Diez cosas que puedes hacer por tu profesional independiente

Leía ayer un artículo de Hardvard Business Review hablando sobre el auge de la figura del «profesional independiente» y lo que se ha dado en llamar la «gig economy«. Una tendencia de la que estoy convencido hace tiempo, una «ola que llega» y que va más allá de la prestación de servicios profesionales al uso. No es que tú seas una «miniconsultora de uno» con un portfolio de servicios y que aterriza en una empresa para «hacer un proyecto» (hacer unas reuniones de seguimiento, presentar unos hitos, etc.), si no que eres un profesional autónomo y cualificado al que la empresa incorpora por una temporada durante la que formas parte casi al 100% de la dinámica interna . Como suele decir Andrés Pérez Ortega, cada vez hay más trabajo que hacer pero cada vez hay menos espacio para «empleos», y la figura del «profesional independiente que está una temporada con nosotros» encaja perfectamente con esa realidad. Pero es algo a lo que, tanto los profesionales como las empresas, todavía nos tenemos que acostumbrar.
Como he tenido la suerte de vivir experiencias significativas en este sentido, me he liado la manta a la cabeza y me he atrevido a escribir una pequeña lista de acciones que, desde mi punto de vista, las empresas pueden poner en marcha para hacer más fácil la vida a los profesionales a los que contrata, y que hacen que la relación fluya mejor.

  • Las cuentas claras: empecemos por lo obvio. Tener claro cuánto y cuándo se va a cobrar, y qué conceptos incluye. ¿Vas a pagar gastos? ¿Vas a ofrecer alguna ventaja tipo «descuento para empleados»? Para mí lo más cómodo es una cantidad a tanto alzado: no me pidas que te justifique cada hora de trabajo, ni me plantees cobrar una cosa distinta cada mes, ni me pidas que te guarde tickets de todo… en general no me vuelvas loco y centrémonos en trabajar. Y por supuesto, cumplir como un reloj con los pagos, que nada es más odioso que tener que andar pendiente de si te han pagado, de reclamar facturas…
  • No abrumes rollos administrativos y legales: vale que tú eres una empresa grande, con sus correspondientes departamentos para casi cualquier cosa. Pero yo estoy solo, y todo el tiempo y atención que tenga que dedicar a formalismos no lo dedico a trabajar. No me mandes un contrato larguísimo en jerga legal. No me hagas contratar un abogado para revisarlo. No me pidas que te presente no se qué documentos. De nuevo, no me vuelvas loco.
  • Dame un sitio para trabajar: no soy exigente. Me vale con un rinconcito en cualquier lado. Pero que tenga un espacio en el que estar. Que no me tenga que estar buscando ubicación cada día, o aprovechando esquinitas en la mesa auxiliar de un despacho, o en una sala de reuniones de la que me echan cada rato y el de enmedio porque «la tenemos reservada». No pido mucho, solo no tener la sensación de que estoy invadiendo el espacio de alguien cada vez que me siento a trabajar, la sensación de «eres un extraño aquí»
  • Dame un pequeño briefing genérico sobre tu empresa: su historia, su actividad, su organización, sus localizaciones, un breve «quién es quién», cuatro teléfonos de contacto. La típica carpeta de bienvenida (que debería darse a cualquier empleado que se incorpore, en realidad) que me permita ubicarme rápido (está claro que los detallitos se cogen con el tiempo, pero cuanto más tengamos avanzado desde un principio mejor), y no sentirme como un idiota cuando se hable de Fulanito y no sepa quien es (cuando resulta que es un vicepresidente con mucho poder).
  • Cuéntale a tu empresa quién soy: la otra cara de la moneda. Dile a tu organización quién soy yo, qué he venido a hacer, cuánto tiempo voy a estar aquí. Para que cuando me cruce en los pasillos o en la máquina de café con gente (no digamos ya en reuniones), al menos, sepa «quién es ese tipo que ha empezado a venir por aquí»
  • Dame un acceso ágil a tu tecnología: lo normal es que yo venga con mi ordenador, con mi teléfono, que trabaje algo desde casa… así que ponme fácil que si quiero imprimir un documento, pueda. Que si tengo que acceder a unos documentos compartidos, pueda. Que si tiene sentido que acceda a los datos de tu ERP, pueda. Que si hay una agenda de teléfonos compartida, pueda consultarla. Que pueda conectarme a tu red. Es terriblemente frustrante verse impedido por la logística.
  • Dame acceso a tus instalaciones: la parte física del punto anterior. Si vengo de visita, es lógico que tenga que dar mi nombre en recepción. Pero si voy a estar viniendo de forma recurrente no me hagas pasar por ese proceso todos los días. Dame una tarjeta de acceso.
  • Inclúyeme en tus comunicaciones globales: si todo el mundo se levanta para ir a una reunión de equipo, es ridículo quedarse en tu sitio porque «no eres empleado». Si llega un correo informando de cualquier detalle (da igual si es el resumen de ventas que llega a todo el mundo, la comunicación de una estrategia, una referencia que ha aparecido en prensa o una felicitación de navidad), que me llegue a mí también (y no me quede con cara de haba mientras todo el mundo habla de ello, hasta que tenga que pedir «oye, ¿te importa reenviármelo para saber de qué va el tema?».
  • Respeta mis tiempos: es algo que en realidad habría que hacer con todo el mundo (nadie debería considerarse un dios con el tiempo ajeno), pero en mi caso tiene más relevancia. Puedo estar trabajando con varios clientes en paralelo. O puedo tener que estar preparando mi próximo proyecto, preparando visitas comerciales (porque contigo voy a estar solo un tiempo, los dos lo sabemos… pero la vida sigue), lo que sea. No pongas reuniones sorpresas, ni cambies citas, ni te acostumbres a jugar con mi agenda. No eres dueño de mi tiempo, no has comprado mi presencia, si no mi valor
  • Ábreme puertas: parte de nuestro acuerdo es que voy a estar aquí un tiempo limitado. No hay indemnizaciones por despido, no hay compromisos de por vida, todo es limpio y transparente. ¿Y si me facilitas la transición hacia mis siguientes proyectos? Si te gusta cómo trabajo… ¿por qué no les hablas de mí a tus contactos? ¿Por qué no me presentas a gente interesante que pueda derivar en nuevas aventuras? En el fondo, estás contribuyendo a que hagamos sostenible este modelo

