Dos formas de discutir

Hace un tiempo estaba pasando un rato en Facebook, y me crucé con un contenido de un tipo (el típico «amigo de un amigo») que decía algo con lo que no estaba de acuerdo o que, cuanto menos, me parecía matizable. Y me dio por ponerle un comentario.
«Error de novato», diréis. Bueno, no sé. Es verdad que entrar en una conversación con un desconocido no sabes dónde te va a llevar, pero esa incertidumbre opera también en positivo: quién sabe, igual de ahí sale un intercambio interesante, un aprendizaje, una nueva relación. En fin, que de ese primer paso no me arrepiento.
El caso es que el tipo respondió con aspavientos, exageraciones y un par de falacias de libro. Me sorprendió la virulencia de la respuesta. Aun así (y aquí sí, error total) volví a contestar, intentando señalar sus falacias y volver a llevar la conversación al terreno del «intercambio de ideas». Por supuesto, en vano. El tipo volvió a sacar sus recursos de tahúr dialéctico. Ahí ya le señalé su evidente falta de voluntad, y di por perdida la conversación, a la que además se habían unido un par de palmeros de esos que solo buscan aprobación del líder de la manada. Aun así añadí un par de argumentos pero ya sin esperanza ninguna, simplemente por acabar de pasar el rato.
Aquel intercambio me dejó bastante pensativo. Al final te das cuenta de que en el mundo hay dos tipos de personas a la hora de discutir.
Hay unos que discuten de buena fe. Son los que plantean argumentos, los que escuchan al otro, los que están dispuestos a asumir que puede que estén equivocados y que el otro tenga razón, los que buscan entender razones ajenas, los que intentan explicarte las suyas con paciencia y buena voluntad. Son los que mantienen la conversación dentro de los límites del respeto y que tras terminar, se llegue a una conclusión conjunta o no, son capaces de apreciar el valor de esa conversación. Una discusión de este tipo es enriquecedora, es satisfactoria por sí misma. Te da la oportunidad de aprender, de poner a prueba tus convicciones y tus argumentos, de entender otros puntos de vista, de cambiar de opinión o de reafirmarte en la que ya tenías.
Y luego hay otros que no buscan nada de eso. Solo «ganar», a cualquier precio. Solo escuchan al otro para ver por dónde pueden manipular lo que dicen, prestos a señalar los errores ajenos pero incapaces de reconocer (y no digamos rectificar) los propios. Los que en cuanto pueden usan trucos sucios, falacias argumentales. Los que entienden cualquier concesión como una debilidad. Los que se victimizan, los que hacen aspavientos, los que buscan a otros para meter bulla. Y con esta gente no merece la pena discutir. Nada, cero. No tienes nada que ganar, no vas a convencerlos de nada, no vas a aprender nada. Como se suele decir, «no pelees con un cerdo; acabaréis los dos llenos de barro solo que el cerdo lo disfruta». Lo mejor que puedes hacer cuando detectas este tipo de personajes es hacer mutis por el foro, «pa ti la perra gorda» y santas pascuas. No llevarte ni medio sofoco.
Quiero creer que yo estoy en el primer grupo, al menos la mayor parte del tiempo (igual desde fuera se ve distinto). Ocurre que, a pesar de toda esta reflexión, me sigo viendo de vez en cuando en situación de discutir con el segundo tipo. Imagino que me puede la vehemencia, la seguridad de «tener razón» o la petulancia de demostrar que «te equivocas». O quizás sea la ilusión de creer que a lo mejor es de los primeros, de los que me va a dar una conversación satisfactoria. A lo mejor tardo demasiado en detectar las señales, y acabo dándome cuenta de que he perdido el tiempo y la energía en una discusión inane, y me siento bastante estúpido.
Hace tiempo me planteé que no tenía sentido «intentar convencer a nadie» de mis puntos de vista ni hacerles ver que están equivocados. Que no gano nada, que para qué perder el tiempo, que allá cada uno. Que debería guardar mis opiniones para mí, y dedicarme a lo mío. Me temo que no siempre lo consigo, como atestiguan 12 años de blog y más de 37.000 tuits :/ . Aun así, procuro evitar «temas polémicos» (de nuevo, no siempre lo consigo) o evitar discusiones del segundo tipo. Espero hacerlo cada vez mejor; viviremos todos más tranquilos.

¡Es una bruja!

Ya he recurrido alguna vez a este fragmento de «Los caballeros de la mesa cuadrada (y sus locos seguidores)«, película imprescindible de los Monty Python. Pero es que me encanta.

«¡Es una bruja!». Me acuerdo de ello cada vez que alguien, basándose en sus prejuicios, es capaz de elaborar los argumentos más peregrinos (que ellos elevan a la categoría de «lógica aplastante») para «demostrar» que, efectivamente, tienen razón.