Fases de una conversación de desarrollo

Qué es una conversación de desarrollo

Quizás sea una buena idea empezar este artículo definiendo qué es una conversación de desarrollo. Porque no es una conversación normal, una charla informal entre dos personas, sino que tiene unas características especiales.

Una conversación de desarrollo tiene un objetivo: ayudar a una persona a «desarrollarse». Y con eso me refiero a aprender, a crecer, a transformarse, a cambiar cosas que no funcionan, a darse cuenta de cosas que antes no se daba, a encontrar soluciones a situaciones en las que encuentra algún bloqueo… Podemos visualizar el ejemplo de un jefe de equipo conversando con uno de sus colaboradores, o un padre conversando con un hijo.

Como consecuencia, una conversación de desarrollo no se produce entre dos iguales, sino que cada una de las dos partes asume un rol diferente: está la persona que se quiere desarrollar, y la persona que ayuda a la otra a desarrollarse. Pero, en contra de lo que pudiera pensarse, la voz cantante de la conversación la lleva «el que se quiere desarrollar». La otra persona pregunta, escucha, redirige… pero en términos cuantitativos, interviene mucho menos.

Como te puedes imaginar, una conversación de este tipo no es «casual», si no que se prepara y se lleva de acuerdo a unos criterios más concretos. Tampoco puede ser fruto de un «aquí te pillo, aquí te mato», porque ambas partes tienen que ser conscientes de a lo que van y tomárselas en serio, con dedicación y atención plena (nada de conversar mientras estás pensando en otra cosa, mirando el móvil o cualquier otra distracción). Normalmente son largas (nada de «en cinco minutitos nos quitamos esto de encima») y de hecho suelen formar parte de un proceso (rara vez se queda en una sola conversación).

Pero quizás la clave de las conversaciones de desarrollo es entender que son una herramienta al servicio del que se desarrolla. Es decir, uno no puede ir a un hijo o a un colaborador e «imponerle» una conversación de este tipo («ven, que he visto que necesitas desarrollarte y te voy arreglar»). Es la otra persona la que, en un momento dado, puede pedirla; o, como mucho, tú puedes ofrecerla. Pero no imponerla… porque entonces lo que vas a generar es una reacción a la defensiva (más o menos agresiva) pero en ningún caso vas a conseguir nada de lo que pretendieras.

Las 6 fases de una conversación de desarrollo

Una conversación de desarrollo debería atravesar distintas fases. Normalmente no son «fases estrictas», y la conversación fluye de una a otra con suavidad (incluso tocando un punto, volviendo atrás, continuando después… con plena libertad), pero a efectos explicativos las planteo como fases separadas:

  • Generar contexto: se trata de que las dos personas que participan en la conversación sean conscientes de que están, efectivamente, en una «conversación de desarrollo». Que perciban (en el tono, en el espacio, en la actitud, en la confidencialidad…) que ése es el objetivo que perciben, que asuma cada cual su rol, que se sientan con la confianza suficiente como para abordarlo.
  • Situación actual: el objetivo es abrir la reflexión sobre el punto de partida en el que se encuentra la persona. Qué situaciones está viviendo y cómo las está viviendo. Sin enredarse en demasiados detalles, ni en buscar «culpables», pero sí haciendo un reconocimiento de dónde está.
  • Situación futura: aquí se trata de visualizar dónde le gustaría estar a la persona. Qué le gustaría que estuviese pasando, cómo le gustaría sentirse. En general una conversación de desarrollo se orienta más al futuro que al pasado, y por eso esta fase es importante.
  • Aprendizaje/feedback: este es el punto en el que la contraparte, la persona que está sirviendo como herramienta en la conversación, puede poner encima de la mesa cosas de las que se está dando cuenta durante la conversación. Hacer preguntas que hagan cuestionarse cosas a la otra persona, expresar lo que le llame la atención… para que así la otra persona pueda profundizar en aspectos de los que, quizás, no era consciente.
  • Plan de acción: claramente, uno de los objetivos fundamentales de una conversación de desarrollo es generar acción. Que la persona asuma compromisos de hacer cosas diferentes, para que empiecen a pasar cosas diferentes. Aquí es la propia persona la que trata de generar sus propias lineas de acción (no se trata de decirle «lo que debe de hacer»). Lo ideal es que los compromisos sean reales y concretos, y limitar la exigencia: es mejor un compromiso sencillo que se cumple, que uno ambicioso que se incumple.
  • Seguimiento: antes mencionaba que las conversaciones de desarrollo son más un «proceso». Y es que parte de la gracia está en que el plan de acción pueda llevarse a cabo y, después, pueda revisarse qué sucedió, qué aprendizajes se derivaron, qué barreras se enfrentaron… para así iniciar un nuevo ciclo de reflexión y acción.

