El éxito relativo según Stephen King

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Stephen King, un señor que ha escrito decenas de novelas, de las que ha vendido cientos de millones de copias, y que debe tener dinero para aburrir. Un hombre de éxito, diríamos. Y sin embargo, en esta entrevista, se encarga de desmitificarse.

«Yo vivo en Maine, en un pueblo pequeño donde soy uno más. […] Allí llevan viéndome toda la vida y les da igual; soy el vecino.»
«Me hace feliz saber que mi trabajo conecta con la gente. Crecí para contar historias y entretener. En ese sentido creo que he sido un éxito. Pero el día a día es mi mujer diciendo: “Steve, baja la basura y pon el lavaplatos”.»

Y uno se imagina a Stephen King bajando la basura. O llenando el friegaplatos. O bajando al súper. Y también se lo imagina yendo al médico, o discutiendo con sus hijos, o atrapado en un atasco, o en cualquier otra situación cotidiana.
Tendemos a apreciar el éxito de los demás porque, normalmente, nos fijamos únicamente en una parte de su vida en la que destaca. Probablemente, si nos fijásemos en el conjunto completo de la vida de esa persona (y no sólo en los «momentos destacados» que él o algún intermediario quiere que veamos, o que nosotros nos empeñamos en descontextualizar), el resultado sería bastante desmitificador.
En paralelo, tendemos a infravalorar nuestros propios éxitos. Al fin y al cabo nosotros sí somos capaces de darle el contexto (aquello que decía Woody Allen de que «me ha llevado 10 años tener éxito de la noche a la mañana»), sabemos de todas las luces y las sombras, conocemos la cara B.
Al final, todos estamos más o menos en las mismas. Algunas cosas nos salen bien, otras nos salen mal. Como decía Bielsa, el éxito absoluto es una excepción.

Al cambio por el convencimiento, no por la imposición

Change

«People don’t mind change; they just don’t want others to change them»

Cuando empecé en esto de la consultoría, en la empresa manejábamos un esquema de «facilitación del cambio» («Change enablement»… que no «management»), que habían elaborado en Chicago (¡y eso era como si lo hubieran hecho los dioses!). Luego lo aplicábamos de aquella manera… pero bueno, esa es otra historia. El caso es que cuando lo explicábamos hacíamos mención a la resistencia al cambio, y usábamos una frase (acompañada con la foto de un bebé, sobrino de un gerente para más señas) que decía «el único que acepta el cambio es un bebé con el pañal mojado».
Vamos, que somos alérgicos a los cambios por naturaleza, veníamos a decir; y que, por lo tanto, cualquier cambio que se quisiera impulsar a nivel organizativo implicaba que íbamos a encontrar resistencia por definición. Y sin embargo…
Como dice la cita del principio (extraída por cierto del libro «Helping», de Edgar H. Schein… que acabo de leer y del que seguro que saco más de un post, porque me ha gustado mucho y me ha dado para varias reflexiones), no es verdad que seamos alérgicos al cambio: lo que nos molesta es que nos obliguen a cambiar en contra de nuestra voluntad.
En efecto, si nos fijamos bien, nos pasamos la vida cambiando. Y en muchas ocasiones son cambios 100% voluntarios, buscados y deseados. En los últimos años yo he cambiado de trabajo varias veces de forma voluntaria, he cambiado de ciudad de residencia, he cambiado de móvil, he cambiado de estado civil, he tenido hijos, he cambiado de piso, he cambiado de coche, he cambiado de ordenador… cambios, cambios y más cambios. ¿Resistencia? Ninguna; al contrario, si se han producido esos cambios es por mi voluntad de cambiar, por un impulso endógeno sin el cual las cosas habrían seguido como estaban.
La cuestión es que en estos cambios no ha habido atisbo de resistencia, porque han nacido de mí. Han venido cuando yo he estado plenamente convencido, ni antes ni después. El escenario futuro ha sido el que yo he querido que fuera. En esas condiciones no hay resistencia, sino al contrario hay mucha energía transformadora. Nadie ha tenido que perseguirme para que cambiara, he sido yo el que ha tirado del carro (bueno, en lo de casarme igual no… ¡que no, cariño, que es broma!!!! :D)
Evidentemente en la vida hay muchos cambios que no son así: si te echan del trabajo, si tu mujer te deja, si te embargan el piso, si pierdes el móvil o te deja tirado el coche… nos vemos obligados a cambiar, «a la fuerza ahorcan». Pero en esos casos no encontramos ni pizca de «energía transformadora»: ahí sí que se produce la resistencia (mientras nos dejen), el pataleo, la frustración y, en el mejor de los casos y al final del proceso, una aceptación sumisa. Pero nada de impulso, nada autonomía. No pondremos absolutamente nada de nuestra parte.
Lo sorprendente es cómo, en el ámbito de las empresas se ignora una y otra vez esta realidad. Alguien de la planta noble (ayudado en muchas ocasiones por un consultor) hace su análisis y decide que la empresa tiene que cambiar. Da igual si estamos hablando de estrategia, de producto, de cultura, de organización, de tecnología… se inventa un escenario futuro, se inventa unos plazos en los que sí o sí hay que llegar allí, y a continuación le dice a todo el mundo: «esto es lo que hay; hágase». El resultado es habitualmente desastroso: aparecen las resistencias, los pataleos, la frustración. Ni rastro de avance autónomo por parte de las personas, y en consecuencia ingentes cantidades de tiempo y energía dedicados a empujar (a veces de forma más amable, a veces menos) a la gente, a hacer de policías para asegurar que «la cabra no vuelve al monte». Plazos que se alargan, expectativas que se incumplen, presión, rebeliones y boicots, idas y vueltas, confusión.
Así rara vez se llega al cambio deseado; lo más habitual es que tanto desgaste acabe sirviendo para cambiar muy poco, y encima a costa de dejar una organización desnortada, resentida, frustrada, agotada… exhausta.
Y sin embargo, no cabe duda de que las organizaciones tienen que cambiar para adaptarse a la evolución del entorno. Y cada vez más rápido. ¿Cómo hacerlo, si la «imposición del cambio» no funciona?. ¡»No cambiar» no es una opción!. La alternativa no es fácil, pero existe: consiste en promover esos cambios «que nacen de dentro», en conseguir que las personas sean las que estén convencidas de la necesidad de cambiar y que por lo tanto no solo no se resistan, sino que sean una fuerza motriz. A estas personas no hay que empujarlas, ni perseguirlas: avanzan solas, y a sus espaldas llevan a toda la organización.
¿Cómo conseguirlo? Ahí van tres grandes pilares…

