Cuando fluir no basta: el arte de reparar las relaciones

Relaciones: de la armonía a la desarmonía

Todos hemos tenido la experiencia de relaciones que, simplemente, funcionan.

Pueden ser relaciones personales (sentimentales o no), y también profesionales.

El entendimiento es sencillo, casi mágico. Conversaciones que encajan, silencios que no pesan, ritmos que se acompasan sin necesidad de hablar mucho. Y te dices: esto funciona. Funciona porque no hay malentendidos, porque no hay tensiones, porque todo está en su sitio. Como cuando acabas de ordenar el salón y no hay un solo cojín fuera de lugar.

Una sensación de armonía en la que te instalas como si fuese a durar para siempre.

Hasta le solemos poner un nombre: la fase de «luna de miel».

Es tentador pensar que eso es lo natural. Que si una relación es buena, debería mantenerse así: ligera, suave, espontánea. Sin fricciones. Y si aparecen, señal de que algo se ha roto.

Pero basta con mirar un poco más de cerca. O esperar un poco más de tiempo.

Porque luego pasa algo. Siempre pasa algo.

A veces no sabes ni qué. Un comentario que molesta, una decisión que no se consulta, una expectativa que no se cumple. A veces no es ni algo que haya pasado, sino algo que no pasó: un silencio, una ausencia, una falta de reconocimiento. Y de pronto, la relación ya no se siente igual. Pequeños gestos que antes pasaban desapercibidos ahora pesan. Te das cuenta de que algo se ha desplazado, aunque no sepas exactamente dónde.

Lo que antes era armonía pasa a desarmonía.

Y aquí empieza el momento clave: el instante en que podrías mirar de frente lo que está pasando y hablarlo.

O no hacerlo.

La reparación

Hay un principio universal, que es el de la entropía. Y que básicamente viene a decir que todo tiende a desordenarse, a estropearse.

Con las relaciones pasa lo mismo, especialmente si nadie hace nada para remediarlo.

Cuando aparece la desarmonía, hay dos opciones: hacer el esfuerzo por repararla, o dejar que todo siga su curso. Y ese curso termina, más pronto o más tarde, en la ruptura.

Lo que pasa es que no hablarlo suele ser más fácil. Fingir que no pasa nada. Restarle importancia. Decirte que ya se le pasará, o que no merece la pena entrar ahí, o incluso que qué más da, si tampoco era tan importante esta relación. Es un atajo. Uno muy habitual. Y muy caro.

Porque no reparar no es quedarse igual. Es dejar que algo se enfríe. Es permitir que se acumule una capa invisible de incomodidad, de reproche callado, de desconfianza apenas perceptible… hasta que un día esa capa es tan gruesa que ya no se puede atravesar.

Y esto ocurre en todos los ámbitos. En lo personal, claro. Pero también en lo profesional. Con un compañero con el que antes te entendías a la primera y ahora todo son malentendidos. Con un jefe que dejó de confiar en ti porque un día no hablaste claro. Con un cliente que se distanció porque no supiste gestionar una queja a tiempo. Nada de eso suele romperse de golpe. Se va rompiendo por omisión.

Reparar, en cambio, requiere un acto de voluntad. Implica mirar lo que duele, exponerse a una conversación difícil, asumir responsabilidad. Implica decir “esto no va bien” sin necesidad de culpar a nadie. Y, sobre todo, implica valorar la relación por encima del orgullo, la incomodidad o el deseo de evitar conflicto.

A menudo pensamos que una buena relación es la que no necesita hablarse demasiado. Que si hay que “trabajarla”, es que no funciona. Pero es justo al revés: las relaciones buenas no lo son porque no tengan grietas, sino porque saben repararlas.

El esfuerzo de sostener las relaciones

El problema es que estamos rodeados de discursos que glorifican lo inmediato, lo que fluye, lo que no requiere esfuerzo. «Dejarse llevar suena demasiado bien», decían Vetusta Morla. Nos dicen que si algo se tuerce, lo mejor es soltarlo. Que si ya no vibra, es que no es tu sitio. Y claro, así es fácil ir encadenando vínculos que empiezan muy bien… y que no necesariamente terminan mal, sino que simplemente terminan. Porque nadie se quedó el tiempo suficiente para recomponerlos.

Superar esos malos momentos, hacer ese esfuerzo, es a lo que llamamos «compromiso». Implica asumir esa incomodidad, ir más allá del bienestar a corto plazo y de nuestro ego, a cambio de darle una oportunidad a largo plazo a la relación. Y así darnos la oportunidad de recoger los frutos que solo se obtienen de las relaciones maduras.

Hablaba Oliver Burkeman, en su libro «4000 weeks», de la importancia de «seguir subido en el autobús». Se refería a que, en cualquier actividad que merezca la pena, hay frutos que solo aparecen si nos mantenemos firmes en la decisión que hemos tomado, incluso cuando la cosa se pone aburrida, difícil o pesada. Si nos bajamos del autobús a las primeras de cambio (para probar otro nuevo) difícilmente llegaremos al destino.

También Nietzsche lo expresaba así: “Todo lo que tiene valor —valor grande— no se alcanza sin esfuerzo, sin una larga fidelidad a lo que cuesta.”

Vivimos en una cultura que ha confundido libertad con desconexión, y bienestar con placer inmediato. Pero sin vínculos estables, nos vamos vaciando de sentido.

Y ojo, que comprometerse no es aguantarse sin medida. No es sacrificarte como un martir. Pero sí es elegir, con conciencia, que hay cosas que merecen esfuerzo. Y entender que la calidad de un vínculo no se mide por cuán placentero es en su punto más alto, sino por cuán sólido se vuelve después de atravesar lo incómodo.

Y eso requiere renunciar al mito del “fluir”. Porque fluir está muy bien… hasta que deja de fluir. Entonces, lo que queda no es la corriente. Es tu compromiso. Tu capacidad de quedarte y cuidar. De reparar. De elegir el largo plazo.

Las relaciones que duran no son las que siempre van bien. Son las que han aprendido a volver a ir bien después de ir mal. Y eso, créeme, no se da solo. Se hace. Con conversaciones difíciles. Con gestos incómodos. Con decisiones conscientes. Con renuncia, con generosidad.

¿Quién tira del carro?

Este ciclo de armonía-desarmonía-reparación es una constante en cualquier relación. Y sostenerlo a largo plazo requiere que todas las partes implicadas lo entiendan, lo asuman y decidan conscientemente hacer el esfuerzo que exige.

Eso no quiere decir que esos esfuerzos sean siempre repartidos al 50%. Hay rachas donde uno puede tirar más, y otras donde quizás se deje llevar. No es cuestión, por tanto, de ir haciendo lo que los anglosajones llaman «keeping score».

Ahora bien, sí es relevante que las dos partes de la relación sientan que ésta es importante. Y que tengan una visión compartida de cómo funciona este ciclo, y de que sostener la relación implica esfuerzo y generosidad. Que perciban en la otra parte hay el mismo interés y la misma buena disposición.

Si no, llega un momento que quien tira del carro se plantea si merece la pena seguir haciéndolo o no.

Y si la relación tiene que terminar, también está bien. Al final todo es un juego de pros y contras, de decidir si los sacrificios que haces y lo que recibes a cambio merece la pena. Como dice el experto en terapia matrimonial Terry Real, la pregunta es: «¿Obtengo lo suficiente de esta relación como para compensar lo que me exige?»

Si es que no, pues quizás sea mejor decir adiós. Porque comprometerse no es encadenarse. Hay veces en que lo que se rompe no es reparable, o no debe serlo. Y saber distinguir eso también es una forma de madurez. En «The gambler» Kenny Rogers lo cantaba muy bien: «tienes que saber cuándo mantener las cartas, cuándo tirarlas, cuándo marcharte y cuándo salir corriendo».

Pero si es que sí, la próxima vez que algo se tuerza, en vez de pensar «esto ya no fluye», piensa «es la hora de la reparación«. No esperes a que el otro dé el paso. Hazlo tú. Con cuidado, con respeto, con la humildad de quien sabe que no siempre tiene razón… pero sí tiene claro qué quiere cuidar.