Seguro que hay más, pero éstas son las que me han salido en un primer esbozo. Si eres profesional independiente… ¿qué cosas le pides tú a las empresas que te contratan?

Cuando el cliente no está a tu nivel

Tenía marcado para leer desde hace algunas semanas un artículo de Javier G. Recuenco. Ayer lo leí. Muy interesante, como no podía ser menos.
Javier trata un tema que puede ser reconocible por muchos de los que nos dedicamos a tareas «consultoriles». Cómo entre tu conocimiento (forjado por experiencias, lecturas, conferencias, investigaciones, etc.) y el del potencial cliente (que se dedica a otras cosas) hay una lógica distancia. Y cómo esa distancia muchas veces es una barrera para poder vender proyectos. Como dice él, «si vendes expertise te vas a encontrar con el problema de que tu cliente no te entiende y no lo admite».
Coincido en el diagnóstico inicial. Cuando tú tienes el conocimiento, sabes que los proyectos pueden llegar a ser complejos, largos, costosos. Que hay muchos matices, muchas palancas que mover, mucha tela que cortar. Pero cuando se lo cuentas al cliente que está varios niveles de conocimiento por debajo, él no aprecia todo eso. Lo único que ve es un proyecto innecesariamente largo, complejo… y caro. «Pero cómo me vas a cobrar eso, si lo único que yo quiero es…», o «no nos volvamos locos, si aquí lo único que hace falta es…» o «qué me estás contando, si yo tengo un cuñado que me lo hace por la décima parte». Yo puedo saber que algo es muy valioso, pero si la otra persona no lo ve… difícilmente va a estar dispuesto a pagar lo que yo pido.
Y la barrera no está únicamente en la venta. Porque a veces, superas esa barrera, te compran el proyecto, pero luego te encuentras con otra potencialmente peor; la implantación. Porque te han comprado sin entender verdaderamente todas las implicaciones que tenía tu proyecto, y cuando lo empiezas a poner en marcha, empiezan las discrepancias, las resistencias, los «esto no es lo que yo creía». Y te ves metido en un embolado de difícil solución.
Javier plantea dos formas de afrontar esta circunstancia. Una más de fondo: invertir en «educar» a los clientes, en darles mayor conocimiento. Cuanto mayor sea éste, más probabilidad habrá de que entiendan todas tus complejidades y sutilezas, comprendan el valor que se esconde detrás, y estén dispuestos a embarcarse en un proyecto con un conocimiento mínimo de lo que implica. Lamentablemente, esta es una labor muy de fondo, con resultados si acaso a largo plazo. Hay que hacerlo, pero…
La otra alternativa que plantea es, directamente, autolimitar nuestros esfuerzos de venta a clientes que estén preparados. Sí, eso evitará encontrarnos con esas barreras derivadas de los distintos grados de conocimiento. Pero tiene sus obvias contrapartidas; estarás dejando fuera a la gran mayoría del mercado. Además, esa pre-selección no siempre es fácil hacerla. Y finalmente te vas a encontrar a unos pocos clientes, que a su vez estarán asediados por todos los proveedores del mercado, como tú; el poder de negociación del cliente se incrementa de forma notable. En definitiva, te ves abocado a un escenario de pocos proyectos; probablemente muy satisfactorios, pero pocos al fin y al cabo. Quizás insuficientes para sostenerte…
Ante la distancia entre experto y cliente, Javier plantea que trabajemos solo con clientes que estén a nuestro nivel, o que hagamos esfuerzos por acercar el nivel del cliente al nuestro. Pero no contempla la que para mí es una tercera alternativa: que seamos nosotros los que rebajemos nuestro nivel para acercarnos al del potencial cliente. Efectivamente, en muchas ocasiones una vía para hacer más pequeña esa distancia es que nos bajemos de nuestro pedestal, y planteemos proyectos en versión simplificada. Algo que los clientes puedan comprender, puedan manejar, puedan implantar… incluso puedan pagar.
Soy plenamente consciente de lo que esto significa, y de la incómoda realidad que supone para los expertos. Estaremos haciendo un proyecto de menos nivel del que podríamos hacer. Con muchas menos complejidades, renunciando a muchas sutilezas. Renunciando, de hecho, a mucho de su potencial. Incluso asumiendo errores derivados de la simplificación. Nosotros sabemos que si nos dejaran, podríamos hacerlo muchísimo mejor. Si solo el cliente fuese de otra forma… Encima, probablemente sea un proyecto que nos resulte aburrido, superficial, muy lejos de nuestra capacidad. Nada motivador.
Este enfoque supone, en gran medida, renunciar a nuestro ego de experto. Hacer un ejercicio de empatía con los clientes, y darles lo que ellos necesitan. No la óptima de las soluciones (esa que nosotros sabemos que podríamos darles), ni la que a nosotros nos «pone cachondos» (esa que sacaría lo mejor de nosotros mismos y nos haría apasionarnos por el proyecto) si no la que ellos pueden, desde su nivel de preparación actual, acometer. Como suelo decir en mis clases, «un proyecto normalito implantado es infinitamente mejor que un proyecto brillante que no llega nunca a implantarse».
Sé que a una mente «purista» esto le hace removerse. En el fondo, es un dilema ante el que se enfrenta cualquier «artista». A lo mejor eres un fotógrafo al que lo que realmente le motiva es una visión conceptual profundísima… pero tienes que hacer fotos de bodas, bautizos y comuniones porque realmente es lo que te da de comer. Eres un músico brillante e inquieto, pero tienes que tocar en orquestas de pueblo o enseñar a rasguear acordes en una guitarra a chavales por horas porque es lo que da dinero. Por supuesto, tu arte no se plasma ahí… pero hay que pagar las facturas.
Es posible que haya quienes ante este escenario tomen la vía tremendista, «prefiero morirme de hambre antes que prostituir mi arte y mi talento». Llevado al caso que nos ocupa, «prefiero quedarme en mi casa antes que hacer proyectos mediocres, simplificados, sin sustancia». Muy legítimo, sin duda. Obviamente, cada uno conoce sus circunstancias y sabe si se lo puede permitir o si, por el contrario, llega un momento en el que hay que ponerse un poco menos «estupendo», bajarse los pantalones, y hacer lo que sea necesario. A lo mejor parte de nuestro expertise puede (y debe) enfocarse en cómo simplificar para los que no están a nuestro nivel, manteniendo la esencia en la medida de lo posible.