  • El diagnóstico no se puede imponer, simplemente porque nosotros «ya sabemos cuál es el problema». Todo el mundo tiene que verlo, y no porque se lo contemos nosotros, sino porque lleguen a esa conclusión por sí mismos. No hay atajo posible: si una persona no percibe una situación como problemática, no va a tener ninguna motivación para cambiar. Podemos guiar este proceso, podemos ofrecerles información, podemos hacerles reflexionar… pero hasta que no lo vean, hasta que no «les duela»… no hay nada que hacer.
  • Del mismo modo, la «solución» tampoco se puede dar hecha: ni el escenario futuro al que queremos llegar, ni los pasos a dar para alcanzarlo. Es importante que las personas «creen» soluciones por sí mismas, adaptadas a sus circunstancias, a su entorno, a sus capacidades, a su cultura. Nosotros podemos ofrecerles alternativas, guiarles, aconsejarles, darles soporte, trasladar buenas prácticas, fomentar la comunicación… pero los protagonistas son ellos. Una solución «perfecta» que ellos no compren tiene muchas más posibilidades de fracasar que una solución «imperfecta» de la que estén convencidos. A lo mejor así no llegamos exactamente al lugar donde queríamos estar, pero si hemos guiado bien el proceso, si hemos inspirado correctamente, habremos dado pasos en la buena dirección y estaremos más cerca de lo que estábamos antes.
  • Igualmente, no podemos predefinir los plazos del cambio. Podemos establecer «sensación de urgencia», podemos poner todos nuestros medios para que la información y los recursos fluyan, podemos incluso establecer incentivos. Pero en última instancia cada persona tiene que recorrer por sí misma el camino del cambio, lo hará a su ritmo, y nosotros no podemos hacerlo por él por mucho que nos impacientemos.