Porque si no lo haces tú, puede que no lo haga nadie. Y entonces lo que parecía tan fácil… simplemente se pierde. No por lo que fue, sino por lo que no quisimos hacer cuando dejó de serlo.

¿Y cómo se repara?

Eso de reparar es más fácil de decir que de hacer.

Porque implica, como decía más arriba, conversaciones incómodas. Porque implica aceptar que la relación es más importante que el «tener razón». Porque te obliga a dejar tu ego a un lado para escuchar con atención y compasión. Porque implica renunciar a parte de tus exigencias en favor de un compromiso. Porque implica poner el «nosotros» por encima del «yo».

Hace tiempo escribía sobre las idea de la «comunicación no violenta«, y creo que puede ser una buena base para entender cuál debe ser nuestra actidud en esa fase de reparación. Porque al final se trata de indagar en el punto de vista de la otra persona. De qué es lo que ve, qué es lo que interpreta, qué es lo que siente, qué es lo que necesita. Y hacerlo sin juzgar, sin minimizar, sin pretender imponer nuestro relato.

Edgar Schein llamaba a esto “humble inquiry”, y de nuevo exige dejar el ego al lado (ese que nos dice “yo tengo razón”).

¿Para qué sirve?

Pues por un lado, por sí mismo, ya expresa respeto hacia la otra persona. Y la otra persona lo va a percibir así. Todos aspiramos a ser vistos, ser reconocidos y ser amados. Cuando la otra persona percibe en nosotros el esfuerzo en comprenderla (y no en “convencerla”), recibe el mensaje de que estamos dispuestos a ir más allá de nuestro ego en beneficio de la relación.

Y eso, obviamente, nutre la relación a pesar del desacuerdo. No en vano dice Simone Weil que “la atención, tomada en su forma más pura, es la forma más rara y más pura de generosidad.”

Pero además, a partir del conocimiento derivado de ese proceso de escucha, tenemos muchos más elementos sobre los que poder proponer una solución de compromiso que sea razonable y equilibrada por todas las partes.

Suelo decir que es como poner todas las cartas encima de la mesa, las tuyas y las mías, para que juntos hagamos la mejor jugada posible.

“Ahora que te entiendo a ti, y que tú me entiendes a mí, busquemos qué podemos hacer”.

Es un trabajo de equipo. Porque no es «tú contra mí», sino «los dos juntos contra el problema».

Solo así puede recuperarse la armonía… hasta la próxima crisis.

Lamentablemente no todos hemos aprendido a tener estas conversaciones. No es extraño: en la escuela no te enseñan a reparar vínculos. Pero se puede aprender. A escuchar mejor. A regular el impulso de defendernos. A pedir lo que necesitamos sin atacar.

Son habilidades. Y como tales, se entrenan.

Si quieres contar una buena historia, empieza por el final

Hace unos días vi una película y, al terminar, me quedé con esa sensación desagradable de haber pasado hora y media y de no tener claro qué era lo que me habían querido contar.

No te diré cuál era la película, pero su premisa es interesante: hay dos amigas adolescentes, una de ellas sufre un accidente y queda en coma durante 20 años. Cuando despierta, su vida se retoma de golpe, pero en un mundo que ha cambiado por completo.

Una premisa, decenas de historias

Con esta premisa se podrían contar varias historias diferentes.

Podrías centrarte en el shock cultural de despertar dos décadas después, enfrentándote a costumbres y tecnologías que te resultan desconocidas. Podrías explorar el drama de asumir que has perdido 20 años de tu vida y todas las experiencias que nunca llegarás a vivir. Podrías contar la historia de la amiga que tuvo que seguir adelante sola y que, después de tanto tiempo, tiene que enfrentarse al regreso de su mejor amiga. Podrías reflexionar sobre el peso de la amistad, el amor perdido o la reconstrucción de una identidad.

Pero en esta película intentaron contar todas esas historias a la vez.

Y algunas más.

Porque también hablan del amor de juventud perdido y reencontrado, de un romance improvisado con un nuevo amigo, del hecho de que la amiga siempre estuvo secretamente enamorada de la protagonista y de cómo eso marcó su vida. También introducen el drama de una madre que cuidó a su hija en coma durante 20 años pero que ahora sufre demencia, historias de bullying de la adolescencia que resurgen en la adultez e incluso una subtrama sobre la protagonista alquilando habitaciones en Airbnb y los personajes pintorescos que recibe.

El problema es que te cuentan demasiadas cosas.

Es como si alguien decidiera hacer un guiso y, en lugar de seleccionar los ingredientes adecuados, simplemente echara en la olla todo lo que encuentra en la despensa. Un puñado de esto, un poco de aquello, removemos… y lo que sale es un desastre.

Demasiadas tramas, demasiados conflictos compitiendo por captar la atención, demasiados hilos que se cruzan sin un rumbo claro.

Como resultado, en vez de involucrarte, acabas confundido. No sabes a qué historia aferrarte porque ninguna destaca lo suficiente.

¿Cuál es la historia que quieres contar?

Cualquier experto en storytelling te dirá que lo fundamental en la narrativa es tener claro el mensaje que quieres transmitir. Cuál es la idea central, el leitmotiv, el hilo conductor que da cohesión a toda la historia. Cuando tienes esto claro, puedes permitirte desviaciones momentáneas, pero siempre regresas al camino principal. De esta manera, el espectador percibe una dirección clara y siente que la historia sabe adónde va.

Contar una historia es, en el fondo, llevar de la mano a la audiencia por un viaje que tú diseñas. Claro, puedes sugerir caminos alternativos, pero en todo momento debes guiar sin confundir. Debes indicar los siguientes pasos sin imponerlos, para que el espectador llegue por sí mismo a la conclusión que deseas transmitir.

Y cuanto menos lo distraigas con elementos superfluos, mejor.

Empieza por el final

Por eso, una de las reglas de oro en storytelling es empezar por el final.

No en la narración, sino en la planificación. Tienes que definir cuál es la moraleja, cuál es el mensaje principal que quieres que quede en la mente del espectador cuando acabe tu historia. Solo a partir de ahí puedes construir de manera efectiva.

Desde esa conclusión diseñas el desarrollo, incorporando solo los elementos que sumen a esa idea. Todo lo que no contribuya a ese objetivo debe ser descartado. Esto te proporciona un criterio sólido para decidir qué contar y qué no.

La comunicación es claridad

Esto no se aplica solo a la ficción. Es una estrategia útil para cualquier acto de comunicación: una presentación en público, un artículo, un vídeo. Hay muchas historias y argumentos que podrías incluir, pero si no refuerzan el mensaje central, simplemente te alejan de él.

Elegir es una decisión editorial, incluso podrías decir artística. Y tienes que hacerlo. Porque si no, te arriesgas a confundir, a dispersar la atención del receptor y acabar como la película de la que hablábamos al inicio: desordenada y sin impacto.

Las buenas historias, como la buena comunicación, se basan en la claridad. En un mensaje rotundo, bien definido, sin dudas sobre su propósito. Así que la próxima vez que necesites contar algo, empieza por el final. Define el mensaje que quieres dejar en la mente de tu audiencia y construye desde ahí. Solo así podrás crear una historia que de verdad conecte y resuene.

Reflexiones sobre mi newsletter

Desde hace un par de años vengo enviando, de forma habitual, un correo (semanal) a mi base de suscriptores. Este formato de newsletter ha «sustituído» en gran medida al blog, o le ha abierto un canal complementario, o lo que sea.

Al final son todo formas diferentes de expresarme, y de lanzar «mensajes en una botella».

El otro día me pasó una cosa.

Cuando envié mi newsletter más reciente, una persona se dio de baja.

No pasa nada, es algo que sucede de manera habitual. Y está bien.

Lo que pasa es que dejó un comentario: «Esperaba algo mejor», dijo.