Hace unos días, mi compañero Alberto Mallo y yo grabamos un episodio del podcast «Diarios de un Knowmad» en el que repasábamos el concepto de «conversaciones de desarrollo» y repasábamos con detalle las distintas fases: te la dejo aquí para que puedas escucharla.

Las conversaciones de desarrollo son una herramienta que tienen mucho que ver con el coaching para profesionales

Cómo hacer mejores preguntas

No todas las preguntas son iguales

Imagina que quiero tener tu opinión sobre este blog. Y para eso, te planteo algunas preguntas:

  • ¿Te gusta mi blog?
  • Del 0 al 10, ¿cuánto te gusta mi blog?
  • ¿Qué es lo que más te gusta de mi blog?
  • ¿Qué has leído en mi blog que te haya resultado aplicable en tu día a día?
  • ¿Qué podría hacer para que mi blog te fuese aún más útil?

Son cinco preguntas. Pero seguro que te das cuenta de que, aunque tengan relación, las cinco preguntas son muy distintas entre sí

El poder de las preguntas

Me gusta pensar en las preguntas como en una linterna muy potente. Una linterna que está en nuestras manos, y cuyo haz de luz podemos dirigir a nuestro antojo. Con ella, podemos enfocar la atención de nuestro interlocutor hacia un sitio u otro. Llevar su pensamiento por aquí, o por allá.
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Pero, aunque tengamos esa capacidad de dirigir la atención, nuestro interlocutor siempre mantiene la capacidad de elaborar sus respuestas. En este sentido, las preguntas son una herramienta de conversación respetuosa con el otro. Abren posibilidades de conversación. Tú lanzas la pregunta, pero es el otro el que la recoge y la elabora. No es un mero receptor, es un participante activo.
Si tienes niños, es posible que te haya tocado ver más de uno (y más de dos) episodios de Dora la Exploradora, o de La Casa de Mickey Mouse. En estas series, hay momentos en los que los personajes detienen la acción y se dirigen al pequeño espectador, y le lanzan una pregunta: ¿cuál es el camino que debemos seguir? Por supuesto, no hay interacción real. Pero los niños, pegados a la pantalla, responden como si lo fuera. Y Dora, o Mickey, responden también: «¡Muy bien, seguiremos el camino de la izquierda!». Con esta interacción fingida, los niños pasan de ser espectadores pasivos a participantes activos.
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A los adultos nos pasa lo mismo. Si alguien nos pregunta, respondemos. Cuando hacemos preguntas, estamos involucrando a la otra persona en la conversación. Nos salimos del monólogo (donde yo hablo, y la otra persona escucha… o hace como que escucha), y del diálogo de besugos (donde cada uno expone su monólogo de forma secuencial). Hacer preguntas es entregar a la otra persona el testigo de la reflexión. Al preguntar, la invitamos a sumarse de manera activa.
En ese sentido, las preguntas pueden ser una herramienta muy poderosa a la hora de manejar una conversación, y de influir en los demás (y de hecho es la herramienta fundamental del coaching para profesionales). Una herramienta que, si la usamos bien, puede ser muy beneficiosa. Y que no cuesta tanto aprender a utilizar.