Evidentemente, no es fácil. Ni rápido. Ni sencillo de controlar. A la inmensa mayoría de las personas que conozco incluyéndome a mí mismo (y ni siquiera hablo de «directivos» ni de «jefes»… sino a todos los niveles) les (nos) resulta completamente antinatural. ¿Cómo voy a tener que esperar a que la gente se dé cuenta del problema, cuando yo ya lo sé? ¿Cómo que no voy a ser yo quien defina el escenario futuro? ¿Cómo voy a dejar que cada uno aplique sus soluciones? ¿Cómo voy a dejar que se apliquen soluciones imperfectas cuando yo ya tengo una que es mejor? ¿Cómo es que no voy a poder centralizar? ¿Cómo es que no voy a poder saber cuándo y cómo se completa el cambio? Es mucho más directa, más atractiva, la vía de la imposición. El problema es que no funciona… así que por difícil que resulte, por antiintuitivo que parezca, por incómodo y «descontrolado» que sea el proceso… sólo hay un camino real para el cambio.

¿Te acuerdas de aquel consultor?

Hace unos días, mientras comía con los compañeros/equipo del cliente (ahora mismo, como diría Facebook, «es complicado» saber qué soy), la conversación derivó a recordar algunos proyectos de consultoría a los que se habían visto sometidos en los últimos años. Recordaban (en tono no muy elogioso) alguno de ellos. Obviamente, como yo no había estado allí, permanecí en silencio. Y me puse a pensar…
¿Qué pasará en esa misma mesa cuando, quién sabe en qué momento del futuro, yo ya no esté vinculado a ese proyecto? ¿Cómo hablarán de mí, y de mi trabajo? ¿Me recordarán, siquiera? ¿Lo harán con cierto aprecio, o sin rastro de él? ¿Valorarán algún impacto positivo en la empresa, o me verán como uno de esos «charlatanes» que consiguió engañar a alguien para que le pagase unas facturas? De hecho, tampoco hace falta esperar a no estar… ¿qué pensarán hoy?
En realidad, en los siguientes días le estuve dando vueltas a este mismo razonamiento, pero aplicado a los proyectos en los que he trabajado en el pasado. Miré hacia atrás, intentando imaginarme comidas y conversaciones similares en todos esos clientes. ¿Saldré en alguna de ellas, o por el contrario no quedó nada de mí en ellos? Y en el caso de que la respuesta sea sí… ¿saldré bien parado yo? ¿saldrá bien parado mi trabajo, mi actitud profesional, mi trato personal? Asusta pensar que, después de 14 años que van a cumplirse dando tumbos por ahí, nadie se acuerde de ti ni de tus proyectos… pero si así fuera, es que algo no hiciste bien.
Es cierto, uno no puede estar todo el rato en plan «intenso», dándole vueltas a estas cosas. Tienes que hacer las cosas lo mejor posible, de la forma más honesta que puedas. Al final, hay una parte de «lo que otros piensan de ti» que está fuera de tu control. Pero aun así, tener en mente el «impacto» o la «huella» que dejas, tanto a nivel profesional como personal, creo que puede ser una buena brújula para el comportamiento diario.
PD.- Hablo de «consultor» porque es lo que aplica a mi experiencia personal… pero en realidad el razonamiento puede ser 100% aplicable a cualquiera. Todos nos relacionamos a diario con gente, tanto dentro de nuestra empresa como fuera de ella, a nivel personal y a nivel profesional. Todos podemos dejar huella, positiva o negativa, más fuerte o más ligera.

Amar lo que haces, hacer lo que amas… ¿cuál es la buena?