Y ahí mi ego se resintió un poquito. Sentí la tentación de ponerme en contacto con él, agarrarle de la solapa, y decirle «no me abandones, ¿cómo puedo ser mejor para ti?».

Es curioso observarse cuando la cabeza te lleva por sitios así.

El caso es que después, pensándolo mejor, me di cuenta de que estaba poniendo el foco en el sitio equivocado. Que esa persona que se marchaba porque «esperaba algo mejor» no era tan importante. Y que los verdaderamente importantes no son los que se van dando un portazo, si no los que están día tras día, semana tras semana, a tu lado.

Así que pensé que tenía más sentido preguntarles a ellos.

Por eso envié un correo a un «grupo selecto» de suscriptores: aproximadamente un tercio del total, personas que llevan ya tiempo conmigo y que semana tras semana abren mis correos y leen las cosas que mando.

El objetivo era doble: por un lado agradecer, y por otro indagar: ¿qué te gusta de esta newsletter, qué te aporta, para qué te sirve? Y si pudieras hacer algo para mejorarla… ¿qué sería?

He recibido un buen puñado de respuestas, muy cercanas y cariñosas, que me han hecho reflexionar bastante.

Aquí algunas ideas:

  • De lo que más se repite: que «hace pensar». Que son pequeñas píldoras que remueven algo (obviamente no siempre, pero sí con frecuencia).
  • Me gusta mucho que se perciba y valore la honestidad en lo que escribo, y es algo que se repite bastante. Para mí es un valor fundamental, y me agrada que se transmita así.
  • También gusta el estilo: sencillo, cotidiano… muchas veces partiendo de una anécdota para llegar a una conclusión.
  • El «factor sorpresa», en dos sentidos: por un lado, porque las reflexiones que suelo plantear no son «las habituales», y eso genera un efecto refrescante en muchas personas. Y por otro lado, porque yo mismo debo ser bastante variable… y eso genera el efecto de «a ver por dónde sale Raúl hoy». Esto último me ha hecho gracia :D.
  • Hay una cierta «división de opiniones» respecto a los contenidos personales. Hay quienes los aprecian (como forma de establecer vínculo, compartir vulnerabilidad, etc.) mientras que a otros les «chirrían» un poco más y prefieren un poco más de distancia.
  • También hay variabilidad en cuanto a una parte del estilo: hay quienes gustan más de enlaces y sugerencias, y otros que valoran más las «ideas sencillas y al grano». Supongo que es algo que se puede equilibrar.

Al final, después de este ejercicio, recordé algo que escribí hace ya muchos años, y que sigue plenamente vigente:

«Estos días estoy dejando de seguir a algunas personas en twitter. Una pequeña limpieza de contenidos que han dejado de interesarme. Una de ellas lo ha visto (gracias a qwitter, una herramienta que sirve precisamente cuando un follower deja de seguirte) y se ha puesto en contacto conmigo para saber si había algún problema…

¿Problema? No, ninguno. Simplemente, por el motivo que sea (que es MI motivo) lo que cuentas ha dejado de interesarme tanto como para dedicarle parte de mi atención y prefiero dedicársela a otras cosas.

Que alguien deje de seguirte no significa ni que le caigas mal, ni que tenga ninguna animadversión, ni que no le parezcas un buen tipo… Y perder un follower tampoco debería hacerte dudar sobre si lo que cuentas en tu twitter es interesante o no: cuenta lo que quieras que para eso es tuyo, habrá a quien le guste y habrá a quien no (no se puede gustar a todos), y ya está.

Pero nadie debería pedirme cuentas de lo que leo o dejo de leer, de a quién sigo o a quién no. Si lo hace, se arriesga a que le conteste lo que hay: leo lo que me interesa, sigo a quien me interesa, y lo que tú cuentas ya no entra en esa definición. ¿Puede resultar hiriente? Quiero creer que no, pero si alguien se lo puede llegar a tomar a mal… mejor que no pregunte.

Yo tengo muy claro que cada uno somos los dueños de nuestra atención, la empleamos como mejor nos parece y no tenemos que dar explicaciones a nadie por ello

Pues eso. Que de lo que se trata es de hacer lo que a uno le apetezca. Y, de manera natural, la gente afín se quedará (durante el tiempo que quiera, mientras le resulte útil o apetecible), y los que no encajen, o se cansen, o se aburran… se irán.

Y está bien así.

Hay otro factor sobre el que también he estado reflexionando, y tiene que ver con el carácter «marketiniano» de la newsletter. Es decir, «en teoría» aparte de ser un mero canal de expresión también me gustaría que sirviese como vía para vender(me). Que los suscriptores pudieran pasar, en algún momento, a ser «clientes».

Seguramente, si viniese a auditarme algún «experto», me diría que no lo estoy haciendo muy bien :D. Quizás hago mal por no tener un «buyer persona», y debería tener más el objetivo de la venta en mente, y buscar sus «necesidades ocultas», y eso me haría machacar más determinados contenidos y evitar otros, y fijarme en tasas de conversión, y blablabla…

Pero me voy dejando de pelear con eso.

Porque sigo otras newsletter que van de ese palo, y no me gustan: no puedo evitar la sensación del «vendedor de seguros» que finge ser tu amigo para endosarte, en cuanto puede, un seguro de vida.

Al final, lo que a mí me gusta es generar conexión con las personas que me leen. Ésa es su característica común: les gustan los temas que toco, les gusta la forma en que lo hago, aprecian a la persona que hay detrás. Creo que es algo que, para lo que yo hago (coaching, consultoría, formación) es esencial: no te lanzas en brazos del primer fulano que se te pone enfrente, necesitas confianza.

Y luego alguna de esas personas que me lee estará, además, en una posición en la que pueda acabar siendo cliente: porque le surge la necesidad y tiene el dinero, porque se mueve en un entorno corporativo con presupuesto disponible, o porque conoce a alguien así. Y entonces se acordará de mí, y hablaremos.

Mientras tanto, no pasa nada; seguimos cultivando la relación. Sin presión, sin prisa, sin un objetivo finalista. De persona a persona, no de proveedor a potencial cliente.

Me gusta que me guste escribir en mi newsletter. Creo que es lo que lo hace sostenible y satisfactorio. Del otro lado hay cada vez más gente con la que estoy convencido que disfrutaría de tomar un café largo hablando de mil cosas. Esas personas, a su vez, ven en mí a alguien cercano, sensato, de confianza.

Y eso es un fin en sí mismo, no hace falta que sea un medio para nada más.

Consejos para hacer un webinar

Muy mal se tienen que haber dado las cosas para que, en los últimos tiempos, no hayas asistido a algún webinar o seminario online. Y, lamentablemente… con una alta probabilidad de que haya sido un auténtico desastre. Aburrido, confuso… parece que hay gente que cree que, con ponerse delante de una cámara, ya vale. ¡Cuánto daño ha hecho el Zoom!

Aunque la pregunta más dolorosa sería… ¿has protagonizado tú alguno de esos webinars infumables?

Hace un tiempo estuve escuchando un podcast de Óscar Fernández Orellana donde abordaba precisamente esa cuestión: ¿qué tienes que hacer para que tus webinars no caigan en esa categoría de «infumables»?

Él habla de 10 consejos, sencillos, que están muy bien. Si te ves en situación de hacer un webinar… ¡tenlos en cuenta!

  • Ten claro lo que tienes contar: pocas ideas, concretas, que aporten valor a tu audiencia. ¡No puedes contarlo todo!
  • Usa frases cortas, ideas claras, lenguaje sencillo. No aburras.
  • Guioniza la intervención. La mejor improvisación es la que está preparada.
  • Si vas a usar un apoyo visual, que sea minimalista. Poco o ningún texto, una idea por slide. ¡Impacto!
  • Mira a la cámara. Parece obvio, pero…
  • Anticipa lo que vas a contar… pero anuncia alguna sorpresa para el final, un gancho para mantener el interés.
  • Ensaya, y ajusta los tiempos.
  • Mantén arriba la energía y el ritmo. Con la voz, los gestos, la entonación… ¡es un pequeño show!
  • Cuida el lenguaje no verbal: la postura, la mirada, las manos, la iluminación…
  • Sé amable, se accesible, sonríe. Conecta con quien te está viendo.