De la gran consultoría al mundo real

Loganqus Run Poster

El otro día tomaba algo con un antiguo compañero de fatigas de épocas pasadas, de cuando yo era «consultor de postín». En el habitual rato dedicado a repasar «qué fue de…», él me transmitía su sensación de que, de aquella época, había una serie de personas «prometedoras» (por trabajar bien, por tener la cabeza bien amueblada) que, a su parecer, con el paso de los años se habían quedado un poco estancadas en su progresión profesional.
Me hizo pensar. Es probable que tenga razón. Pero es que creo que su visión de «alguien prometedor» está muy sesgada. Y me explico.
El mundo de las grandes consultoras es un mundo muy especialito, un ecosistema muy protegido en el que es fácil «ser prometedor». Allí, cuando llegas, no tienes más que preocuparte de aprender (y hay una estructura especialmente diseñada para ello: te meten en un equipo con personas con más experiencia que te van soltando la cuerda poco a poco, a medida que tú vas respondiendo) y de ejecutar proyectos (con el mismo esquema de supervisión). Por lo demás (y no es poco), no tienes otras responsabilidades. No tienes que vender proyectos (para eso hay una maquinaria de socios y gerentes que son los que se encargan de ello), no te tienes que preocupar de gestionar la rentabilidad de las operaciones (idem). Y, en general, tampoco te tienes que preocupar demasiado por la implantación real de tus proyectos: es un mundo en el que hay mucha consultoría «de salón», de ideas plasmadas en estupendos powerpoints.
En este entorno, como decía, es fácil que alguien a quien le funcione medianamente bien la cabeza (y para eso también hay un filtro en la selección) pueda destacar, incluso brillar. Y es fácil caer en la complacencia.
Pero llega un día en que ese mundo, en gran medida artificial, desaparece. Esas habilidades que un día te habían servido para destacar ya no son suficientes, y en algunos casos ni siquiera son necesarias. Empiezas a tener que mancharte las manos de barro, en la implantación real de proyectos, donde las ideas muchas veces son lo de menos y hay que trabajar la parte política, motivacional, relacional… Los proyectos y los trabajos ya no vienen solos, sino que hay que pelearlos. Los recursos no son ilimitados, sino que hay que hacer malabares de todo tipo. Etc…
Del mismo modo que hay personas que destacan en su vida académica pero que luego no obtienen un rendimiento similar en su vida laboral, destacar en el mundo de la gran consultoría no es necesariamente un buen predictor de éxito en el resto de tu carrera profesional.
Sirva esto como alerta a quienes crean que, por el hecho de entrar en el mundo laboral en uno de estos ecosistemas, ya lo tienen todo hecho. Sí, adquieres una serie de habilidades nada despreciables, pero luego no siempre son necesarias ni suficientes. Así que no te duermas en los laureles, no descuides el resto de tus habilidades. Que el día que sales de ese mundo, te harán falta.

De consultores, directivos y proyectos

Leía hace poco este artículo en el que el autor defiende que «los consultores deberían buscarse un trabajo de verdad«. Lo cierto es que, en mi situación actual, estoy «disfrutando» de una posición privilegiada en la que conviven mi yo consultor (con ese punto de «externo», «ajeno») y mi yo personal interno (integrado en las rutinas y dinámicas de funcionamiento de la empresa). Y eso me hace reflexionar con frecuencia sobre esta dualidad, esos dos mundos que en muchas ocasiones funcionan de forma diferente y que se miran el uno a otro con recelo (y he de decir que muchas veces con razón, tanto para uno como para otro).
Hoy toca darle cera a los consultores 😀
El consultor, por naturaleza, vive en el mundo de la superficialidad. Aborda proyectos de más o menos duración, pero con fecha de caducidad. Está en una empresa por tiempo limitado, y por mucho que algunos se autodenominen «consultores de implantación», lo cierto es que en el mejor de los casos tutelan esa implantación (pero quien la ejecuta es la empresa), y normalmente se marchan antes de que esa implantación sea real (total, ya has cobrado la parte del león).
