Lleva tiempo

Me gusta ver videotutoriales en Youtube. Especialmente, aquellos que se desarrollan «más o menos» en tiempo real. Por ejemplo, éste sobre ilustración donde el artista, Brandon Green, desmenuza paso a paso el proceso que sigue para realizar un trabajo. Que si empieza con el concepto. Que si sigue con distintos bocetos con diferentes enfoques para ese concepto. Que si hace estudios de valores y colores. Que luego ya un boceto más afinado. Luego la tinta. Luego el color. Luego los detalles finales. Horas y horas.
Me gusta ser consciente de la cantidad de tiempo que hay que dedicar al proceso, de la cantidad de cosas a las que hay que prestar atención, del nivel de detalle con el que acaba trabajando (cada línea, cada intersección, cada pincelada). Es apabullante. Y eso que estamos hablando de un profesional con las habilidades hiperdesarrolladas y el culo «pelao»… ¿cuántas horas habrá invertido a lo largo de su vida para llegar a ese nivel?
Muchas veces deseamos «talento». Casi tantas como hacemos la vista gorda con el trabajo que hay detrás. «Ojalá yo supiera dibujar así». O tocar así la guitarra. O escribir así de bien. O hablar en público con tanta facilidad. O ser tan bueno vendiendo. O programar. O… Como si el talento fuese una lotería que unos afortunados tuvieron la suerte de ganar, mientras nosotros nos quedamos a dos velas. Sin duda, es un pensamiento muy cómodo; nos exime de toda responsabilidad, si no lo hacemos es porque «no nos tocó la lotería del talento, qué le vamos a hacer».
Por eso me gusta observar (y agradezco que me enseñen) el trabajo de todas esas personas con talento, ver toda esa parte subacuática del iceberg del éxito. Es un golpe de realidad, una auténtica vacuna frente a las excusas. ¿Quieres hacer algo? ¿De verdad? Ahí tienes el camino. La mala noticia es que es largo, duro y fatigoso. La buena es que estás tan capacitado como cualquier otro para recorrerlo. Ahora la pelota está en tu tejado. ¿Cuánto estás dispuesto a dar para alcanzar ese nivel? Ahí tienes el precio, y te corresponde a ti (y solo a ti) decidir si vas a hacer lo que es necesario. No te escudes en tu falta de talento, y asume tus decisiones.