¿Por qué no preguntamos más?

¿Cómo eran las cosas cuando ibas al colegio? Yo el recuerdo que tengo es que nos enseñaban mucho a dar respuestas, pero poco a hacer preguntas. Lo importante era escuchar lo que decía el profesor, y luego ser capaz de responder bien a sus preguntas. Pocas veces se invertía el rol, y te ponían en situación de ser tú el que preguntara. Y mucho menos nos enseñaron a «hacer buenas preguntas». Nos falta, en definitiva, costumbre.
Y hay, para mí, un segundo elemento fundamental: el miedo. Sí, el miedo. Porque estamos acostumbrados al discurso unidireccional. Creemos más en «decir lo que tengo que decir», y que los demás nos escuchen. Así mantenemos el control. Cuando preguntamos, perdemos ese control. Cedemos al otro el testigo de la reflexión. ¿Qué nos va a contestar? ¿Y si no contesta lo que yo quiero que conteste? ¿Y cómo reacciono yo entonces?
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Preguntar es explorar, y explorar es aventura. No sabemos lo que va a pasar. Cuando preguntamos, estamos obligados a escuchar, a reaccionar, a adaptarnos a las respuestas. Preguntar es abrir la caja de Pandora. Es incómodo.
Y lleva tiempo, mucho más que soltar tu discurso. Cuando preguntamos, iniciamos un camino que no sabemos cómo va a discurrir, ni cuánto nos va a llevar, ni si nos va a llevar a donde nosotros queríamos ir. Nos puede la impaciencia y, en cierta medida, el egoísmo.

Empezando por la consciencia

Quizás uno de los problemas principales que tenemos a la hora de empezar a hacer buenas preguntas es que hablamos sin darnos cuenta. Nos metemos en conversaciones en las que «nos dejamos llevar». No nos fijamos en lo que decimos, ni en lo que preguntamos. Vamos con el piloto automático. Y así es difícil intervenir y cambiar las cosas.
Un ejercicio interesante consiste en analizar alguna de nuestras conversaciones. ¿Cuánto tiempo nos pasamos expresando nuestras ideas vs. interesándonos por las ideas del otro? ¿De qué manera plasmamos ese interés? ¿Qué reacción obtenemos del otro en función de las preguntas que hacemos? ¿Cuál es nuestro grado de satisfacción con el resultado de la conversación? ¿Cómo podríamos haberlo hecho de manera diferente?
El mero hecho de plantearse estas preguntas ya nos abre un espacio de reflexión. Un lugar en el que podemos encontrar respuestas para hacer cosas de manera diferente.

¿Para qué preguntamos?

He titulado el artículo «¿Cómo hacer mejores preguntas?». Pero no podemos responder a esa pregunta si no tenemos un «para qué».
Preguntar nos puede servir para obtener información, para generar confianza, para diagnosticar un problema, para generar soluciones, para establecer vínculos, para entender a los demás, para ayudar a otros a sentirse mejor, para promover la acción…
Una pregunta es mejor o peor en función de cómo de bien sirva a un objetivo. ¿Qué es lo que queremos conseguir con la conversación? ¿Qué información queremos obtener? ¿Qué cambios de perspectiva, qué compromisos, qué acciones?
Todo esto exige una preparación previa. Cuando abordamos una conversación, podríamos plantearnos «para qué» la estamos abordando. Y desde ahí ya sí es posible definir cuáles son las preguntas que nos van a llevar a ese objetivo.
Por lo tanto, a priori hay sitio para preguntas abiertas y preguntas cerradas, preguntas genéricas y preguntas concretas, preguntas centradas en el futuro y preguntas centradas en el pasado, preguntas asépticas y preguntas con un mensaje implícito… Lo importante es haber hecho el ejercicio previo de saber qué quiero conseguir con ellas, y utilizarlas de forma consciente.