Porque las implantaciones de verdad, con el cambio que suponen, tardan. En paralelo, los consultores viven en el mundo de los estudios, de las bestpractices, de las conferencias, de la innovación, de las novedades del management. De lo que los anglosajones llaman «state of the art». Es extremadamente fácil cambiar el discurso, lo que uno vende… cuando simplemente te mueves en el mundo de las ideas, de los conceptos, de las metodologías.
Mientras tanto, las empresas llevan otro ritmo. Para empezar, como decía antes, las implantaciones reales llevan tiempo. Mucho tiempo. Hasta la implantación más sencilla (no digamos las más complejas) implica cambios en las formas de actuar, y todo eso tarda en cuajar. Pero es que además, por una mera cuestión de rentabilidad, los cambios tiene sentido «hacerlos durar», consolidarlos, sacarles provecho real. Si me ha costado tiempo y dinero implantar un determinado proceso, o sistema, o política, o lo que sea, y funciona… tendrá que funcionar durante x años antes de volverte a plantear cambiarlo. ¿Que eso significa que no estás «a la última»? Amigo, es que esa es una de las cuestiones relevantes… las empresas en general no necesitan estar a la última. Dicho de otro modo, «estar a la última» en todo implica tal coste (de tiempo, dinero y esfuerzo) que en muy pocas ocasiones están justificados.
Y aquí es donde chocan los dos mundos. El mundo feliz de los consultores, llenos de ideas y encima enfatizados por la necesidad de vender (¡a por el próximo cliente!) y de diferenciarse (¿cómo vendo algo que parezca nuevo aunque no lo sea?). Y el mundo real de las empresas, donde lo que necesitan es fiabilidad, cosas que acaben funcionando de forma solvente y sólida durante un periodo largo aunque no sea «lo mejor» ni «lo más novedoso».
Y entre medias, ay, los directivos. ¿Qué hacer? ¿Aplicar el sentido común, centrarse en «pocos proyectos pero bien hechos», o incluso en el mero «gestionar la normalidad» (sin proyectos de por medio)? ¿O por el contrario dejarse seducir (o directamente ser quien los trae) por consultores para implantar más y mejores proyectos, más nuevos, más brillantes, más innovadores, más…?
Y aquí otro poco de cera para los directivos.
Porque lo cierto es que hay demasiados incentivos para que un directivo se ponga en manos de muchos y variados consultores (y no hablo ya de incentivos directos, «si me contratas te llevas una parte» o similar). ¿Qué directivo se resiste a «dejar su huella» en la organización, en implantar un proyecto que lleve su nombre y tenga impacto para la posteridad? (porque el directivo no es tan volátil como el consultor… pero a veces también viene y va). O bien, ¿qué directivo se resiste a tener a su disposición un gran presupuesto, un gran equipo a su cargo, otros símbolos de status… y qué mejor excusa para ello que «implantar proyectos»? ¿Qué directivo se resigna a la sorda (¿y aburrida?) labor de ejecución, coordinación, control… de proyectos que hicieron otros? De hecho, ¿y si el gran jefe piensa que para eso simplemente no hace falta un directivo, su sueldo, su gran despacho, su presupuesto…?
Y así, en un montón de empresas se suceden (o peor aún, se solapan) los proyectos. No se ha terminado de implantar uno (pero de verdad) y ya nos estamos planteando otro que lo enmienda, lo mejora, lo lleva a otra dimensión. O cada directivo de cada área haciendo su guerra por su cuenta, a lomos cada uno de sus consultores, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, impulsando cambios a veces en direcciones divergentes cuando no opuestas. Vendemotos y compramotos en feliz connivencia. Y embarcamos a las organizaciones un un carrusel de proyectos sin terminar, en un batiburrillo entre lo de ayer, lo de hoy, y lo de mañana, lo de uno y lo del otro, sin extraer de cada uno todo el jugo posible. Y por el medio, una sangría de dinero, de esfuerzo, de dispersión de energías y de motivación.
¿Quién le pone el cascabel al gato?