Retribuir con empleabilidad

Los esfuerzos de formación y desarrollo de las empresas siempre siguen el mismo patrón: o te formo para que te adaptes a las exigencias de tu puesto (es decir, soluciono tus «carencias»), o te formo para que estés preparado para las exigencias de un puesto futuro que he pensado para ti dentro de tu «plan de carrera». Se trata por tanto de un enfoque profundamente egoísta, «empresacéntrico». Lo que la empresa necesita, lo que la empresa ha decidido, los planes de la empresa.
¿Dónde queda la persona? Bueno, pues si la persona tiene interés en lo que la empresa ha decidido por ella, ni tan mal. Y si no, pues que se aguante; que está aquí para trabajar y darme beneficios. Al fin y al cabo, la persona no es lo que importa aquí, ¿verdad?. Y sin embargo, como reflexionaba hace algunos meses, resulta que las personas tienen la mala costumbre de tener sus propias inquietudes, que pueden coincidir (o no) con los planes de la empresa.
La cuestión es… ¿y si le diésemos la vuelta al enfoque? ¿y si dejásemos de lado «lo que la empresa necesita», y nos centrásemos en «lo que la persona necesita»? Puede parecer un absurdo, ¿para qué voy a dedicar tiempo y esfuerzo a formar a una persona en cosas que no van a tener un retorno directo en mi actividad? Aquí es donde entra la idea de «retribuir con empleabilidad«.
Si yo invierto en formar a las personas según sus intereses, y no en los míos, ocurren varias cosas. La primera es que los procesos de formación y desarrollo serán mucho más eficaces. Si es la persona la que decide aprender su dedicación, su constancia, su aprovechamiento del proceso… será muchísimo mayor que si simplemente se limita a «ser formado» (que normalmente se traduce en «he asistido a los cursos» y gracias) en aquello que la empresa ha decidido hacer. Sus habilidades crecerán de verdad (y no a efectos de «cubrir el expediente»). Será un mejor profesional, y también una persona más satisfecha; dos factores que en sí mismo suponen un retorno directo para la compañía.
Pero es que además estaremos incrementando el valor de la persona, su capacidad para encontrar un nuevo empleo. «¿Cómo, cómo, cómo? ¿Que yo voy a facilitar que esta persona encuentre otro empleo? ¿Le voy a formar yo para que lo disfrute otro? ¿Estamos locos?». No, no estamos locos. Seamos serios; la realidad es que el 99% de las relaciones profesionales que existen a día de hoy no van a durar para siempre. Si una persona decide irse, se va a ir tanto si te gusta como si no; ponerle obstáculos a esa decisión es demorar lo inevitable, y encima generando frustración y descontento en la persona (y tener personas frustradas y descontentas no suele ser un buen plan). Y aparte, creo que es moralmente reprobable (de nuevo la visión egoísta y empresacéntrica) la idea de que «voy a poner trabas a que la persona se vaya si quiere irse, porque lo que importa es lo que yo quiero… pero eso sí, en el momento que yo quiera prescindir de ella, finiquito lo más barato posible y que le den».
Al contrario, colaborar en que las personas mejoren como profesionales,en que incrementen su empleabilidad, es una fórmula positiva centrada en la persona que redunda en empleados motivados y satisfechos. Puede que algunos de ellos decidan irse (va a pasar sí o sí), y a éstos les estaremos dando herramientas muy valiosas. «Preferiría que no te fueses, pero si te vas a ir, vete de la mejor manera posible; has sido un empleado valioso, y lo mereces». Y seguramente muchos no se vayan a ningún lado y se queden satisfechos y agradecidos aportando valor para nosotros.
Esta práctica se transforma así en una forma de retribución muy valiosa, y también diferencial, tanto para los que se vayan a ir como para los que se vayan a quedar. Y creo que, como tal, contribuye a aquello tan manido de «atraer y retener talento» (aunque pueda parecer contraintuitivo). Creo que si de verdad «lo que importan son las personas» no hay excusa para no explorar este camino.

Talento y esfuerzo: un modelo

Ayer leía un artículo en el que se contaba el «experimento» realizado con una persona «sin talento natural» a la que se enseñaba, a lo largo de un año (y de forma muy dirigida), a jugar al ping-pong. La pregunta que subyace a la anécdota es… ¿hasta dónde te puede llevar la mera práctica si careces de talento?.
Últimamente estoy dando bastantes vueltas a conceptos relacionados con el aprendizaje, y esa habilidad tan relevante que es «aprender a aprender«. ¿Puede uno, independientemente de su «talento natural», poner en práctica una serie de técnicas y metodologías que le permitan llegar lejos en el dominio de una determinada habilidad? Mi sensación (sensación informada, pero sensación al fin y al cabo) es que sí. Que el esfuerzo (la práctica) tiene mucho más peso que el talento a la hora de llegar al dominio de una habilidad.
He elaborado este pequeño cuadro con una «fórmula» que para mí recoge el impacto de cada uno de estos dos factores. Si disponemos de una cantidad de «talento natural» (medida del 0 al 10), y realizamos un determinado esfuerzo (medido también del 0 al 10), ¿cuál es el nivel que podemos alcanzar?