Después de preguntar, escuchar

Normalmente, no preguntamos para que nos den una respuesta que podamos juzgar como «correcta» o «incorrecta». No es un concurso de la televisión en la que nosotros seamos el presentador.
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Preguntamos para conocer el punto de vista de la otra persona. Para entender cómo piensa, cuáles son sus circunstancias, qué es importante para ella. Preguntamos para tener una visión más completa de las situaciones, para descubrir hilos de los que seguir tirando. Y también para que la otra persona se sienta parte importante de la conversación, no un mero receptor de nuestras ideas.
Por todo ello, la escucha es la habilidad que complementa de forma fundamental a nuestra capacidad de hacer preguntas. No podemos lanzar preguntas y desentendernos de las respuestas. Sería una forma ridícula de malgastar nuestros esfuerzos.

Prepara tu próxima conversación

Seguro que tienes por delante alguna conversación: con tu pareja, con algún familiar, con alguien del trabajo, con tu jefe, con un cliente, con un amigo… Te invito a enfocarla siguiendo estos puntos:

  • ¿Cuál es tu objetivo con esta conversación? ¿Cómo sería una conversación satisfactoria para ti?
  • Escribe una lista de preguntas (tal y como te salgan), e imagina las respuestas que te daría tu interlocutor:
    • ¿Cómo de satisfactorias son esas respuestas?
    • ¿Cómo podrías reformular las preguntas para que fuesen aún más satisfactorias?
    • ¿Qué preguntas te permitirían profundizar en las respuestas que te den?
    • ¿Qué otras preguntas te ayudarían a completar la conversación?
    • Si tú estuvieras en el otro lado… ¿qué preguntas te gustaría que te hicieran?
  • Durante la conversación:
    • Lanza una de tus preguntas… y espera. Con suerte, tus preguntas harán pensar a la otra persona, y necesitará tiempo para ir organizando su respuesta.
    • Dale tiempo para que responda, no la apresures ni la cortes.
    • Pregunta «¿y qué más?» para asegurar que ha exprimido al máximo su respuesta antes de pasar a la siguiente.
    • Si su respuesta te genera nuevas preguntas que no tenías previstas, hazlas. Desde la curiosidad genuina suelen salir buenas preguntas.
    • No te apures si no hay tiempo para hacer todas las preguntas que tuvieras preparadas. Es más importante que fluya la conversación que completar el «cuestionario».
  • Después de la conversación:
    • Reflexiona sobre si has cumplido el objetivo que habías planteado inicialmente para la conversación.
    • Identifica qué has logrado (para ti y para la otra persona) gracias a la conversación.
    • Apunta qué preguntas, hilos de la conversación… te gustaría abordar en siguientes ocasiones.
    • Piensa en «qué podrías haber hecho de manera diferente».

Una habilidad como otra cualquiera

Hacer buenas preguntas es una habilidad como otra cualquiera. Se puede desarrollar, si le ponemos foco y asumimos la incomodidad del aprendiz. Como en tantas otras cosas, no es tanto una cuestión de «técnica» (aunque algo hay), sino sobre todo de práctica. De darse cuenta de cómo lo hace uno, de ir introduciendo cambios, y de ir observando las consecuencias.
Para finalizar, dejo una serie de referencias de libros sobre el arte de preguntar que quizás te ayuden a profundizar en estas ideas.