Imagino que todo el mundo habrá escuchado/leído alguna versión de este «juego de palabras», la dicotomía entre «amar lo que haces» y «hacer lo que amas». Yo sí, y siempre me ha parecido que encierra un gran conocimiento… pero me pasa con ella como con el clásico «una de cal y una de arena». ¿Cuál es la buena? ¿La cal o la arena? ¿Qué es lo que debemos buscar? ¿Amar lo que hacemos, o hacer lo que amamos? Porque así a priori puedo encontrar argumentos válidos para las dos… pero al final, con el tiempo, he ido haciendo mía una interpretación que, en realidad, elimina en cierta medida la incompatibilidad entre ambas.
Hacer lo que amas. Sí, vale, de acuerdo, ¿cómo no va a resultar un buen consejo? Puestos a poder elegir, mejor hacer algo que te gusta que algo que no te gusta. Ahora bien, es un consejo que tiene no uno, sino varios trucos. En primer lugar, porque no es fácil identificar «lo que amas». A veces nos pueden venir ramalazos y pensar «podría pasarme la vida haciendo…», pero son pocas personas las que sienten en su interior una pasión tan intensa y sostenida en el tiempo; la mayoría mezclamos intereses que en distintas épocas se van sucediendo con distinta intensidad, y que no somos capaces de identificar con claridad.
Además, la mayoría del tiempo perseguimos algo que no existe, una versión idealizada de nuestra pasión que, si un día por casualidad logramos vivir, puede llegar a ser muy decepcionante. Porque desde fuera es fácil imaginar que tu vocación se desarrolla a la perfección, al dictado de tu imaginación. El que sueña con ser arquitecto se imagina diseñando grandes edificios significativos, no visando planos de aburridos pisos de extrarradio. El que sueña con ser periodista se imagina realizando investigaciones dignas de premios Pulitzer, y no cubriendo la enésima rueda de prensa del político de turno. El que sueña con ser fotógrafo se imagina recorriendo el mundo cámara en ristre, y no haciendo fotos de carnet por 5 euros o dedicando sus fines de semana a hacer bodas. El que sueña con ser pintor se imagina creando grandes obras de arte, y no pintando mil veces el mismo lienzo de venta en tiendas de decoración. El que sueña con ser programador se imagina creando un software alucinante, y no el enésimo parche de un software de contabilidad. Etc.
Y eso, asumiendo que existe una versión de «lo que amas» (incluso aunque resulte aburrida, decepcionante y alejada de nuestras ensoñaciones) que nos permita mantenernos económicamente. Porque no olvidemos que, al final, hay que ganarse la vida, que nadie nos debe nada. Que podemos desear con todas nuestras fuerzas vivir de la petanca, pero a lo mejor simplemente no es posible.
Así que sí, «haz lo que amas»… pero con cuidado, porque a lo mejor no es tan buen consejo y más nos vale tener un plan B. Que es, en realidad, «ama lo que haces».
¿En qué consiste lo de «amar lo que haces»? Yo lo interpreto desde una perspectiva que puede sonar un poco «zen»… Dado que en un momento determinado tienes que hacer lo que tienes que hacer, procura hacerlo lo mejor posible. Procura enfocarlo de la manera más positiva posible, procura aprovechar para aportar algo, procura extraer de esa experiencia el mayor aprendizaje que puedas. Concéntrate en lo bueno que tiene lo que haces, siempre hay algo. Pon curiosidad, pon interés, pon afán de superación. Tengo un amigo, al que respeto muchísimo, que siempre dice «Mira, Raúl, yo siempre procuro dar el máximo; y si me dicen que vaya a hacer un café, voy a procurar que sea el mejor café del mundo».
Por supuesto, no se trata de conformismo puro y duro, de darte igual lo que te pase. No dejamos de ser responsables de nuestra vida, y por lo tanto de dirigirla hacia donde queramos en la medida en que podamos. Pero ese «en la medida en que podamos» no es baladí. Porque a veces esa medida es pequeña, y es tontería estar permanentemente hundido en la frustración de no poder hacer lo que presuntamente amamos (que además en el 99% de los casos dista de ser ElDorado que imaginamos), en vez de aprovechar y disfrutar lo que tenemos… en definitiva, de amar lo que hacemos.

PD.- Como ves, he añadido un episodio del podcast Diarios de un knowmad dedicado a este tema. Si te gusta, puedes suscribirte en iVoox y en iTunes, comentar, recomendar, compartir…

The story of Anvil: la pasión siempre queda

Ayer estuve viendo la peli-documental «The Story of Anvil«, que me dejó un regusto agradable.
Resumen: banda de heavy metal que a principios de los 80 se codean con Scorpions, Bon Jovi y otras del estilo. Reconocidos por sus contemporáneos como banda influyente. 30 años después, la banda sigue en activo. Sus dos componentes originales, amigos desde la adolescencia, llevan 35 años con la aventura. Nunca les sonrió la suerte en forma de megaéxito comercial, pero ellos han seguido sacando discos como podían, tocando cuando tienen la oportunidad, mientras se ganan la vida con otros trabajos «de gente normal».
Hay ratos de la película donde los protagonistas, pese al paso del tiempo, siguen siendo los adolescentes ilusionados que se endeudan para grabar un decimotercer disco y se patean compañías de discos esperando firmar, por fin, un gran contrato. En otros momentos son más conscientes de la realidad de que a sus 50 años ya difícilmente van a coger ningún tren con destino al estrellato, que tendrán que seguir sus vidas, con sus familias, sus trabajos, y simplemente disfrutar del rock como han hecho siempre, en su día a día.
Y en esa combinación de sensaciones se mueve la película: aceptación serena (y en gran medida satisfecha) de lo que tienen, sin olvidar la ilusión casi infantil por conseguir algo más. Lo que nunca, nunca aparece es el arrepentimiento: «no debí haber apostado por esto». Iniciaron un camino siguiendo su pasión, y aunque en algún momento puedan sentir frustración porque «pudieron tener algo más», cuando miran su historia, y su presente, «que les quiten lo bailao».
Porque la lotería del estrellato les toca a muy pocos y la inmensa mayoría no podemos vivir de lo que nos apasiona. Sin embargo, el éxito es relativo