El compromiso de la Alta Dirección

Cuando trabajaba en consultoría, y elaborábamos propuestas, recuerdo que solíamos meter una paginita con «factores clave en el éxito del proyecto» donde uno de los ítems más relevantes era la frase «Apoyo de la Alta Dirección». Visto desde el punto de vista complementario, cuando se hace referencia a «factores de fracaso en la implantación de proyectos», se suele citar la «falta de compromiso de la Alta Dirección» como uno de los más relevantes.
Ah, la «Alta Dirección», ese colectivo tan escurridizo.
A medida que han ido pasando los años, esa frase del «compromiso de la Alta Dirección» ha ido evolucionando para mí de ser una frase estándar que se mete en las propuestas (junto a muchas otras) porque «toca», a ser algo de lo que estoy absolutamente convencido.
Si la «Alta Dirección» no está comprometida con el proyecto, tarde o temprano acaba saltando la liebre. Porque cualquier proyecto que sea mínimamente relevante, transformador, de impacto… se va a encontrar en su desarrollo con dificultades. Cualquier cambio implica incomodidades, levantamiento de ampollas, resistencias, conflictos. Esos conflictos acaban, irremisiblemente, subiendo la escala jerárquica hasta arriba del todo. Y ahí, en las alturas, una de dos: o la Alta Dirección apuesta inequívocamente por el proyecto, asumiendo todas sus implicaciones (incluyendo las incomodidades que genera), o por el contrario se empiezan a generar dudas, nervios, cambios de enfoque y soluciones de compromiso… cuando no directamente decisiones que dan en la línea de flotación del proyecto y acaban tumbándolo, por la vía rápida o por el abandono progresivo.
El problema es que «el compromiso de la Alta Dirección» es algo extremadamente difícil de conseguir. En primer lugar, «la Alta Dirección» no suele ser una entidad monolítica, sino más bien una amalgama de intereses y equilibrios de poder; un colectivo que en ocasiones puede hacer como que está de acuerdo, pero en el que cada componente tiene su agenda, sus afinidades y sus objetivos. Así que conseguir que todos ellos alcancen el nivel de compromiso necesario con un proyecto es, las más de las ocasiones, una auténtica quimera. Pueden decir que sí, pero la realidad es que en cuanto empiezan las dificultades no tardan en hacerse evidente las fisuras.
Y eso en el caso, claro, de que tengan un nivel mínimo de conocimiento del proyecto. En muchas ocasiones, se da por conseguido «el compromiso de la Alta Dirección» porque se les ha enviado por correo un powerpoint, o se ha proyectado durante 10 minutos en un Comité junto a otra decena de temas. Nadie debería confundir este conocimiento superficial con «compromiso». Porque al final, «compromiso de verdad» (del personal, del que te llevaría a partirte la cara por algo) se tiene en el mejor de los casos con dos o tres proyectos; el resto son cosas que «bueno, vale, mientras no dé problemas».
Por lo tanto, siendo realistas, hay un número muy limitado de proyectos que tienen ese nivel de respaldo crítico para el éxito. El resto se ponen en marcha con la secreta esperanza de que no generen conflicto o de que, si lo genera, «ya se gestionará, a ver si la moneda cae de nuestro lado». El resultado: muchos proyectos que se empiezan y se quedan a medio camino, porque en cuanto empiezan a hacer algo de ruido (e insisto en la idea que esbozaba antes: cualquier proyecto mínimamente importante acaba generando ruido, no hay proyecto de transformación que resulte inocuo) se someten a la «prueba del nueve» del compromiso de la Alta Dirección… y no la pasan.