Dos formas de discutir

Hace un tiempo estaba pasando un rato en Facebook, y me crucé con un contenido de un tipo (el típico «amigo de un amigo») que decía algo con lo que no estaba de acuerdo o que, cuanto menos, me parecía matizable. Y me dio por ponerle un comentario.
«Error de novato», diréis. Bueno, no sé. Es verdad que entrar en una conversación con un desconocido no sabes dónde te va a llevar, pero esa incertidumbre opera también en positivo: quién sabe, igual de ahí sale un intercambio interesante, un aprendizaje, una nueva relación. En fin, que de ese primer paso no me arrepiento.
El caso es que el tipo respondió con aspavientos, exageraciones y un par de falacias de libro. Me sorprendió la virulencia de la respuesta. Aun así (y aquí sí, error total) volví a contestar, intentando señalar sus falacias y volver a llevar la conversación al terreno del «intercambio de ideas». Por supuesto, en vano. El tipo volvió a sacar sus recursos de tahúr dialéctico. Ahí ya le señalé su evidente falta de voluntad, y di por perdida la conversación, a la que además se habían unido un par de palmeros de esos que solo buscan aprobación del líder de la manada. Aun así añadí un par de argumentos pero ya sin esperanza ninguna, simplemente por acabar de pasar el rato.
Aquel intercambio me dejó bastante pensativo. Al final te das cuenta de que en el mundo hay dos tipos de personas a la hora de discutir.
Hay unos que discuten de buena fe. Son los que plantean argumentos, los que escuchan al otro, los que están dispuestos a asumir que puede que estén equivocados y que el otro tenga razón, los que buscan entender razones ajenas, los que intentan explicarte las suyas con paciencia y buena voluntad. Son los que mantienen la conversación dentro de los límites del respeto y que tras terminar, se llegue a una conclusión conjunta o no, son capaces de apreciar el valor de esa conversación. Una discusión de este tipo es enriquecedora, es satisfactoria por sí misma. Te da la oportunidad de aprender, de poner a prueba tus convicciones y tus argumentos, de entender otros puntos de vista, de cambiar de opinión o de reafirmarte en la que ya tenías.
Y luego hay otros que no buscan nada de eso. Solo «ganar», a cualquier precio. Solo escuchan al otro para ver por dónde pueden manipular lo que dicen, prestos a señalar los errores ajenos pero incapaces de reconocer (y no digamos rectificar) los propios. Los que en cuanto pueden usan trucos sucios, falacias argumentales. Los que entienden cualquier concesión como una debilidad. Los que se victimizan, los que hacen aspavientos, los que buscan a otros para meter bulla. Y con esta gente no merece la pena discutir. Nada, cero. No tienes nada que ganar, no vas a convencerlos de nada, no vas a aprender nada. Como se suele decir, «no pelees con un cerdo; acabaréis los dos llenos de barro solo que el cerdo lo disfruta». Lo mejor que puedes hacer cuando detectas este tipo de personajes es hacer mutis por el foro, «pa ti la perra gorda» y santas pascuas. No llevarte ni medio sofoco.
Quiero creer que yo estoy en el primer grupo, al menos la mayor parte del tiempo (igual desde fuera se ve distinto). Ocurre que, a pesar de toda esta reflexión, me sigo viendo de vez en cuando en situación de discutir con el segundo tipo. Imagino que me puede la vehemencia, la seguridad de «tener razón» o la petulancia de demostrar que «te equivocas». O quizás sea la ilusión de creer que a lo mejor es de los primeros, de los que me va a dar una conversación satisfactoria. A lo mejor tardo demasiado en detectar las señales, y acabo dándome cuenta de que he perdido el tiempo y la energía en una discusión inane, y me siento bastante estúpido.
Hace tiempo me planteé que no tenía sentido «intentar convencer a nadie» de mis puntos de vista ni hacerles ver que están equivocados. Que no gano nada, que para qué perder el tiempo, que allá cada uno. Que debería guardar mis opiniones para mí, y dedicarme a lo mío. Me temo que no siempre lo consigo, como atestiguan 12 años de blog y más de 37.000 tuits :/ . Aun así, procuro evitar «temas polémicos» (de nuevo, no siempre lo consigo) o evitar discusiones del segundo tipo. Espero hacerlo cada vez mejor; viviremos todos más tranquilos.