Esfuerzo vs talento

Cuando hablo de «esfuerzo«, no me estoy refiriendo a cualquier tipo de esfuerzo. El esfuerzo, para que resulte productivo, debe seguir unas determinadas metodologías, pautas, una secuencia, una guía… en definitiva, un proceso de aprendizaje focalizado, con mucho énfasis en la práctica deliberada. No es solo tiempo, también técnica. Pero es algo que está al alcance de cualquiera que esté dispuesto a hacer la inversión. Como dice esa anécdota que se le atribuye a Andrés Segovia, cuando alguien le dijo «maestro, daría la vida por tocar como usted» y respondió «eso es exactamente lo que yo di».
En cuanto a «talento«, me refiero a las habilidades naturales que cada uno tenemos. Porque sí, creo que cada uno estamos más dotados de forma natural para unas cosas, y para otras menos. Puede que nuestra coordinación sea mejor, o que tengamos mejor oído, o que se nos den mejor las matemáticas.
La cuestión es que creo que el «talento», por sí mismo, no lleva a nadie demasiado lejos. Cualquiera que haga un poquito más de «esfuerzo» que tú, por mucho talento que tengas tú y poco que tenga el otro, va a alcanzar un nivel superior al tuyo. Alguien sin ningún tipo de talento, pero con la cantidad y calidad de esfuerzo suficiente, puede llegar a alcanzar un nivel más que notable. Una conclusión en línea con lo que se ha venido a llamar «mentalidad de crecimiento»
En este sentido, creo que el talento solo marca la diferencia en el tramo final. Es decir, entre dos personas que han puesto el máximo de esfuerzo, será el talento el que acabe decidiendo la partida. Las dos serán extremadamente competentes, muy superiores al común de los mortales en el desempeño de esa actividad. Puede que incluso las diferencias entre ellos sean tan sutiles, tan de matiz, que resulten inapreciables para la mayoría. Pero solo uno será «el virtuoso»

Los superpoderes de El Protegido

Hace unos días que conocí un nuevo podcast, Todopoderosos. En él hablan de cine, videojuegos, música… en fin, un cóctel entretenido contado de forma agradable y divertida, como en una tertulia de amiguetes. Así que he empezado a escuchar desde el capítulo uno, a ver si me pongo al día.
El caso es que en su segundo episodio hicieron un monográfico sobre M. Night Shyamalan, director de El Sexto Sentido. Y dedicaron un rato a hablar de otra de sus películas, El Protegido (protagonizada por Bruce Willis y Samuel L. Jackson), que es la que me provocó una reflexión.
En la peli, Bruce Willis es un hombre de vida completamente anodina. Un día, el tren en el que viaja sufre un terrible accidente. Todos mueren… menos él, que sale completamente ileso. Esta circunstancia le produce un gran shock, ¿por qué ha sobrevivido él y nadie más? El caso es que van pasando los minutos, y a medida que reflexiona, se da cuenta de que tiene un «superpoder»: ser «irrompible» (el título original de la peli es «Unbreakable»). Pero no es un «superpoder» que haya adquirido de un día para otro; siempre ha sido así. No recuerda haberse puesto enfermo nunca, haber sufrido ningún accidente… él siempre fue así, pero nunca se dio cuenta. Para él era «lo normal», algo en lo que no reparaba.
Mientras escuchaba la conversación sobre la película, me puse a pensar en hasta qué punto todos podemos llegar a ser un poco como el protagonista. Hasta qué punto todos podemos tener determinados «superpoderes» (llamadlo habilidades, talentos, dones, competencias…) que siempre han estado con nosotros y que, por lo tanto, nos resultan inapreciables. Quizás no siempre resulten útiles (o no sepamos sacarles utilidad, que esa es otra), o quizás no nos hagan «uno entre un millón». Pero seguro que si nos ponemos a buscar, todos tenemos algo especial.
Tendemos a apreciar (y a anhelar) los superpoderes ajenos, sin reparar en los que ya tenemos. Quizás sea cuestión de, como le pasó a Bruce Willis, descubrir cuáles son y empezar a pensar cómo podemos utilizarlos.

El talento y la crisis

Siempre he creído que es verdad lo siguiente:

La gente con talento, esquiva los vaivenes de la industria. Les sobran recursos para seguir siendo ellos mismos o mejores.

Buenafuente

Lo dice Buenafuente a cuenta de Jorge Drexler, y con «la industria» se refiere a la industria musical. Pero creo que esta frase es absoluta y totalmente extrapolable a cualquier otro ámbito. El talento, la creatividad, la profesionalidad… son valores que predisponen al éxito. Obviamente, las crisis nos afectan a todos. Pero unos están en mejores condiciones que otros para superarlas.