A estos consejos de Óscar, yo le añadiría uno más: evita el monólogo. ¡Variedad de estímulos! ¡Participación!

En definitiva, un webinar puede ser una herramienta muy poderosa de comunicación. Te permite llegar a cualquier rincón del mundo desde tu propia casa. ¡Es perfecto! Pero no todo vale, y hay que poner un poco de tu parte… porque si no, en vez de ser una oportunidad para mejorar la imagen que otros tienen de ti… se convierte en lo contrario.

Cómo tener reuniones más productivas

Reuniones, ¿sí o no?

Las reuniones son un arma de doble filo en el mundo corporativo. Nadie duda de que son necesarias y útiles para facilitar la coordinación entre personas. Una buena reunión puede ser tremendamente productiva. Pero, lamentablemente, la mayoría de las veces degeneran hasta convertirse en algo inútil.

¿Cuántas veces has salido de una reunión pensando «menuda pérdida de tiempo»?

A lo largo de todos estos años de carrera profesional he participado ya en numerosas reuniones. Más de las que querría :D. Y he llegado a la conclusión de que uno de los problemas que generan frustración en las reuniones es cuando éstas se convierten en tertulias.

Ciclo de Tertulias SADE Tres de Febrero, año 2014 – SET

Recuerdo un comité semanal en el que yo participaba. Nos sentábamos alrededor de la mesa y el jefe decía: «Venga, temas». Y cada uno iba diciendo una cosa, mezclada con chascarrillos y risas… Un día se me ocurrió decir que «igual sería buena idea tener una reunión un poco más ordenada». «No seas cenizo, que también se trata de juntarnos un rato y charlar un poco», me respondieron.

¡Charlar un poco! Si queréis charlar, terminamos la reunión y nos vamos a tomar una cerveza…

Reunión o tertulia

Dime a ver si te suena esta situación.

Se inicia la reunión. Alguien toma el turno de palabra: «Hemos venido aquí para hablar de este tema importante. Me gustaría conocer vuestra visión».

Le sigue otra persona, que inicia su discurso: «Para mí hay tres cosas importantes: esto, aquello y lo otro».

Interviene una tercera: «Estoy de acuerdo con Fulanito en lo primero, aunque no tanto en lo segundo. Para mí es más importante este otro factor»

La segunda se siente aludida, y responde: «No, lo que yo quería decir no es eso, si no esto otro. Mira, te pondré un ejemplo».

Una cuarta entra en liza: «Bueno, ese ejemplo no es tan relevante, por esto y aquello y lo de más allá»

Rumores en la sala: «es verdad», «pues yo no estoy de acuerdo», «pues sí», «pues no».

Una quinta interviene: «Volviendo a lo que dijo Menganito al principio, yo creo que deberíamos pensar en este otro enfoque».

La segunda le corta: «Muy interesante, pero creo que deberíamos centrarnos en lo otro».

La cuarta engancha: «¿Recordáis aquella iniciativa que impulsamos hace tres años? Nos pasó aquello y lo otro…»

El caso es que, pasados unos minutos, la conversación ha tomado vida propia. Va y viene enganchando argumentos sin dirección conocida, bifurcándose, dando vueltas sobre sí misma, oscilando entre lo genérico y el detalle, enganchándose en intercambios particulares…

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Este formato de tertulia, muy ameno cuando uno está pasando el rato con amigos, es completamente devastador para una reunión productiva. Lo más fácil es que termine la reunión sin una visión clara de los temas que se han tratado, sin decisiones tomadas, sin que todo el mundo haya podido participar… y con una abrumadora sensación de haber perdido el tiempo.

Los problemas de la tertulia

Llevar una reunión en formato de tertulia presenta los siguientes problemas:

  • El hilo de la conversación es único. Y como es único, los temas van encontrando encaje lo mejor que pueden… si pueden. Se salta de uno a otro, se quedan hilos sueltos, ramificaciones que no se pueden perseguir, se enreda en un punto de discusión, se vuelve por terrenos ya transitados… muchos participantes, muchos temas, y una única dimensión en la que darles cabida.
  • En el mejor de los casos, uno habla y los demás escuchan. En el peor, se forma un guirigay de gente queriendo hablar a la vez. O mientras uno habla los demás están pensando en cuándo podrán meter baza y qué dirán. Total, que comunicación… limitada.
  • Como sólo uno puede hablar… la participación activa de cada asistente es escasa. Y además los más expansivos/dominantes tienden a ocupar el espacio, por lo que es fácil que las personas más reservadas acaben no participando en absoluto.

¿Cómo evitar que una reunión se convierta en una tertulia?

Partamos de la base de que las reuniones no pueden, simplemente, «suceder». Las reuniones son una herramienta, y hay que usarlas de forma consciente. Las reuniones hay que dirigirlas porque, si se las deja a su aire, tienden a la improductividad.

Pastor de ovejas | Pastor de ovejas, Pastor, Ovejas

¿Qué puede hacer quien dirija una reunión para evitar que se convierta en una tertulia?

  • Tener un objetivo claro para la reunión y compartirlo de manera anticipada con todos los asistentes: «Estamos aquí para esto, y lo que esperamos una vez acabada la reunión es esto, esto y aquello». Así es más fácil que todo el mundo se centre y, si la conversación se va por los cerros de Úbeda, hay un motivo para reconducirla.
  • Intervenir de manera decidida en la reunión para cortar derivas y comportamientos no deseados. «Este no es el tema», «centrémonos en el objetivo», «si os parece eso lo resolvéis en otro contexto», «apuntamos ese tema para tratarlo otro día»… en definitiva, actuar como un pastor que se encarga de que el rebaño vaya por donde debe.
  • Dar voz a todos los participantes, especialmente cuando algunos tienden a monopolizar las intervenciones. «Me gustaría que los que han hablado menos tuviesen su espacio», «Cómo lo ves tú, fulanito».
  • Ir recogiendo, de forma pública, el contenido de todas las intervenciones (p.j. en un flipchart). Se trata por un lado de asegurarse de que todos los «hilos de la conversación» quedan recogidos (incluso aquellos que en ese momento no se pueden abordar, para recuperarlos más tarde) y, en la medida de lo posible, irle dando sentido y coherencia. Así todos los asistentes pueden ver «dónde estamos» en cada momento.
  • Dirigir la conversación hacia temas que entienda que es necesario cubrir: «Hemos visto una visión general, pero si concretamos… ¿cuáles serían las ventajas de esto?» «Antes de pasar a los inconvenientes, ¿alguien tiene alguna ventaja más?».
  • Parar y recapitular con cierta frecuencia: «Hasta ahora hemos identificado una serie de ventajas, que son ésta y ésta y la otra; y una serie de inconvenientes. ¿Hasta aquí estamos todos de acuerdo?».
  • Utilizar algunas herramientas y dinámicas de facilit ación que permitan una mayor participación de los asistentes: dinámicas con post-its, trabajos en grupo, rondas de preguntas, votaciones… en el post que hice sobre visual thinking aplicado en el trabajo se apuntan algunas de esas ideas.

Como decía más arriba, una reunión que no se gestiona tiene a resultar poco productiva, y el «formato tertulia» es la consecuencia más habitual de una reunión que no se gestiona. Así que, si quieres que tus reuniones sean diferentes… haz cosas diferentes.

Cómo transmitir una idea

¿Qué es una idea pegajosa?

Tienes una idea. Una buena idea. Y quieres que los demás la entiendan, la recuerden y a ser posible la compartan. Pero… ¿qué es lo que hace que unas ideas cuajen y otras no?

En el libro “Made to Stick”, sus autores usan el concepto de “ideas pegajosas” para referirse a las ideas que logran ese objetivo. Y plantean que no es fruto de la casualidad, ni de que alguien tenga un determinado talento o “arte”, sino que existen una serie de recetas para hacer que tus ideas se entiendan, se recuerden y se propaguen.