La clave para la persistencia

La persistencia es uno de los elementos clave a la hora de conseguir cualquier objetivo. Lo normal es que las cosas no salgan a la primera, que nos encontremos el camino plagado de obstáculos. Y la capacidad para no rendirnos a las primeras de cambio, para volver a intentarlo, para buscar soluciones alternativas, es lo que muchas veces marca la diferencia entre «los que lo consiguen» y los que no.
Persistir es mantenerse firme o constante en algo. Y el otro día leí, en una entrevista que a priori no tenía nada que ver, una frase que me gustó mucho al respecto. Un fotógrafo contaba la historia de cómo consiguió, a base de insistir y de no aceptar un «no» por respuesta, su primer retrato importante (con Woody Allen, para más señas):

Creo que si realmente estás convencido de lo que haces, tendrás esa persistencia. Es realmente difícil ser persistente cuando estás haciendo algo que en realidad no quieres hacer.

No sé si la persistencia es una habilidad que se puede aprender (supongo que también). Pero, como dice el fotógrafo, yo también pienso que cuando uno está al 100% comprometido con lo que está haciendo, esa persistencia sale de forma natural.
Foto: uBookworm

La vida y la gasolina

Lo leí en un tuit de Jeroen Sangers, que citaba a Tim O’Reilly:

El dinero es como la gasolina durante un viaje; no quieres quedarte sin ella en el camino, pero no planificas el recorrido buscando gasolineras.

Me gustó, me hizo pensar. Cuando uno planifica un viaje lo hace pensando qué quiere ver, dónde quiere ir, qué quiere hacer. Ésos son sus objetivos. Luego, claro, necesitará gasolina (mucha o poca) para llegar allí. Pero la gasolina es algo instrumental, al servicio de los objetivos, y no al revés.
En la vida también deberíamos hacer lo mismo. Plantearnos nuestros objetivos vitales, qué queremos hacer, qué experiencias queremos, qué estilo de vida buscamos. Y en función de eso, necesitaremos dinero para cumplir esa visión. Pero, de nuevo, el dinero es instrumental y al servicio de los objetivos. Sin embargo, en demasiadas ocasiones nos encontramos atrapados en una dinámica perversa en la que «conseguir dinero» es lo primordial, y organizamos nuestra vida entorno a ello aunque eso suponga «vivir mal» (en horarios, preocupaciones, ausencia de tiempo, dejar de lado lo que nos gusta, a nuestros amigos, a nuestra familia, nuestros hobbies…). Nosotros solos nos metemos en la «carrera de la rata» y al final acabamos preocupándonos más de las gasolineras que de ir a donde queríamos ir.
Foto: Svadilfari

Sobre el éxito

Sé que es un tema recurrente a lo largo del tiempo en este blog… pero bueno, supongo que cada uno somos un poco «Don Erre que Erre» con determinadas cuestiones.
Del blog de S.McCoy (el alias de Alberto Artero) en El Confidencial, extraído de su «Lección Inaugural» en unos Masters del Instituto de Empresa:
«El éxito sólo se puede medir en términos de felicidad, de estar a gusto con uno mismo, de ser capaz de enfrentarse a la vida con paz, alegría y optimismo. No son indicadores del mismo ni la cuenta corriente ni la tarjeta de visita. Insisto, no se puede confundir con un estatus, una apariencia que puede ser exitosa o encerrar el más absoluto de los fracasos. La felicidad, y por ende el éxito, se encuentran dentro de uno. Y exigen un trabajo constante que no hay que descuidar. Debe ser la prioridad. Sólo se vive una vez y que tu vida sea un éxito o un fracaso depende sólo de ti. No tanto de lo que pase sino de qué manera afrontas lo que te sucede, sea del color que sea.»