La triste realidad es que para una empresa de consultoría esto es algo, esencialmente… irrelevante. Por que sí, vale, tú pones en marcha los proyectos para que sirvan para algo… pero si se ahogan antes de llegar a la orilla pues mala suerte, tú facturas la dedicación, has pagado a los consultores, has metido en la buchaca de los socios su parte correspondiente, puedes poner en tu paginita de «referencias» que hiciste un proyecto para tal empresa (que saliese bien o regular, ¿quién lo va a saber?)… y aquí paz, y después gloria. Sí, vale, es frustrante para tu prurito profesional… pero si sobrevives en el mundo de la consultoría, aprendes a vivir con ello (y muchos, sin ningún remordimiento).
La situación es un poco más difícil para quienes impulsan proyectos desde dentro de la propia empresa. A diferencia de los consultores, que se marchan por donde han venido, el directivo que impulsa un proyecto suele (salvo fracaso sonado de los de «cortarle la cabeza») permanecer, y por lo tanto tiene que gestionar equilibrios más delicados. Tiene que ir trabajando en sus proyectos «en modo stealth» mientras va haciendo la venta interna en busca del compromiso; hasta que en algún momento tiene que valorar si cuenta con el grado de apoyo necesario como para pasar el proyecto a «modo público». Algo que, en ningún caso, se hace con el 100% de seguridad sino que se asume un determinado nivel de riesgo que además hay que mantener vigilado porque puede fluctuar a medida que el proyecto se va desarrollando y se van generando conflictos. Permanentemente hay que sopesar hasta qué punto mantenerse firme en los planteamientos del proyecto, y a qué se puede renunciar sin perder su esencia en aras a un mayor consenso. Y en última instancia, si la cosa no sale bien, tiene que gestionar sus propias expectativas y frustraciones, además de las de su equipo, y el impacto que tiene el resultado final del proyecto en su su credibilidad, sus apoyos… y por lo tanto en su capacidad de impulsar otros proyectos.
He de confesar que que, como consultor «de salón» (y cada día me da menos empacho etiquetar así aquella etapa), tendía a observar todo esto desde fuera con cierta suficiencia… producto del desconocimiento. En esta etapa más metido en la trinchera, estoy aprendiendo a entender mucho mejor esta dinámica, y a valorar la dificultad que tiene para «el de dentro» impulsar, defender y gestionar los avances en un proyecto, palmo a palmo, encajando los pequeños o grandes reveses que se pueden producir. Algo para lo que no todo el mundo está preparado/dispuesto, porque hace falta mucho de eso que llaman «resiliencia», y «tolerancia a la frustración». Muchos prefieren, en contraposición, adoptar un perfil bajo, limitarse a proyectos de bajo riesgo que generen pocos problemas, y se achantan en cuanto la cosa se pone mínimamente fea; para eso no se necesita el compromiso del la Alta Dirección.
Pero ésos… ésos nunca cambiarán nada.