En este empeño debemos luchar contra un enemigo poderoso: la maldición del conocimiento. La maldición del conocimiento es esa tendencia a dar por hecho que todos saben lo que nosotros sabemos, y que por lo tanto nos entienden con facilidad… cuando normalmente no es así.

Cómo conseguir que tus ideas se peguen

En el libro se plantean hasta seis elementos que contribuyen a conseguir ideas pegajosas:

  • Lo simple: porque si cuentas tres cosas, el mensaje se diluye. Hay que elegir la historia que quieres contar, y ceñirte a ella.
  • Lo inesperado: porque el cerebro filtra y no presta atención a lo que le suena “lo normal”. Así que hay que capturar su atención haciendo algo diferente.
  • Lo concreto: porque la abstracción es el lujo de los expertos, y hay que bajar las cosas a la tierra para que “el común de los mortales” nos entienda.
  • Lo creíble: porque las ideas necesitan un respaldo (de una autoridad, de personas en quienes confiemos, de estadísticas, de la propia experiencia…)
  • Lo emocional: porque, si queremos generar acción, necesitamos provocar emoción.
  • Lo contado en forma de historia: porque las historias son como un simulador para el cerebro; no es como vivirlo en realidad, pero es la segunda mejor opción.

Simple. Unexpected. Concrete. Credible. Emotional. Stories = SUCCESs

Resumen gráfico de “Ideas que pegan”

Resumí las ideas del libro en este “sketchnote” (algo que debería hacer más)… y hay que reconocerles a los autores del libro su habilidad “predicando con el ejemplo”, porque han conseguido que sus ideas “se me peguen”.

¡Ah, y también hice un vídeo!

3 claves para una conversación fluida

Seguro que te ha pasado alguna vez. Empiezas a hablar con alguien y sientes que la cosa… no marcha. La otra persona responde con desgana, a ti se te quitan también el interés… miradas al infinito… monosílabos… vistazos al reloj o al móvil… silencios incómodos… y más pronto que tarde empiezas a pensar en dar por acabada la conversación y dedicarte a otra cosa.

Es una sensación terriblemente incómoda la de sentirse atrapado en una de esas conversaciones que no fluye. Y especialmente doloroso cuando la comparas con esas otras situaciones donde parece que todo marcha. Sin esfuerzo. Sin incomodidad. Esas conversaciones que parece que no acaban nunca, en la que se encadenan temas sin solución de continuidad, que terminan con la sensación de que no te importaría haber seguido un rato más…

Conversaciones y relaciones

Esto aplica a conversaciones puntuales. Pero también a relaciones consideradas más a largo plazo. Al fin y al cabo, las relaciones son un conjunto de conversaciones: más o menos frecuentes, más o menos intensas, síncronas o asíncronas, por un canal o por otro… Piensa en la relación con cualquier amigo que tengas: a veces os juntáis para tomar algo, otras veces os intercambiáis unos mensajes por el móvil, otras veces os dejáis comentarios en Facebook, una llamada de vez en cuando para tratar algún tema concreto, otra vez os encontráis por la calle… son esas «miniconversaciones» las que sostienen (o no) la relación.

Así que con las relaciones sucede lo mismo que con las conversaciones: hay algunas que fluyen, y otras que se atrancan sin remedio.

Clave 1: Pregunta con interés

Pocas cosas me ponen más nervioso que un «¿Qué tal todo?». Bajo una apariencia de interés (¿acaso no te estoy preguntando?) se esconde una pregunta genérica, inconcreta, carente de curiosidad… te pregunto «qué tal todo» porque no soy capaz de preguntarte por nada concreto, porque básicamente me da igual lo que me contestes. Pura fachada social, a la que esperamos que nos respondan «bien, todo bien» para poder seguir adelante con nuestras vidas.

Las conversaciones fluidas se construyen sobre lo concreto. Se trata de preguntar sobre un proyecto, sobre un viaje que sabes que la otra persona ha hecho, sobre un hobby que sabes que tiene, sobre algo que sabes que le ha pasado… o hacer una recomendación específica, o sugerir un plan determinado que sabes que a la otra persona le va a gustar… Se trata de seguir las pistas que la otra persona te ofrece. Quizás lo sepas (si prestaste atención) porque te lo contó en una ocasión previa. Puede que incluso en el transcurso de esta misma conversación. O lo has visto en sus redes sociales. O le conoces tan bien que sabes de qué pie cojea.

Para eso, claro, hay que estar atento. Uno no puede tener una conversación fluida si solo está pensando en su próxima pregunta y desconecta mientras la otra persona habla. No puede haber una relación fluida si te olvidas de esa persona en el momento en el que desaparece de tu vista. Escuchar lo que te cuentan, tomar nota (mental o incluso física) de detalles, ver lo que a la otra persona le interesa o le incomoda… de forma que el arsenal de «cosas de las que hablar» nunca se termine.

Y resulta que, al poner interés, haces sentir bien a la otra persona: «me pregunta, me escucha, se acuerda de las cosas que le cuento… ¡da gusto hablar con él!». Crece su predisposición a contarte más cosas, a confiar en ti, a mostrar un interés recíproco… Ya lo decía Carnegie, «to be interesting, be interested».

Clave 2: Responde con detalles

Puede parecer que la clave de la conversación fluida está en quien hace las preguntas. Pero no, la responsabilidad es compartida entre quien toma la iniciativa y quien la sigue.

Cuando respondes con monosílabos a una pregunta, se lo estás poniendo muy difícil a la otra persona. «Sí», «no», «mal», «muy liado», «estuvo bien»… son respuestas que muestran desinterés por tu parte, pocas ganas de compartir. Si conviertes a tu interlocutor en un interrogador, le pones en una situación muy desagradable. Puede que haya quien se sienta cómodo en el papel de «experto de la CIA en sonsacar información», pero en general no es así; y si la otra persona siente que se está dando contra un muro rápidamente perderá las ganas (para ahora y para futuras conversaciones).

Con tu respuesta se trata de recoger el balón que te ha lanzado la otra persona con su pregunta, jugar un poco con él, y devolvérselo en mejores condiciones. Se trata de dar detalles, de contar cosas concretas, anécdotas. De añadir color y profundidad a lo que la otra persona sabe de ti. De ofrecerle nuevos hilos de los que tirar, excusas para que te siga preguntando. De ponérselo fácil, en definitiva, de hacerle agradable su rol de «preguntador».

También tus respuestas son la oportunidad de redirigir la conversación, de llevarla a otros terrenos que te apetezcan más. Puede ser también la oportunidad de intercambiar roles, de tomar la responsabilidad de hacer preguntas, de mostrar interés.

Obviamente hay un equilibrio entre el monosílabo y «la turra», no se trata de enredarse en un monólogo interminable. Y para eso es bueno también prestar atención a las reacciones de la otra persona… ¿su atención se sostiene? ¿te sigue el rollo cuando le devuelves la palabra? Parte de tu cerebro tiene que estar elaborando tu respuesta, pero otra parte debe estar atenta al efecto que esa respuesta produce. Que seas «el que responde» no te exime de escuchar.

Clave 3: Mantén el equilibrio

Cada uno tenemos nuestras preferencias. Hay quien es más de «hablar» y quien es más de «escuchar». Hay quien es más «activo», y quien es más «pasivo». Pero en términos generales, y salvo casos muy extremos, no hay una conversación (ni una relación) verdaderamente fluida si no hay un equilibrio entre las dos partes. Eso implica que a veces le toca tomar la iniciativa a uno, y a veces a otro. Que a veces es uno el que propone planes, y a veces el otro. Que a veces es uno el que manda un mensaje, y a veces otro. Que a ratos uno es el que pregunta, y a ratos es el otro.

¿Qué sucede si no hay equilibrio, si una de las dos partes acaba con la sensación de que «siempre me toca tirar del carro»? Que más pronto que tarde esa persona se va a cansar, porque es muy desagradecida esa tarea y al final, si crees que a la otra persona no le interesas, tú mismo pierdes el interés.

