De ahí mi paranoia, de pensar si por enseñarle a «hacer lo correcto» le estoy condenando a ser un «tolili» mientras que otros viven mejor y se aprovechan de él. En fin, cosas del viernes por la tarde.
Superdotados
Anoche estuve viendo, durante un rato, el documental «Superdotados, al este de la campana de Gauss» que echaron en DocumentosTV. Muy interesante, en la medida en que se centraba en cómo el sistema educativo no está preparado para detectar y gestionar a este tipo de personas (que se estima en el 2% de la población), resultando en un desperdicio de potencial talento y en generar a esos niños unas situaciones difíciles, obligados a permanecer en un sistema que se les queda pequeño.
En realidad, al final la conclusión que sacabas es que el sistema sólo está preparado para gestionar «la normalidad» y que todo lo que se salga de ahí (tanto por arriba como por abajo) no tiene una atención específica y, por lo tanto, se ven obligados a transitar a un ritmo que no es el suyo. Claro, la educación personalizada es una utopía, pero aun así debería haber «caminos alternativos».
El caso es que uno acaba agradeciendo haber sido «normal». A mí siempre, desde muy pequeñito, me funcionó bien la cabeza. Lo suficientemente bien como para haber obtenido muy buenos resultados sin demasiado esfuerzo. Pero no tan bien como para haberme sentido un bicho raro, para odiar el colegio por aburrido, para sentirme ajeno a mis coetáneos por verles «demasiado simples», para desear ir a cursos de mayores o para enfrascarme en una vorágine de actividades extraescolares que saciasen mi apetito intelectual (experiencias todas ellas relatadas por los protagonistas del documental).
Es curioso, porque uno piensa siempre que cuanto más (hablamos aquí de inteligencia, pero podríamos poner cualquier otra cosa) mejor. Pero luego resulta que para casi todo hay un punto para el que, una vez superado, empiezan a surgir problemas crecientes que pueden llegar a diluir casi por completo los beneficios.
¿Prohibido fumar? ¡Me la suda!
Ésta foto está tomada el pasado domingo, en el intercambiador de Avenida de América en Madrid, mientras esperaba mi autobús para volver a Aranda. Para quien no lo conozca, el intercambiador es un complejo subterráneo donde confluyen varias líneas de metro, líneas de autobuses de cercanías y líneas de autobuses de largo recorrido. Recalco lo de «subterráneo»: hasta tres pisos por debajo del nivel del suelo. ¿Ventilación? No es mala (teniendo en cuenta el volumen de vehículos que circulan por ahí se puede respirar) pero es artificial. Es, en definitiva, un espacio cerrado en el que está prohibido fumar. Algo que se recuerda con indicadores en cada columna… y en cada papelera. Y ya veis. Alguien decidió que la señal de prohibido fumar era para todos menos para él, y tuvo los santos cojones de fumarse un cigarro y echar la ceniza y la colilla encima de la propia señalización.
Qué rabia. Qué gentuza. Ojo, no estoy diciendo «los fumadores son gentuza», ni mucho menos. Éste en concreto sí lo era. Pero si por casualidad no fumase, sería gentuza igualmente: si tuviera un perro dejaría las cacas en las aceras; si tuviera un coche se saltaría los semáforos en rojo o iría a 100 km/h por la ciudad, o dando luces a 180 por carretera pegado al culo del de delante, o ciego de alcohol y drogas; es el que pone la música a todo trapo a las 5 de la mañana, el que entra a mear en tu portal, el que deja el condón usado en la playa, el que deja el bosque lleno de basura cuando va de merendola, el que…
Gentuza que no es capaz de respetar las mínimas normas de comportamiento y de convivencia social. Y no estamos hablando de convencionalismos sociales o de ser «políticamente correctos». Se trata de respetar, aunque sea mínimamente, a los demás.
Emilio Calatayud, los menores y el sentido común
Ahí van 20 minutos de sentido común en vena. Don Emilio Calatayud, juez de menores en Granada y conocido por imponer sentencias creativas en algunos de los juicios que lleva, hace un repaso lleno de ingenio y cordura a cómo se deben tratar las situaciones con menores, y las responsabilidades de la familia, la escuela, la sanidad, la justicia y la sociedad en su conjunto sobre su desarrollo.
¡Qué crack!
Vía | Fernando en Twitter