El drama de las pequeñas consultoras

Las pequeñas consultoras, incluso los consultores individuales, se enfrentan recurrentemente a un dilema de difícil solución (*). Tienes que hacer un esfuerzo importante para «mover el árbol» y generar posibles proyectos. Esto implica, la mayoría de las veces, tener varios frentes abiertos de los que unos se acaban concretando, y otros no.
El problema de esta situación es el riesgo que asumes de que, de repente, se te concreten varios proyectos a la vez… y no tengas recursos para afrontarlos. Siendo «dos y el del tambor», cuando coinciden varios proyectos a la vez la tensión es máxima (a veces directamente inasumible), y cualquier eventualidad (del tipo un miembro del equipo se pone malo, o se va de la empresa, o las especificidades de un cliente tipo «yo quiero que el trabajo lo haga Fulanito») te deja a los pies de los caballos. Entonces, todo el esfuerzo que has realizado por hacerte un nombre, por conseguir proyectos… se va al traste, das un servicio pobre, quedas fatal con los clientes y tu reputación se hunde.
¿Qué se puede hacer? Bajar el ritmo podría ser una solución; si mueves menos el árbol, hay menos probabilidades de que dos proyectos vayan a solaparse (yendo al extremo: no acepto ningún proyecto mientras tenga otro en marcha). Pero no lo es tal, ya que haciendo eso también incrementas las posibilidades de tener largos periodos «sin proyecto» que, para una pequeña consultora, son igualmente mortales a nada de «estructura fija» que tengas. Por lo tanto, siempre vas a tener que asumir un cierto riesgo de este tipo.
Creo que lo que mejor te defiende frente a estas circunstancias es una organización flexible. Es decir, llevado al extremo, que la consultora no sea tal, sino una red más o menos amplia de «consultores indviduales» que se consolidan por proyecto. De esta forma por un lado reduces (de hecho, no existe) la estructura fija (por lo tanto, puedes sobrevivir mejor en periodos de «no proyecto»), y por otro eres capaz de montar equipos de proyecto a demanda contando con fulano o con mengano en función de sus disponibilidades, de las necesidades de los proyectos, etc. Claramente esto implica desarrollar precisamente esa «constelación» de personas más o menos cercanas, cuidar la relación con ellos, fortalecer los vínculos comunes… de una forma distinta a como se hace cuando se forma parte de una misma empresa.
En todo caso, junto a una organización flexible (y por lo tanto capaz de adaptarse con agilidad y minimizando el riesgo tanto a los momentos «pico» donde coinciden varios proyectos, como a los «valle» donde no hay actividad), creo que hay un factor importante para la gestión de estas situaciones: la sinceridad y honestidad con el cliente. En esos casos donde coinciden varios proyectos y la pequeña consultora se ahoga, no hay nada más perjudicial para la reputación que intentar hacer ver al cliente que «no pasa nada» y que «todo va bien», cuando para éste es evidente que no es así. Ir de «gran consultora» cuando no lo eres es un error, y normalmente los clientes son más comprensivos si les planteas la situación de cara (y en muchos casos puedes negociar un margen para la flexibilidad que te permite organizar mejor tus recursos y así salir del atasco y poder atender a todos los proyectos), que si insistes en mantener tu versión de que «no hay ningún problema, todos nuestros recursos y nuestra están en este proyecto». Porque en el momento en el que le prometes eso a dos clientes a la vez… no vas a ser capaz de mantener tu promesa.
(*) Las grandes consultoras no son ajenas a este dilema. Sin embargo, por su dimensión pueden permitirse una mejor organización en tiempos de proyectos concurrentes (más posibilidades de distribuir flexiblemente sus recursos), así como disponer de más «músculo financiero» para soportar periodos de sequía.

Recomponiendo el puzzle organizativo

Estas semanas estoy haciendo un trabajo de consultoría de organización. Es decir, llegar a una empresa, y tratar de identificar qué cosas funcionan bien a nivel organizativo, y (sobre todo) qué cosas son susceptibles de mejorar, qué engranajes son los que chirrían.
La fase de diagnóstico es verdaderamente interesante. Normalmente, planteas entrevistas en profundidad con las «fuerzas vivas» de la empresa (empezando por los primeros directivos, y descendiendo a tantos niveles organizativos como sean necesarios). Te permite sumergirte en la realidad de una empresa (y muchas veces de un sector), aprendes muchísimo. Y llegas a adquirir en poco tiempo una visión bastante nítida de la empresa. Mejor, normalmente (y ahí radica el valor añadido, y eso es lo que te permite luego proponer soluciones) que las personas que están dentro de la misma.
Por un lado, tú llegas con la mente «limpia», libre de prejuicios, del peso de la cultura, de la historia, de las cargas emocionales, de las relaciones. Analizas la empresa de forma desapasionada, aséptica. Y eso, quieras que no, te da ventaja.
Pero es que además consigues ver la empresa desde muchísimos prismas distintos. La ves a través de los ojos del primer directivo, pero también a través del empleado «raso». La ves con los ojos de quien lleva décadas en ella, y con los de quien acaba de incorporarse. Con los de quienes han tenido una carrera próspera, y con los de quienes, por distintas razones, han tenido peor suerte. Con los de los servicios centrales, y con los de las delegaciones. Ves la globalidad, y ves el detalle. Y esa posibilidad que tiene el consultor de acumular y contrastar todas estas visiones hace que, en última instancia, consiga tener una idea de conjunto mucho más completa y precisa de la realidad de la empresa que cualquiera de los que la viven en el día a día.
Cuando empiezo la conversación con la gente a la que entrevisto, suelo referirme a la metáfora del puzzle. La visión de cada entrevistado es una pieza del mismo. Algunas piezas son más grandes, otras más pequeñas, unas te dan más pistas y otras menos. Pero nuestra misión como consultores es recopilar todas las piezas, porque sólo así podremos completar el puzzle.
PD.- He recordado una historieta que alguna vez me contaron sobre unos sabios y un elefante… Pues eso, que cada uno cuenta la feria según le ha ido en ella. Si escuchas un número suficiente de versiones, es muy posible que consigas hacerte una idea de la realidad que todas ellas, cada una a su manera, relatan.
Foto: Mykl Roventine