Obviamente no se trata de ir con una libreta apuntando cuántas veces tira uno, y cuántas veces tira el otro, ni de buscar un equilibrio extremo. Como decía antes, hay personalidades, incluso hay épocas y momentos en los que uno se puede sentir con más energía para soportar la relación que el otro. Pero, sin ser tiquismiquis, sí hay que estar pendiente de que se mantenga un cierto balance, y no instalarse en la comodidad de pensar que el otro siempre va a estar ahí. Si de verdad tienes interés en la conversación, si de verdad tienes interés en la relación… tienes que arrimar el hombro.

Y si a pesar de todo no fluye…

¿Y si resulta que llegas a la conclusión de que la otra persona no tiene interés? ¿Y si tú haces todo lo que crees que está en tu mano, pero sientes que del otro lado no hay respuesta positiva? ¿Y si, a pesar de tus esfuerzos, la cosa no fluye? Es un trago amargo, que afecta al ego (¿no le intereso?), especialmente si esa situación sucede después de haber tenido una relación más equilibrada y satisfactoria. Pero así es la vida. Hay conversaciones que no fluyen, y hay relaciones que no fluyen, y de nada sirve emperrarse en que sea de otra forma. Si después de intentarlo acabas concluyendo que es así… lo mejor es dejarlas ir.

Hay un concepto que me gusta mucho y es el del «efortless doing»Hay cosas que encajan en tu vida, y cosas que no. Te das cuenta de que sin que tú hagas nada diferente, hay situaciones que fluyen, y situaciones que no. Proyectos que van para adelante, y proyectos que se enredan sin remedio. Personas con las que entras en una espiral positiva en las que las cosas van solas, y personas con las que por mucho que lo intentes acabas chocando contra un muro.

Y la mayoría de las veces es mucho más satisfactorio dedicar nuestras energías a buscar esas personas con las que las cosas fluyen, que a intentar revertir una situación en la que eso no sucede.

Para qué sirve redactar bien

¿Alguna vez te preguntas para qué sirve redactar bien? ¿Merece la pena el esfuerzo que hay que realizar?

The purpose of writing

Mmm…

Me di cuenta de que el objetivo de redactar era dar cuerpo a ideas endebles, disimular razonamientos superficiales y eliminar cualquier atisbo de claridad. Con un poco de práctica, tu redacción puede llegar a convertirse en una densa e impenetrable bruma.

Calvin

Hay demasiadas veces en que uno lee textos y siente ganas de darle la razón a Calvin. Parece que hay gente que utiliza la redacción para hacer los textos más difíciles de leer. Cuando en realidad, el objetivo es el contrario: redactar bien sirve para transmitir ideas de la forma más clara posible.

Primero lo primero: escribe correctamente

Imagina que llama a tu puerta un tipo andrajoso, sin afeitar. Le huele el aliento, toda su ropa está llena de lamparones, su pelo está sucio y descuidado. «Hola, buenos días, soy vendedor de seguros, ¿me dedica unos minutos de su tiempo?». Piensa en tu reacción. Apuesto a que, directamente, le dices que se marche. Y oye, puede que sea un fantástico vendedor, y que su cartera de productos sea inmejorable en el mercado. Pero la impresión que deja su aspecto lo condiciona todo: no le vas a dar la oportunidad de demostrarlo.

Faltas de ortografía. Errores gramaticales. Frases mal construidas. Todos éstos son factores que, directamente, inhabilitan nuestros textos. Da igual lo que tengamos que decir, dan igual lo buenas que sean nuestras ideas… el lector no se va a molestar en procesarlas. Va a prejuzgar el texto por su aspecto, y no va a ir más allá.

«Pero qué más da, si al final se me entiende». No, no da igual, por mucho que te empeñes. Si pretendes que valoren tus textos por su contenido, tendrás que esforzarte al menos en llegar a un mínimo de corrección.

Cuidando las formas

Escribir correctamente es necesario… pero no suficiente. Por ejemplo: esta frase está bien. Esta frase no tiene fallos. Esta frase está bien escrita. Esta frase es correcta. ¿A que no puedes encontrar errores en esta frase? Porque esta frase está bien. Esta frase no tiene fallos. Esta frase está bien escrita.

¿Ves? Si analizas el párrafo anterior, no encontrarás (¡espero!) ningún error. Frases bien construidas, respetando la ortografía y la gramática. Sujeto, verbo, predicado. Y sin embargo… es un párrafo que cuesta leer, ¿a que sí?

Aquí entramos en un terreno más sutil, en el que «redactar bien» empieza a ser una cuestión más de opinión que de «reglas». Sin embargo, todos tenemos una sensibilidad que hace que algunos textos nos resulten más agradables que otros. A la hora de escribir, se trata de encontrar ese tono, esa forma, que resulte satisfactoria. Un equilibrio entre lo demasiado simple y lo demasiado rebuscado. Utilizar la misma palabra una y otra vez puede ser un problema, pero también puede serlo utilizar sinónimos rarísimos que sólo se entienden acudiendo a un diccionario. Frases demasiado cortas pueden ser insuficientes, pero frases demasiado largas pueden ser difíciles de leer. Etc.

Es importante siempre tener en cuenta a quién nos dirigimos, y el contexto en el que lo hacemos. No es lo mismo dirigirse a unos niños de primaria, que a tu grupo de amigos, que al consejo de administración de tu empresa. No es lo mismo escribir un whatsapp que una tesis doctoral. Ser capaces de adaptar nuestra redacción al público objetivo y al contexto es fundamental.

En todo caso, suele ser interesante utilizar el principio de economía del lenguaje: cuantas menos palabras, mejor. Cuantas más sencillas, mejor. El objetivo es transmitir unas ideas: cuanto más fácil se lo pongamos al lector, mejor.

La importancia del fondo

Si el objetivo de redactar bien es transmitir unas ideas, tenemos que trabajar esas ideas. La forma del texto es sólo un vehículo. De nada sirve elaborar muchas frases muy bien escritas si después de leerlas la otra persona no ha conseguido entender lo que queríamos decirle.

Así que, antes de escribir ninguna palabra, tenemos que plantearnos: ¿qué queremos conseguir? ¿cuál es el resultado que perseguimos? ¿qué información tiene la otra persona, qué información le falta? ¿qué argumentos podemos utilizar? Se trata de construir un andamio argumental, donde unas ideas dan soporte a las siguientes, hasta llegar a la conclusión deseada. Sólo entonces tiene sentido empezar a redactar frases: cuando tenemos claro lo que queremos decir.

Redactar cada vez mejor

Como casi todo, redactar es una habilidad. Y como tal, se puede desarrollar. Hay verdaderos expertos en redactar bien. Orfebres del lenguaje, que trabajan los textos una y otra vez hasta conseguir un nivel de sutileza casi inapreciable, pero que sin embargo es muy efectivo. Palabras escogidas con mimo para persuadir, para transmitir matices, para dar fluidez y musicalidad a los textos…

Ese camino siempre está abierto si quieres profundizar en él. Pero para muchos de nosotros es suficiente lograr un nivel que nos permita conseguir unos textos aseados que comuniquen bien.

Comunicación No Violenta: qué es y como usarla

Mi acercamiento a la comunicación no violenta

Cuando me hablaron por primera vez de comunicación no violenta, me sonó un poco raro. Lo que me vino a la cabeza eran señores con túnica sentados mientras la policía les rodea. Resistencia pacífica. Rollo Gandhi o así.

Y leer la web oficial del “Centro para la Comunicación No Violenta” (https://www.cnvc.org/) no ayudó, porque se expresa de una forma un poco abstracta y… cómo decirlo… un poquito “kumbayá”. Por ejemplo cuando dice que “la comunicación no violenta va de conectar con nosotros mismos y con los demás con el corazón. Va de ver lo humano que hay en todos nosotros. Va de reconocer lo que tenemos en común y nuestras diferencias, y de encontrar maneras de hacer la vida maravillosa para todos nosotros“. Buf.

