
En un post de hace un tiempo, cuando hablábamos de «qué hago yo», ponía sobre la mesa Dondado que en muchas ocasiones vendría bien hablar de los proyectos concretos en los que te involucras para, a través del ejemplo práctico, explicar qué haces y cómo lo haces.
Y tiene razón, sería una forma estupenda de «mostrarse al mundo». Sin embargo yo soy de los que piensa que, especialmente cuando uno está trabajando para un tercero, la prudencia y la discreción son un valor.
En primer lugar, en muchas ocasiones te llaman para hacer cosas que no son precisamente «positivas». Una reorganización, un cambio de estructura retributiva, una evaluación de equipo directivo… son proyectos que pueden tener unas consecuencias negativas para algunas personas. De hecho, me atrevería a decir que casi cualquier proyecto de consultoría implica consecuencias «no deseadas», o al menos seguro que hay quien las interpreta así. La gestión de la comunicación se convierte en algo muy importante, y «radiar en directo» la evolución del proyecto (incluso su mera existencia) abriría una brecha importante en esa gestión.
Pero es que, incluso no teniendo consecuencias «negativas», es más que posible que la empresa cliente no quiera publicar a los cuatro vientos que está abordando determinados proyectos, porque a nadie le importa si se está planteando nuevos retos estratégicos, si va a a entrar o a salir de un mercado, si va a expandirse o a replegarse, si considera que tiene un problema organizativo o de gestión de personas… por lo tanto, se impone de nuevo la discreción.
Antes, cuando era un «consultor anónimo», no suponía un problema. Podía hablar de cualquier proyecto en el que estuviese involucrado (o de batallitas cotidianas dentro de mis empresas), al nivel de detalle que quisiese… que mientras no diese demasiados detalles de la empresa concreta (nombre, sector, etc.) nadie podría llegar a hacer una conexión plausible entre las situaciones que yo contara y un proyecto real (y las personas protagonistas) con nombre y apellidos. Pero claro, entonces tampoco me valía de mucho (más allá del desahogo o del compartir experiencias); la barrera del anonimato tampoco me permitía aprovecharme de esa «política de puertas abiertas».
Pero después, una vez que empecé a «firmar» con nombre y apellidos (incluso antes; desde el primer momento en el que empecé a asistir a eventos y a darme a conocer como «yo soy el que escribe el blog»), empecé a ser más precavido. Cualquier cosa que escribiese «basada en hechos reales», por mucho que procurase dar los menos detalles posibles, podría llegar a ser relacionada con empresas y personas concretas. Y según qué temas abordase, y cómo los abordase, esa identificación podría llegar a ser una fuente de conflicto. Y como tampoco me gusta demasiado lo de «edulcorar la realidad» (contar las cosas buenas callándome las regulares)… llegas a la conclusión de que lo más prudente es la discreción; abordar temas de forma general, o dejar pasar el suficiente tiempo como para que la identificación entre la historia que cuente y la situación real que la originó se difumine.
El resultado, soy consciente, es un blog menos «vibrante». A veces echo de menos aquella libertad para «rajar» (sin necesidad de ponerle nombre y apellidos a los protagonistas de las historias; nunca he tenido alma de camorrista). Dejar atrás el anonimato me aportó muchas cosas positivas, pero en el camino perdí también otras.
Foto: borghetti