La ventaja comercial de una firma grande

Como ya sabéis, la primera parte de mi carrera profesional se desarrolló en una gran multinacional de servicios profesionales. Una de las, por entonces, Big 5. Toda una experiencia.
En un momento dado, se incorporó como gerente una persona que venía de fuera. Él tenía su pequeña firma de consultoría en Barcelona, junto con otros socios, y le plantearon la posibilidad de entrar en la Firma. Una noche cenando en Mallorca, mientras compartíamos proyecto, le comenté que me llamaba la atención lo que había hecho. Es decir, para mí (que había «nacido» profesionalmente en la empresa grande) el ideal futuro era salir de la firma, tener mi propia empresa en la que yo fuera el jefe y tomara las decisiones. Justo lo que él había abandonado para meterse en lo que, para mí entonces, era «la boca del lobo».
Su razonamiento me sorprendió: «es como si yo jugara en 2ªB, y me llamase el Barça para ficharme, es que es otro mundo». Yo no lo entendía. A la «gran firma» yo le veía todo lo negativo, y tenía idealizado lo que era tener una empresa propia.
Después abandoné ese mundo, y empecé mis aventuras. Y ahora entiendo mucho mejor lo que me quería decir. En la distancia, sigo valorando negativamente muchas de las cosas que tenían las grandes multinacionales. Pero también, a medida que voy experimentando el otro lado, voy apreciando cada vez con más nitidez sus ventajas, muchas cosas que en su momento (quizás porque siempre habían estado ahí) daba por hechas.
Y una de las que más destacan es la inmensa inercia comercial que tienen las grandes firmas. La forma en la que está montado el negocio hace que surgan, aparentemente de la nada, clientes, trabajos, facturación… Ya sé, ya sé que no es tan «mágico» y que hay que hacer labor comercial, y cumplir objetivos, etc… pero la propia marca, la recurrencia de clientes, el entramado de socios con años de experiencia que conocen a todo pichichi… hacen que esa labor comercial se desarrolle con «viento a favor». Mientras, cuando eres un «llanero solitario», todo cuesta muchísimo más.
Es la diferencia entre uno que se abre paso en la selva a machetazos, y otro que va en un bulldozer.

Qué bien nos has entendido

Ayer tenía una reunión con un cliente. Se trataba de comentar el informe que les había remitido la semana anterior, y lógicamente tenía el gusanillo en el estómago: ¿les habrá gustado? ¿lo habrán encontrado útil y con valor añadido?
Lo primero que me dijeron, tras saludarnos, fue: «La verdad es que el informe está muy bien, muy conciso y estructurado… y sobre todo: ¡qué bien nos has entendido! Porque hemos tratado ya con bastante gente y no acaban de entender lo que queremos, pero tú lo has captado estupendamente, y además desde el primer día».
Creo que me ruboricé y todo. «¡Qué bien nos has entendido!» es un auténtico piropo para mí. Entender al cliente, sus circunstancias y el problema que quieren resolver es el primer paso, el auténtico cimiento de un buen proyecto de consultoría. Es también la base para crear una relación de confianza con el cliente, que vea que estás de su parte, que no eres un «vendemotos» que sólo quiere sacarle la pasta con el menor esfuerzo posible.
En fin, está feo sacar pecho pero qué queréis que os diga, me hizo sentir mucho «orgullo y satisfacción»

La hora de la verdad

Acabo de pasar por ello, una vez más. Es el momento que vivimos los consultores en el que finalizas un documento para un cliente y hay que mandárselo (en este caso, un informe de conclusiones ligado a un Plan de Acción 2.0), o los instantes previos a entrar en una reunión importante a defender tu trabajo. Y a pesar de que crees que lo has trabajado con honestidad, que has puesto todo de tu parte para conseguir un buen resultado, que has hecho los análisis pertinentes, que las conclusiones son válidas y que aportan valor… siempre te queda el gusanillo: ¿se ajustará a las expectativas del cliente? ¿las superará? ¿las defraudará?
Siempre he oído decir a los actores de teatro (incluso a los que llevan décadas subiéndose a los escenarios) que el momento previo antes de salir a escena, cuando están entre bastidores, sienten cómo se les cierra el estómago. No importa lo bien que tengan preparada la obra, la de veces que lo hayan hecho antes. Supongo que, inevitablemente, nos pasa algo parecido.
Cuando era más joven pensaba que eso, con el tiempo, se iría pasando. Pero parece que no es así. Imagino que tiene mucho de reacción biológica ante la incertidumbre y el deseo de aceptación, ¿no?