Así que se me hizo un poco cuesta arriba adentrarme en este mundillo. Poco a poco lo fui haciendo, pero con reservas. Y de repente, me pasaron este vídeo en el que Marshall Rosenberg (el creador del modelo) explica, de una manera sencilla, amigable, entretenida, divertida… la esencia de la comunicación no violenta. Y entonces dices “¡es fantástico!”.

¿Por qué no lo explicarían así en su web? ¡Hubiéramos terminado antes!

¿Qué es la comunicación no violenta?

La Comunicación No Violenta (o CNV) es un modelo que te ayuda a entender y procesar cómo reaccionas ante lo que te pasa, y a relacionarte con los demás de forma constructiva.

Te permite separar una serie de elementos que, si no tenemos cuidado, tienden a mezclarse: los hechos, nuestros juicios sobre los hechos, las emociones que nos generan, el por qué se generan esas emociones…

El problema es que, cuando esos elementos se mezclan, es fácil que salga un “cóctel explosivo”: ¿cuántas veces nos encontramos metidos en discusiones (reales o “en nuestra cabeza”) que tienen que ver con “lo que fulanito me ha hecho”?. Y entonces reprochamos, echamos en cara, “es culpa tuya porque eres un… y siempre estás…”, la otra persona se pone a la defensiva, surge el resentimiento y una espiral de malos gestos y malas palabras que rara vez termina bien.

Quizás una de las cosas que me hizo difícil acercarme al concepto CNV es que parece que se contrapone a una “comunicación violenta”, y que esa comunicación violenta implica casi llegar a las manos. Y no hace falta pegarse para que haya violencia. Desde el momento en el que hay “tú contra mí”, ya hay enfrentamiento. Y desde el enfrentamiento, desde la trinchera, es difícil encontrar soluciones.

¿Hay una forma diferente de hacer las cosas? Sí, y eso es lo que propone la CNV.

La realidad no es como la ves

Decía Ramón Campoamor aquello de “Y es que en el mundo traidor nada hay verdad ni mentira; todo es según el color del cristal con que se mira”. Y cuánta razón tenía…

Tendemos a creer que el mundo es tal y como lo vemos. Pero una de las claves de la CNV es aprender a separar los hechos objetivos de las interpretaciones que nosotros hacemos de ellos. Algo que, aunque parezca obvio, puede llegar a ser difícil.

Por ejemplo, si yo digo que “hoy hace frío”… ¿es un hecho? No. El hecho puede ser que la temperatura exterior es de 7ºC. Si “hace frío” o no, es una interpretación que yo estoy haciendo conforme a mi experiencia, mis preferencias… A lo mejor una persona que viene de Noruega, ese mismo hecho lo interpreta de otra manera.

Stephen Covey, en su libro de los 7 hábitos, cuenta la historia de unos niños que iban armando barullo en el metro. Un viajero concluye que “son unos maleducados”, y llama la atención al padre. El padre cuenta que en realidad lo que sucede es que la madre de los niños acaba de morir, y los niños están alterados por esa situación. Mismo hecho (niños corriendo), distintas interpretaciones.

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Piensa en tu día a día. ¿En cuántas situaciones tu cerebro salta de “los hechos” a “las interpretaciones”?. Quizás sea más fácil verlo en los demás que en uno mismo, así que prueba a prestar atención a lo que dicen los demás. Cuando te cuenten algo, intenta que te describan “los hechos puros y duros”, sin añadirle juicios de valor, presuntas motivaciones, generalizaciones…

Verás con qué facilidad se mezclan… Pues aplícate el cuento, porque si lo ves en los demás, seguro que tú también lo haces (¿Ves? Aquí una generalización cortesía de la casa :D).

¿Por qué es importante separar hechos de interpretaciones? Porque sobre los hechos es más difícil discrepar. ¿El termómetro marca 7ºC? ¿Los niños están moviéndose en el vagón del metro? Los hechos son concretos, verificables. Nadie se pone a la defensiva, ni siente la necesidad de defender su posición.

Tus juicios son tuyos

Una vez que se han puesto encima de la mesa los hechos, y se ha asegurado que todos ven esos hechos (insisto, limpios de juicios y valoraciones) por igual… entonces se abre el espacio de los juicios. Pero con la consciencia de que son MIS juicios, MIS interpretaciones, nacidas de MI experiencia y MIS circunstancias. Y con la consciencia de que seguramente son distintos de TUS juicios, TUS interpretaciones, nacidas de TU experiencia y de TUS circunstancias… tan legítimos como los míos.

El mero hecho de asumir que no estás tratando con una verdad absoluta (de “hechos”), sino de algo que “depende del cristal con el que miras”, ayuda a tomar perspectiva.

Estamos de acuerdo en que la temperatura es de 7º. Que yo piense que eso implica que “hace frío” y que tú no es cuestión de juicios. O que a mí me guste más el calor, y a ti te guste más el frío.

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La cuestión es que, desde un punto de vista de CNV, los juicios no son los protagonistas. Existen, están ahí, y es importante ser consciente de ellos. Y puede que expresarlos (siempre asumiendo que son tuyos y no verdades absolutas) ayude a aclarar algún malentendido y sobre todo a entender que tú y yo tenemos cristales diferentes. Lo cual no es ni bueno ni malo… simplemente es.

Lo que no es recomendable es discutir sobre ellos, o menos aún pretender que el otro vea las cosas igual que tú. Ése es un camino lleno de trampas que seguramente no te lleve a ningún sitio. Porque tú puedes tener otros juicios distintos, y son (mal que le pese a mi ego) igualmente legítimos. Así que es una situación de “tus juicios contra los míos”, y es posible que no lleguemos a convencernos de que los míos son más correctos que los tuyos, ni viceversa.

En vez de eso, es mejor hablar de emociones…

Expresar tus emociones

Las emociones (de las que hablaba en un post reciente sobre emociones en el mundo del trabajo) son reacciones ante estímulos externos. En ese sentido son, también, “hechos”. Si yo me siento enfadado, o triste, o alegre, o asustado… es un hecho que tú no me puedes discutir.

Y además es un hecho en el que es fácil que tú te identifiques conmigo. Porque tú, en otras situaciones, también sientes ira, tristeza, alegría o miedo. Si yo te hablo de mis emociones, de mis sentimientos… puedes empatizar conmigo.

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Es importante aquí el sentido de propiedad. “Yo me siento así”, y no “tú me haces sentir así”. Mi emoción es mía, y no te puedo cargar a ti con la responsabilidad de haberla generado. La estoy describiendo, no buscándole responsables.

Quizás uno de los problemas que tenemos es que nos falta “vocabulario emocional” para reconocer nuestras emociones y hablar de ellas (aquí tienes un listado de emociones, por si te resulta útil). Y además es incómodo, porque nos hace sentir vulnerables. Pero si no lo hacemos, va a ser difícil completar la conversación.

Las emociones nacen de las necesidades

Lo que dice la CNV es que las emociones son la expresión de unas necesidades satisfechas o no satisfechas. Si las necesidades están satisfechas tendremos emociones de las que calificamos como positivas (alegría, paz, etc.). Si las necesidades no están satisfechas tendremos miedo, ira, asco…

Y la gracia es que mis necesidades y las tuyas son, esencialmente, las mismas. Porque son necesidades humanas (aquí puedes ver un listado de necesidades), y las compartimos. Si yo te hablo de que necesito seguridad, o que necesito respeto, o que necesito reciprocidad, o ser valorado, o tener cubiertas mis necesidades básicas, o tener una comunidad alrededor… me vas a entender. Porque tú también tienes esas necesidades, que tendrás más o menos cubiertas, pero que están ahí.

De nuevo, ser capaz de identificar cuáles son esas necesidades que no tenemos satisfechas exige un ejercicio importante de introspección. ¿Por qué esta situación me está enfadando? ¿Cuál es la necesidad no cubierta que hay detrás? ¿Por qué esta otra situación me hace sentir triste? ¿Cuál es la necesidad que hay detrás? Etc.

Fíjate que, en todo este proceso, hablo sobre todo de MÍ. De los hechos (separados de MIS juicios). De MIS emociones. De MIS necesidades. No entro a discutir de TUS interpretaciones, ni de TUS motivaciones, ni asumo nada sobre TÍ. Por eso es “no violento”. Porque no te estoy reprochando, ni acusando, ni etiquetando. Hablo desde mí, no contra ti.

El momento de hacer peticiones

Una vez expuesta la situación (de nuevo, “desde mí”), llega el momento de expresar peticiones. De decir lo que te gustaría que pasara.

Éste es un momento un poco delicado, porque es fácil caer de nuevo en la “violencia”, en el reproche… sin darse cuenta. “Me gustaría que dejases de tenerme manía”, “me gustaría que no fueses tan capullo”, “me gustaría que no fueses tan cruel conmigo”, “me gustaría que no me ignorases”… en fin, imagino que ves por dónde pueden ver los tiros.

Se trata de expresar nuestras peticiones en positivo, y en términos de “hechos concretos” (desprovisto de juicios). Y además, en la medida de lo posible, sin determinar “lo que quiero que tú hagas”. Una vez que he expresado lo que “a mí me gustaría”, se abre el espacio para encontrar la forma en que tú puedas contribuir a ese escenario.

  • “Me gustaría que todos los asistentes estén en la reunión a la hora fijada para que podamos aprovechar mejor el tiempo” (vs. “me gustaría que llegaras a la hora a la reunión”, o vs. “me gustaría que fueses más respetuoso con el tiempo de los demás”).
  • “Me gustaría poder aprovechar los fines de semana para dormir un poco más sin ruidos en la casa” (vs. “me gustaría que pasases el aspirador a otra hora”, o vs. “me gustaría que no vinieses a molestarme”).
  • “Me gustaría tener más autonomía en la gestión del proyecto” (vs. “me gustaría que no me controlases tanto”, o vs. “me gustaría que confiases más en mí”).

¿Te das cuenta? En estas peticiones no hay “acusaciones”, ni reproches. Ni tampoco “imposiciones” respecto a lo que esperas que el otro haga. Simplemente “hechos” que nos gustaría que sucediesen.

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Hay que tener en cuenta, además, de que se trata de “peticiones”. No de “órdenes”, ni de “exigencias”. Cuando uno hace una petición, abre el espacio para que la otra persona diga sí, o no, o explique en qué condiciones, o plantee alternativas, o porqué para ella tiene sentido que sea de otra forma

El objetivo, al final, es abrir un espacio en el que las dos partes podamos hablar de lo que necesitamos, y llegar a un acuerdo satisfactorio sin “tirarnos los trastos a la cabeza”. Se trata de llegar a un compromiso mutuamente aceptado (echa un vistazo al post que escribí sobre la gestión de compromisos).

A veces toca hablar, y a veces escuchar

La comunicación no violenta es un proceso simétrico. Si yo hablo, espero que tú escuches. Si tú hablas, yo tengo que escuchar. Y escuchar con lo que Marshall Rosenberg califica en el vídeo como “orejas de jirafa” (si quieres entenderlo, tendrás que verlo :D).

Escuchamos con la voluntad de entender al otro. Para ver sus juicios y sus interpretaciones, para conectar con sus emociones, para conocer sus necesidades. Porque si prestamos atención a todo ello, si indagamos de forma empática, tendremos una perspectiva muy rica del otro. Y desde esa perspectiva será más fácil proponer fórmulas que resulten satisfactorias para ambas partes.

La comunicación no violenta no es fácil

Aunque el modelo es sencillo, ponerlo en práctica no es fácil. Y no lo es porque no es nuestro “modo por defecto” de estar en el mundo. ¿Dónde radica la dificultad?

  • En separar los hechos “puros y duros” de los juicios e interpretaciones que les añadimos, muchas veces de forma inconsciente.
  • En darnos cuenta de nuestros juicios, y en asumirlos como subjetivos (y no como verdades absolutas).
  • En desprendernos del egocentrismo de creer que nuestra forma de ver el mundo es la única posible, o la mejor.
  • En atribuir al otro la misma legitimidad que nos damos a nosotros mismos.
  • En no “entrar al trapo” cuando nos sentimos atacados por el otro y en no contribuir a la “espiral de violencia”.
  • En escuchar al otro de forma empática, sin juicios, con paciencia y buscando entenderle.
  • En mostrarnos vulnerables (y más si venimos de una situación de conflicto) al hablar de nuestras emociones y nuestras necesidades.
  • En indagar para saber concretar cuáles son esas emociones y esas necesidades.
  • En disponer de vocabulario y distinciones suficientes como para poder hablar con propiedad de emociones y necesidades.
  • En buscar de forma genuina un acuerdo satisfactorio sin pretender “arrimar el ascua a tu sardina” o imponer al otro condiciones.
  • En aceptar al otro como un igual a la hora de definir un compromiso.
  • En elegir con cuidado nuestras palabras para no caer inadvertidamente en el reproche, la acusación, la interpretación, la generalización…

Por mi parte, desde luego, te puedo asegurar que es sorprendente (una vez que metes este modelo en la cabeza) la cantidad de veces al día que descubres (en otros y en ti) rasgos de “comunicación violenta”. Yo, que tiendo a ser vehemente y egocéntrico, caigo con una frecuencia pasmosa.

Pero bueno. Como en tantas otras cosas, la consciencia es el primer paso para poder actuar. Y a partir de ahí, poquito a poco, intentar hacer las cosas de manera diferente.

Es un viaje largo, pero creo que merece la pena.

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Hay algo que está pasando (y a mí estos días de confinamiento me está pasando con especial relevancia) y es que muchas veces hay gente que te comparte artículos interesantes que ha leído, un informe de no sé qué consultora, una charla interesante que ha visto no sé dónde… y simplemente te mandan un mensaje: por whatsapp, por correo electrónico…


«Échale un vistazo a esto que me ha resultado muy interesante»

Y claro, tú vas a hacer clic en el enlace y ves un documento de 80 páginas, una charla de una hora… contenidos que te exigen un montón de tiempo entrar a verlos sin saber realmente hasta qué punto te va a resultar interesante o no.

Por eso creo que sería interesante adoptar un par de buenas prácticas a la hora de compartir contenidos.

Añade un resumen ejecutivo

El primero: añade un resumen ejecutivo. Esboza en una frase o en un párrafo cortito cuáles son las ideas principales (y si me apuras la idea principal) que tú extraes de ese contenido.

¿Por qué? Por dos motivos: primero porque a mí me das contexto para saber si me merece la pena dedicar el tiempo que voy a tener que dedicar a consumir ese contenido. Y si por lo que se ha decidido no hacerlo pues al menos me puedo llevar una perlita de valor en forma de tu resumen. Si ya has dedicado una hora a leerte un documento no te cuesta nada dedicarle dos minutos a escribir tu conclusión relevante y compartirla con los demás.

Dale un toque personal

Y la segunda recomendación es que aproveches ese compartir ese documento para añadirle un toque personal. Y ese toque personal puede ser qué es lo que te ha aportado ese contenido a ti, por qué te ha resultado interesante, cómo lo estás aplicando… O también pensar en mí, decir «oye, he pensado que esto te puede resultar interesante para tu proyecto x o para cómo estás enfocando tu actividad comercial o cómo estás enfocando tu negocio o porque me dijiste en su día que estabas metido en este proyecto y he pensado que te puede resultar interesante».

Piensa que al compartir esa información estás teniendo una interacción, y es una excusa perfecta para para reforzar el nexo de vinculación personal que tenemos entre los dos. Y a lo mejor yo no acabo viendo el contenido, pero me quedo con la impresión de te conozco un poquito más a ti y/o que eres alguien que se preocupa por mí y me tiene en cuenta.

Así que nada, si quieres compartir contenidos adelante. Pero hazlo con un poquito de cabeza, porque los demás no tenemos tiempo para leer todo lo que nos sugerimos, y necesitamos criterios para decidir a qué le prestamos atención.